La prioridad en nuestras decisiones
por el obispo Víctor L. Brown
Una de las lecciones más valiosas que podemos aprender, es saber tomar nuestras decisiones en orden de prioridad y asegurarnos de que no nos desviamos del camino trazado.
Hace algunos años, mientras me encontraba en la ciudad de Osaka, en Japón, recibí un llamado- telefónico de uno de nuestros oficiales japoneses de la Iglesia que deseaba reunirse conmigo. Lo invité a que fuera a mi hotel y allí tuve la oportunidad de hablar con uno de los jóvenes más inteligentes y criteriosos que conozco.
Este joven tenía un grado universitario en una rama especial de la ciencia y se encontraba empleado en una compañía estable y conservadora. Uno de sus antiguos compañeros de universidad, que se había graduado en la misma especialidad que él, trabajaba para una firma nueva y progresista en la ciudad de Tokio y en los meses anteriores había tratado varias veces de atraer a su amigo hacia su compañía, y hacerlo que cambiara de trabajo; más aún, uno de los vicepresidentes de la firma de Tokio se había puesto en contacto con él, diciéndole que estaba dispuesto a pagarle un salario tres o cuatro veces mayor del que ganaba. Su respuesta fue:
«Si existe la más mínima vacilación de parte de las autoridades de mi Iglesia sobre mi traslado de Osaka a Tokio, lo cual requeriría que me relevaran del cargo que actualmente ocupo, no obstante cuánto dinero pueda usted ofrecerme, no tendría interés en su propuesta.»
El vicepresidente le replicó:
«Yo no soy cristiano ni sé nada de su religión, pero usted es exactamente la clase de persona que deseo tener en mi organización.»
Ese era el motivo de su visita. Tenía dudas con respecto a su traslado a Tokio, lo cual traería como consecuencia el relevo de su cargo en la Iglesia. Yo le aseguré que debía aceptar, puesto que podría servir al Señor tan bien en aquella ciudad como en Osaka. Por lo tanto, aceptó el empleo y se mudó a Tokio.
Más adelante mientras me encontraba visitando la ciudad, recibí otro llamado telefónico del mismo hombre. Fue a visitarme y estuvimos hablando por largo tiempo. Había tenido gran éxito en los negocios, había ampliado su experiencia y en el presente tenía un cargo muy importante enseñando al personal de las grandes corporaciones, la mejor forma de manejar sus compañías; su tiempo era muy escaso y ganaba un excelente salario. Pero se daba cuenta de que estaba descuidando su trabajo en la Iglesia y sus responsabilidades familiares.
Le expliqué que yo no iba a decirle lo que debía hacer, pero que había una escritura que le indicaría si verdaderamente estaba convertido:
«Mas buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas.» (Mat. 6:33.)
Aunque al citarle la escritura pensé que quizás pudiera molestarse un poco, nos despedimos como buenos amigos.
Unas semanas después de haber regresado a mi hogar, recibí una carta de él en la que me decía que había puesto en orden la prioridad de sus decisiones; había renunciado a su empleo en la compañía y había decidido dar precedencia a su familia y a la Iglesia, colocando su trabajo en segundo lugar. Una de las lecciones más valiosas que podemos aprender, es saber tomar nuestras decisiones en orden de prioridad y asegurarnos de que no nos desviamos del camino trazado.
Por supuesto, para hacer esto es necesario que nos establezcamos metas, a las cuales llegaremos manteniendo ese orden de prioridad en las cosas importantes. Quizás hayáis oído el cuento del piloto que hablando a sus pasajeros les dijo que tenía que darles una buena noticia y una mala noticia; la buena noticia era que estaban viajando a una velocidad de 965 kilómetros por hora; la mala era que estaban perdidos. Supongo que la meta de aquel piloto era llegar a destino, pero había perdido de vista el orden de importancia de sus decisiones. Hay muchas personas que tienen este mismo problema.
Recientemente una jovencita fue a verme a mi oficina con sus padres. Provenía de una buena familia, pero se había extraviado y se encontraba en serias dificultades; era soltera, estaba esperando un hijo y se preguntaba que debía hacer. Me conmoví mucho al oírla. Estoy seguro de que ella amaba al Señor, pero había olvidado que aquellos que aman al Señor se mantienen en contacto con El y obedecen sus mandamientos. Al principio mantuvo la compostura mientras hablábamos: pero cuando le pregunté si se acordaba de decir sus oraciones, comenzó a llorar.
¡Cuán importante es que recordemos comunicarnos diariamente, tantas veces como sea necesario, con nuestro Padre Celestial! Tengamos presente que Él siempre nos ama, seamos buenos o malos; pero es necesario que nosotros hagamos un esfuerzo, si deseamos que Él nos bendiga.
El primer jueves de cada mes, las Autoridades Generales se reúnen en un cuarto del Templo de Salt Lake, bajo la dirección de la Primera Presidencia. Una de las cosas que más me impresionan del cuarto en el cual nos reunimos, es observar los tres cuadros que hay allí y que representan puntos importantes en la vida del Salvador; uno muestra a Jesús en la costa del Mar de Galilea, en otro aparece el Salvador en la cruz, y el tercero lo muestra cuando acaba de levantarse de la tumba; este último es el que más capta mi atención. El artista ha manifestado en el cuadro lo que yo imagino son los sentimientos que uno tendría en presencia del Señor resucitado. El Salvador se encuentra de pie, contemplando con una sonrisa el rostro de una hermosa mujer que está reverentemente arrodillada ante El, con la mirada clavada en sus ojos y una expresión de adoración en su cara.
Pienso que el ser digno de ser recibido algún día por el Salvador debería ocupar el primer lugar en las decisiones. Por supuesto, estrechamente ligada a ella debería de estar la meta del matrimonio en el templo y de ser un buen padre en Sión; el establecimiento de una familia justa y eterna es nuestra responsabilidad más importante. El Señor nos mandó que multiplicáramos e hinchiéramos la tierra. También nos dijo:
«He aquí herencia de Jehová son los hijos. . .
Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos. . .» (Sal. 127:3,5.)
En nuestra sociedad actual resuenan estridentes voces que enseñan lecciones que vienen directamente de Satanás. Nos dicen que el matrimonio no es necesario para que un hombre y una mujer vivan juntos: que las relaciones sexuales sin el beneficio del matrimonio son parte de una relación normal y aceptable: que si una pareja decide casarse no debe tener más de dos hijos o mejor aún para el mundo en general no debería tener ninguno. Conozco una joven, hija de una excelente familia de la Iglesia, que recientemente comunicó a sus padres que no piensa tener hijos y que se siente avergonzada del tamaño de su familia: tiene tres hermanos y les ha dicho a sus padres que no deberían tener más hijos. Sin embargo, el Señor ha dicho que los hijos «herencia de Jehová son»: pero no estoy seguro de que el Señor haya determinado un número limitado para cada familia.
Algunos de vosotros, jóvenes, formaréis un hogar dentro de pocos años; no habrá responsabilidad mayor para vosotros en esta vida, que enseñar correctamente a vuestra familia.
Otra de las decisiones a la que debemos dar prioridad se puede expresar mejor con las primeras palabras del himno No. 69: «Escucha al Profeta». ¡Que maravillosa bendición la de tener en la tierra un Profeta que habla con el Señor! Cuando él se dirige a nosotros como Profeta, es el Señor mismo quien nos habla. Por lo tanto, es esencial que tengamos el valor de obedecer. Si lo escuchamos, pero no le obedecemos, ¿de qué nos valen sus palabras?
Una de las más grandes lecciones sobre la obediencia se encuentra en la Biblia:
«Naamán, general del ejército del rey de Siria, era varón grande delante de su señor, y lo tenía en alta estima, porque por medio de él había dado Jehová salvación a Siria… Era este hombre valeroso en extremo, pero leproso.»
El rey de Siria envió a Naamán al rey de Israel, pensando que éste podría curarlo de la lepra; pero él no pudo hacer nada. El profeta Elíseo se enteró de lo que pasaba y envió a decir a Naamán que fuera a verlo.
«Y vino Naamán con sus caballos y con su carro, y se paró a las puertas de la casa de Eliseo.
Entonces Eliseo le envió un mensajero, diciendo: Ve y lávate siete veces en el Jordán y tu carne se te restaurará, y serás limpio.»
Ante una solución tan sencilla, Naamán se enojó en extremo pues pensó que lo que el Profeta le mandaba estaba por debajo de su dignidad; por lo tanto se alejó enfadado.
«Mas sus criados se le acercaron y le hablaron diciendo: Padre mío, si el Profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?
El entonces descendió, y se zambulló siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del varón de Dios; y su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio.» (2 Reyes 5:1-14.)
El Salvador mismo demostró ser obediente:
«Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia;
y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.» (Heb. 5:8-9.)
Ciertamente, la obediencia es una digna meta, y debe ocupar un lugar de preferencia en nuestra vida.
Esta empresa de establecer la prioridad de nuestras decisiones, parece no tener fin; y todas ellas son igualmente importantes; aun así, podemos enfocar nuestra atención en varias a la vez. Por ejemplo, el hecho de servir a nuestro prójimo, como lo enseño el Salvador y está registrado en el Evangelio de Lucas:
«Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, .para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?
Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?
Aquél respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?»
Entonces Jesús le habló del buen samaritano que encontró al hombre a quien los ladrones habían robado y herido; un sacerdote y un levita habían pasado junto a él sin ayudarle, mas el samaritano vendó sus heridas y se encargó de atenderlo. Luego, el Maestro le preguntó al abogado:
«¿Quién, pues, de estos tres’ te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.» (Luc. 10:25-19, 36-37.)
El servicio a la humanidad debe ser una característica en la vida de todo sincero Santo de los Últimos Días.
Hay muchos otros principios que se deben recordar al tomar decisiones con respecto a aquello que es más importante en nuestra vida, y aunque no todos se pueden encerrar en un breve artículo, quisiera mencionar el sacrificio como uno de los más fundamentales.
Recordaréis la historia que se encuentra en las Escrituras sobre el joven príncipe que obedecía todos los mandamientos pero que no pudo renunciar a sus riquezas.
«Jesús, oyendo esto, le dijo: Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.
Entonces él, oyendo esto, se puso muy triste, porque era muy rico.
Al ver Jesús que se había entristecido mucho, dijo: ¡cuán difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!» (Luc. 18:22-24.)
Aquellos que pagan el diezmo, las ofrendas de ayuno y las demás contribuciones que se les piden, se están preparando para vivir de acuerdo con la ley de consagración. Estoy convencido de que tan pronto como estemos preparados, se nos dará esa gran ley.
Hay muchos que ya están preparados en la actualidad, pero eso no es suficiente. Conozco una encantadora hermana que está preparada. Ella había resultado herida en el accidente que costó la vida a su esposo, dejándola viuda por segunda vez cuando era muy joven todavía. Además del terrible dolor por la pérdida que había sufrido, tenía una familia de hijos pequeños para criar. Sin embargo, cuando recibió el dinero del seguro de vida de su esposo, pagó el diezmo. El secretario del barrio le dijo al obispo:
«Esta hermana necesita el dinero mucho más que la Iglesia. ¿No cree que deberíamos devolvérselo?»
El obispo me preguntó a mí qué debía hacer, a lo cual respondí con una pregunta:
«Cree usted que esa hermana necesita más el dinero, que las bendiciones que recibirá por pagar el diezmo?»
Imaginad cómo abrirá el Señor la ventana de los cielos para esta joven madre, a causa de su fe y su devoción.
Me causa profunda emoción el pensar en toda la energía que poseen los jóvenes de la Iglesia y en cuán importante es que ésta se dirija hacia los deseos justos y las acciones correctas.
Sé que Dios vive, lo sé sin sombra alguna de duda. Sé que Jesucristo es el Hijo de Dios y que El y su Padre aparecieron a José Smith, jovencito de sólo catorce años. Sé que durante muchos años después de aquella magnífica visión, José estudió y oró y se le enseño y capacitó para su misión. Las cosas no sucedieron por casualidad, como tampoco os sucederá nada a vosotros por casualidad. Debemos capacitarnos y aprender a disciplinarnos, si es que deseamos cumplir en su plenitud el propósito para el cual fuimos creados.
La llave para todo esto es establecer la prioridad en nuestras decisiones; y la más grande de todas es buscar primeramente el reino de Dios.
























