Agosto de 1975
Al obedecer los mandamientos del Señor, recibimos bendiciones
por el presidente Hartman Rector, Jr.
del Primer Consejo de los Setenta
Los profetas de la actualidad han repetido clara y constantemente que la responsabilidad de dar a conocer el evangelio descansa sobre los hombros de todos los miembros de la Iglesia. Quisiera hacer notar al mismo tiempo que los profetas de nuestro tiempo rara vez declaran algo que el Señor no haya puesto ya de manifiesto.
El precepto «Cada miembro, un misionero», se limita simplemente a reafirmar la declaración del Señor que se encuentra en el versículo 81 de la sección 88 de Doctrinas y Convenios:
«He aquí, os envié para testificar y amonestar al pueblo, y le conviene a cada ser que ha sido amonestado, amonestar a su prójimo.»
Como sucede con todos los mandamientos del Señor con respecto a nosotros, tal parece que nunca llegamos a comprender cabalmente las consecuencias trascendentales de nuestros actos, cuando éstos son el producto del cumplimiento de los mandatos que el Señor nos da. Pues bien, la observancia de los mandamientos divinos siempre trae consigo grandes bendiciones porque el supremo propósito del Señor es «llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39): por tanto, no es sino natural que todos sus mandamientos sean para nuestra propia bendición.
En 1952 regresé a los Estados Unidos a la ciudad de San Diego, California, después de una campaña militar en Corea, durante la cual me había bautizado en la Casa de Misión de Tokio, Japón, Como nuevo converso, tenía la certeza de que todos, en todas partes, andaban en busca del evangelio de Jesucristo, que yo había encontrado; lo tenía, e iba a dárselo a todos, lo quisieran o no.
Yo vivía en un lugar llamado Chula Vista, en California, y trabajaba en otro sitio a cierta distancia de éste, en North Island. Cubría la distancia entre ambos sitios viajando diariamente en automóvil, vehículo que compartía a diario con otros cuatro militares, ninguno de los cuales era miembro de la Iglesia. Tres de ellos eran tenientes, (el mismo rango que yo poseía), y el cuarto era un ordenanza que se llamaba George Whitehead. Por mi parte, yo me sentía triunfante ante la perspectiva de convertir al evangelio a mis cuatro compañeros de viaje diario y no me cabía la menor duda de que sería cosa fácil; el trayecto de un punto al otro tomaba 45 minutos y en vista de que no podían salir del automóvil, no les quedaría más remedio que escucharme. Había pensado que convertiría aquellos cuatro y que una vez logrado este propósito, me uniría a otro grupo de personas diferentes con las cuales viajaría hasta donde trabajaba, y a las que iba también a convertir; después, intentaría hacer lo mismo con otro grupo más. Claro, ¿por qué no? podría convertir gente suficiente como para integrar un barrio entero, y esto, en un dos por tres.
Entonces puse manos a la obra comenzando a hablarles a mis cuatro compañeros de viaje; era evidente de modo palpable que los tres tenientes jamás pusieron atención a una sola de mis palabras, y si lo hicieron, habría sido imposible descubrirlo. Pero el otro, el soldado George Whitehead, no se arriesgó a ignorarme y hasta me pareció que se interesaba. Por lo tanto, cuando me correspondió a mí manejar el automóvil, me las arreglé para llevar primero a los tenientes a sus respectivas casas y después a George a la suya; pero antes de que éste saliese del auto, comencé a predicarle el evangelio y lo hice durante una hora sin dejarlo escapar.
No cejé en mis intentos de invitar a George a que fuese a la Iglesia, pero él se resistió durante un período de unas cuatro semanas, al cabo de las cuales—¡por fin!— consintió en ir conmigo a la Iglesia diciéndome que su esposa, Lucille, también asistiría. Yo desbordaba de alegría y entusiasmo. Recuerdo que la víspera del día en que George y Lucille habrían de asistir a su primera Escuela Dominical mormona, ya de noche, me fui a la capilla y lavé la puerta posterior de la misma; era la puerta que yo usaba siempre para entrar en el edificio. Me las ingenié para conseguir la ayuda de un muchachito que al ver lo que hacía debe de haber pensado seguramente que yo había perdido el juicio, pues me dijo: «¿Por qué está usted lavando la puerta posterior de la capilla? ¡A nadie se le ocurriría hacerlo!» Le aseguré entonces que estaba lavando aquella puerta porque era necesario que lo hiciese, y porque, además, al día siguiente George y Lucille Whitehead iban a entrar por allí y todo debía estar en perfectas condiciones para ellos, a fin de que viesen la Iglesia del Señor como debía ser.
Me imagino que nadie da una mirada más crítica a una capilla que un misionero que lleva investigadores a la Iglesia por primera vez. ¡Cuán importante es que los niños estén en silencio y que la música sea hermosa! Por otra parte, también sería agradable que todos los que se encuentren en el estrado se mantuviesen despiertos, aunque quizás eso fuera mucho pedir.
George y Lucille fueron a la Escuela Dominical y yo estaba allí para saludarlos. Ese día tuvimos una excelente clase (yo era el maestro). George se sintió evidentemente impresionado, ávido de absorber cada palabra; pero su esposa, Lucille, que se hallaba sentada a su lado, parecía una esfinge, impasible y ausente. Me sentí preocupado y aguardé impaciente el momento en que pudiera hablarle una vez terminada la lección.
Al salir de la capilla, atravesando el umbral de esa limpia puerta posterior, le dije: «Lucille, ¿qué le pareció el servicio de esta mañana?» A lo cual ella me respondió con gravedad: «Verá usted, yo nací metodista y espero morir en esa fe.» En aquella ocasión yo no había escuchado todavía el relato del élder LeGrand Richards, del inglés que le dijo al escocés: «Yo nací inglés, me crié como inglés y espero morir como inglés», a lo que él escocés respondió: «¿Es que no tiene usted ambiciones?»
Quizás si hubiese conocido esta réplica la hubiera utilizado, pero en vez de ello le dije: «Lucille, yo le prometo que para ser Santo de los Últimos días no tendrá jamás que renunciar a ninguna cosa verdadera que haya aprendido como metodista. Nosotros no tenemos querellas con otras iglesias ni credos religiosos. No publicamos folletos en contra de otras iglesias ni lo haremos jamás, porque nuestro propósito no es hacer añicos la fe de otras personas, sino por el contrario, edificarla. A nuestros amigos protestantes que creen que la salvación se verifica ‘por gracia mediante la fe’, les decimos: ‘También nosotros creemos en eso: ¿No declara acaso la escritura: ‘. . . sin fe es imposible agradar a Dios’? (Hebreos 11:6) Sólo deseamos añadir a su fe. Por esto, a nuestros amigos protestantes les decimos: ‘Venid, permitidnos compartir con vosotros la plenitud del evangelio de Jesucristo. No os privaremos de ninguna verdad sino que simplemente agregaremos ciertas obras y la autoridad del sacerdocio a lo que ya tenéis.'»
Esto fue, en resumen, lo que le dije a Lucille aquel día del año 1952, Ella no hizo absolutamente ningún comentario.
En 1958 me encontraba en la ciudad de Washington, D.C., todavía en la Marina de los Estados Unidos, cuando recibí órdenes de trasladarme a la Universidad del sur de California, a fin de asistir a un curso especial de instrucción sobre medidas de seguridad en aviación. Hallándome entonces cerca del Templo de Los Angeles, pasé mucho tiempo en éste efectuando, según recuerdo, la obra por todos mis abuelos y mis bisabuelos. Una de las hermanas que actuó en forma vicaria por mis dos abuelas y por mi propia madre (que había muerto sin haber aceptado el evangelio), fue aquella misma Lucille Whitehead, la que, según sus propias palabras, «había nacido metodista y habría de morir metodista», pero que, en realidad, estuvo lista para bautizarse sólo tres semanas después de haberme dicho esas palabras aquel domingo por la mañana en San Diego, California. ¿Por qué razón había cambiado? Porque el Espíritu Santo le tocó el corazón y supo entonces que el evangelio es verdadero.
Ciertamente el Señor trabaja misteriosamente para llegar a realizar sus maravillas. ¿Cómo hubiese yo podido jamás imaginar que dar a conocer el evangelio a uno de los compañeros del viaje cotidiano al trabajo en aquel tiempo, iba a resultar después en que se hiciera posible la vida eterna a mi propia madre?
Existen tantas cosas que ignoramos, pero que nuestro Padre Celestial conoce. Es preciso que sigamos sus indicaciones, las instrucciones que nos da, pues ciertamente si así lo hacemos, seremos eternamente bendecidos.
























