8 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
«Llevad mi yugo sobre vosotros»
por el élder Mark E. Petersen
del Consejo de los Doce
Mis queridos hermanos, es en verdad un gran honor y privilegio estar aquí con vosotros en esta gran conferencia. Constituye un gran estímulo sentir vuestro hermoso espíritu y percibir vuestro gran amor por el evangelio.
Cuando aceptamos el evangelio, éste ejerce una maravillosa influencia en nuestra vida. Nos infunde un gran sentimiento de igualdad como hermanos que somos, saber que Dios no hace acepción de personas y que El ama a aquellos que le obedecen y guardan sus mandamientos.
Es particularmente un honor estar aquí en presencia del Presidente de la Iglesia, Spencer W. Kimball.
Él es ciertamente un Profeta, Vidente y Revelador, y nosotros le apoyamos de todo corazón.
¡Qué hombre maravilloso es él! Ha sido Apóstol del Señor durante más de 30 años; fue Presidente del Consejo de los Doce Apóstoles por varios años y ahora, como ya sabéis, está sirviendo como Presidente de la Iglesia. Aceptó esta alta posición con profunda humildad; pero aun cuando humilde y sin pretensiones, es no obstante una torre de fortaleza, un hombre de gran iniciativa y visión, activo en todo respecto.
Su dedicación no tiene límites; es un siervo completamente consagrado al Señor Jesucristo. Su salud fue restaurada milagrosamente para permitirle cumplir con este gran ministerio. La cura de aquella seria enfermedad, es una de las evidencias tangibles de la divinidad de su llamamiento. Esto fue sin duda alguna un hecho de Dios.
En el ejercicio de la poco común fortaleza con la cual el Señor le ha investido, él nunca olvida el origen de la misma y busca constantemente saber y hacer la voluntad del Maestro.
El presidente Kimball es un firme creyente en las palabras de Nefi, quien dijo: «. . . Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado» (1 Nefi 3:7).
Esta es parte fundamental de su fe; es en realidad el secreto de su triunfo.
AI tener en la Iglesia la obligación de obedecer los mandamientos, recordemos que ninguno de ellos es imposible para nosotros, que ninguno es demasiado difícil de obedecer. Recordemos, tal como lo dijo Nefi: «. . . Que el Señor nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que Ies ha mandado.»
En la Biblia leemos este pasaje:
«El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.» (Eclesiastés 12:13.)
Cuando el Señor reveló la Sección 84 de Doctrinas y Convenios, explicó cuál era nuestra obligación para con él, al decir:
«Porque viviréis con cada palabra que sale de la boca de Dios.» (D. y C. 84:44.)
Toda mi vida he estado prestando oído a los presidentes de la Iglesia, a los seis que he conocido, y el tema principal de todos ellos ha sido: «Guardad los mandamientos».
Ellos nos han dado este consejo como inspirados siervos del Señor, sabiendo que la salvación puede lograrse solamente mediante la obediencia al Señor, quien nos ha dado los mandamientos para indicar claramente el camino hacia la exaltación en Su presencia.
Por lo tanto, tal como Él lo ha dicho, «…viviréis con cada palabra que sale de la boca de Dios».
Como Santos de los Últimos Días tenemos el privilegio de disfrutar de una grande y nueva revelación de Dios. De acuerdo con las escrituras, ha habido apostasía de la verdad desde el primer día en que el Salvador organizó su Iglesia.
Asimismo, de acuerdo con las escrituras, hubo una restauración del evangelio del Señor Jesucristo. Recordaréis que el apóstol Pedro declaró que antes de la segunda venida del Salvador habría una restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo.
Nosotros le declaramos a toda la humanidad que esa restauración ya se produjo, que Dios apareció en estos últimos días y habló a profetas modernos cara a cara, aun del mismo modo que lo hizo con Moisés.
Es nuestro solemne testimonio que El estableció sobre la tierra nuevamente su evangelio y su Iglesia, siendo bendecida la Iglesia con los poderes del sacerdocio, con todos los oficios y ordenanzas y doctrinas, del mismo modo que fueron dadas antiguamente.
Nuevamente, tal como lo escribió Pablo a los efesios, tenemos en la tierra profetas, evangelistas, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.
Estos hermanos también nos están dando en la actualidad lo mismo que fue dado en los tiempos antiguos: «. . . Para que ya no seamos niños fluctuares, llevados por doquier de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error» (Efesios 4:14).
Los profetas de Dios andan por la tierra nuevamente. Las revelaciones de Dios son dadas a estos profetas ahora, en la misma época en la cual nosotros vivimos. Son dadas para nuestra guía y dirección, y las palabras de los profetas son en la actualidad mandamientos, del mismo modo que lo fueron en los tiempos antiguos.
Ahora decimos nuevamente que viviremos de cada palabra que proceda de la boca de Dios, y quisiera recordaros que los profetas de Dios son sus portavoces, son su voz, o sea, mensajeros de Dios.
Hablemos ahora de algunos de estos mandamientos tan importantes. En una oportunidad, encontrándose el Salvador sobre la tierra, dijo con profundo amor y bondad:
«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.» (Mateo 11:28-30.)
Puesto que el Señor no hace acepción de personas, todo aquel que tenga el deseo de allegarse a Él, puede hacerlo y recibir sus bendiciones; El ofrece la paz a todas las personas.
Pero hay un mandamiento que forma parte de esa invitación: «Llevad mi yugo sobre vosotros» (Mateo 11; 29).
Este es el requisito fundamental para todos aquellos que se alleguen a Él.
Pensad por un momento acerca de esto. Tenemos el mandamiento de tomar sobre nosotros su yugo.
¿Qué es un yugo? ¿Cuál es el significado de esta palabra?
Una de las definiciones que da el diccionario es la de un instrumento para uncir, que quiere decir sujetar o unir.
Este mandamiento es una de las parábolas del Señor.
Mientras Él se encontraba sobre la tierra enseñó continuamente por medio de parábolas, utilizando términos que fueran familiares a los oyentes. Ellos comprendieron el lenguaje del agricultor cuando Él les presentó la parábola del sembrador, porque tenían los conocimientos agrícolas necesarios para comprenderla, así como también el conocimiento necesario acerca de los bueyes con que trabajaban.
Por lo tanto, quienes le escucharon estaban familiarizados con el yugo ya que éste era herramienta fundamental que uncía a las bestias de trabajo agrícola, permitiendo que los animales tiraran juntos del arado y aplicaran en el mismo el máximo de fortaleza necesario para arar.
Teniendo presente la comparación, éste es el mandamiento que dio: Unamos nuestra fortaleza con la suya y la de El con la nuestra. Es un mandamiento, sí, pero es también una invitación a ser partícipes de una oportunidad maravillosa; la de unir su fortaleza con la nuestra.
¿Qué significa entonces «unir» su fortaleza con la nuestra? ¿Cómo se logra esto?
Nos unimos a Él tomando sobre nosotros su nombre y haciendo un convenio de que le serviremos y guardaremos sus mandamientos.
«Tomad sobre vosotros el nombre de Cristo,» mandó el Señor (D. y C. 18:21).
Pero, ¿cómo se logra esto?
Se logra mediante la sincera conversión, seguida por la ordenanza del bautismo.
La mayoría de vosotros habéis sido bautizados y habéis tomado sobre vosotros su Santo Nombre. El Señor requirió que cuando entráramos en las aguas del bautismo, lo hiciéramos solamente después de habernos arrepentido completamente de todos nuestros pecados y haciendo la firme decisión de que le serviríamos hasta el fin.
Pero esto no es todo. Más adelante nosotros también tomamos su yugo participando de los emblemas del sacramento de la Santa Cena. Entonces, tal como lo indica la oración, los creyentes comen el pan en memoria del cuerpo de Cristo y dan testimonio al Padre Eterno de que desean tomar sobre sí el nombre de su Hijo y recordarle siempre, y guardar los mandamientos que Él les ha dado. (Véase D. y C. 20:77.)
Entonces considerando todo esto, el acto de tomar su yugo sobre nosotros constituye el hecho más serio y solemne que podemos hacer en esta vida.
Si tomamos su yugo sobre nosotros, debemos ser sinceros. Debemos ser honestos con el Señor, y aun cuando vivimos en este mundo no podemos permitir que los pecados y las prácticas mundanales hagan presa de nosotros.
¿Cuáles son algunos de los mandamientos fundamentales del Señor?
El primer principio del evangelio es la fe; fe en Dios y fe en su amado Hijo Jesucristo.
Unido a esto en importancia, creemos en las buenas obras. La fe sin obras es muerta. Creer en Dios es nuestra fe; pero nuestras obras son la evidencia de que nuestra fe es sincera.
Si realmente creemos en Dios, haremos las obras de Dios; siempre, claro está, que guardemos sus mandamientos.
Debemos comprender que Jesucristo es el molde de nuestra vida. Debemos llegar a ser como Él es.
Al guardar sus mandamientos, reconocemos las características de nuestra personalidad que no están en armonía con sus principios. Por lo tanto, debemos deshacernos de ellas para que no formen parte de nosotros. A esto llamamos arrepentimiento.
Entonces, debemos continuar guardando sus mandamientos, y si lo hacemos, edificamos dentro de nosotros, características de personalidad similares a las de Cristo y podemos poco a poco llegar a ser como Él es.
Consideremos sólo unos pocos de estos mandamientos.
Uno de ellos es: «Sed limpios, vosotros los que portáis los vasos del Señor» (D. y C. 38:42).
En este sentido, El espera limpieza de palabra de cada uno de nosotros. No debemos tomar el nombre del Señor en vano; y espera que seamos limpios no permitiendo que entren cosas inmundas en nuestra mente y cuerpo. Aprendemos que nuestros cuerpos son los templos del Espíritu del Señor y que su Espíritu no morará en templos inmundos.
«Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (I Corintios 6:20).
Él nos ha dado la Palabra de Sabiduría para ayudarnos en este sentido.
Nos manda que evitemos el uso del tabaco y el licor, que por cierto corrompen el cuerpo. Asimismo nos manda que evitemos el té y el café y cualquier otra cosa o substancia que sea dañina para la salud.
Ciertamente, una de las indignidades más repugnantes se produce mediante el uso de las bebidas alcohólicas. ¿Existe acaso algo más digno de lástima que hombres y mujeres que han perdido los sentidos en la ebriedad?
¿Existe acaso alguna relación entre una persona de vida cristiana y la ebriedad?
Cuando Él nos manda que aquellos que portamos los vasos del Señor seamos limpios ciertamente tiene también presente la ley moral. La ley de castidad nos es dada por Dios; no habremos de cometer pecados sexuales, ni siquiera en forma secreta; no debemos ceder a la tentación ni permitirnos participar en conversaciones inmundas. En esto debemos ser tan limpios como los ángeles.
¿Recordáis el mandamiento dado al apóstol Pedro? «. . . Añadid a vuestra fe, VIRTUD» (2 Pedro 1:3-5). Debemos ser limpios tanto física como mentalmente.
Una de las prácticas desmoralizadoras más comunes en la actualidad, es la de los cuentos obscenos. Es satánico inducir pensamientos malignos en la mente de otras personas. El Señor enseñó que lo que procede de la boca refleja lo que hay en el corazón, y cuando de los labios sale corrupción, ésta no es más que el torrente de un corazón maligno.
Únicamente la pureza mental puede llevarnos a Dios; sólo corrupción pueden divulgar los cuentos malignos.
Debemos ser asimismo limpios en nuestros hábitos sexuales.
Muchas personas son sexualmente impuras antes de convertirse al evangelio, y entonces comprenden que deben arrepentirse. Así lo dijo Pedro: «Añadid a vuestra fe, virtud» (2 Pedro 1:5).
Eso significa que si no somos casados, debemos permanecer puros hasta que nos casemos. Significa que si ya somos casados, debemos ser fíeles a nuestro cónyuge y no hemos de desarrollar otros intereses románticos.
El Señor es muy específico al respecto. Dijo El:
«Amarás a tu esposa con todo tu corazón, te allegarás a ella y a ninguna otra.
El que mirare a una mujer para codiciarla negará la fe, y no tendrá el Espíritu; y si no se arrepintiere; será expulsado.
No cometerás adulterio; el que cometiere adulterio, y no se arrepintiere, será expulsado.
Mas perdonarás al que haya cometido adulterio si luego arrepintiéndose de todo corazón, lo desecha, y no lo vuelve a hacer.
Mas si lo hiciere otra vez, no será perdonado, sino que será expulsado.» (D. y C. 42:22-26.)
El Señor dispuso el matrimonio en primer término, y fue El quien también estableció la primera familia. El espera que nosotros tengamos familias y que las preservemos en justicia y bondad.
Para comprender la verdadera importancia de la familia, debemos aceptar la alta posición que en ella ocupa la mujer. Cada jovencita y cada mujer es una hija de Dios. La mujer tiene en sí misma la chispa de la verdadera divinidad; recibió del Señor uno de sus poderes creadores, o sea la capacidad de crear la vida humana.
Al reconocer que en ella existe este poder creador de Dios, ¿intentará alguno de vosotros deshonrarla o abusar de ella? Al identificarla como hija de Dios con el poder de crear la vida, igual al que Él tiene, ¿podemos comprender por qué el Todopoderoso dice que el pecado sexual sigue al homicidio en la categoría de crímenes? ¿Hay algo que sea digno de Cristo en cualquier acto que menoscabe la condición de la mujer o degrade el concepto verdadero de la maternidad?
¿O es digno de Cristo ser crueles o ásperos con cualquier mujer, o descorteses, bien sea en público o en privado? ¿Quién de nosotros tiene el derecho de humillar a su esposa en el hogar o fuera de él, como algunos habitualmente lo hacen?
No menos que la mujer, también el hombre es un hijo de Dios. También él tiene una herencia divina que puede alcanzar mediante una vida recta. Sus normas deben ser tan altas como las de cualquier mujer. Para Dios no hay sino una sola norma de buena conducta.
La deshonestidad es otro de los males que afligen al mundo actual. ¿Podemos acaso encontrar algo digno de Cristo en los tratos deshonestos?
Si anteponéis los placeres a Dios; si rebajáis vuestras normas para ponerlas de acuerdo con las demandas populares del mundo, preguntaos si esto complace a Cristo. Preguntaos si tal retrogradación os acercará más al propósito de la vida, que es el de llegar a ser iguales al Salvador.
Puesto que somos hijos de Dios, debemos conducirnos como tales. Debemos mantener el honor y la dignidad que de nosotros exige la relación que tenemos con el Todopoderoso.
Debemos estar dispuestos a seguir a Cristo hacia esa perfección que sólo el recto vivir puede proporcionar y humildemente ruego que tal se haga en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























