8 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
¿Es Cristo nuestro hermano?
por el élder Rex D. Pinegar
del Primer Consejo de los Setenta
Mis queridos hermanos y hermanas, es un privilegio para mí el encontrarme hoy en esta Conferencia de Área de la Iglesia, Somos verdaderamente bendecidos por estar en presencia de un Profeta viviente de Dios y recibir sus inspirados mensajes. Ruego que lo que diga, también provenga del Señor y nos ayude a acercarnos más a Él, para llegar a conocer mejor a ese Dios que hemos optado por servir.
En un pueblito cercano a la ciudad de La Paz, en Bolivia, dos de nuestros misioneros conocieron a una anciana. Ella los invitó a que pasaran a su humilde hogar para oír el mensaje que ellos traían. Estos élderes procedieron a describirle al Salvador, y a medida que hablaban le mostraron una lámina que lo representaba. Entonces, ella tomó la lámina y dijo; «Hermanos, ¿es él mi hermano? Háblenme de Él. ¿Llegaré yo a verle?»
Tal vez vosotros hayáis buscado respuestas a estas mismas preguntas. Consideremos entonces esas preguntas tal como lo habrían hecho los misioneros que se encontraban enseñándole a la anciana en Bolivia.
¿Es Cristo nuestro hermano? Las escrituras se encuentran repletas de declaraciones de que todos somos los hijos de nuestro Padre Celestial. Podemos leer en ellas cómo el Señor le mostró a Abraham todos sus hijos espirituales que fueron organizados antes que el mundo fuera creado. Le dijo a Abraham que él también era uno de sus hijos grandes y nobles. El Señor le señaló a Abraham uno que se encontraba entre estos hijos espirituales, que era como El mismo. Abraham aprendió que este Hijo bajaría a la tierra y moriría entre los hombres en la carne y llegaría a ser su Redentor, ya que se encontraba Heno de gracia y verdad. (Abraham, Perla de Gran Precio.)
Tanto vosotros como yo y también la anciana boliviana, nos encontrábamos en el gran concilio de los hijos espirituales, hermanos y hermanas, los cuales el Señor mostró a Abraham. Allí nos encontrábamos con Moisés, Jacob y toda alma que vivió, vive o vivirá sobre esta tierra. Fuimos hermanos y hermanas de Cristo entonces, y somos aún sus hermanos y hermanas. Hemos sido creados a su imagen y semejanza; hijos e hijas de Dios. Tenemos un mismo Padre, y esto nos hace hermanos y hermanas, como dijo Pablo a los atenienses: «El Dios que hizo el mundo… de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra» (Hebreos 17:14, 16).
A la sincera solicitud de la anciana que dijo: «Háblenme de Él», responderíamos que el Salvador es nuestro Redentor, nuestro único ejemplo perfecto.
En un mensaje de Navidad, el presidente Kimball nos dejó una hermosa enseñanza acerca del Salvador. Dijo que no podemos pensar en el nacimiento del Salvador sin pensar también en su vida y ministerio. No podemos pensar en la vida que vivió Cristo sin recordar su muerte, y cuando pensamos en su muerte podemos considerar su resurrección y todo lo que estos acontecimientos significan en nuestra vida.
El bendito acontecimiento del nacimiento del Salvador había sido predicho por los profetas desde tiempos muy remotos. Como ellos lo prometieron, su llegada a la tierra fue acompañada por la aparición de una nueva estrella y por huestes de ángeles celestiales que cantaban «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). El divino y literal Hijo de Dios condescendió en habitar entre los hombres. El Unigénito del Padre en la carne, nació en un humilde establo.
Su vida fue de ejemplo y servicio. Su único deseo era llevar a cabo la voluntad del Padre y cumplir con el propósito por el cual había sido enviado a la tierra. Jesucristo vino a esta tierra para glorificar al Padre, haciendo voluntariamente todas las cosas que Él le había requerido. Vino para enseñarnos, para mostrarnos el camino de regreso hacia nuestro Padre Celestial. Aun cuando vivió una vida pura y sin pecado, fue bautizado para mostrarnos qué era lo que debíamos hacer para demostrar nuestra buena voluntad, ser sumisos al Padre y tomar sobre nosotros el nombre de Cristo. Él fue bautizado, sumergido en el río Jordán, para cumplir con toda justicia. Jesús venció las tentaciones del adversario, demostrando así la divinidad de su poder. Entonces, procedió a organizar su Iglesia; llamó y ordenó apóstoles, maestros y ancianos. Les dio a los oficiales de esta Iglesia el poder del sacerdocio para que ellos también pudieran beneficiar al pueblo y llevar a cabo sus obligaciones con la autoridad adecuada.
Al vivir entre los hombres, les enseñó los principios de la rectitud y la justicia para que pudieran vivir de acuerdo con la más alta ley del amor y la moralidad. El demostró estos principios al curar al enfermo, al levantar al muerto, al hacer caminar al cojo, al abrirle los ojos al ciego y los oídos al sordo. Su preocupación por los demás, su compasión por los menos afortunados y su perdón a aquellos que habían pecado o que no eran bondadosos para con Él, eran cualidades de su carácter que El trató de inculcar y que deberíamos desarrollar en nuestra vida.
El Salvador era valiente y no obstante humilde. Se enfrentó sin temor a sus opresores, pero aun así no se adjudicó honores. «Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios» (Marcos 10:18). Entonces se sometió a la prueba final, consintiendo en beber de la amarga copa. Se ofreció a sí mismo en Getsemaní y en la cruz del calvario.
La muerte de Jesucristo no fue sino otro triunfo para Él. La decisión de morir por nosotros, fue nada más que suya. Ningún hombre le quitó la vida, ya que en Él estaba la vida. Sólo después de haber cumplido con el propósito por el cual había venido a la tierra, Jesús brindó su vida voluntariamente. El amor de Cristo por todos los hombres se manifestó cuando El desde la cruz pidió al Padre que perdonara a los que lo habían crucificado.
La gloriosa resurrección del Salvador conquistó el sepulcro y llevó a cabo la inmortalidad del hombre. Después de su resurrección, Cristo visitó a sus apóstoles en Jerusalén y los envió para que testificaran de Él. Entonces se les apareció a los habitantes de las tierras de América. El enseñó a este pueblo, al que se había referido al hablar de sus otras ovejas, sus principios de justicia y rectitud, y estableció entre ellos su Iglesia.
En nuestros días, el mismo Jesucristo resucitado se le apareció al profeta José Smith. Él ha restaurado su Iglesia nuevamente sobre la tierra, la cual es la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Jesús también es nuestro amigo personal. Esta actitud en cuanto a Cristo quedó bien demostrada en una ocasión en que nuestro Profeta, el presidente Kimball, fue llevado al hospital para someterse a una operación quirúrgica. Mientras lo llevaban por el corredor del hospital, chocaron su camilla fuertemente contra la pared. Uno de los ayudantes que la conducía lanzó un juramento profanando el nombre del Salvador. En voz suave y bondadosa, el presidente Kimball dijo: «Por favor, no se exprese así. Él es mi mejor amigo.» El Salvador debe ser nuestro mejor amigo también, pues nos ha demostrado el amor más grande que un amigo puede sentir por otro. El dio su vida por nosotros; nos ha dicho que somos sus amigos si hacemos lo que Él nos manda.
Después de observar el poder y la condición del hombre, el presidente Wilford Woodruff dijo: «Podía ver que dentro de pocos años, todos llegarían a un mismo fin en la sepultura. Estaba convencido de que ningún hombre podría disfrutar de la felicidad verdadera ni obtener lo que alimentaría el alma inmortal, a menos que Dios fuera su amigo, y Jesucristo su abogado.»
El mandamiento del Salvador fue: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado.» Si es que vamos a seguir el ejemplo de Jesús, debemos vivir como amigos suyos. Él nos enseñó la manera de ser amigos, «de amarnos unos a otros», cuando rogó por sus amigos para que su fe no faltara, cuando expresó agradecimiento por su ayuda al acompañarlo en sus tentaciones. También habló de la consideración que dos amigos deben mostrar el uno por el otro. La categoría o posición en la vida no nos aparta el uno del otro porque la verdadera amistad, ejemplificada por el Maestro, sirve de puente en nuestras asociaciones personales.
Después de haber padecido la más dolorosa de todas las agonías en el Jardín de Getsemaní, el Salvador quiso proteger a los que se hallaban con Él. Un amigo verdadero protege a otro; por él sufre penas; con él comparte sus cargas, como lo hizo el Salvador. Cuando se vio frente a los soldados, Jesús dijo: «Yo soy el que buscáis. Dejad ir a éstos.» El Salvador nos extiende su amistad a nosotros también, pero a fin de poder comprender plenamente el valor de esa amistad, unos y otros debemos ser amigos en el espíritu del amor que es semejante a Cristo. En la actualidad podemos pertenecer a una sociedad en la cual puede existir esta amistad perfecta, una amistad que puede basarse en los fundamentos espirituales y morales de las enseñanzas de Cristo, con su autoridad y poder.
Ejerciendo nuestra fe en El, arrepintiéndonos de nuestros pecados y uniéndonos a Él por medio del bautismo en su Iglesia, de manos de uno que tenga la autoridad, podemos empezar a disfrutar nuevamente de la relación familiar que teníamos con Cristo en nuestra vida preterrenal.
Todo esto es posible, porque este mismo Cristo resucitado y glorificado se apareció al profeta José Smith en nuestra época. Él ha restaurado nuevamente su Iglesia sobre la tierra, a saber, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los. Últimos Días. Os invitamos a que os unáis a nosotros en esta sociedad, el reino de Dios sobre la tierra.
La última pregunta que hizo esta mujer boliviana fue: «¿Lo veré yo?» En una oportunidad, durante una conferencia general de la Iglesia, una pequeñita se encontraba con sus padres en el Tabernáculo. Después de una sesión especial vespertina de la conferencia de la Escuela Dominical, las puertas del tabernáculo fueron abiertas. Al levantarse del banco y echar una mirada por la puerta al iluminado cielo, la madre se sintió inspirada por la belleza de la estatua de mármol que representa a Jesucristo, y que se encuentra iluminada contra el artísticamente pintado cielo de la rotonda del Centro de Visitantes. La obscuridad de la noche, la cercanía del Centro de Visitantes y la altura de las paredes de vidrio de la rotonda, hacían que la estatua pareciese como si estuviera suspendida en el cielo. La madre se acercó a la niña y le hizo ver el espectáculo para que ella también pudiera apreciar su belleza. La madre no podía imaginar que la niña en su pureza e inocencia creería que la figura de mármol pudiera ser el Salvador mismo. Pero ella gritó: «Mamá, es Jesús; vamos a verlo».
Cuando lleguemos a creer de esa forma y tengamos la pureza de corazón de un niño, y cuando sinceramente tratemos de conocer al Salvador tal como lo hizo la anciana de Bolivia; cuando sigamos al Salvador fielmente podremos verle, porque entonces le conoceremos y desearemos estar con Él.
Ruego que todos nosotros podamos llegar a conocer al Salvador mediante el estudio, la oración sincera y el esfuerzo diligente de cumplir con sus mandamientos, y lo digo en el nombre de Jesucristo. Amén.
























