Una perspectiva diferente

Enero de 1982
Una perspectiva diferente
Por Lee Dalton

¡No, no sea tonto, vuelva a su carril! —gritaba yo tratando de que el conductor del automóvil amarillo me oyera a pesar del bullicio de mi motor y de los 300 metros de distancia que nos separaban. Mi pie empujó el pedal derecho del timón direccional como si fuera un freno de pie, tratando de evitar inútilmente la horrible escena que pronto ocurriría. Deseaba cerrar los ojos, pero no podía hacerlo.

Era una apacible tarde de primavera y yo acababa de obtener mi licencia de piloto. El motor de la pequeña avioneta resonaba y traqueteaba al seguir la carretera hasta el lugar donde cruzaba un río y se elevaba una colina.

Desde el suelo, la colina es tan empinada que hace trabajar con más fuerza el motor de un automóvil; pero desde un avión es muy difícil divisarla, especialmente si se encuentra uno directamente encima de ella. Lo único que hacía distinguir que allí había una colina era una ligera sombra en la superficie de la tierra y la doble línea amarilla que la demarcaba y que indicaba que, debido a la cuesta, los autos no podían pasarse unos a otros.

Estaba yo disfrutando del verdor del paisaje que desde lo alto podía divisar y corriendo carreras con los automóviles que se hallaban en la carretera. Por supuesto, la avioneta amarilla y yo siempre ganábamos. Al llegar al puente sobre el río, desde arriba podía divisar los automóviles que desde el oeste se acercaban a la cumbre de la colina. De pronto noté que el automóvil azul, con el que entonces estábamos corriendo, se nos había adelantado un poco; pero yo sabía que pronto lo alcanzaríamos, lo dejaríamos atrás, y entonces tendría que escoger otro para continuar con aquel juego.

El auto azul llego al puente, lo cruzó y empezó a subir la colina. Yo podía ver la hilera de autos que venían del oeste; el primero acababa de pasar la cumbre de la colina y empezaba a descender. Íbamos ya a la par con el auto azul cuando de repente un automóvil amarillo, que iba en cuarto o quinto lugar en dirección contraria, salió de su carril y empezó a rebasar. Llegó hasta la doble línea amarilla, al oeste de la cumbre de la colina, pero su conductor no demostraba tener intenciones de volver a su propio carril, sino que continuó aumentando la velocidad para pasar hasta al primer auto que se hallaba en la fila. El auto azul, en el lado opuesto, se hallaba todavía subiendo la colina.

Casi sin pensarlo, giré mi avioneta hacia la izquierda y empecé a volar en círculos, fijando la vista en lo que estaba por ocurrir, y con la esperanza de que no sucediera. Ambos automóviles estaban acercándose a la cumbre, pero no había señal de que ninguno de ellos se hubiera percatado del otro. Cuando sólo los separaban unos sesenta metros, empecé a gritar, aunque no había posibilidades de que me oyeran dar voces, y en el estado de nervios en que me hallaba, desvié la avioneta hacia la derecha al golpear inconscientemente con el pie el pedal de ese lado.

Ya casi se encontraban y yo seguía gritando con todas mis fuerzas, aunque sabía que ninguno de ellos me podía oír. Traté de transmitir mi voluntad al conductor del auto amarillo para que volviera a su carril, pero fue inútil. Desde arriba parecía que sólo estaban a dos centímetros de distancia.

Me dolía la garganta y tenía el cuerpo rígido. La avioneta dobló bruscamente por el cielo al concentrarme en la escena que tenía lugar abajo, mientras sostenía firme la palanca hacia la izquierda y el timón direccional inclinado hacia adelante.

De súbito, el auto azul viró bruscamente hacia el lado derecho del camino al percibir el peligro al que se acercaba; pero el auto amarillo hizo lo mismo. Virando a la izquierda en una tentativa de evitar el percance, el conductor había dirigido su automóvil directamente hacia él.

Ningún sonido llegó a mis oídos cuando los dos autos chocaron; reinaba un singular silencio y una nube de polvo explotó rodeándolos. El auto azul había sido lanzado hacia atrás y a un lado del abismo. Una pieza de uno de los autos revoloteó por el aire lanzando chispazos al recibir los reflejos del sol. Una pequeña figura humana salió volando de uno de los autos hacia el campo, rebotó y luego quedó inmóvil.

Todo había terminado.

Me hundí en el asiento y de pronto me di cuenta de que el pequeño aeroplano estaba casi fuera de control. Casi instintivamente logré que la avioneta continuara su vuelo normal y seguí volando en círculos, observando el movimiento lento de las radio patrullas, y los camiones de bomberos y ambulancias que se acercaban a la escena de la tragedia desdé los pueblos vecinos.

La pequeña avioneta y yo continuamos en la misma moción de vuelo; y al recordar lo sucedido me sentí enfermo; me sentí inútil y frustrado. ¡Había tratado de ayudarlos! Había tratado de evitar que sucediera, pero los conductores de ambos automóviles no me habían escuchado. Sentí que las lágrimas me corrían por la cara.

El sol se estaba ocultando en el cielo cuando las ruedas pasaron rozando el césped que crecía junto a la pista de aterrizaje. La pequeña avioneta se detuvo en su punto de parada y la hélice giró lentamente hasta detenerse.

Me quedé sentado en silencio, escuchando un coro de grillos en el césped húmedo y los ruidos que producía el motor al enfriarse. Todavía estaba temblando.

Más tarde me enteré que seis personas habían perecido en el accidente; ninguno de los pasajeros se había salvado.

Estaba atando las cadenas que sujetan la avioneta para mantenerla fija en el suelo, cuando me vino a la mente una idea repentina: Ahora puedes imaginarte cómo se siente El. Ahora sabes cómo se siente nuestro Padre Celestial allá en lo alto, sin poder hacer nada para evitamos los golpes, por haberse comprometido a permitimos nuestro libre albedrío, mientras nos observa cuando rehusamos oír sus advertencias espirituales y nos dirigimos a cometer errores tontos.

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