8 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
Las leyes de Dios son bendiciones, no sentencias
por el élder ElRay L. Christiansen
Ayudante del Consejo de los Doce
Me paro ante vosotros con profunda humildad, mis hermanos y hermanas, y con un ruego en mi corazón de que lo que pueda decir sea de estímulo para todos nosotros. Desearía basar mis observaciones en una verdad divina que se encuentra en el Libro de los Proverbios. Dice lo siguiente:
«Porque el mandamiento es lámpara, y la enseñanza es luz, y camino de vida las reprensiones que te instruyen.»
El mandamiento es como una lámpara para enseñarnos la dirección apropiada y por cierto, la ley es la luz que define el curso que se ha de seguir en la vida.
Existen personas buenas en todo segmento de la vida, que han desarrollado una filosofía equivocada en el sentido de que las leyes de Dios, aun los Diez Mandamientos, fueron dados solamente para ciertas personas; para aquéllas a quienes ellos describen como extremadamente religiosas, o para los menos afortunados; y que si bien es esencial observar las leyes del país, poco o nada importa si uno observa las leyes de Dios.
Algunas de estas personas opinan que las leyes de Dios inhiben la libertad personal de un individuo y que aquellos que no tienen inclinaciones religiosas de alguna manera están automáticamente eximidos de las leyes y mandamientos del Señor; que mientras uno se preocupe de sus propios asuntos y viva su propia vida, por así decirlo, cuenta con religión suficiente para su propio bienestar y que la salvación y la dicha eterna les llegarán de alguna manera, aunque no crean en los mandamientos de Dios ni los observen.
Por cierto que éstos son puntos de vista poco juiciosos. De hecho, las leyes y mandamientos del Señor son los principios fundamentales sobre los que se edifican vidas de felicidad, éxito y paz. Las leyes han sido designadas para bendecir y beneficiar a toda la raza humana. El amor del Señor es universal, incluye a todos. Él ha dicho:
«Recordad que el valor de las almas es grande en la vista de Dios; porque, he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió las penas de todos los hombres a fin de que todos los hombres se arrepintiesen y viniesen: a él.» (D. y C. 18:10-11.)
Como Iglesia, «Creemos que por la Expiación de Cristo todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio,» y que a causa de su gran amor por el hombre, el Señor nos ha garantizado a cada uno de nosotros la oportunidad de vivir en la carne, para que mediante la obediencia a las leyes del evangelio podamos encontrar felicidad y paz aquí, preparándonos para vivir en el más allá en «un estado de interminable felicidad,» como lo expresa el Libro de Mormón.
Pero el Señor ejecuta su obra de acuerdo con principios eternos y leyes eternas. Él es un Dios de amor y también un Dios de orden. No se desvía de los principios y leyes establecidos porque, primeramente, son correctos. Él y ellos son los mismos ayer, hoy, y siempre. Las leyes y condiciones prescritas para el bienestar de la raza humana no pueden ser modificadas ni tampoco cercadas, porque son divinas y fueron establecidas antes de la fundación de este mundo. Son, de hecho, la única vía mediante la cual podemos gozar de paz y tranquilidad en este estado de existencia, y ganar la vida eterna. Esto se expresa en una gran revelación dada al profeta José Smith:
«Porque todos los que quisieren recibir una bendición de mi mano han de cumplir con la ley que rige esa bendición, así como con sus condiciones, cual quedaron instituidas desde antes de la fundación del mundo,» (D. y C. 132:5.)
Por lo tanto, hermanos y hermanas, necesitamos recordar simplemente lo que se espera de nosotros. El Señor recordará aquello que se espera de Él. Pues bien, sus mandamientos no son agravantes ni pesados. No son opresivos. Cantamos en uno de nuestros himnos: «Cuán gran la ley de Dios, cuán dulce su bondad.» Las leyes de Dios no nos son dadas para que sean una carga ni para que nos interioricen. No son imposiciones. El propósito de la vida y la existencia se comprenderá si se observan estos estatutos. Aun a aquellos que son llamados para pasar por pruebas, pesares, tribulaciones y adversidad se les promete que si son fieles, la recompensa por su obediencia será aún más grande. Es reconfortante leer las palabras del Señor en relación a este asunto:
«Porque, de cierto os digo, bendito es el que guarda mis mandamientos, sea en vida o muerte; y en el reino de los cielos es mayor el galardón de aquel que es fiel en la tribulación.
Por lo pronto no podéis ver con los ojos naturales el designio de vuestro Dios concerniente a aquellas cosas que vendrán después, y la gloria que seguirá a la mucha tribulación. [Por consiguiente, haríamos bien en mantenernos fieles a pesar de las cargas que la vida nos imponga.]
Porque tras mucha tribulación vienen las bendiciones. Por tanto, el día viene en que seréis coronados con gran gloria; la hora no es aún, mas está a la mano.» (D. y C. 58:2-4.)
Si una persona tiene tendencia a poner en duda la sabiduría de la observancia de la ley, ya sea las leyes de los hombres, las leyes de la naturaleza o las leyes de Dios, debería considerar estas palabras del Señor:
«Y además, de cierto os digo, que lo que la ley gobierna, también preserva, y por ella es perfeccionado y santificado,» (D. y C. 88:34.)
Existe una bendición recíproca de acuerdo con la observancia de la ley.
«Aquello que traspasa la ley, y no vive conforme a ella, mas procura una ley a sí mismo, y quiere permanecer en el pecado, y del todo persiste en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, la justicia o el juicio. Por tanto, tendrá que quedar sucio aún.» (D. y C. 88:35.)
La observancia de la ley trae armonía, paz y orden. Si no existe la observancia a la ley se cae en confusión, pena, resquemor, fracaso, ya sea que se trate de naciones enteras o de los individuos. Existen aquellos que preguntan, (me lo han preguntado a mí y esa es la razón por la cual lo menciono), «si el Señor nos ama ¿por qué nos da tantos mandamientos, muchos de ellos de naturaleza restrictiva?» La respuesta es que nos da mandamientos porque nos ama. Desea evitarnos la pena, los resquemores, el fracaso y la pérdida de nuestras bendiciones.
No hace mucho tiempo mientras asistía a una conferencia en California, me comentaron algo acerca de uno de nuestros miembros en ese lugar, cuyo trabajo es ayudar a las personas que se encuentran en dificultades. Se le había dado permiso para entrevistar a un buen joven que se encontraba en serios problemas con la ley y que había sido encarcelado. Este hermano le hizo la siguiente pregunta al joven: «¿Tendrías algún problema en darme la razón principal por la que te encuentras en esta condición?» Este joven, luego de algunos segundos de meditación, respondió: «Me encuentro aquí porque nadie me amó lo suficiente como para corregirme».
Pues bien, el Señor nos ama lo suficiente como para decirnos: «No mentirás, no hurtarás, no cometerás adulterio, no codiciarás». El evangelio de Jesucristo es la ley de libertad perfecta, de acuerdo al apóstol Santiago. Dios es su autor. El estableció las condiciones. Él es su origen. El evangelio es un gran sistema de leyes, cuyas leyes son simplemente principios eternos a través de los cuales nuestro Padre Celestial desea salvar a la raza humana, sus hijos e hijas. No solamente salvarlos, sino también compartir con ellos todo lo que el Padre tiene, asociarnos con aquellos que amamos, y gozar de honor, poderes, gloria, dominios y aun exaltaciones.
Pero si bien nos da mandamientos, nos da también la libertad, el libre albedrío de rechazarlos si así lo deseamos. Cuando habló a Adán y a Eva en el jardín, íes dijo que podrían comer de la fruta de todo árbol del jardín. Esto les era permitido hacer. No obstante, Ies dio el mandamiento de que no participaran del árbol de la ciencia del bien y del mal, pues perderían ciertas bendiciones. Ellos podrían comer de él si acaso insistieren, pero debían recordar que Él lo había prohibido. Tenían la libertad de romper el mandamiento… su libre albedrío no estaba restringido; pero si llegaban a comer de ese fruto, tendrían que pagar las consecuencias,
De la misma forma que sucedió con Adán y Eva, sucede con nosotros. Tenemos el derecho divino y también la responsabilidad individual de determinar si aceptaremos o rechazaremos las leyes, principios y mandamientos de Dios. Más, cuán agradecidos debemos estar de que nos den estas leyes directamente a nosotros, para que no nos perdamos en la obscuridad de la mala interpretación, siguiendo las vanas filosofías del mundo.
Cuán agradecidos debemos estar por verdades como éstas:
«Existen los hombres para que tengan gozo.» (2 Nefi 2:25.)
«Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.» (D. y C. 82:10.)
«Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo sobre la cual todas las bendiciones se basan;
Y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa.» (D. y C. 130:20-21.)
Y finalmente, esta hermosa declaración del rey Benjamín en el Libro de Mormón:
«Y además, también quisiera que consideraseis el bendito y feliz estado de aquellos que guardan los mandamientos de Dios. Porque he aquí que ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto temporales como espirituales; y si son fieles hasta el fin, serán recibidos en el cielo para morar con Dios en un estado de interminable felicidad.» (Mosíah 2:41.)
Estemos también agradecidos por los mandamientos y las leyes, y utilicémoslos con el propósito por el cual han sido designados, a saber, para protegernos y santificar y perfeccionar nuestra vida, para que también podamos morar junto a Él y a nuestros seres queridos en ese reino de familias, del cual oiréis hablar al ir al templo.
Mis hermanos, tenemos las leyes de Dios claramente establecidas. En Doctrinas y Convenios dice:
«Escuchad, oh pueblo de mi iglesia, vosotros a quienes el reino ha sido dado; escuchad y dad oído al que puso los fundamentos de la tierra, el que hizo los cielos con todas sus huestes, y por quien fueron hechas todas las cosas que viven, Escuchad, oh pueblo de mi iglesia, y vosotros los élderes, escuchad juntamente y oíd mi voz mientras dure lo que es llamado hoy,..» (D. y C. 45:1,6.)
Y esta explicación significativa de por qué tenemos el evangelio:
«. . . he enviado mi convenio sempiterno al mundo a fin de que sea una luz para él, y mi estandarte a mi pueblo, y para que lo busquen los gentiles, y para que sea mi mensajero delante de mi faz, preparando la vía delante de mí.» (D. y C. 45:9.)
Luego nos habla en la revelación sobre las guerras y rumores de guerras que habría en la tierra, por causa de la iniquidad de los hombres. Pero, finalmente, se nos da una gloriosa promesa, si somos fieles a través de todas estas tribulaciones.
Aquellos que sean prudentes y hayan recibido la verdad (como la mayoría de vosotros, los que sois conversos a la Iglesia), han tomado el Santo Espíritu como guía (y no el espíritu de los tiempos ni la filosofía de los hombres). «De cierto os digo, éstos no serán talados, ni echados al fuego, sino que aguantarán el día. Y les será dada la tierra por herencia; y se multiplicarán y se harán fuertes, y sus hijos crecerán sin pecado hasta salvarse. Porque el Señor estará en medio de ellos, y su gloria estará sobre ellos, y él será su rey y su legislador.» (D. y C. 45:57-59.)
Os testifico de la veracidad de esto y os ruego que le prestéis oído, lo cual hago en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























