27 de Octubre 1978. Conferencia de Área en Montevideo, Uruguay
La importancia de la mujer en nuestra vida
por el élder James E. Faust
del Consejo de los Doce
Es un honor y una bendición asistir a esta gran Conferencia de Área y estar con las Autoridades Generales, las autoridades locales, y con todos vosotros. Hay muchas cosas de las cuales deseo hablaros, y posiblemente pueda deciros más, si trato de hacerlo en vuestro idioma.
Quiero hablaros acerca de las mujeres que están muy cerca de mi corazón, del amor que siento por ellas y de la gran influencia que han tenido en mí. Creo que, ante los ojos de Dios, ellas han hecho una obra mayor que la mía.
Mi propósito es daros, tal vez, un mayor entendimiento de cómo vuestra influencia nos ayuda, enseña y bendice, y del impacto que causa en nosotros. También deseo que sepáis lo importantes y necesarias que sois en la obra del Señor.
Uno de mis amigos una vez declaró: “Todo lo que el hermano Faust tiene de bueno, se lo debe a su madre y a su esposa’ ’. Reconozco que esto es verdad, porque fui bendecido con la madre más grandiosa y la esposa más maravillosa del mundo. Además, la excelente madre de mi esposa, también ha influido grandemente en mi vida, y mis amorosas y tiernas abuelas me bendijeron con su amor; no hay palabras para expresar mi agradecimiento por la influencia que mis hijas, nueras y nietas han ejercido sobre mí. Reconozco también, con toda sinceridad, que si he hecho algo bueno en este mundo, se debe a las enseñanzas y los ejemplos de estas mujeres tan especiales.
Tal vez la lección más grandiosa que he aprendido de ellas, fuera su absoluto amor hacia otras personas. Creo que una buena mujer tiene una conexión directa con nuestro Padre Celestial, por su gran capacidad para amar.
Aunque mi madre falleció hace algunos años, y también mi suegra y mis queridas abuelas, su influencia ha permanecido conmigo; estamos separados, pero aún recuerdo sus enseñanzas. Las extraño y echo de menos su influencia y su dirección diaria.
Cuando era pequeño, comprendí cuán profundo puede ser el amor de una abuela. Una de mis amiguitas, que tenía la misma edad que yo, hizo una fiesta para su cumpleaños, e invitó a todos los niños del vecindario, menos a mí; tal vez no me invitara por algo que yo hubiera hecho y que no le hubiera gustado. Lo cierto es que mi abuela se sintió tan triste por mí, que me llevó en el tranvía hasta una heladería y me compró todos los helados que yo quise. Muchos años después, cuando ya había olvidado lo sucedido, fui llamado como obispo en la Iglesia. Mi abuela estaba muy contenta y orgullosa; recordando el incidente del cumpleaños, me dijo: “Hijo, estoy muy orgullosa de ti. Estoy segura de que ahora todos tus amigos querrán que asistas a sus fiestas de cumpleaños”. Entonces comprendí que aquel pequeño incidente la había herido a ella mucho más que a mí, puesto que yo lo había olvidado completamente y ella no. En aquel entonces, para mis abuelas, mis hermanos y yo éramos perfectos. Es un sentimiento muy hermoso el de saber que alguien nos considera perfectos.
Permitidme ahora deciros algo de mi madre. Su libro favorito era el Libro de Mormón. Tenía gran fe y espiritualidad; nunca se sintió atraída por las cosas mundanas, nunca tuvo un sirviente, ni se compró ropa cara; tampoco recuerdo que alguna vez considerara que tenía suficiente dinero como para ir al salón -de belleza. Como Gedeón, ella era “el menor en la casa de mi padre” (Jue. 6:15). Mi madre tuvo cinco hijos, los cinco fuimos misioneros, los cinco nos casamos en el templo, y cuatro de nosotros somos hoy sumos sacerdotes.
Unas cuantas semanas antes de que yo naciera, mi madre fue al Templo de Manti, en Utah. Después de la larga jomada, no se sentía bien y le pidió al presidente del templo que le diera una bendición. En esa bendición, el presidente le dijo que el pequeño que llevaba en sus entrañas era un varón, y que él sería un consuelo para ella durante toda su vida. Ruego y espero que así haya sido.
Nunca habló mal de ninguna persona, y, por lo tanto, si yo sigo su ejemplo, tampoco lo haré. Siempre nos enseñó a apoyar al obispo, al presidente de estaca y las Autoridades Generales; solía decir que si no apoyábamos a nuestros líderes, no estábamos apoyando a Dios, puesto que ellos son Sus representantes. Mi madre nos enseñó que cuando criticamos a los líderes de la Iglesia, estamos en camino a la apostasía; en este aspecto, siempre he tratado de seguir sus enseñanzas.
También nos enseñó a ser honrados y verídicos. Asistía al templo con frecuencia, y por su ejemplo aprendimos que ir al templo es importante. Siempre nos animó para que magnificáramos el Sacerdocio.
Ahora os diré algo acerca de la madre de mi esposa. Siempre sentí que ella era tan excelente como mi propia madre. Estoy agradecido a mi suegra, porque ninguna mujer tuvo tanta influencia ni estuvo tan cerca de mi esposa como ella; le estoy agradecido por las magníficas enseñanzas que le dio y que ella, a su vez, ha pasado a nuestros hijos. Cuando decidimos casamos, fui a hablar con mi suegra y le dije que nos amábamos y deseábamos contraer matrimonio. Yo acababa de terminar la misión en Brasil, y estaba esperando que me reclutaran en las fuerzas armadas durante la Segunda Guerra Mundial; no tenía dinero, y todo lo que ganaría sería mi sueldo como soldado; no había terminado mi educación y, en concreto, tenía muy poco para ofrecer a mi esposa. Con toda sinceridad le expliqué esto a su madre. Una de mis cuñadas estaba casada con el presidente de nuestra estaca, que era un gran hombre. Cuando le expliqué a mi suegra lo poco que tenía para ofrecerle a su hija, me respondió: “Creo que tú eres tan extraordinario como mi yerno”.
No podéis imaginar lo que esa sencilla expresión de confianza ha significado en mi vida; me parecía imposible que ella me hubiera puesto en nivel de igualdad con un presidente de estaca, y todavía no comprendo cómo pudo tener tanta confianza en mí. Más eso hizo que me afanara por ser un mejor esposo para su hija, más leal a los convenios del matrimonio y más fiel en el cumplimiento de los mandamientos. Esa confianza ha sido una gran bendición en mi vida. Considero, respeto y amo a mi suegra, casi en la misma forma que a mi propia madre.
Quisiera hablaros también de la mujer más importante de mi vida: mi Ruth. Ninguna otra persona ha tenido mayor influencia sobre mí que ella. He estado muy cerca de mi esposa, tanto en amor como en espíritu, y no puedo amar a nadie como la amo a ella; jamás me ha desilusionado; siempre me ha apoyado, tanto en la vida familiar como en la profesional, y en los muchos llamamientos que he tenido en la Iglesia. Sé que no le ha sido fácil, porque durante nuestra vida de casados, he sido llamado a ocupar diferentes puestos en la Iglesia y, por lo tanto, la responsabilidad de criar a nuestros hijos cayó sobre sus hombros mientras yo atendía mis llamamientos en el Sacerdocio. Con profundo agradecimiento, reconozco que ella es la persona más preciosa en mi vida.
También mis hijas y nietas son una gran influencia para mí. Como sucede a la mayoría de los hombres, el amor más grande que he conocido lo he recibido siempre de las mujeres de mi familia.
Deseo reconocer la importancia de la influencia que tienen las organizaciones de la Iglesia, donde las mujeres tienen grandes responsabilidades. Tanto el hogar de mis padres, como el mío propio, han sido más espirituales y felices por la influencia de la Sociedad de Socorro. Cuando yo era pequeño, mi madre trabajaba en la Primaria y desempeñó cargos en esa organización durante veintitrés años. Las excelentes enseñanzas de las maestras de la Primaria han sido para mí una, bendición especial, al igual que las que recibí en la Escuela Dominical.
No hay nada mejor en el mundo que la maternidad. Hermanas, la Iglesia depende de vosotras para que enseñéis a vuestros esposos, hijos y nietos. Espero que brindéis a los hombres de vuestra familia el mismo amor, la influencia, espiritualidad y enseñanzas que el presidente Kimball, el presidente Tanner y otras Autoridades Generales y líderes de la Iglesia, han recibido de las buenas mujeres de su familia. Todos estamos agradecidos a la madre del presidente Kimball por haber criado un hijo tan especial.
Queridas hermanas, si deseáis ser verdaderamente felices, responded a vuestros sentimientos naturales de amor, bondad y servicio; sed obedientes al Sacerdocio; aceptad los llamamientos que recibís de vuestros líderes. Las hermanas casadas deben recordar que sus responsabilidades como esposas y madres tienen prioridad sobre todas las demás.
Algunas de vosotras todavía no tenéis un compañero. Recordad que sois de los espíritus más escogidos que han venido a la tierra. Hay mucho que podéis hacer: podéis rendir servicio a la familia, los amigos, el prójimo; podéis encontrar gozo al ayudar a los hijos de otras mujeres. Si guardáis los mandamientos y permanecéis fieles, ninguna bendición os será negada.
Que Dios bendiga a las grandiosas mujeres de la Iglesia, y que su influencia para el bien se proyecte de generación a generación. Os rendimos tributo, madres, como una de las creaciones más nobles de Dios.
Deseo sugeriros diez cosas que toda madre debe enseñar a sus hijos:
- A ahorrar.
- A amar a Dios y aprender sus mandamientos.
- A ser honestos y verídicos.
- A ser bondadosos y considerados para con todos, especialmente con los pobres y los desafortunados.
- A trabajar.
- A respetar al Sacerdocio.
- A ser obedientes.
- A ser dignos de confianza.
- A apreciar la cultura.
- A tener un alto concepto de su propio valor.
Necesitamos vuestro amor, comprensión y sostén. Las bendiciones que emanan de vosotras, son muchas más de lo que os podéis dar cuenta.
Deseo invocar las bendiciones del Todopoderoso sobre vosotras, maravillosas hermanas, y lo hago humildemente en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.
























