La siembra y la cosecha de la vida

28 de marzo de 1981
La siembra y la cosecha de la vida
Por la hermana Elaine A. Cannon
Presidenta General de las Mujeres Jóvenes

Elaine A. CannonHa llegado la primavera al Es­tado de Utah! Esta es la esta­ción del despertar. Las ramas de los árboles ya tienen brotes y va­lientes florecidas adornan la Man­zana del Templo. Aquí es prima­vera, mientras que en Australia, donde muchos nos escuchan, al igual que en Sudamérica, se apro­xima el tiempo de la cosecha.

También encontramos estos contrastes en la Iglesia. Hay más de 250.000 jovencitas que se en­cuentran en la primavera de la vida, y más de 35.000 mujeres que las dirigen: muchas de las que nos contamos entre estas últimas esta­mos tratando de prolongar al má­ximo el verano de nuestra vida. Pero antes de que pueda ocurrir el milagro de la cosecha, debemos recibir los elementos nutritivos y el cuidado necesario. Ruego que el fruto que demos sea agradable a los ojos de Dios.

La canción que cantó el coro al principio de esta reunión está de­dicada especialmente a vosotras, las que os encontráis en la prima­vera de la vida. La letra puede aplicarse a cada una de vosotras:

¿Quién soy?
¿Cuál es el propósito de mi vida?
Al ver el gorrión, ansió volar. Reconozco el poder del rugido del océano, pero, ¿quién soy yo?
Veo que florecen las praderas devastadas por las tormentas del invierno.
Veo y siento el sol radiante y todo lo que Dios ha creado.
Soy parte de su creación y me reclama como suya.
Mi corazón lo reconoce como Padre.
¿Quién soy?
¿Cuál es el propósito de mi vida?
Soy una hija de Dios.

Sí, sois hijas de Dios, miembros de su familia eterna. Pertenecer a una familia por lo general implica que debéis hacer lo que la familia hace; debéis obedecer las mismas reglas, hablar y vivir como los de la familia; debéis amar como ellos aman. Vuestras buenas acciones honran el nombre familiar.

Y aunque vuestros sueños aún no se hayan hecho realidad, y el proceso del crecimiento sea difícil, os ayudará el recordar que a la cabeza de nuestra familia celestial hay un Patriarca que con su infini­ta sabiduría y suprema capacidad os ama a pesar de todo y ante todo. Mientras estáis lejos de Él, aquí en la tierra, aprendiendo y experimentando, Él os observa y os espera. Nuestro Padre quiere que algún día volváis a Él.

Es muy posible que a veces os hayáis sentido solas, aunque estu­vierais rodeadas de gente, y que hayáis sentido una añoranza vaga, un leve recuerdo de los lazos espe­ciales que os unían a vuestro Pa­dre Celestial. Este conocimiento debe tener influencia en la opinión que tengáis acerca de vosotras mis­mas, en la clase de personas que seáis, en vuestro comportamiento y en las decisiones que toméis. Cada una de vosotras debe nutrir cuidadosamente esta relación tan especial con Dios. Cuando tengáis una buena relación con El, podréis comprender por qué debéis mante­neros puras, por qué debéis tomar la investidura en el templo, por qué debéis honrar a vuestros pa­dres y aprender todo lo posible para seguir el plan de vida trazado por Dios. No importa cuál sea vuestra apariencia física, lo único que cuenta es lo que hay en vues­tro interior… Si comprendéis todo esto, trataréis con más con­fianza y seguridad de mejorar, y a la vez podréis ayudar a otras per­sonas.

Recordad que Él está siempre dispuesto a ayudamos.

Espiritualmente, sabemos que provenimos de Dios. Este es el conocimiento más importante que podemos poseer; le sigue en impor­tancia saber cuáles el propósito de que tengamos un cuerpo.

Físicamente, somos descendien­tes de Abraham, y tenemos dere­cho a todas las bendiciones que Dios le prometió a su posteridad. A la vez, mucho les debemos a nuestros antepasados más recien­tes, por lo que ellos nos han lega­do.

Quisiera que cada una de voso­tras pensara en la familia que tie­ne mientras leéis las palabras del poeta Walt Whitman:

Había una vez un niño que salió al mundo
y se convirtió en el primer objeto que vio,
y ese objeto formó parte de él por ese día
o por unas horas de ese día, por unos años o para siempre.
Las lilas tempranas formaron parte de él;
las calles, las fachadas de las casas,
lo que se exhibía -en los escaparates,
el horizonte, las gaviotas en vuelo,
la fragancia de la marisma y de la fangosa playa,
todo esto formó parte de él.. .
Sus mismos padres,
el que lo había engendrado
y la que lo concibió en su vientre y
le dio vida,
le dieron aún más de sí mismos:
todos los días de su vida,
y ellos se convirtieron en parte de él.
Las costumbres familiares,
el idioma, las visitas, los muebles . . .
los sentimientos de amor y de nostalgia,
el afecto que jamás se negará,
el sentido de la realidad,
todo aquello llegó a formar parte
del niño que salió al mundo,
que hoy sale, y que siempre saldrá . . .
(Traducción libre del inglés)

Me disculpo por haber abreviado la poesía de Walt Whitman por falta de tiempo, pero os aseguro que lo que allí dice es una gran verdad. Todo lo que aprendemos y vemos, todo lo que decidimos ha­cer, toda la influencia que recibi­mos en nuestra casa, en la Iglesia, en la escuela y de nuestros ami­gos, llega a formar parte de noso­tras. Y como pasó al niño que salió al mundo, todo esto contribuye a nuestra formación.

Vosotras tenéis una gran venta­ja sobre las demás personas del mundo: podéis obtener una bendi­ción patriarcal. Son muy pocos los que tienen este privilegio. Todo miembro digno de La Iglesia, de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tiene el derecho de reci­bir una bendición de un patriarca, una bendición muy personal por medio del poder del Sacerdocio de Dios. Esta es una de las formas en que podéis recibir la guía necesa­ria para encaminar vuestra vida. Es un regalo muy especial que Dios os da.

Si estudiáis vuestra bendición patriarcal con frecuencia, especial­mente cuando tengáis que tomar una decisión o cuando tengáis pro­blemas o estéis tristes, podréis re­cordar quiénes sois, el vínculo que os une a Dios y lo que Él quiere que hagáis. La bendición patriar­cal puede reconfortaros cuando sentís que nadie os quiere y os sentís inseguras. También puede ayudaros a reencontrar el propósi­to de vuestra vida.

Yo era una joven como vosotras cuando recibí mi bendición patriar­cal. Recuerdo que nos encontrába­mos casi al final de la primavera, y la estación mostraba sus mejores galas. Yo también quería estar en la mejor forma posible y me había preparado para escuchar lo que Dios tenía que decirme. Había teni­do que arrepentirme de algunas cosas, había orado, ayunado y con­versado con mis padres y con un amigo muy especial. Recuerdo bien que la noche antes de la entre­vista con el patriarca, sentí una gran necesidad de acercarme a Dios. Fui afuera y me detuve escu­chando el canto de los grillos que me recordaba los años de mi niñez. Me sentía muy madura, pero obe­deciendo a la atracción de las estre­llas, me acosté boca arriba sobre el pasto, como lo había hecho muchas veces de niña. Respiré hondo y me puse a estudiar el cielo, buscando constelaciones conocidas. Al rato, tuve la experiencia imborrable de sentir que me elevaba hasta for­mar parte del universo y me pare­ció llegar casi hasta la presencia de Dios; supe que mis oraciones ha­bían llegado al cielo, y el corazón comenzó a latirme con más fuerza. Sentí una tibieza que me hizo bro­tar las lágrimas al recibir el testi­monio del Espíritu de que Dios vive y que me ama. Al día siguien­te supe que lo que me decía el patriarca estaba dirigido a mí di­rectamente.

Esto ocurrió en la primavera de mi vida, en la estación del desper­tar para mí. De allí en adelante traté de tomar decisiones que estu­vieran de acuerdo con lo que Dios quería que yo hiciera, y me com­prometí a vivir de tal forma que mereciera recibir las bendiciones que se me habían prometido.

La mayoría de vosotras se en­cuentra en la primavera de la vida, en esa época del despertar, y te­néis toda una vida por delante. Podéis hacer de ella lo que que­ráis.

Hay muchas cosas que ejercen influencia sobre vosotras: la heren­cia, el ambiente, etc. La bendición patriarcal es un don exclusivo, sa­grado y fortalecedor; pero lo que en realidad determinará en qué for­ma responderéis a lo que la vida os depara es esa cualidad particular, esa esencia que compone a cada una de vosotras.

Una vez, en Rusia, compré una muñequita tallada y pintada a mano que, en realidad, se compone de muchas muñe quitas de muchos tamaños, unas adentro de las otras; pero uno no se da cuenta de lo que hay adentro con sólo mirar­la. A mí me gustan, porque me recuerdan que en el interior de una persona hay mucho más de lo que la apariencia muestra. Necesi­tamos recordar esto con respecto a nosotros y a los demás.

Cada una de vosotras tiene un gran potencial dentro de sí; ¿qué vais a hacer con él?

Una de las enseñanzas básicas del evangelio es que cada persona es responsable de su propia salva­ción. Se le puede enseñar, se pue­de orar por ella, se la puede inves­tir, pero no se la puede forzar a volver a la presencia de Dios. Este es un privilegio que cada uno de nosotros tiene que alcanzar por sí mismo.

Nuestro Padre Celestial nos ama a todos, pero el verdadero amor no obliga. Él no nos fuerza a que hagamos su voluntad o a que aceptemos sus bendiciones. Puesto que somos responsables de nues­tras propias acciones y decisiones, debemos hacemos cargo de nues­tra vida lo más pronto posible. Como hijas de Dios que sois, ¿cuán­do estaréis dispuestas a aceptar esta responsabilidad?

Yo sé que muy dentro del cora­zón, cada una de vosotras siente que lo que digo es verdad, que en realidad sois hijas de Dios y que Él os ama.

Volveos a Dios. Amadlo lo sufi­ciente como para obedecer sus mandamientos, y siempre seréis fe­lices.

Espero que escribáis en vuestro diario lo que aprendisteis hoy y lo que pensáis al respecto.

Hay un pasaje en Jeremías que dice:

«Bendito el. . . que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová.

Porque será como el árbol plan­tado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto.» (Jeremías 17:7-8.)

No importa dónde nos encontre­mos, si en Utah, en Australia, o en Sudamérica, ni si estamos en la juventud o en la época de la cose­cha, si tenemos confianza en Dios y permanecemos firmes en el evan­gelio, nos irá bien. Cuando tenga­mos tentaciones o problemas, no nos fatigaremos, ni dejaremos de dar fruto.

Las hermanas de la Presidencia de las Mujeres Jóvenes os ama­mos, y amamos al Señor. Estamos agradecidas por la oportunidad que nos han dado el presidente Kimball y las demás Autoridades Generales de serviros. Siempre es­tamos orando por todas vosotras. Os dejo mi amor y todos los pensa­mientos que os he expresado hoy, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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