27 de Octubre 1978. Conferencia de Área en Montevideo, Uruguay
Percibid las señales
por el élder Artel A. Fedrigotti
Representante Regional del Consejo de los Doce
Si pudiéramos remontar el pensamiento y ver las polvorientas calles de Jerusalén, y también a Jesucristo parado en el umbral de una casona de la época rodeado de gente, y escuchar las voces de algunos escribas y fariseos reclamando: “Maestro, deseamos ver de ti señal”, quizás de esa forma comprenderíamos el porqué de la escritura en Marcos 8:2:
“Y gimiendo en su espíritu dijo: ¿Por qué pide señal esta generación? De cierto os digo que no se dará señal a esta generación.”
A cada instante de esta vida y en este mundo en que vivimos vemos al hombre aferrado al orgullo, a la ambición, a sus apetitos camales; y desde ese sitial hasta donde se ha encaramado trabajosamente, lo vemos escuchar la humilde prédica de un honesto misionero y demandar señal, algún hecho mágico o maravilloso, que satisfaga su curiosidad o concupiscencia. Mientras tanto, la inexorable llegada del cumplimiento de los tiempos muestra señal tras señal, y éstas llenan las páginas de los diarios que circulan por las calles.
Hermanos, yo he sido un hombre común y el Señor me ha tendido su mano; con temor y duda me aferré a ella e inicié el difícil camino del arrepentimiento. A medida que he ido venciendo mis errores, he podido comenzar a percibir pequeñas señales, que en realidad siempre estuvieron aquí, en mi corazón, pero que yo ignoraba. Algo así como tenues destellos que lentamente fueron embelleciendo mi hogar, leves impulsos que me permitieron descubrir una gran mujer de lo que era una esposa común, pequeñas decisiones que me convirtieron en amigo de seres que sólo habían sido hijos a quienes dar de comer, frágiles experiencias que fueron cambiando la simple sensación de estar en el lugar adecuado y transformándola en un testimonio cabal, sincero, maduro, de que Dios vive, que Jesucristo vive, y que el Espíritu Santo, nuestro compañero constante, nos lleva de la mano si somos fieles y capaces de perseverar hasta el fin, no importa lo que suceda en el mundo.
Hace algún tiempo, una joven vino a mí muy apresurada a pedirme consejo sobre su decisión de contraer matrimonio con un joven, cuyas características lo identificaban con el materialismo y la incredulidad imperantes en estos días. Le advertí el peligro con el mejor poder de persuasión que poseía; sin embargo, ya las influencias emocionales habían dominado su mente y no podía ver más allá.
Años más tarde la vi, ya divorciada y con dos pequeños hijos, pasar frente a una capilla, detenerse, mirar la torre, en un fugaz instante de serena circunspección bajar la cabeza para después erguirla nuevamente con simulada arrogancia. Partió con paso ligero y gesto entristecido hacia la bruma que se insinuaba calle arriba.
Me hace sufrir mucho ver que hay quienes han recibido las señales, han limpiado su casa, repeliendo lo malo, tal como lo expresa la escritura de Lucas 11:24-26, pero luego permiten que vuelva y penetre allí con mayor fuerza, haciéndoles negar las buenas señales y reclamando aquellas que satisfagan su vanidad y bajos deseos. “. . .y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero”, ha dicho el Señor (Lu. 11:26).
Hay un sentimiento que guardo íntimamente y que me ayuda cada vez que se debilitan mis esperanzas, porque renueva mi fe en la humildad y pequeñez del ser humano ante los desafíos de la vida y el más allá. Es la imagen de mi hijo adolescente, mirándome con ojos azorados y llamándome: “¡Papá, no me dejes! ¡No quiero entrar en el mundo, sálvame!” Con gran dolor en mi corazón, no cedo, porque tendrá que ser hombre y pasar las más duras pruebas; si no lo hace, creará en él una personalidad débil, fantasiosa e irreal. Sin embargo, hermanos, y éste es mi sentimiento íntimo, me llena de gozo ver que hay un niño inocente y tierno que jamás dejará de sentir, aunque pasen los años, la necesidad de la compañía de un padre amoroso; el mismo sentimiento que sin duda, anida imperecedero en todo hombre honesto, el respeto hacia nuestro Padre Celestial.
Es mi mayor anhelo que nuestra valiente juventud pueda percibir las señales que titilan en su corazón convertido y no las abandone jamás; lo ruego y dejo con vosotros mi humilde testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.
























