Agosto 1984
Pero el mayor de ellos es el amor
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
La prueba más grande que encaramos en nuestro vivir apresurado y egocéntrico es la de seguir la exhortación del Maestro.
Quisiera hablar de algo que todos ambicionamos, que todos necesitamos y sin lo cual el mundo sería un lugar desamparado y desolado; me refiero al amor.
El amor constituye la substancia misma de la vida. De él proviene la belleza del arco iris que surca el cielo en un día tempestuoso. El amor es la seguridad por la cual lloran los niños, es el anhelo de la juventud, es el elemento cohesivo que conserva unido a un matrimonio y el aceite lubricante que suaviza las fricciones en el hogar; es la paz de la ancianidad, la luz de la esperanza que brilla a la hora de la muerte. ¡Cuán afortunados son aquellos que lo poseen y lo comparten en sus relaciones con sus familiares, con los amigos, con los miembros de la Iglesia y los vecinos!
Yo soy de los que creen que el amor, al igual que la fe, es un don de Dios, y me aúno a la opinión de que “el amor no se puede forzar ni imponer” (Pearl Buck, The Treasure Chest, Nueva York: Harper and Row, 1965, pág. 165).
A veces, en los años de nuestra juventud, nos formamos ideas imperfectas del amor, y es así que llegamos a creer que éste se puede imponer o simplemente originar por conveniencia. Hace unos años, leí en un periódico lo que cito a continuación:
“Uno de los grandes errores que tendemos a cometer cuando somos jóvenes es el de suponer que una persona es una colección de buenas cualidades y de malos rasgos de carácter, y sumamos éstos, como lo hace el tenedor de libros que trabaja con él debe y el haber de las cuentas.
“Si el saldo es favorable, quizá nos resolvamos a entrar (en el matrimonio)… El mundo está lleno de hombres y mujeres desdichados que se han casado porque … estimaron que su casamiento sería una buena inversión.
«Sin embargo, el amor no es una inversión; es un acontecimiento. Por eso, cuando el matrimonio resulta ser tan conveniente e insulso como una buena inversión, el cónyuge descontento no tarda en volverse hacia otro lado. . .
“La gente ignorante siempre dice: ‘Yo no sé qué verá en ella [o en él]’, sin comprender que lo que él ve en ella [o ella en él] (que es lo que nadie más puede ver) es el ingrediente secreto del amor.» (Sydney J. Harris, Deseret News.)
Recuerdo a dos de mis amigos de mis años de estudios secundarios y universitarios. Él era un muchacho de un pueblo chico, de apariencia sencilla, que no tenía dinero ni parecía prometer mucho. Se había criado en una granja y si se le podía señalar una cualidad notable, era la de su aptitud para trabajar. Para el almuerzo llevaba emparedados en bolsas de papel, y limpiaba los pisos del colegio para costear sus estudios. Mas pese a su aspecto campesino, su sonrisa y su personalidad denotaban manifiestamente su integridad. Ella era una joven de ciudad que provenía de un hogar acomodado; no era ninguna belleza, pero era una chica decente, virtuosa y atractiva por sus buenos modales y su modestia en el vestir.
Algo maravilloso sucedió entre ellos: se enamoraron. No faltaron los que murmuraron que la muchacha merecía un mejor partido ni los que echaran a correr un chisme o dos de que si él no debió fijarse en otras jóvenes. Sin embargo, daba gusto ver a esos dos riendo, bailando y estudiando juntos a lo largo de sus años de estudios. Se casaron cuando la gente se preguntaba cómo se las arreglarían para ganar lo suficiente para vivir. Él trabajaba con afán para terminar su carrera y obtenía buenas calificaciones. Ella economizaba, trabajaba y oraba; lo animaba y lo apoyaba, y cuando las cosas se ponían muy difíciles, le decía tranquilamente: “No te preocupes, saldremos adelante, ya lo verás”. Manteniéndose a flote gracias a la fe que ella tenía en él, él siguió adelante a través de esos penosos años. Tuvieron hijos y juntos los criaron con cariño y les dieron la seguridad que les brindó el amor y la lealtad que se profesaban el uno al otro. Han pasado ya muchos años. Sus hijos, que ya son grandes, son un constante motivo de orgullo para ellos, para la Iglesia y para la comunidad donde viven.
Una vez, al regresar de una asignación de la Iglesia, volví a verlos en el avión en que volaba. Al avanzar por el pasillo, en la semipenumbra de la aeronave, reparé en la dama de cabellos canos que dormitaba con la cabeza apoyada en el hombro de su marido, quien le tenía cariñosamente asida la mano. Él estaba despierto y me reconoció. Ella despertó, y nos pusimos a charlar. Volvían de una convención en la que él había dado una conferencia ante una audiencia de académicos. El no comentó casi nada del asunto, pero ella me contó con orgullo de los honores tributados a su esposo.
Ojalá hubiera podido captar en una fotografía la expresión de su rostro al hablar de su marido. Cuarenta y cinco años antes, personas carentes de entendimiento se habían preguntado qué verían el uno en el otro. Pensé en eso mientras volvía a mi asiento en el avión. Sus amigos de aquellos tiempos no veían nada más que un muchacho del campo y una chica risueña de nariz pecosa. Pero ellos dos encontraron el uno en el otro amor y lealtad, paz y fe en So futuro.
En ellos floreció el don divino plantado en su ser por el Padre Celestial. En sus años de estudiantes vivieron dignos del florecimiento de ese amor. Vivieron con virtud y con fe, con aprecio y respeto tanto por sí mismos como por uno y otro. En los años en que bregaron por salir adelante económicamente mientras cursaban los estudios de la carrera, encontraron su mayor fortaleza terrenal en su compañerismo. Ahora, en la edad madura, su unión les brinda paz y sereno contentamiento. Sobre todo, cuentan con la certeza de una eternidad de dichosa alianza por motivo de los conventos del sacerdocio que hicieron hace ya largo tiempo y las promesas que entonces recibieron en la Casa del Señor.
Hay otras grandes e indispensables manifestaciones del don del amor.
«Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó [a Jesús] por tentarle, diciendo:
“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?
“Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.
“Este es el primero y grande mandamiento.
“Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
“De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” (Mateo 22:35-40.)
¿Quién es mi prójimo? Para respondernos esto, sólo tenemos que leer la conmovedora parábola del buen samaritano (véase Lucas 10:30-36) o la palabra del Señor con respecto al día del juicio cuando el Rey “dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
“estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
“¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos?
“¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?
“Y respondiendo el Rey, ¡es dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:34-40.)
La prueba más grande que encaramos en nuestro vivir apresurado y egocéntrico es la de seguir esa exhortación del Maestro.
Hace años leí la historia de una joven maestra de escuela que fue a trabajar á una zona rural. Entre los alumnos de su clase se encontraba una muchachita que no había avanzado nada en los estudios, la cual seguía en las mismas condiciones. No podía aprender a leer; provenía de una familia de escasos recursos económicos, razón por la cual los suyos no contaban con los medios para llevarla a la ciudad donde pudieran hacerle un reconocimiento médico mediante el cual se pudiera establecer si padecía de algún mal que pudiera remediarse. Entonces, pensando en que acaso la dificultad de la niña para aprender se debiera a que no veía bien, la joven maestra hizo los arreglos para llevarla al oculista, corriendo ella misma con los gastos. El facultativo descubrió un defecto visual que se corrigió con lentes, gracias a lo que todo un mundo nuevo se abrió ante la chica. El salario de esa maestra rural era pequeño, pero con ¡o poco que tenía, hizo una obra que cambió por completo la vida de una alumna que no podía abrirse paso para salir adelante, y, al hacerlo así, halló una nueva dimensión en su propia vida.
Todos los misioneros que vuelven del campo misional pueden contar experiencias que han tenido de lo que significa olvidarse uno de sí mismo para servir al prójimo y descubrir que ello ha sido la experiencia más satisfactoria de su vida. Todo miembro de la Iglesia que tome parte activa en el servicio a Dios y a sus semejantes sabe lo que es eso, lo mismo que los padres y los cónyuges que han dado de su tiempo y de sus medios, que han dado su amor y se han sacrificado en tan grande medida que su interés por su compañero o compañera y por sus hijos casi no ha conocido límites.
El amor es la única fuerza que puede borrar las discrepancias entre las personas, que puede sanar las relaciones humanas destrozadas por el rencor.
El que enseñó esa verdad sempiterna del modo más hermoso fue el Hijo de Dios, el modelo perfecto y maestro del amor. Su venida a la tierra fue una manifestación del amor de su Padre.
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.” (Juan 3:16-17.)
El Salvador habló proféticamente de ese sacrificio y del amor que culminó con su sacrificio redentor cuando dijo:
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.» (Juan 15:13.)
A todos los que deseemos ser sus discípulos, Él ha dado el gran mandamiento: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado…” (Juan 13:34.)
Para que el mundo mejore, es indispensable que el proceso del amor cambie el corazón de los hombres. Eso podremos lograrlo si nos olvidamos de nosotros mismos para dar nuestro amor a Dios y a nuestros semejantes, y si lo hacemos con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma y con toda nuestra mente.
En las revelaciones de estos últimos tiempos, el Señor ha dicho:
“Y si vuestra mira de glorificarme es sincera, vuestro cuerpo entero será lleno de luz y no habrá tinieblas en vosotros. . .”(D. y C. 88:67.)
Al mirar con amor y gratitud hacia Dios, al servirle con la mira de glorificarle, se alejarán de nosotros las tinieblas del pecado, las tinieblas del egoísmo, las tinieblas del orgullo. Sentiremos un amor más grande por nuestro Padre Eterno y por su Hijo Amado, nuestro Salvador y Redentor. Adquiriremos mayor conciencia del servicio a nuestros semejantes, pensaremos menos en nosotros mismos y más en ayudar al prójimo.
Este principio del amor es el ingrediente básico del evangelio de Jesucristo. Sin amor a Dios y a los semejantes, queda poco o casi nada del evangelio que pueda servirnos de modo de vida.
El apóstol Pablo lo expresó acertadamente con las siguientes palabras:
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.
“Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.
“El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.» (1 Corintios 13:1-2, 8.)
El Maestro enseñó: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará» (Lucas 9:24). Ese cambio notable y milagroso se verifica en nuestras vidas al dar de nosotros para servir con amor a nuestros semejantes.
Todos podemos, con esfuerzo, plantar eficazmente el principio del amor en lo más profundo de nuestro ser a fin de poder ser alimentados por su gran poder a lo largo de toda nuestra vida; pues al ir sorbiendo el poder del amor, llegaremos a comprender la gran verdad que escribió Juan: “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16).
























