Vuestro sagrado deber

27 de Octubre 1978. Conferencia de Área en Montevideo, Uruguay
Vuestro sagrado deber
por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce

Gordon_B._HinckleyMis amadas hermanas, considero que el dirigiros la palabra en esta ocasión, es para mí un gran privilegio a la vez que una gran responsabilidad, ya que el reunirme con el grupo de hermanas de la Iglesia que todas vosotras integráis, damas de diversas edades: jóvenes adolescentes, señoritas, recién casadas, madres, abuelas, es una oportunidad en verdad extraordinaria. A todas vosotras quisiera deciros que sois grande y ricamente bendecidas; que como miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ocupáis un lugar diferente del que ocuparíais bajo la insignia de cualquier otra institución. Todos sabemos a ciencia cierta que cada una de vosotras es hija de Dios, y que como tales contáis con atributos divinos, lo cual viene a depositar una gran responsabilidad sobre vuestros hombros.

Cuando el profeta José Smith organizó la Sociedad de Socorro en 1842, dirigiéndose al reducido número de hermanas que se habían reunido en la ciudad de Nauvoo, dijo lo siguiente:

“. . .y ahora, en el nombre del Señor, doy vuelta a la llave para vuestro beneficio; y esta Sociedad se alegrará, y desde ahora en adelante descenderán sobre ella conocimiento e inteligencia.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 279.)

Como podéis ver, se os ha dado la promesa, en el nombre del Señor, de que descenderán sobre vosotras conocimiento e inteligencia. Ahora bien, y ¿a qué conocimiento se refieren esas palabras? En primer lugar, al que tiene que ver con vosotras mismas, vale decir, al hecho de que en verdad sois hijas de Dios. Sí, y confío en que jamás lo olvidéis, en que siempre tengáis presente vuestra eminente condición, lo favorecidas que sois a la vista de vuestro Padre Celestial.

Mi esposa y yo tenemos dos hijos y tres hijas; y, por alguna razón, aun cuando sentimos un profundo cariño por nuestros hijos, pienso que sentimos un afecto especial, por así decirlo, por nuestras hijas. Y os diré que siempre se ha asentado con fuerza en mi alma, el pensamiento de que nuestro Padre Celestial siente un amor especial por sus hijas. Por consiguiente, mis queridas hermanas, confío en que jamás malgastéis vuestro tiempo rebajándoos y disminuyendo vuestra propia estima, cediendo a la tentación de sentir una injustificada compasión por vosotras mismas, sino que antes os engrandezcáis gracias a vuestros propios méritos y magnifiquéis los grandes talentos que vuestro Padre que está en los cielos os ha dado. Espero de todo corazón, que jamás perdáis de vista vuestras magníficas e incomparables posibilidades eternas. Cada una de vosotras puede ser una reina ante el Señor, así como una reina en su casa y una compañera para su marido, andando siempre a su lado, con el conocimiento y la certeza absoluta de que ninguno de los dos podrá alcanzar el más alto grado de exaltación sin el otro, y de que las posibilidades que reserva el futuro para la pareja que marcha junta, son ilimitadas.

Os repito, mis queridas hermanas, que confío en que al adheriros a la doctrina de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, comprenderéis que es tan importante que vosotras desarrolléis vuestros talentos y dones intelectuales como lo es para vuestros maridos. Y me gustaría instaros en esta ocasión, aun cuando no escapa a mí atención lo ocupadas que muchas de vosotras vivís con vuestros quehaceres domésticos, a que desarrollarais el intelecto con la lectura diaria de las Escrituras; y cabe apuntar aquí, que no habéis de limitaros únicamente a la lectura de éstas, sino que debéis asimismo leer buenos libros y buenos artículos. El Señor nos ha dicho claramente que hemos de “familiarizamos con todos los libros buenos …” y aprender “de cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra… y .. .de los países y los reinos… y los pueblos”. (Véase D. y C. 90:15, y 88:79.) Aparte de lo dicho, confío en que ninguna de las hermanas que os encontráis presentes en esta oportunidad, lleguéis a rechazar jamás un llamamiento para servir en la Iglesia. Todas vosotras contáis con la capacidad para enseñar, y podéis hacerlo si tan sólo os dedicáis a ese llamamiento con el debido esfuerzo de vuestra parte.

Recuerdo el caso de una hermana boliviana que al ser llamada a enseñar en la Primaria, algo cohibida, dijo: “. . .pero sí, yo ni siquiera sé leer y escribir, ¿cómo voy a enseñar una clase?” La presidenta de dicha organización le respondió diciendo sencillamente: “No se preocupe, hermana, pues tomaremos las medidas correspondientes para solucionar esa dificultad”. Y efectivamente, procedió a arreglar la situación: solicitó a otra de las hermanas que grabara en cinta magnetofónica las lecciones del manual, de modo que aquella buena hermana pudiera escuchar la grabación de lo que tenía que enseñar; y haciéndolo así, esa hermana lamanita que ni siquiera hablaba castellano, llegó a experimentar un deseo extraordinario de aprender a leer y escribir, todo lo cual redundó en que al fin llegara a ser muy diestra en la materia, así como una inspirada maestra.

Ahora me gustaría dirigirme a vosotras, las que sois madres, y hablaros en cuanto a vuestras responsabilidades en calidad de tales. Creo que a veces no otorgamos al lugar que ocupamos en la vida la importancia que aquél tiene, pero quisiera recordaros, hermanas, por redundante que ello parezca, que vosotras, las madres, tenéis en vuestras manos el futuro de vuestros hijos. Al reflexionar yo en mi propia vida, no puedo menos que reconocer conmovido la forma en que se fue desarrollando en mi ser un siempre creciente amor, respeto y reverencia por la mujer que me dio la vida; ella murió cuando yo era un jovencito de diecinueve años de edad; pero antes de dejar este mundo, mi amada madre creó en el seno de su hogar, con gran sabiduría y mucho amor, un ambiente tan especial, que llegó a constituir una bendición para sus hijos. Recuerdo que tenía ella la costumbre de leernos, desde nuestra más tierna edad, libros buenos, y no sólo cuentos infantiles. Era una profesora de inglés y tenía gran afición a la literatura, inclinación que inculcó en sus hijos; y a ella debo, con honda gratitud, el gusto que cultivó en nosotros, sus vástagos, por las letras que elevan e inspiran con la belleza de los pensamientos que encierran.

En el día de hoy, el presidente Kimball ha puesto de relieve la importancia de que todo muchacho sirva una misión, lo cual no podría cristalizarse a menos que vosotras encaminarais vuestros esfuerzos hacia la meta de convertir esa mira en realidad.

Cuando yo llegué a la edad en que los muchachos salen al campo misional, atravesábamos por los momentos más cruciales de la espantosa depresión económica que afligió al mundo. Y si bien mi padre tenía propiedades, éstas no nos rendían utilidades; por el contrario, nos atrajeron deudas, convirtiéndose en consumo de dinero. Mas en el curso de todo aquello, descubrimos que al fallecer mi madre, había dejado unos ahorros en una cuenta bancaria, dinero con el cual pude sufragar los gastos de mi misión. Y, hermanas, cuando pienso en lo que mi misión ha significado en mi vida, todo mi ser rebosa de un agradecimiento profundo e infinito.

Mis queridas hermanas, en vosotras está el determinar engendrar y cultivar en vuestras almas un aprecio y agradecimiento por las cosas bellas y buenas que nos ofrece la vida, esas cosas que edifican y elevan a los seres humanos. Dios os bendiga en el cumplimiento de la grande y sagrada responsabilidad que tenéis sobre vuestros hombros como madres de Sión, que Él os guíe para que llevéis una vida hermosa a la vista de vuestros hijos, como asimismo para que creéis en casa una atmósfera ennoblecedora y tendente a elevar el espíritu de todos los que en ella moran, y podáis enseñar a vuestros retoños e inculcar en ellos el gusto por lo que es bueno y bello. Y sin sombra de vacilación, os prometo que si cumplís con vuestras responsabilidades de madres, con espíritu de oración, llegará el día en que os arrodillaréis ante el Señor y le daréis las gracias por todas las bendiciones que El habrá derramado tanto sobre vosotras como sobre vuestros hijos, por vuestra obediencia a los principios que El mismo ha establecido.

Dios os bendiga con sus más ricas bendiciones a fin de que vuestra vida se deslice con felicidad y sea fructífera, para que enseñéis a vuestros hijos las vías del Señor, y sus vidas sean bendecidas con paz y un testimonio sempiterno de la verdad, todo lo cual os acarreará un beneficio común. Todo esto os dejo, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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