29 de Octubre de 1978. Conferencia de Área en Buenos Aires, Argentina
Nuestro perfeccionamiento
por el élder Robert E. Wells
del Primer Quorum de los Setenta y Supervisor de Área
Mis queridos hermanos, os saludo con amor, como hermanos en la fe, con aprecio, estima y admiración como colegas en la obra del Señor, y sacerdotes de Israel.
Pablo en su carta a los Efesios hace una lista de los varios oficios del Sacerdocio, para hacemos entender que está hablando de su organización completa, tal como fue establecida por el Salvador. Él dice que en realidad, el Sacerdocio tiene tres metas, a las cuales yo voy a llamar “los tres caminos a la perfección”. Escuchad mientras las leo con la adaptación de una palabra:
“Y él mismo” (Cristo), “constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos”, perfeccionar “la obra del ministerio”, o sea, la obra proselitista. (Véase Efe. 4:11-12.)
Me gustaría hablar hoy acerca de la perfección de los santos, que es el primer camino del Sacerdocio hacia la perfección. Nos llamamos santos, así que debemos empezar con nosotros mismos. La perfección es nuestra meta y es alcanzable. El mandamiento es: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48). Este mandamiento se incluye en el Sermón del Monte, donde el Salvador dio una lista de atributos, que si los aplicáramos en nuestra vida, verdaderamente nos llevarían a una perfección celestial en esta tierra.
Aprendemos de Nefi que el Señor no da ningún mandamiento sin preparar la vía para que podamos cumplirlo. (Véase 1 Nefi 3:7.) Dejadme contaros la experiencia de la hermana paraguaya, cuya familia llegó a ser más perfecta gracias a haberse bautizado y unido a la Iglesia. Ella dice:
“Desde el momento en que tenía cinco años hasta que cumplí los dieciocho, nuestra vida de hogar era muy infeliz. Yo soy la mayor de nueve hijos, y sentía profundamente cuando mi madre y mis hermanos menores sufrían el mal genio de un padre borracho. Muy a menudo me preguntaba: ¿Qué puedo hacer para traer un poco de felicidad a nuestro hogar? Cuando tenía catorce años alguien me dijo que uno de los mandamientos de Dios era honrar a los padres. Con gran interés yo pensaba: ¿Cómo puedo honrar a mis padres? Alguien me dijo que estudiara para ser una buena alumna, y que esto haría a mis padres felices; y pensé que así quizás pudiera llevar algo de felicidad a nuestro hogar; así que estudié para ser la mejor de la clase, y traté de comportarme de tal forma que pudiera ser la mejor hija para mis padres. Todos me respetaban y me amaban por esto; pero en casa, nada cambiaba. Pensando que tendría que haber algo más que pudiera hacer, pregunté qué otro mandamiento de Dios podría cumplir y se me dijo que debía amar a mi prójimo como a mí misma. Así que empecé a trabajar en un hospital donde podía servir a los enfermos, algunos de los cuales eran sumamente pobres, y llegué a sentir un amor muy especial por todos ellos. Me sentía muy feliz de cumplir con este mandamiento. Pero en casa la situación seguía igual; ya para esa época yo tenía dieciocho años, y parecía que todos mis esfuerzos eran en vano. A pesar de todo, tenía una gran fe en Dios y no me desalentaba, pues sentía que habría algo más que yo podría hacer.
Pronto dejé mi hogar para empezar algunos estudios especiales; pensaba constantemente en mi familia y me preguntaba qué estaría pasando en casa. Luego de un tiempo volví allá para visitarles. Mi madre se puso a llorar al verme, y pensé que algo terrible habría ocurrido, pero ella me abrazó y me dijo: ‘Desde que te fuiste a estudiar, tu papá no ha tomado ni una gota de bebida alcohólica’. Esto me dio una gran alegría; mi padre me abrazó y cuando entramos en la casa me contaron que la misma noche en que yo había salido llegaron los misioneros mormones. ‘Tu papá ha leído casi todo el Libro de Mormón y va a ser bautizado’, me dijo mamá. Yo estaba asombrada.
Mi padre llegó a ser como un niño pequeño; se podían ver el arrepentimiento y la humildad en sus ojos; había cambiado completamente, había dejado de fumar y de tomar, y se estaba esforzando en guardar los mandamientos que los misioneros le habían enseñado. Me trataba como a una reina y a mi madre y a mis hermanos los trataba como si fueran de la nobleza; el resultado fue que todos los de la familia nos bautizamos en la Iglesia. A los cuarenta años de edad, mi padre llegó a ser el mejor padre del mundo con una humildad única. Mi hermano pronto saldrá como misionero, ¡qué más podría pedir uno! Yo sé que mis sacrificios no se hicieron en vano, y sé que el Evangelio de Jesucristo ha hecho de nuestro hogar uno de los más felices del mundo.”
Hermanos, hace dos días conté esta misma historia en la conferencia de Uruguay. Al salir, un hermano me detuvo y me dijo: “Yo soy el hermano Ayala, de Asunción; soy el segundo miembro de aquella familia, que ha salido como misionero”.
Otra parte necesaria en la perfección de nosotros mismos es la preparación para ir al templo. El ser dignos de una recomendación para el templo es un paso grande en el camino hacia la perfección. Imaginad la felicidad de los miembros de una familia, cuando van al templo a ser sellados para toda la eternidad. El dinero para viajar puede ser un obstáculo en este momento, pero no dejéis que la falta de dignidad sea vuestro obstáculo. El Señor os bendecirá si os perfeccionáis hasta el punto de ser dignos de ir al templo. Una recomendación para el templo no es la única indicación de estar en el camino a la perfección; pero es el mejor indicador que yo conozco. Sí, puedo decir que un miembro que no es digno de tener una recomendación para ir al templo, no está muy cerca del camino a la perfección.
Otra parte en nuestra meta del Sacerdocio, es ayudar a perfeccionar a otros, nosotros como poseedores del Sacerdocio debemos estar activamente dedicados a ayudar a otros a perfeccionarse. Una vez vi un milagro de reactivación y perfeccionamiento, un milagro en ayudar a perfeccionar a otros, por medio del Sacerdocio. El élder Delbert L. Stapley estaba organizando una estaca y dijo que se necesitaba otro hermano más, con experiencia, para servir en el sumo consejo. Le dijimos que no teníamos otro y él respondió: “Seguramente debe haber un ex presidente de distrito inactivo en algún lugar”. Nosotros averiguamos y alguien comentó: “Sí, hay; pero no puede ser posible que deseen llamarlo a él”. El élder Stapley respondió: “Quizás nosotros no deseemos utilizarlo, pero el Señor sí. Vayan y tráiganlo para una entrevista”.
Vi al élder Stapley tomar a este hombre de la mano y sin soltarlo, mirarlo directamente en los ojos y sin apartar la mirada preguntarle: “¿Amas a tu Padre Celestial?” El hermano respondió: “Sí”; entonces este gran Apóstol preguntó: “Amas a tu Señor y Salvador Jesucristo?” Esto conmovió al hombre, que respondió simplemente: “Sí”; Entonces el élder Stapley le preguntó: “¿Amas a la Iglesia de Jesucristo?” El espíritu del Apóstol estaba llegando a aquel buen hermano, quien inclinó la cabeza y con lágrimas en sus ojos respondió con mansedumbre y humildad: “Sí la amo”. El élder Stapley continuó: “¿Te arrepentirás de las cosas erróneas que estás haciendo?, ¿empezarás a hacer las cosas que debieras estar haciendo?, ¿aceptarás un llamamiento como miembro del sumo consejo de esta nueva estaca y servirás al Señor fielmente?’ ’ Y el hermano respondió todavía mirando al suelo y con los ojos llenos de lágrimas: “No soy digno”. Entonces el élder Stapley le dijo: “No te pregunté si eres digno ahora, te pregunté si prometerías como si estuvieras cara a cara con el Salvador, ser digno desde este momento en adelante”. El hermano castigado, humillado, y manso dijo: “Lo haré”, y lo hizo.
Ahora vosotros, líderes del Sacerdocio, sed conscientes de este poder que tenéis, usad vuestra fe y testimonio, fortaleced a vuestros hermanos en las entrevistas, levantadles, ayudadles en el camino a la exaltación. Llamadles a posiciones con la condición de que cambien sus vidas, ahora, hoy, desafiadles. El servicio en la Iglesia logra cambios en una persona, un renacimiento, un proceso de perfeccionamiento que a veces se asemeja a un renacer, a veces es un proceso rápido de perfeccionamiento, a veces es lento. He aquí una experiencia que ilustra esto:
Un joven llamado David, había hecho algunas preguntas a su padre en cuanto a este tema y él lo había invitado a pasar por su oficina en el centro de estaca para discutir el asunto. Mientras se acomodaba en el sillón de la oficina, el joven David se fijó en una foto de la presidencia de la estaca en la que aparecía su padre, sonriente y noble. Mientras esperaba, pensó que si alguien sabía lo que significaba renacer, ese alguien tenía que ser su padre; había trabajado casi toda su vida en las minas y nada le había importado realmente excepto comer y dormir; pocas veces había cumplido con sus responsabilidades de padre, hasta el día en que los misioneros llegaron a su casa.
Después de una semana de dudas y preguntas el padre se convirtió a la Iglesia, el resto de la familia también, y todos fueron bautizados. David no lo había notado al principio, pero poco a poco su padre había cambiado; no había sucedido nada espectacular, ninguna visión, ninguna manifestación visible, sino un cambio gradual. Primero habían empezado a asistir a la Iglesia; luego, el padre había anunciado una noche, durante la cena, que jamás se volvería a servir una comida sin pedir una bendición para los alimentos; después comenzaron a tener regularmente su noche de hogar.
David recordaba muy bien el viaje al templo donde toda la familia se había sellado por esta vida y por la eternidad. También recordaba el día en que él y sus hermanos habían hablado mal de uno de los líderes del barrio, y el padre los había regañado; aunque había controlado su justificado enojo, estableció claramente que nunca deberían decir esas cosas de ningún líder ni ninguna persona de la Iglesia otra vez.
Aunque el cambio de su padre había ocurrido silenciosa y gradualmente, era un cambio radical. A menudo, David se maravillaba pensando en la fuerza que habría sido necesaria para que un hombre tan terco como su padre, hubiera dado una vuelta en redondo hacia un rumbo nuevo, pero al estar en el camino correcto, su dedicación y entusiasmo en la causa del Maestro aumentaban cada día. Había sido llamado para servir primero, en el barrio y luego en la estaca; dos años después había recibido el llamamiento como consejero en la presidencia de la estaca. Aunque después de esto su padre estaba frecuentemente fuera del hogar, el tiempo que tenía disponible para estar con su esposa y cuatro hijos, era de valor inestimable.
En contraste a lo que sucedía doce años atrás, su hogar era una casa de amor, oración, orden y paz. Durante las noches de hogar el padre les había dicho: “Ya no soy el mismo padre que tenían; he cambiado, y quiero que sepan que sé que Jesús vive y que es mi Redentor”. David conoce lo suficiente a su padre como para saber que ese testimonio de la realidad de Jesús y de la veracidad del Evangelio salía de lo más profundo de su alma. Mientras el joven esperaba allí sentado, de pronto se dio cuenta que él seguía los mismos pasos de un hombre que había renacido. Entonces escribió una nota a su padre rápidamente y salió. La nota decía: “Papá, no necesito hablarte: ya tengo la respuesta a mi pregunta. Te veré en casa”.
Tener ese espíritu de renacer es estar en el camino a la perfección; es necesario que estemos conscientes de los cambios que se producen en nuestra vida. Si sentimos que estamos en una meseta espiritual, sin lograr mucho progreso hacia la perfección, entonces quizás es preciso que hagamos una autoevaluación, empecemos a desear niveles más altos de espiritualidad y luchemos por desarrollar un carácter más similar al de Cristo. Rendir más servicio a la Iglesia y a nuestro prójimo puede ayudarnos a alcanzar esas metas. Moroni, en su despedida a los tamañitas antes de sellar los registros del Libro de Mormón, nos dio este cometido para alcanzar la perfección:
“Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en El, y absteneos de toda impureza; y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, alma y fuerza, entonces su gracia os bastará, y por su gracia podréis perfeccionaros en Cristo…” (Moroni 10:32.)
Hermanos, yo testifico que esta es la verdad, y pronuncio una bendición sobre cada uno de vosotros, para que podáis seguir progresando en este camino hacia la perfección. Lo declaro en el nombre de Jesucristo. Amén
























