Diciembre de 1980
Toda familia necesita un gran maestro orientador
por John D. Whetten
Es verdad que las familias fuertes, ejemplares y activas, especialmente las de los obispos, presidentes de estaca y otros líderes, no necesitan buenos maestros orientadores?
Eso era exactamente lo que yo pensaba. Poco tiempo después de mi matrimonio, fui llamado para ser el maestro orientador de cuatro familias en el barrio: el padre de una de estas familias era un miembro activo; sin embargo, no se había convertido espiritualmente al evangelio; en otra de las familias, formada por una joven pareja recién casada, el esposo no era miembro de la Iglesia, de manera que no acompañaba a su esposa a las reuniones; la tercera pareja era completamente inactiva a pesar de que el esposo había pertenecido a la presidencia de una estaca y su esposa había servido como presidenta de la Primaria de estaca. La familia Rosales, que también me habían asignado, era una familia ideal y miembros muy activos en el barrio; el padre trabajaba en el sumo consejo de la estaca y la hermana Rosales era la presidenta de la Sociedad de Socorro del barrio.
Cuando recibimos nuestra asignación, junto con mi compañero decidimos concentrar todos nuestros esfuerzos en las primeras tres familias, quienes obviamente necesitaban nuestra ayuda y hermanamiento, y planeamos que visitaríamos a la familia Rosales una vez al mes, pues sabíamos que ellos podrían arreglárselas solos ya que eran tan buenos miembros.
Después de visitar a todas las familias y de pedir al Señor que nos ayudara a tener éxito, empezamos a darnos cuenta de que toda familia necesita y merece tener un gran maestro orientador, y que la familia Rosales necesitaba exactamente la misma atención, consideración y amor que las demás. De manera que durante el primer año tratamos de desarrollar una buena relación con ellos, y dedicamos parte de nuestra visita mensual a hablar con los tres hijos, hasta que llegamos a estar al tanto de todas sus actividades y progreso en la Primaria, en el programa de los Scouts, en el Sacerdocio Aarónico y en la escuela. Cuando el muchacho recibió la condecoración más alta que un joven puede obtener en el programa de escultismo, me pidió que yo fuera el discursante de la ceremonia.
En algunas ocasiones salíamos juntos a tomar helados y cuando participábamos en fiestas del barrio, siempre hablábamos con ellos. La amistad se hizo mutua entre nuestras propias familias y las que visitábamos; por ejemplo, cuando tuvimos nuestro primer hijo, nadie demostró más alegría que los de la familia Rosales. De hecho, la hermana Rosales ofreció una fiesta en honor de mi esposa.
Cierto día el hermano Rosales me llamó por teléfono para informarme que dentro de algunos días sería operado, pues el médico le había encontrado un tumor, así que mi compañero y yo le dimos una bendición. La operación fue un éxito, extrajeron el tumor maligno y a los pocos días él había regresado a su hogar sin trazas del cáncer. Nosotros sentimos que nuestro papel era el de dar a esta familia apoyo espiritual durante la recuperación del padre.
Un año más tarde, le apareció otro tumor y de nuevo pensamos que los Rosales necesitaban nuestro apoyo y fortaleza espiritual. Otra vez la operación pareció haber sido un éxito; sin embargo, pocos meses más tarde, los doctores encontraron otro tumor. Nuevamente pudimos sentir el poder del Consolador al pronunciar sobre la cabeza del hermano Rosales bendiciones en su favor. Como maestros orientadores, hablamos con la familia sobre la importancia de combinar nuestra fe con la obediencia a la voluntad del Señor.
Cuando apareció el último tumor ya era demasiado tarde, pues el cáncer se había ramificado a Otras partes del cuerpo y los médicos no pudieron operar. Nos sentimos descorazonados al enterarnos de la noticia; pero aun así esperábamos que el hermano sobreviviera a tan terrible enfermedad.
Muchas veces antes de regresar a mi hogar después del trabajo, me detenía para saludar a la familia, y en numerosas ocasiones veía al hermano Rosales en su lecho sufriendo de dolor. Era en esos momentos cuando él me pedía que le diera una bendición, ya que las drogas que estaba tomando para calmarlo no surtían efecto alguno. Estas experiencias se convirtieron en puntos culminantes de mi vida, y cada día trataba de comportarme de una manera tal que pudiera ser digno de recibir inspiración para consolar y fortalecer a mi amigo enfermo.
Un sábado de mañana, cuando mi esposa y yo nos disponíamos a salir de compras, le dije: “Tengo el presentimiento de que deberíamos ir a visitar al hermano Rosales para ver cómo pasó la noche”. La noche anterior habíamos estado en su casa y todo parecía bien. A mi esposa le pareció buena la idea y me contestó: “Si tú crees que deberíamos ir, es mejor que lo hagamos”.
Lo encontramos casi exactamente como lo habíamos dejado la noche anterior; su salud no parecía haber empeorado durante los últimos días. No podía comprender por qué había sentido la necesidad de visitarlos esa mañana, así que decidí compartir con ellos algunas experiencias que les infundieran ánimo y valor. Los niños se sentaron junto a la cama escuchando atentamente y, pudimos sentir con gran fuerza el Espíritu del Señor. De pronto, mientras hablábamos, el hermano Rosales murió en brazos de su esposa.
Mi esposa llevó a los niños a otro cuarto y allí estuvo con ellos un rato hablándoles y contestando algunas de sus preguntas; les dijo que su padre serían para ellos una fuente de fortaleza durante toda su vida y que algún día, debido al sacrificio expiatorio y a la resurrección del Salvador, volverían con gran felicidad a reunirse con él.
Yo llamé al doctor y al obispo e hice arreglos con la funeraria; más tarde hice algunas diligencias que tenía que hacer la hermana Rosales.
El funeral se llevó a cabo el lunes. Cuando el obispo estaba haciendo los arreglos para la ceremonia, la hermana Rosales le dijo que su esposa ya había dispuesto quienes participarían en ella y deseaba que yo, uno de sus maestros orientadores, diera el mensaje espiritual. No podía creerlo; el hermano Rosales tenía amigos que eran presidentes de estaca y Autoridades Generales de la Iglesia y aun así, había pedido que yo diera el mensaje espiritual y había hecho hincapié en que en el programa se indicara que yo era maestro orientador de la familia.
Después del sepelio, hicimos todo lo posible para ayudar a la familia a adaptarse a la pérdida del padre; hicimos arreglos para que un contador del barrio les ayudara a poner en orden todo lo referente a finanzas, y pedimos a otro miembro que trabajaba en construcción y carpintería, que calculara los arreglos que la casa necesitaría para mantener su valor; después de lo cual, los quórumes del sacerdocio del barrio hicieron todo lo necesario para dejarla en las mejores condiciones. También ayudamos a la hermana Rosales a evaluar algunas oportunidades de trabajo y tratamos de permanecer en continua comunicación con ella y con sus hijos.
Durante el tiempo en que estuvimos ayudando a esta familia, no dejamos a un lado a las demás, sino que también en la vida de ellas pudimos notar un cambio, y vimos que allí también empezaba a germinar la semilla del éxito.
La familia cuyo padre todavía no se había convertido espiritualmente permaneció activa en la Iglesia. El amor que reinaba entre sus integrantes permitió que entendieran y aceptaran los diferentes puntos de vista, sin dejar de ver los sentimientos de los demás.
Hicimos arreglos para que el esposo que no era miembro de la Iglesia hablara en charlas fogoneras y en reuniones de la Mutual sobre sus experiencias como policía; de esa forma él sintió que estaba haciendo algo para ayudar a los jóvenes a tener mayor respeto por quienes tienen la difícil tarea de conservar el orden. En una ocasión llevó su motocicleta a la Mutual y explicó a los jóvenes la forma de manejarla. Un año más tarde, cuando esta pareja se mudó del barrio, él tenía hacia la Iglesia de su esposa una actitud mejor de la que había tenido antes.
A la tercera pareja que se había inactivado completamente porque no se sentían como parte del barrio, les convencimos de que éramos sus amigos y de que estábamos interesados en su bienestar; y a la esposa le, hicimos comprender que la Iglesia necesitaba su conocimiento y capacidad para enseñar niños. Ella empezó a asistir a la Escuela Dominical y más tarde aceptó un llamamiento como maestra de esta organización. Para la fiesta de Navidad les extendimos una cordial invitación, la cual aceptaron y demostraron su agradecimiento llevando una bandeja llena dé dulces y galletas. Algunos meses más tarde ellos también se mudaron, pero continuaron activos en la Iglesia.
Nosotros no hicimos nada espectacular, nada que no pueda hacer cualquiera; pero cuando recuerdo estas hermosas experiencias que tuve como maestro orientador, siento de nuevo el gran testimonio que obtuve sobre la importancia de la orientación familiar, del gran amor que un maestro orientador puede sentir hacia otras personas y del gran gozo que puede recibir por servir a otros. Y estoy especialmente agradecido por haberme dado cuenta a tiempo de que toda persona, aunque sea muy activa, merece un buen maestro orientador.
























