La posición de la mujer con respecto al sacerdocio

1 de febrero de 1980
La posición de la mujer con respecto al sacerdocio
Patricia T. Holland

Patricia T. Holland(Compendio de un discurso pronunciado en la Conferencia para la Mujer en la Universidad Brigham Young, el 1 de febrero de 1980. Usado con permiso.)

En un discurso dirigido a las mujeres de la Iglesia, el presidente Spencer W. Kimball dijo:

“Como hijos espirituales Suyos que somos, todos gozamos de igualdad… Sin embargo, dentro de esa igualdad, nuestros papeles difieren.” (“Vuestro papel Como mujeres justas”, Liahona, ene. de 1980, pág. 168.)

Personalmente, creo que todos tenemos una misión determinada que cumplir en esta tierra. Para ratificar esto, quisiera citar, permitiéndome mencionar a la mujer dentro del contexto original, los siguientes pasajes de Doctrina y Convenios:

“Porque para cada hombre”, y mujer, “hay una hora señalada, de acuerdo con sus obras.” (D. y C. 121:25.)

“Porque no a todos se da cada uno de los dones; pues hay muchos dones, y a todo hombre” y mujer “le es dado un don por el Espíritu de Dios.

A algunos les es dado uno y a otros otro, para que así todos se beneficien.” (D. y C. 46:11-12.)

Creo que en concilios preterrenales hicimos promesas sagradas concernientes al papel que habíamos de desempeñar en la edificación del reino de Dios sobre la tierra, y que a la vez se nos prometieron los dones y los poderes necesarios para cumplir con esos deberes tan importantes. Quisiera citar otras palabras del presidente Kimball:

“Recordad que en el mundo preexistente, a las mujeres fieles se les dieron ciertas asignaciones, y a los hombres fieles se los preordenó para determinados deberes en el sacerdocio… Y todos somos responsables del cumplimiento de todo lo que se esperaba de nosotros en aquella etapa, en la misma forma en que aquellos a quienes sostenemos como apóstoles y profetas son responsables del cumplimiento de sus obligaciones como tales.” (“Vuestro papel como mujeres justas”, Liahona, ene. de 1980, pág. 168.)

También creo que dichas asignaciones y deberes son tan diferentes de mujer a mujer como lo son de hombre a mujer.

Se nos ha enseñado a seguir el ejemplo de personas que nos sirven de modelo, lo cual está bien, pues conviene tener a quien admirar en esa forma; sin embargo, existe un enorme peligro en el deseo de llegar a ser demasiado igual a otra persona, ya que podríamos experimentar así sentimientos de rivalidad, y esto sería contraproducente. Ninguna persona es exactamente igual a otra. Algunas mujeres tienen la misión de cuidar de una familia numerosa; otras, de una pequeña; y otras, de ninguna. Muchas mujeres casadas ponen en ejercicio sus dones y talentos respaldando a su marido en sus labores como líderes de la comunidad, hombres de negocios, presidentes de estaca, obispos o Autoridades Generales, al mismo tiempo que se encargan de atender al progreso y desarrollo de sus hijos. Hay algunas que emplean sus dones y talentos en cargos que exigen capacidad directiva; y hay otras que se valen de sus talentos tanto para apoyar a sus maridos como para servir ellas mismas como líderes. Todas conocemos la gran diferencia que existió, por ejemplo, entre los deberes de Mary Fielding Smith (1801-1852, esposa de Hyrum Smith, madre de Joseph F. Smith, sexto Presidente de la Iglesia) y de Eliza R. Snow (1804-1887, poetisa y segunda Presidenta de la Sociedad de Socorro). Y, no obstante, ambas procuraron con afán hacer la voluntad del Señor, y aspiraron, asimismo, al matrimonio y a la vida familiar y dieron al reino todo lo que poseían.

Cabe decir, entonces, que nuestra responsabilidad mayor es la de vivir con tal rectitud que seamos dignas de conocer, paso a paso, la voluntad del Señor con respecto a nosotras, sin olvidar que siempre existe la probabilidad latente de que llegue el momento en que, arrastradas por las costumbres y la vanidad del mundo, nos sintamos inclinadas a hacer algo que no concuerde con los convenios que hicimos hace ya largo tiempo. Tenemos que estar dispuestas a vivir y a orar como lo hizo María, la madre de Jesús, cuando dijo al ángel que acababa de anunciarle la gran responsabilidad que debía asumir: “Hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).

En lo que toca a la diversidad de nuestras respectivas misiones en la vida, quisiera mencionar algunos casos: La hermana Ardeth Kapp, ex consejera en la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes, vive en la misma manzana donde yo vivo; y quienes la conocen saben de la forma especial en que ella ha aportado al reino de Dios. La hermana Kapp es una de las mujeres más puras de corazón, más dulces de carácter y más firmes en la fe que conozco; y su marido es un líder extraordinario como presidente de nuestra estaca. Los Kapp todavía no han sido bendecidos con hijos. Quisiera hablar de otros vecinos míos; ella es también una de las mujeres de mayor integridad de carácter, dulzura y fidelidad al Señor que he conocido, una mujer que ejerce una influencia poderosa en las personas que la conocen. Su marido, hombre de gran capacidad intelectual, es otra influencia benéfica de estabilidad e inspiración en nuestras vidas; este matrimonio ha sido bendecido con doce hijos.

Conozco mujeres viudas o divorciadas y otras que aún no han contraído matrimonio, que también laboran día a día en la edificación del reino y son una bendición para mí. Otros ejemplos de personas muy diferentes entre sí son la talentosa secretaria de mi marido, que bendice nuestra vida de un modo tanto personal como profesional, y la enfermera que hace poco me atendió tan solícitamente al sufrir yo de complicaciones graves tras una peligrosa intervención quirúrgica. Y así, la lista de mujeres ejemplares que han sido una bendición para mí y para la Iglesia es interminable. Lo que deseo poner de relieve es el hecho de que todas ellas son muy diferentes unas de otras y de las demás personas. Al presente, todas desempeñamos en la vida papeles diferentes, que acaso cambien en los años venideros. Lo importante es que todas debemos anhelar lo justo, hacer lo correcto y dar todo lo que poseemos al reino, con la única mira de glorificar a Dios y de cumplir con los convenios que hemos hecho.

Naturalmente, para lograrlo es indispensable que vivamos bajo la guía del Espíritu del Señor por medio de la oración, el estudio y la vida recta de manera que no perdamos la visión, no sea que fines más egoístas nublen nuestro horizonte y frustren el propósito del Señor para con nosotras, llevándonos a olvidarlo. Pienso que de suceder esto nos sentiríamos frustradas y desamparadas, pues no experimentaríamos ya la paz interior ni la seguridad que sólo podemos sentir cuando cumplimos con la misión que se nos ha encomendado. Sea cual sea nuestro papel, debemos procurar desempeñarlo viviendo con rectitud y siendo perceptivas a la revelación personal. No tenemos que confiar “en el brazo de la carne” (véase 2 Nefi 4:34), ni en filosofías de hombres ni de mujeres. Debemos contar con nuestro propio Liahona personal. Y es eso precisamente lo que el Señor también espera de los poseedores del sacerdocio.

Sirva todo lo expuesto hasta aquí para poner de relieve que apreciamos las diferencias individuales, no sólo las de hombre a mujer sino las de mujer a mujer. Al tratar el asunto de la relación que existe entre la mujer con sus deberes especiales y el hombre con sus deberes del sacerdocio, me parece más eficaz hablar de obligaciones y de responsabilidades que de “derechos”. Francamente, me siento cansada de oír acerca de riñas en pro de derechos, de movimientos en pro de derechos, de desfiles en pro de derechos, sean éstos de hombres o de mujeres o de cualquier índole. Por eso, deseo hablar de obligaciones y, como punto de apoyo a mi opinión, quisiera citar las impresionantes palabras del escritor ruso, Alejandro Solzhenitsyn:

“Es hora de que el Occidente defienda no tanto los derechos como las obligaciones humanas.” (“A World Split Apart”, National Review, 7 de jul. de 1978, pág. 838; cursiva agregada.)

Creo que si cumplimos con nuestras responsabilidades, no tendremos que preocuparnos de nuestros derechos, ya sea para el hombre, o para la mujer.

Cuando mi marido cursaba estudios superiores para obtener su doctorado en la Universidad Yale, un vecino nuestro que se especializaba en psiquiatría me dijo un día que saltaba a la vista el cansancio que yo llevaba a cuestas. Por entonces, mi marido no sólo se esforzaba por finalizar en tres años los estudios que normalmente llevarían cuatro, sino que tenía un cargo en la presidencia de la estaca y, para ganar algún dinero extra, enseñaba dos clases de Instituto en la Universidad Yale y otra en el Amherst College, debiendo para esta última recorrer 145 kilómetros de ida y la misma distancia de vuelta una vez a la semana. Yo me encargaba de la crianza de nuestros dos hijos pequeños y trataba de acomodarme cómo podía a nuestro escaso presupuesto, a la vez que servía con afán en la Iglesia como presidenta de la Sociedad de Socorro. Recuerdo que el vecino aquel que he mencionado, preocupado por mí y con el sincero deseo de ayudarme, me dijo:

—Patricia, ¿por qué no hace usted valer sus derechos y se olvida de todo esto?

En aquel tiempo yo sabía, por medio de la oración, que debía poner mis derechos, fueran éstos los que fuesen, en la perspectiva de mi obligación de procurar cumplir con los objetivos más importantes de mi vida. Ciertamente, nunca consideré que el título que obtuviese mi marido había de servirle sólo para el futuro de él, ni él pensó nunca que los hijos de ambos me pertenecieran sólo a mí. Entendíamos que lo compartíamos todo, y no desperdiciamos energía protestando por los derechos del uno o del otro. Aquellos días fueron intensos y difíciles, pero duraron sólo tres años. Y el resultado directo de mi función de entonces ha redundado en la bendición de que ahora cuente con tiempo, medios y magníficas oportunidades para dedicarme a cultivar muchos de mis intereses, así como de aplicar mis talentos, además de mi papel de esposa y madre. Aparte de todo eso, sé —y me agrada muchísimo saberlo— que mi deber y mi misión en la vida siempre incluirán la alegría particular de apoyar con afecto y prudencia a otras personas en el cumplimiento de sus asignaciones personales.

Si nuestro papel en la vida es el de prestar nuestra colaboración —papel que nos toca desempeñar a muchas mujeres— es preciso que estudiemos y nos preparemos lo suficientemente bien como para declarar de un modo claro y notorio al mundo que no nos justificamos por encargarnos de fortalecer el hogar y la familia, sino que más bien laboramos con resolución por alcanzar nuestras más elevadas aspiraciones en el aspecto personal, así como en el social y en el teológico.

Hace ya varios meses, mi marido y yo fuimos a Israel a un seminario para musulmanes, cristianos y judíos. Los participantes eran periodistas, ex embajadores, clérigos, rabinos, rectores de universidades y profesores. Durante el período de dos semanas que duró dicho seminario, prácticamente todos los concurrentes se interesaron en preguntarme acerca de la mujer mormona. Aun cuando muchas de las esposas de los participantes llevaban una vida similar a la mía dedicándose al hogar y a los hijos, las preguntas me las hicieron a mí.

No cabe duda de que las gentes que nos conozcan repararán en nosotras. Debemos ser una luz al mundo. Es nuestra responsabilidad estudiar, prepararnos y trabajar para poder enseñar manifiestamente la verdad sobre las cosas que son más importantes para nosotras, así como sobre nuestros privilegios como mujeres de la Iglesia.

A la luz de dichas obligaciones (en contraposición a los derechos) tomemos en cuenta la revelación que tanto hemos llegado a amar de las experiencias de José Smith en la cárcel de Liberty. ¿No os parece irónico que el escenario donde se hicieron valer tan pocos derechos, donde hubo tan poca libertad y donde se hizo tan grande abuso de autoridad haya sido el mismo lugar donde se manifestó una revelación tan profunda sobre los derechos, la libertad y el uso de la autoridad? Supongo que es precisamente en medio de tales circunstancias cuando el Señor cuenta con toda nuestra atención y se vale de nuestro dolor (en este caso, del de José Smith) como medio para comunicarnos las instrucciones más significativas. Estas, a las cuales me he referido, se encuentran en la sección 121 de Doctrina y Convenios (véase D. y C. 121:34-37, 39, 41-42, 45-46).

Es importante reparar en que al hablar el Señor al profeta José acerca de los derechos, se los comunicara, corroborara y los acompañara de toda suerte de instrucciones referentes a obligaciones y responsabilidades. Los privilegios del sacerdocio no están aislados de los deberes, como tampoco lo están los privilegios de la mujer. ¿Por qué son tan pocos los escogidos después de haber sido tantos los llamados?

“Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres.” (D. y C. 121:34-35.)

Este mundo no es nuestra última morada; y si bien tenemos que vivir aquí, y de un modo constructivo, en realidad —en nuestra calidad de cristianos— no somos nunca de este mundo, ni buscamos su alabanza. Cito nuevamente palabras del presidente Kimball:

“Entre aquellas que son verdaderas heroínas y que se unirán a la Iglesia están las mujeres a quienes les interesa más lograr la rectitud que satisfacer sus deseos egoístas. Éstas son las que tienen verdadera humildad, la cual hace que valoren más la integridad que el aspecto exterior de las personas.

Los grandes hombres y las grandes mujeres siempre tendrán mayor interés en servir que en dominar.” (“Vuestro papel como mujeres justas”, Liahona de ene. de 1980.)

No, este mundo no es nuestra morada permanente. No debemos poner demasiado el corazón en las cosas de esta tierra ni aspirar a los honores de los hombres más que al honor del Altísimo; esto es, no debemos hacerlo si creemos que el reino de Dios, o La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, como ahora lo conocemos, sigue extendiéndose bajo la mano de Dios para que venga el reino de los cielos (véase D. y C. 65:6). Nada debe desviarnos de esa creencia ni de esa misión, ni entorpecer nuestra comprensión de la realidad del regreso triunfante del Príncipe de Paz a la tierra. Debemos tener presente una lección importante:

“Que los derechos del sacerdocio”, de los cuales la mujer participa, “están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de justicia.” (D. y C. 121:36.)

Es interesante ver que los derechos, dentro del contexto en que los menciona el Señor, nada dicen de hombre o de mujer; aun cuando el versículo habla del sacerdocio, de cierto todos los derechos y poderes de la mujer se basan exactamente en la misma premisa. Esa es la pauta que rige para todos, hombres y mujeres, negros o blancos, esclavos o libres (véase 2 Nefi 26:33). Puede ser, entonces, que si guardamos los mandamientos —mandamientos comunes a todos— llegue el día cuando en recompensa eterna, Dios diga a todos, hombres y mujeres: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré” (Mateo 25:21).

Cuando el Señor habla de rectitud, no se dirige ni al hombre ni a la mujer por separado, por lo cual me pregunto por qué razón hombres y mujeres Santos de los Últimos Días desperdician tantas energías en discutir sobre temas relacionados con la mujer y el sacerdocio.

A tal interrogante me respondo: Pienso que cuando se suscita un conflicto de esa índole, ello se debe a que alguien relacionado con dicho conflicto, sea hombre o mujer, no vive el Evangelio de Jesucristo. Con esto no quiero decir que la persona que tenga esa inquietud sea necesariamente la que no esté viviendo el evangelio. Pero, en ese caso, es seguro que ha habido alguien que no ha mantenido su palabra, alguien que no ha cumplido con sus obligaciones, lo cual ha inferido una ofensa. De este modo, podemos ver que todos, hombres y mujeres, tenemos la responsabilidad de vivir como lo dicta el evangelio y conforme a lo que se prescribe explícitamente en la sección 121 de Doctrina y Convenios. Con ese tipo de tratamiento afectuoso entre hombres y mujeres, y con todas esas promesas, el dolor y la desesperación y las frustraciones de este mundo se disiparían. Creo en esto con todas las fuerzas de mi alma. Las respuestas a nuestros conflictos son las respuestas que da el evangelio (las del sacerdocio), que son universales, sin dimes y diretes entre hombres y mujeres; son promesas a los fieles. Prestad particular atención a los versículos 45 y 46.

Para terminar, me gustaría presentar el ejemplo concreto de una persona que no es miembro de nuestra Iglesia, el cual me fue relatado por el hermano Dallin H. Oaks, ex rector de la Universidad Brigham Young. Él me contó del caso de una mujer notable que ejemplifica lo que quiero decir con respecto a las decisiones que tomamos en la vida, y a nuestras obligaciones. El hermano Oaks, en su calidad de profesor de derecho, tenía estrecho contacto con el juez Lewis M. Powell, quien actualmente es miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos. La hija de dicho señor, tras graduarse, en derecho, al igual que su padre, inició su carrera de leyes con un éxito extraordinario y contrajo matrimonio casi simultáneamente. Pasado algún tiempo tuvo su primer hijo; sucedió que en el transcurso de los meses, al visitar el hermano Oaks a los mencionados amigos, tuvo la agradable sorpresa de encontrar a esa madre en su casa dedicada por entero a la crianza de su bebé. Cuando se le habló de ello, la joven replicó:

—Es probable que vuelva a ejercer la abogacía alguna vez, pero no ahora. Para mí, la solución del problema fue algo sencillo: Cualquier otro abogado puede encargarse de mis clientes, pero sólo yo puedo brindar a mi hijo los cuidados maternales que necesita.

¡Qué respuesta tan categórica a un problema tan discutible para tanta gente y que ella calificó de sencillo! Y evidentemente fue sencillo para ella porque lo abordó, no en base al criterio de cuáles eran sus derechos, sino primero y ante todo, en base a sus responsabilidades. Estimo que el tomar esa decisión no hubiera sido tan sencillo para ella de haber sido su actitud: “Pero, es que se trata de mi carrera”, o “Es mi vida”. Pero brindó prioridad a sus obligaciones y no hubo ya nada más que discutir.

Puesto que contamos con la libertad de escoger que el Señor nos ha dado, considero que, como mujeres Santos de los Últimos Días, el detalle de mayor importancia que debemos comprender con claridad es que las mujeres no tenemos que sentirnos obligadas a tomar decisiones rectas, sino llegar a sentir el deseo vehemente de tomarlas por nuestra propia y libre elección. Parte de la angustia y del desaliento que muchas mujeres experimentan provienen del mero hecho de que se sienten compelidas, obligadas a tomar ciertas decisiones, Por tanto, es indispensable que procuremos con toda diligencia y oración encontrar la luz que animará nuestro corazón e iluminará nuestra mente, llevándonos a anhelar los efectos de las decisiones correctas. Debemos orar para ver como Dios ve, para cambiar el color del cristal con que miramos las cosas, de manera que podamos verlas en la perspectiva de la eternidad y no sólo en la del estado terrenal en que nos encontramos. Si prestamos oídos con mucha frecuencia a las voces del mundo, nos sentiremos confundidas y nos contaminaremos. Debemos cimentamos en las cosas espirituales, para lo cual es indispensable que estemos siempre alerta.

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