En defensa de la fe

Agosto de1975
En defensa de la fe
por el élder Theodore M. Burton
Ayudante del Consejo de los Doce

Theodore M. BurtonCuando yo era un parvulito, mi madre me enseñó a distinguir los colores y los nombres de éstos. Recuerdo que sosteniendo un objeto de color azul me decía que era azul y que repitiera dicha palabra. Después de un rato, levantaba otro objeto del mismo color y poniéndolo ante mis ojos me preguntaba de qué color era.

—¿Es verde?—le preguntaba yo.
—No, mi amor—me replicaba pacientemente—este color es el azul.
—¿Azul?—inquiría yo nuevamente.
—Sí, mi chiquitín; este color es el azul.

Al cabo de otro rato, levantaba ante mi vista otro objeto azul, haciéndome la misma pregunta anterior.

—¿Es amarillo?—preguntaba yo, dudoso.
—No, mi amor, no es amarillo—entonces, aún más pacientemente, me enseñaba—este objeto es azul.

Después de dejarme jugar durante unos minutos, volvía a mostrarme un objeto azul y preguntarme de qué color era.

—Azul—le respondía yo.
—¡Muy bien, correcto! ¡Qué ingenioso es mi niño!—me decía mamá, sintiéndose orgullosa, abrazándome y besándome.

De ese modo aprendí los colores; no tengo la menor idea de cuánto tiempo demoró mi paciente madre en enseñármelos. Yo no era más listo ni más lento que los otros muchachitos. Finalmente, aprendí a distinguir el azul de los otros y ahora, si veo un objeto azul, reconozco este color de inmediato, Si alguien me preguntara qué me hace pensar que tal color es azul, le respondería que sé que es azul porque puedo verlo; quienes estuvieran conmigo en dicha situación convendrían en mi opinión pues no tendrían más que comprobarlo por sus propios ojos. Sin embargo, decimos que el objeto es azul sólo porque todos nos hemos puesto de acuerdo en calificar tal color como azul. En otras palabras, lo que profesamos saber, lo sabemos porque nos ha sido enseñado y lo hemos asimilado mediante el aprendizaje. El conocimiento que poseemos proviene de las fuentes de las cuales lo hemos adquirido: de lo que hayamos leído, escuchado y experimentado.

Más adelante, cuando ingresé en la universidad, encontré que algunas de las cosas que yo creía, y que estaba seguro eran verdaderas, eran consideradas ridículas y pueriles por algunos de mis profesores que creían en conceptos totalmente extraños a las creencias que me habían sido enseñadas desde mi más tierna infancia. Llegaron al punto de ridiculizar mi creencia en Dios, considerándola lisa y llanamente una absurda superstición; se burlaban del Libro de Mormón y se reían del concepto de que José Smith es un Profeta de Dios. Rechazaban la sola idea de que la Biblia pudiese tener algún otro valor que no fuese el literario.

Para mí, aquellos hombres eran individuos doctos; hombres que poseían doctorados de prominentes universidades, hombres ilustrados. Parecían tener respuestas y pruebas para todo lo que enseñaban. Yo… no era más que un simple estudiante mientras que ellos eran profesores con años de experiencia académica, de investigación y experiencia científicas. Si dijese que en ese entonces me sentía impresionado con todo eso, muy pobre sería mi descripción; mi fe y mis creencias comenzaron a flaquear, vacilando al borde del abismo de la indecisión. ¿Qué debía aceptar como verdadero? ¿Había de aceptar las enseñanzas de aquellos hombres cultos? ¿O debía retener mi creencia en lo que me habían enseñado mis padres, mis maestros de la Escuela Dominical, la Primaria, la clase de religión y el sacerdocio, y lo que había aprendido mediante mi propia experiencia?

Ahora, yo también poseo un doctorado en uno de los campos de ciencia. Recibí mi título en una distinguida universidad de los estados centrales de los Estados Unidos; también he ejercido labor docente en otra destacada universidad como profesor de química. He realizado trabajos de investigación por mi propia cuenta y he orientado a mis alumnos en nuevos y diferentes estudios científicos. A esta altura de la vida, sé lo suficiente de ciencia como para apreciar la diferencia entre un hecho y una teoría. Gracias al estudio y la experiencia personal conozco la intensidad de la fe que se pone en juego, aun en los aspectos más concretos del conocimiento científico. Conozco los límites de las llamadas leyes y reconozco tanto su valor como su uso práctico. El conocimiento de mis antiguos maestros se fundamentaba en mayor escala en teorías que aun en el día de hoy no han podido cristalizarse en comprobaciones absolutas, permaneciendo en su condición de meros conceptos especulativos. Aquellos profesores aceptaban como hechos cosas que no se habían probado ni comprobado. Mas en ésos, mis años de estudiante, yo ignoraba estas cosas.

Ahora, al pensar en aquellos días, me estremezco, ¡Cuán fácilmente pude haber seguido a aquellos profesores que se apoyaban sinceramente en sus creencias! ¡Con qué facilidad pude haber llegado a perder mi fe y mi posición en la Iglesia! No quisiera vivir toda mi vida de nuevo a menos que pudiera contar otra vez con el grado de conocimiento y experiencia que tengo ahora.

Me siento profundamente agradecido por haber tenido buenos padres; ellos, eran personas felices y admirables que amaban a sus hijos; y nosotros los amábamos a ellos. Tuve una niñez feliz y tranquila. Durante esos críticos años tuve un obispo magnífico y un gran presidente de estaca que después llegó a ser Presidente de la Iglesia. Por sobre todo, tuve un padre bondadoso y paciente que me infundió valor y me ayudó con comprensión. También tuve algunos excelentes y buenos profesores en la universidad, los cuales me animaron a mantener la fe. En aquel entonces pude reparar en que estos hombres parecían personas felices y tenían éxito en sus empresas, rasgos que también caracterizaban a mis propios padres así como a los líderes religiosos. Algunos de aquellos profesores llegaron a ser fieles directores en la Iglesia; uno de ellos fue llamado como Apóstol del Señor Jesucristo. También tuve otros profesores que, sin ser miembros de la Iglesia, eran buenos cristianos, devotos en el servicio a sus semejantes y firmes en sus propias creencias y su confianza en Dios.

En cambio, aquellos maestros que me hubieran conducido a rechazar a Dios y mis ideales religiosos, no eran siempre hombres felices, pues denotaban desilusión y amargura. Afortunadamente opté por defender lo que yo consideraba verdadero. Recuerdo que a uno de los profesores que fue particularmente sarcástico con respecto a mis conceptos religiosos, le dije simplemente: «Señor, ¡me niego a creerle! Responderé a las preguntas de su examen en la forma en que usted lo desea, pero quiero que sepa que, indocto como soy, hay algo de lo que estoy seguro, y es que Dios vive. Creo en El con todo mi corazón. Prestaré atención a las enseñanzas que usted imparte, pero me niego a cambiar mis creencias y mi fe.» El sólo se limitó a mirarme y a sacudir ligeramente la cabeza. Yo había sido misionero y simplemente no podía negar aquellas cosas que yo sabía en lo más profundo de mi corazón eran verdaderas; no podía probárselas a él, pero yo creía en ellas y me brindaban esperanza y consuelo.

Tal como aprendí de mi madre que el azul, es azul aprendí, tanto de ella como de mi padre, que Dios es Dios. Mis padres me enseñaron la fe y yo creí, Ahora soy testigo especial de la divinidad de Jesucristo y de la restauración del poder, del Sacerdocio de Dios. No obtuve ese conocimiento todo de una vez, sino poco a poco, por etapas lentas y dolorosas; pero paso a paso fui aprendiendo, mediante la fe y la oración así como por el estudio y la experiencia, hasta llegar a saber que Dios vive y que habla a través de los profetas modernos.

Si vosotros, los jóvenes, llegáis a sentiros alguna vez desalentados por no saber qué camino tomar o en qué creer, acudid a los mayores, a los de mi generación, y apoyaos en su consejo hasta que os llegue el tiempo en que conozcáis la verdad de estas cosas por vosotros mismos. Recordad que si buscáis al Señor, lo encontraréis. Tened fe en El, y no erraréis nunca el camino. Y cuando pasen los años, os llenará de júbilo el haber conservado la fe. Vosotros sois generación escogida, puesta en la tierra por un Dios amoroso a fin de que encendáis la lámpara de la esperanza ante otros que necesitan quienes los guíen durante estos dificultosos tiempos. Que Él os bendiga a todos para que sepáis que en verdad sois sus hijos.

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