Septiembre de 1982
El don de sanidades
Por el presidente Spencer W. Kimball
Creemos en el don de lenguas, profecía, revelación, visiones, sanidades. . . (Artículo de Fe, N°7.) Cuando el Salvador mandó al mundo a sus Apóstoles para predicar el evangelio después de su ascensión al cielo, les dio el siguiente encargo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.
“El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.
“Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán mera demonios; hablarán nuevas lenguas;
“. . . y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.” (Marcos 16:15-18; cursiva agregada.)
El Señor, en esta oportunidad, estaba anunciando el eterno principio de que donde se encontrara su sacerdocio y donde existiera la fe, estarían las señales de poder, no para impresionar a la gente, sino para bendecirla. Los discípulos del Señor comprendieron muy bien éste eterno principio en aquellos días. Dijo Santiago:
“¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor.
“Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará. . .
“.. . La oración eficaz del justo puede mucho.” (Santiago 5:14-16.)
Cuando Juan el Bautista yacía desalentado en la prisión, mandó mensajeros a Jesús para preguntarle:
“¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”
La respuesta del Señor fue:
“Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis.
“Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio. . .” (Mateo 11:3-5.)
Al enviar a los setenta “de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir”, les comisionó diciendo: “. . .sanad a los enfermos… y decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios.” (Lucas 10:1, 9.)
Y cuando, llenos de gozo, los setenta volvieron, le dijeron:
“Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre.”
Y el Salvador respondió:
“He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará.
“Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos.” (Lucas 10:18-20.)
“Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los sanaban.” (Marcos 6:13.)
Parece que el uso de aceite para ungir y bendecir a los enfermos ha sido una costumbre a partir de los primeros tiempos. Jacob echó aceite sobre la piedra que le servía de almohada cuando recibió manifestaciones espirituales. (Véase Génesis 35:14.) Se utilizaba para ungir a los que se escogían para reyes. Cuando el Señor llamó a Saúl para ser rey de Israel, éste fue ungido por Samuel, de la tribu de Benjamín.
En el célebre Salmo 23 se menciona el uso del aceite: “Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando” (versículo 5).
El uso de aceite en sanidades se mencionó en muchas oportunidades, pero no en todos los casos. No se sabe si lo utilizaban siempre, pero la costumbre y práctica queda bien establecida. Se puede dar bendiciones con aceite o sin él.
La administración misma se divide en dos partes: La unción y el sellamiento. Un élder echa una pequeña cantidad de aceite en la cabeza de la persona afligida, en la corona de la cabeza si es posible, mas nunca en otras partes del cuerpo; y en el nombre del Señor y por la autoridad del sacerdocio, unge a la persona para la restauración de la salud. Dos o más élderes participan en el sellamiento, uno de los cuales sirve de vocero, sella la unción y da una bendición apropiada, también en el nombre de Jesucristo y por la autoridad del sacerdocio.
A veces, cuando no se dispone de aceite, o no se encuentran presentes dos hermanos, o si el afligido recientemente recibió una unción, se puede seguir un proceso alterno en el cual uno (o más élderes) da una bendición, asimismo en el nombre del Señor y por la autoridad del Sacerdocio de Melquisedec. Pronunciará las bendiciones que le parezcan apropiadas y de acuerdo con las impresiones que reciba del Espíritu.
Existe, además, la oración que es diferente de la administración. Se hace directamente al Señor en forma de una petición para que sane, y cualquier persona que tenga deseos puede ofrecerla; no se considera una ordenanza en el mismo sentido que la administración. La oración es una súplica para que el Señor actúe, mientras que la administración la dan los hermanos que poseen el sacerdocio en el nombre de Cristo.
Creo que a veces se abusa de esta ordenanza. Conozco a una persona que estaba internada en el hospital con una pierna rota y que dejó una orden —que había de estar en vigencia durante toda su estadía en el hospital— para que fueran los élderes todos los días para darle una bendición. Opinan algunos que las administraciones demasiado frecuentes son indicio de una falta de fe, o que la persona afligida está tratando de colocar sobre los hombros de los élderes su propia responsabilidad de tener fe.
En una oportunidad hace muchos años, me sirvió de una buena lección la experiencia de una gentil anciana que enfermó gravemente cuando visitaba a unos parientes en Arizona. Nos llamaron en seguida a los élderes, y le dimos una bendición. Al día siguiente, se le preguntó si quería otra administración y ella respondió: “No, ya me ungieron y bendijeron. Se ha realizado la ordenanza, y ahora es mi responsabilidad reclamar el cumplimiento por medio de mi fe.”
A veces, cuando uno cree que hace falta una bendición adicional después de haber recibido recientemente una administración, se puede dar otra bendición sin repetir la unción.
A menudo se le resta importancia a la fe. Parecería que con frecuencia el afligido y la familia dependen enteramente (del poder del sacerdocio, y el don de sanidad que poseen los élderes; sin embargo, la responsabilidad mayor la tiene el que recibe la bendición. Hay personas que parecen tener el don de sanidades, según la descripción que se da en la sección 46 de Doctrina y Convenios, y se puede comprender por qué un enfermo querrá recibir una bendición por medio de una persona que parece tener gran fe y poder comprobarlo, y en quien el afligido puede confiar; pero después de todo, el elemento más importante es la fe del recipiente, si éste está consciente y en poder de todas sus facultades. El Maestro repitió tan a menudo las palabras: “Tu fe te ha salvado” (Mateo 9:22), que casi se convirtieron en un refrán. Aun cuando era el Redentor y dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18), sin embargo, su declaración más frecuente fue: “Tu fe te ha salvado.” “Conforme a vuestra fe os sea hecho.” (Mateo 9:29.)
El centurión se le acercó en Capernaum, solicitando la restauración de la salud de su siervo que yacía atormentado en su casa: “…no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra y mi siervo sanará”. Luego comparó el poder espiritual de Cristo a su propio poder militar. Cristo, maravillado, dijo:
“De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. . .
“. . .Ve, y como creíste, te sea hecho. Y su criado fue sanado en aquella misma hora.” (Véase Mateo 8:5-13.)
También está el caso de la mujer con la seria aflicción que había durado por doce años, y que al verlo dijo: “Si tocare solamente su manto, seré salva”.
Tocó el borde de su manto y “fue salva desde aquella hora”.
“Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado.” (Véase Mateo 9:20-22.)
Y además, en la tierra de Genesaret, todos aquellos que tocaron el borde de su manto “quedaron sanos” (Mateo 14:36).
El ciego Bartimeo también recibió la vista después de sus persistentes y fieles» esfuerzos para llegar a donde estaba el Señor. Y de nuevo, al recibir la vista este hombre de Jericó, el Señor dijo: “. . .tu fe te ha salvado” (véase Marcos 10:46-52). Así se convirtió en un discípulo ferviente aquel hombre que recobró la vista. “Conforme a tu fe te sea hecho.” A los otros dos ciegos cuyos ojos El tocó, el Maestro les dijo: “¿Creéis que puedo hacer esto?” (Mateo 9:28.) Y otras dos personas pudieron ver.
Como los individuos tienen preferencias, a ciertos líderes eclesiásticos a veces se les acosa constantemente para que den bendiciones. Cuando una persona se encuentra debilitada, enferma y amedrentada, es natural que quiera recibir una bendición de élderes en los que tiene mucha confianza a causa de su justicia y su evidente fe y devoción. Se debería recordar, sin embargo, que no sólo las Autoridades Generales o los líderes de estaca o barrio o misión tienen poderes sacerdotales de sanidad; muchísimos hermanos por toda la Iglesia, inclusive los maestros orientadores, tienen la autoridad para bendecir, y la administración de la bendición, junto con mucha fe por parte del recipiente, puede resultar en curas asombrosas, evidencia de lo cual son algunas maravillosas logradas por medio de las administraciones de jóvenes misioneros sin experiencia.
Personas escépticas e incrédulas preguntan:
“¿Por qué no existe hoy en día las manifestaciones, incluyendo curaciones, como en los días del profeta José Smith y en la época del Salvador?”
La respuesta es obvia. Se realizan más sanidades hoy en día que en cualquier época y del mismo nivel milagroso. La historia religiosa del ministerio del Salvador y del período que lo siguió se encuentra escrita en unos cuantos cortos capítulos y, como dijo Juan:
“Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.” (Juan 21:25.)
Al comprimirse los años de historia, es natural suponer que sólo las más grandiosas de las curaciones serían registradas, dando así la impresión de que todos los milagros eran impresionantes y que todos los que lo solicitaron sanaron. Muy poco se encuentra registrado de las posiblemente numerosas oportunidades, en la época de Cristo y los primeros Apóstoles, en las que las bendiciones no fueran tan maravillosas, cuando se aliviaba un dolor de cabeza, cuando se apresuraba una recuperación, o cuando se evitaban largas agonías. El registro de todas las curaciones de este tipo en nuestro día abultaría las bibliotecas.
En 1955, durante mi recorrido de las misiones en Europa, escuché los testimonios de centenares de misioneros. Hubo, por parte de muchos, historias de milagros asombrosos por su naturaleza. Por ejemplo, hubo muchos que mencionaron la necesidad de graves operaciones quirúrgicas ordenadas por los médicos para serias condiciones. Se fijaba la hora para la intervención, y luego de administraciones y oraciones y ayunos, los mismos doctores aparecían con nuevas radiografías para decir que había sucedido algo extraño y que ya no era necesaria la operación. Ocurrió esto tantas veces que no podría interpretarse como la imaginación de un fanático. No sería posible que todos los casos se debieran a la imaginación o la fantasía. Se han informado muchas operaciones canceladas en muchos países por misioneros procedentes de muchos diferentes lugares en épocas distintas, diversos sitios y bajo distintas circunstancias, por todo el mundo.
Han ocurrido numerosas curaciones instantáneas y se extienden al terreno de la vista, el oído, los miembros, los órganos internos, la piel, los huesos, y otras partes del cuerpo. Se han curado enfermedades incurables. Sentimos una indecible gratitud por la gran habilidad y acumulación de conocimiento que poseen nuestros médicos; pero es indudable que numerosas curas atribuidas a los doctores y hospitales realmente son el resultado del poder curativo de Dios por medio del sacerdocio y la oración. Estamos por lo general demasiado dispuestos a atribuir todo al médico cuando en el mejor de los casos la suya no es más que una contribución, ya sea grande o pequeña.
Hay que recordar que ningún médico puede sanar; sólo puede proveer las condiciones satisfactorias para que el cuerpo pueda utilizar su propio poder de reconstrucción, dado por Dios para reconstituirse. Se pueden enderezar los huesos, matar los microbios, cerrar las heridas con suturas; las manos hábiles del médico pueden abrir y cerrar cuerpos; pero ningún hombre ha descubierto una manera de sanar en verdad. El hombre es del linaje de Dios (véase Hechos 17:28-29) y tiene dentro de sí el poder restaurador que Dios le ha dado. Y por medio del sacerdocio y por medio de la oración, se pueden iniciar y acelerar los procesos de sanar que posee el cuerpo. Deseo expresar de nuevo gratitud por la habilidad, y paciencia, y comprensión de nuestros grandes hombres que se han capacitado para rendirnos servicios tan maravillosos.
Hay muchos que van corriendo al médico primero, y luego, cuando se ha acabado toda esperanza, a los élderes. Frecuentemente se llama a los élderes al hospital después que la profesión médica ya ha hecho todo lo que pudo. Entonces, cuando el enfermo ya está mejorándose, su recuperación se atribuye al médico; o en el caso de la muerte, algunos preguntan por qué no le sanó el sacerdocio. Hay que recordar que, sea cual sea la manera en que el Señor decide sanar —instantánea o gradualmente, por intervención quirúrgica o cualquier otro tratamiento— la curación, no obstante todo esto, es un milagro del Señor. Aun cuando los doctores hayan trabajado mucho para acumular el conocimiento que hoy existe, debemos recordar que Aquel que creó nuestro cuerpo ha sabido desde el principio la forma de remodelarlo, recrearlo y arreglarlo. Cuando la recuperación no sigue inmediatamente a la bendición de los élderes, frecuentemente el resultado no es solamente el desánimo, sino también una disminución de la fe, especialmente en aquellos casos en los que se han valido muchos de oraciones y extensos ayunos. De nuevo, se debe recordar que no todos los enfermos y afligidos sanaron en otras dispensaciones tampoco. Aun los primeros grandes Apóstoles preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?” Y la respuesta del Señor no pareció muy condenatoria: “. . .este género no sale sino con oración y ayuno.” (Mateo 17:19, 21.)
Aun cuando Pedro y sus compañeros realizaron muchos milagros, muchos de los cuales quedaron registrados para nosotros, hasta el de levantar a los muertos, se sabe que no sanaron a todos aquellos que deseaban la restauración de su salud. También, aun el Salvador, con todo el poder en la tierra y en los cielos, no sanó a todos. Podía haberlo hecho, es cierto, pero muchos no tenían la fe suficiente. En su propia tierra de Nazaret encontró tan poca fe que realizó pocos milagros. Él era el joven de Nazaret, sin honra en su propio pueblo. “. . .no hizo allí muchos milagros a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). A otros no sanó sencillamente porque no era la voluntad de Dios.
La muerte es una parte de la vida: las personas deben morir. Nunca podrá haber una victoria total sobre las enfermedades y la muerte hasta el fin del período mortal de esta tierra. Ha habido mucho progreso en los tiempos modernos y las estadísticas de mortandad son alentadoras; actualmente sobreviven más niños, más madres logran dar a luz sin problemas, y la gente en general vive más años que en los siglos pasados. Apreciamos a todos aquellos incansables científicos que han ayudado en el logro de todo esto. Pero debemos morir; de otra manera no podría haber resurrección, y sin la resurrección no podría haber inmortalidad y futuro desarrollo. Parece que estamos cambiando rápidamente nuestras maneras de morir: del lecho de enfermo ha pasado a ser más frecuentemente en la calle, o al lado del camino, o en las montañas a causa de accidentes automovilísticos; mas debemos morir. Naturalmente, todos aplazamos la hora de nuestra muerte lo más posible, pero el día tiene que llegar. Cómo no sabemos el tiempo prefijado ni cuándo uno debe regresar al otro mundo, parece apropiado bendecir aun a los ancianos o a los aparentemente desahuciados, y orar por ellos. Por eso oramos y bendecimos teniendo en cuenta que lo hacemos según la mente y voluntad de Dios quien sin duda conoce el fin desde el principio y que puede sanar si es apropiado. Pero si na llegado la hora prefijada es dudoso que haya una curación. Ha habido excepciones, sin embargo, en las que se ha aplazado esa hora. Notoria entre ellas es el caso del rey Ezequías que suplicó una extensión de su vida y a quien se le concedieron quince años (véase 2 Reyes 20), después de lo cual partió para el otro mundo. Frecuentemente, parecía que ha habido extensiones del plazo por medio de una fe grandiosa. Sin embargo, la gente reflexiva debe comprender que con frecuencia llega un momento en que es imprudente demandar al Señor una extensión del plazo y muy irreflexivo exigirla en una manera incondicional. Muchas veces tal extensión podría convertirse en una situación contraproducente que alargaría injustificablemente el tiempo de sufrimiento, y, en algunos casos, la carga que pesa sobre la familia. Por tanto, las oraciones que ofrecemos y las bendiciones que pronunciamos sólo son apropiadas cuando no existe de nuestra parte una demanda incondicional para la restauración de la salud. A veces el cuerpo sana por medio de tales exigencias, mientras que la mente queda deteriorada. A veces el cuerpo, bajo tales circunstancias, ni muere ni vive porque no se recuperó totalmente. Me parece que debemos tener mucho cuidado de no decirle al Señor lo que Él debe hacer. Quizás no moriría nadie si nos saliéramos siempre con la nuestra y, quizás, algunos murieran antes de su tiempo y no serviría para el bien de ellos ni para el nuestro.
De cuando en cuando una persona se vuelve demasiado sentimental y a veces fanática, y atribuye todo lo que sucede a milagros. Pero son más las personas que no logran ver el milagro en numerosas curaciones, y dicen: “Habría sanado de todos modos”.
El Señor íes dijo a los suyos: “. . . ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?” (Mateo 6:30.) Más ¿no somos todos de poca fe? Desearía dar un ejemplo: en una oportunidad, lejos de casa, después de tres días de sufrimiento intenso, por fin le confesé a mi compañero, el hermano Harold B. Lee, que estaba sufriendo. Me dio un somnífero, y luego se arrodilló junto a mi cama y me dio una bendición. Aun cuando había pasado tres noches en constante dolor y sin poder dormir, me quedé profundamente dormido pocos momentos después de la bendición. Me da vergüenza ahora confesar que a la mañana siguiente, cuando me desperté, mi primer pensamiento fue de lo potente del somnífero. Luego, al pasar las horas y darme cuenta de que el efecto de la pastilla habría pasado pero que el dolor no me volvía, me hinqué con remordimiento para pedir perdón al Señor por haber atribuido el efecto no a Él, sino al medicamento. Pasaron meses y no volví a sentir aquel dolor. Me da vergüenza, pero probablemente esta actitud mía es típica de muchísimas personas que han hecho lo mismo. ¡Oh, sí, somos de poca fe! “El hermano A. . . no sanó.” “La hermana B. . . mejoró, pero fue un proceso bastante largo.” “El hermano C. . . se habría mejorado de todos modos.”
Al tener que someterme a una intervención quirúrgica hace unos años, mientras estaba todavía consciente y los médicos y enfermeras estaban esperando que hiciera efecto la anestesia, le dije al cirujano que iba a hacer la operación: “Hay muchas personas que tienen mucha fe y que están orando por usted esta mañana”. El me respondió calmadamente: “Necesito sus oraciones”.
Estoy convencido de que las numerosas oraciones se escucharon, que la mano del doctor fue guiada y sostenida, que su discernimiento fue aumentado, y que como resultado de las bendiciones del Señor, siguió una curación y recuperé la voz en un grado satisfactorio. El escéptico tendrá otras maneras de explicarlo.
A veces me ha dado vergüenza oír a los élderes relatar los milagros que han efectuado al administrar una bendición de salud. Me ha parecido algo así como una jactancia, haciéndome pensar en la admonición del Señor a los triunfantes setenta:
“Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos.” (Lucas 10:20.)
Temería jactarme de los milagros en que fui participante por temor de que le desagradara al Señor al punto de quitarme el poder que ha puesto en mis manos.
La bendición pertenece al recipiente, que podría dar testimonio de ella; pero me parecería indigno y presuntuoso dar incluso la apariencia de jactarme, porque ninguno de nosotros puede sanar. Sólo por medio del sacerdocio se manifiestan los resultados. Si el élder pidiera al afligido que no mencionara nunca los nombres de aquellos que le han impuesto las manos, alejaría aún más la tentación de tomar la honra para sí. Al Padre Celestial se le debe dar todo honor en toda situación de sanidades. Tal procedimiento parece conformarse con la vida del Salvador, quien después de muchas curaciones exhortó:
“No se lo digas a nadie”. Al leproso que pedía misericordia dijo: “Quiero; sé limpio”, y en seguida su lepra desapareció. Entonces Jesús le dijo: “Mira, no lo digas a nadie” (Mateo 8:3-4).
Sé que la Iglesia posee el poder de sanidades y que muchísimas personas son sanadas o mejoradas o restauradas por medio de las bendiciones del Señor, a veces en conexión con la habilidad del hombre y a veces sin ella.
El primer paso es hacer todo lo posible por nosotros mismos; dieta equilibrada, descanso, sencillas hierbas conocidas y eficaces, y aplicar un poco de sentido común, especialmente en problemas menores. Después podríamos llamar a los élderes, los maestros orientadores, los vecinos o amigos en quienes tenemos confianza. Con frecuencia no se requiere otra cosa y ocurren numerosas curaciones. En casos graves donde no se resuelve el problema, podemos valernos de los profesionales que pueden ayudar tan maravillosamente.
Una joven, internada en el hospital para someterse a una seria operación, estaba muy nerviosa y con mucho miedo. Dijo ella que cuando llegó el médico la noche antes de la operación, le contó que había estado en el templo. Ella se calmó en seguida y sintió una gran tranquilidad, comprendiendo que estaba en manos de un hombre de fe, justo y hábil, y que el Señor estaba velando por ambos.
No permitáis que el escéptico turbe vuestra fe en estas milagrosas curaciones. Son numerosas. Son sagradas. No cabrían en muchos tomos. Son sencillas y complejas. Son graduales o instantáneas. Son una realidad.
























