El ejemplo de Abraham

Diciembre de 1975
El ejemplo de Abraham
por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballLa forma en que Abraham cumplió con su mayordomía en el hogar, hizo que el Señor dijera de él: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí que guarden el camino de Jehová» (Gén. 18:19).

El 21 de septiembre de 1823, el ángel Moroni se apareció al profeta José Smith en su hogar paterno en Manchester, New York. En el curso de su revelación, el ángel mencionó la profecía contenida en el capítulo 4 de Malaquías, con las siguientes palabras: «He aquí, yo os revelaré el sacerdocio por la mano de Bitas el profeta, antes de la venida del grande y terrible día del Señor.» (José Smith 2:38). Esta profecía efectuada casi2300 años antes, se cumplió durante el verano de 1829, cuando José Smith y Oliverio Cowdery recibieron el Sacerdocio de Melquisedec de manos de Pedro, Santiago y Juan, «los que os he mandado, por quienes os he ordenado y confirmado apóstoles y testigos especiales de mi nombre» (D. y C. 27:12).

La restauración del Sacerdocio de Melquisedec, llamado «el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios» (D. y C. 107:3), constituye un acontecimiento de suprema importancia para el hombre en esta dispensación. El sacerdocio es el poder y la autoridad de Dios delegados al hombre sobre la tierra para actuar en todas las cosas pertinentes a su salvación, y constituye el medio por el cual el Señor se sirve del hombre para salvar almas. Sin este poder del sacerdocio, el ser humano está perdido. Sólo mediante dicho poder, «tiene las llaves de todas las bendiciones espirituales de la Iglesia, las que le permiten recibir los misterios del reino de los cielos, ver manifestados los cielos» (véase D. y C. 107:18-19); y puede entrar en el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio y tener a su esposa e hijos sellados a él en una unión eterna; además, le permite ser un patriarca para su posteridad eterna así como recibir la plenitud de las bendiciones del Señor.

Queridos hermanos, reflexionad por un momento acerca de la enorme magnitud de las bendiciones prometidas a aquellos que sean valientes en sus llamamientos del sacerdocio:

«Porque los que son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios de los que he hablado, y magnifican sus llamamientos, son santificados por el espíritu para la renovación de sus cuerpos.

Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón y la simiente de Abraham, la iglesia y el reino, y los elegidos de Dios.» (D. y C. 84:33-34.)

¡Los elegidos de Dios! Un pequeño momento de reflexión debería convencernos de que no habría sacrificio suficientemente grande para una familia siempre que tuvieran la seguridad de que el hombre, la mujer y toda la familia pudieran llenar los requisitos para ser los elegidos de Dios. Estas promesas de grandes bendiciones se encuentran, no obstante, condicionadas. En realidad no conozco ninguna promesa, ni aun la de la resurrección, que no se encuentre condicionada, ya que cada uno de nosotros debe llenar los requisitos necesarios en la existencia premortal para recibir las bendiciones de un cuerpo inmortal.

Todas las bendiciones, por lo tanto, se encuentran condicionadas a nuestra fe. Somos ordenados al sacerdocio con una promesa condicionada; nos casamos y sellamos en el templo con la condición de que seamos fieles. Creo que en realidad no hay nada, ninguna bendición que no pueda recibirse mediante la fidelidad. Los fieles en el sacerdocio son aquellos que cumplen con el convenio, «magnifican sus llamamientos» y viven «con cada palabra que sale de la boca de Dios» (D. y C. 84:33, 44). Estos requisitos parecen implicar mucho más que una simple obediencia; más que la mera asistencia a unas pocas reuniones y el solo cumplimiento con las asignaciones. Implican también perfección de cuerpo y espíritu, e incluyen el tipo de servicio que va mucho más allá de la definición normal de la responsabilidad, «He aquí, muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.» (D. y C. 121:34.)

Cristo constituye el supremo ejemplo para cada fiel poseedor del sacerdocio. Al investigar las escrituras pude comprobar que hubo muchos que siguieron su supremo ejemplo y llegaron a ser merecedores de las bendiciones prometidas mediante el sacerdocio. Uno de ellos fue nuestro padre Abraham, cuya vida es un modelo que eleva y edifica a cualquier padre de la Iglesia que desee llegar a ser un verdadero patriarca para su familia.

Podemos aprender algo de la personalidad de Abraham al leer cuán fielmente se esforzó por llegar a ser merecedor de las grandes bendiciones que podía obtener mediante el Sagrado Sacerdocio:

«Y hallando que había mayor felicidad, paz y reposo para mí, busqué las bendiciones de los patriarcas, y la autoridad que se me debería conferir para administrarlas; habiendo sido yo mismo partidario de la justicia, buscando también gran conocimiento, y deseando ceñirme más a la justicia, gozar de mayor conocimiento y ser padre de muchas naciones, un príncipe de paz, y anhelando recibir instrucciones y guardar los mandamientos de Dios, llegué a ser heredero legítimo, un Sumo Sacerdote, con el derecho que pertenecía a los patriarcas.» (Abraham 1:2.)

Aun cuando su familia se había «tornado de su justicia» (Abraham 1:5) y seguido el camino idólatra, Abraham reconoció las bendiciones preparadas para los fieles y procuró fervientemente obedecer los mandamientos de Dios. Por consiguiente, mereció las bondades mediante la obediencia y no «hicieron cosa alguna que no les fue mandada» (D. y C. 132:37). La obediencia de Abraham, y por lo tanto, su bendición, fue tal que el Señor mismo es conocido a través de las escrituras como: «el Dios de Abraham y de Isaac, y de Jacob». (Véase por ej. Éxodo 3:6, donde el Señor se refiere a si’ mismo de esa forma.)

Hay muchos ejemplos de la obediencia de Abraham a la voluntad del Señor, En el Génesis podemos apreciar que Dios le había mandado que circuncidara a todo varón de su casa, Al recibir ese mandamiento, el Profeta no dijo: «Si’, obedeceré al Señor, pero primero debo llevar mis ovejas a otros pastos y remendar mis tiendas. Creo que podré obedecer al Señor a fines de la semana o tal vez a principios de la semana próxima, a más tardar.» Sino que fue e hizo lo que el Señor le había mandado ese mismo día (Gén. 1.7:26). Un ejemplo similar pero aún más impresionante lo constituye su obediencia al mandamiento de Dios de que sacrificara a su único hijo, Isaac. Abraham podría haber tratado de evitar la horrorosa tarea o aun podría haber ignorado completamente el mandamiento, pero en lugar de hacerlo, a la mañana siguiente se levantó temprano y comenzó la jornada rumbo al lugar establecido.

¿Cuán a menudo los miembros de la Iglesia se levantan temprano para llevar a cabo la voluntad del Señor? ¿Cuán a menudo decimos «si, llevaré a cabo las noches de hogar, pero los niños son tan pequeños todavía que empezaré cuando sean un poco mayores»? ¿Cuán a menudo decimos «sí, obedeceré el mandamiento de guardar alimentos y ayudar a mi prójimo, pero ahora no tengo ni tiempo ni dinero para hacer ambas cosas así que obedeceré más adelante»? ¡Oh pueblo necio! mientras nos demoramos, la cosecha llegará a su fin y no seremos salvos. Ahora es cuando debemos seguir el ejemplo de Abraham; este es el tiempo de arrepentimos; ahora es cuando debemos obedecer la voluntad del Señor;

Abraham es un verdadero modelo para nosotros también en otros importantes aspectos. Su fidelidad en todas las cosas, hizo posible que él recibiera revelación para su familia; en verdad habló a menudo con el Señor «cara a cara» (Abraham 3:11). Todos debemos procurar la bendición de la revelación. Tanto hombres como mujeres, si son justos, cuentan con el espíritu de revelación para dirigir a su familia y ayudarles en sus responsabilidades. Pero al igual que Abraham, debemos procurar ser dignos de recibir tal revelación, poniendo en orden nuestra vida y llegando a conocer al Señor mediante frecuentes y regulares conversaciones con Él.

El deseo de Abraham de cumplir con la voluntad de Dios en todas las cosas le llevó a presidir sobre su familia con justicia, A pesar de todas sus otras responsabilidades, él sabía que si fallaba en la enseñanza y en el ejemplo del evangelio a sus hijos, fracasaría en el cumplimiento de la más importante de todas las mayordomías que había recibido. La instrucción y ejemplo de Abraham en su hogar hizo que el Señor le dijera: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio» (Gén. 18:19). En uno de los folletos de la Iglesia leemos:

«La paternidad es dirección, la clase más importante de dirección. Siempre ha sido así y siempre lo será. Padre, con la ayuda y el consejo así como el apoyo de su eterna compañera, usted es quien preside en el hogar. No se trata de que sea el más digno o el mejor capacitado, sino que es un asunto basado en la ley y en el derecho natural. Usted preside en la mesa familiar, en las oraciones, en la noche de hogar; y guiado por el Espíritu del Señor) usted es quien debe asegurarse de que sus hijos aprendan principios correctos. Su responsabilidad es encauzar todas las relaciones familiares. Usted da las bendiciones paternas; toma una parte activa en el establecimiento de las reglas familiares y la disciplina. Como director de su hogar, usted hace los planes y sacrificios necesarios para lograr las bendiciones de una familia unificada y feliz. Para hacer todo esto se requiere que su vida se centre alrededor de la familia.»

La responsabilidad más importante de los padres es la familia. Trabajando juntos, pueden lograr la clase de hogar que el Señor espera que tengan. Demostrando amor y consideración el uno por el otro así como por los hijos, pueden edificar una represa de fortaleza espiritual que nunca se secará ni dejará de existir. Algunas familias son negligentes en la construcción de esa represa para sus hijos, y dependen pura y exclusivamente de desagües provenientes de otras fuentes, como la Escuela Dominical o las organizaciones auxiliares; una represa construida de esa forma es igual que si se hiciera de rocas y barro, y fuera llenándose de rajaduras y goteras, hasta ir destruyéndose poco a poco con las aguas de las inundaciones. Las organizaciones auxiliares de la Iglesia son muy importantes y todos debemos participar de las bendiciones que nos ofrecen; pero nunca debemos permitir que reemplacen a los padres. Estas organizaciones no relevan a los padres de la responsabilidad de enseñar a sus hijos el evangelio de Jesucristo. Abraham edificó Una fuerte represa espiritual para su hijo Isaac, una represa que jamás llegó a secarse; y podemos comprobar que Isaac llegó a ser uno de los grandes patriarcas del Antiguo Testamento.

El presidente Joseph F. Smith nos dejó algunos consejos muy valiosos con respecto a esto: «. . . que el Espíritu de Dios se posesione de vuestros corazones. Enseñad… a vuestros hijos. . . en el espíritu y poder, mantenidos y fortalecidos por la práctica personal. Permitidles ver que sois sinceros y que practicáis lo que predicáis. No renunciéis al control sobre vuestros hijos, entregándolos a especialistas en la materia, sino que enseñadles por vuestros propios preceptos y ejemplos, en vuestro propio hogar. Sed vosotros mismos especialistas en la verdad. Haced que nuestras reuniones, escuelas y organizaciones, en lugar de ser nuestras únicas o principales fuentes de aprendizaje sean suplementos de las enseñanzas y el entrenamiento que nosotros mismos dispensemos en el hogar» (Gospel Doctrine, pág 302). Sigamos ese consejo y veremos que el Señor sonríe al ver nuestros esfuerzos, y encontraremos paz al cumplir con nuestra obligación con pureza de corazón.

Pero no podemos circunscribir nuestros hechos a los límites del hogar, sino que debemos hacer todo lo que esté a nuestra disposición para bendecir a nuestro prójimo; y parte de esa responsabilidad en este sentido radica en la obra misional. En esto también podemos decir que Abraham constituye un verdadero ejemplo. El Señor le llamó diciendo: «. . . porque me he propuesto sacarte de Harán y hacer de ti un ministro que llevará mi nombre a una tierra extraña. . .» (Abraham 2:6). Habiendo ya predicado el evangelio a sus coterráneos, aceptó el llamamiento de viajar y enseñar la verdad en una nueva tierra, partiendo con su familia «y las almas que habíamos ganado en Harán» (Abraham 2:15).

Del mismo modo que el Señor llamó a su siervo Abraham para servir como misionero hace  4.000 años, llama en la actualidad a los santos. Todos debemos ser misioneros y preparar a nuestros hijos para cumplir misiones regulares para la Iglesia. Aquellos que han hecho aun un mínimo esfuerzo para compartir el evangelio, pueden testificar del gozo que se obtiene al predicarlo a nuestros hermanos terrenales. Los esfuerzos realizados por hacer conocer el evangelio no han sido suficientes, pues podemos hacer mucho más. Al igual que Abraham, debemos declararlo al mundo no sólo en forma verbal, sino también viviendo de tal modo que otros puedan ver en nosotros el efecto de la verdad.

Debemos experimentar primero la paz que traen consigo el arrepentimiento y el perdón, para después proclamarla al mundo. Abraham, constante modelo de justicia, buscó la paz entre sus hermanos. En una oportunidad le dijo a Lot: «No haya ahora altercado entre nosotros dos. . . porque somos hermanos» (Gen. 13:8). Una vez que encontramos paz en nosotros mismos, debemos compartirla con magnanimidad, benevolencia y mansedumbre, ofreciendo el amor puro de Cristo a todos aquellos con quienes tratemos. Esa paz se logra sólo mediante la integridad. Cuando hacemos un convenio con Dios, debemos honrarlo a cualquier precio; no hagamos como la persona que acepta vivir y actuar de acuerdo a determinadas normas de conducta para luego quebrantar su compromiso tratando de ver por cuánto tiempo puede llevar adelante su engaño; ni como el misionero que acepta servir al Señor durante 2 años para luego desperdiciar su tiempo con excusas y haraganería; ni como el miembro de la Iglesia que participa del sacramento durante la mañana del domingo para luego violar el día de reposo por la tarde limpiando la casa o mirando televisión, o dedicando la tarde a dormir en lugar de dedicarla al servicio. Tengamos la integridad que Abraham tuvo, observando concienzudamente las solemnes obligaciones contraídas con Dios.

«Entonces el rey de Sodoma dijo a Abram: Dame las personas y toma para ti los bienes. Y respondió Abram al rey de Sodoma: He alzado mi mano a Jehová, Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram» (Gén. 14:21-23). El rey de Sodoma no sabía nada acerca del convenio que Abraham tenía con el Señor. El profeta podía haberse enriquecido recibiendo los bienes que el rey le ofrecía en su generosidad. Pero él había hecho un juramento que no habría de violar.

¡Ojalá todos los hijos del Señor pudieran ser tan fieles! Abraham fue fiel a Dios en todos los aspectos. Es conocida la instancia en que le entregó a Dios «los diezmos de todo». ¿Pensáis acaso que a él le sería más fácil ser justo, de lo que lo es para nosotros? ¿Pensáis que el Señor le brindaría a Abraham más ayuda que a nosotros para que pudiera llegar a ser un gran hombre? ¿O creéis que todos podemos llegar a ser como él fue si tan sólo aprendemos a dar a Dios el lugar principal en nuestra vida? Os testifico que podemos llegar a ser como Abraham, quien ahora, como resultado de su valentía: «. . . ha entrado en su exaltación y se sienta sobre su trono» (D. y C. 132:29). ¿Es acaso tal exaltación una bendición reservada solamente para las Autoridades Generales o los presidentes de estaca, o los presidentes de quórumes, o los obispos? No, no lo es, Es una bendición reservada para todos aquellos que se preparen olvidando sus pecados, recibiendo verdaderamente el Espíritu Santo y siguiendo el ejemplo establecido por Abraham,

¡Si los miembros de la Iglesia pudieran tan sólo tener la misma integridad, la obediencia, la revelación, la fe y el servicio que Abraham tuvo! Si los padres buscaran las mismas bendiciones que buscó Abraham, también ellos podrían recibir la revelación, los convenios, las promesas y las recompensas eternas que él recibió.

«Padres, ¿cuál es el informe que podéis presentar con respecto a vuestra familia? ¿Seréis capaces de informar que habéis creado en vuestro hogar un medio ambiente que permite el desarrollo de la fe en el Dios viviente, que alienta el aprendizaje, que enseña el orden y la obediencia, así como el sacrificio? ¿Podréis informar que habéis compartido con vuestra esposa e hijos vuestro testimonio de la realidad del Padre Celestial, de la veracidad del evangelio restaurado? ¿Seréis capaces de informar que habéis seguido a los profetas vivientes? ¿Que en vuestro hogar, vuestros tiernos hijos sintieron la protección y la seguridad así como el amor, la aceptación y el calor que les ofrecisteis vosotros, sus padres?» (Extracto tomado de un folleto de la Iglesia.)

Exhorto a los presidentes de estaca y a los presidentes de los quórumes del Sacerdocio de Melquisedec, que inspiren y entrenen a los padres y hombres de los quórumes a comprender la importancia del llamamiento de ser padre; exhorto a los poseedores del sacerdocio en toda la Iglesia, a regresar a su reino —su hogar— y mediante la bondad y la justicia, inspirar a sus familias a obedecer a Dios. Exhorto a las madres a seguir a sus maridos en justicia, a motivarlos para alcanzar la grandeza espiritual.

Actuad ahora, antes de que sea demasiado tarde. Ahora es el tiempo para establecer el curso de acción que seguiréis mañana, la semana próxima, el próximo año. Este es el momento para comprometeros a ser como Abraham, a seguir al Señor, a rehusar las indecisiones, a arrepentiros de los pecados que hayáis cometido, a comenzar a obedecer aquellos mandamientos que os hayan sido difíciles en el pasado. Determinaos ahora a asistir a las reuniones del sacerdocio y sacramentales todos los domingos, a pagar fielmente vuestro diezmo, a sostener decididamente a las Autoridades Generales, a apoyar los programas de la Iglesia, a asistir al templo tan a menudo como sea posible, a prestar servicio en las organizaciones y a mantener constructivas vuestras acciones, íntegra vuestra actitud.

Recordad que Abraham deseó y buscó su llamamiento del sacerdocio. El no esperó que Dios viniera a él; diligentemente, mediante la oración y la obediencia, procuró conocer la voluntad del Señor. He aquí entonces el desafío que presenta el Señor a cada ex misionero, a cada hombre y cada mujer, a cada padre y cada madre de la Iglesia: «Ve, pues, y haz las obras de Abraham; acepta mi ley y serás salvo» (D. y C. 132:32).

Al seguir el ejemplo de Abraham, progresaremos de gracia en gracia, encontraremos una mayor felicidad, paz y descanso, hallaremos el favor de Dios y estaremos en buenos términos con el hombre. Al seguir su ejemplo, confirmaremos sobre nosotros y nuestra familia el gozo y la realización espiritual en esta vida y en toda la eternidad.

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