Agosto de 1984
El testimonio de un apóstol de Cristo
Por el élder Howard W. Hunter
Del Consejo de los Doce
El supremo sacrificio de Cristo podrá ser eficaz en nuestras vidas sólo cuando aceptemos la invitación de seguirlo.
Durante su ministerio terrenal, nuestro Señor extendió repetidas veces un llamamiento que a la vez de ser una Invitación, era también un cometido. A Pedro y a su hermano Andrés, Cristo les dijo: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:19). Al joven rico que le preguntó lo que debía hacer para heredar la vida eterna, Jesús le respondió: “Anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres… y ven y sígueme» (Mateo 19:21). Y a cada uno de nosotros Jesús nos dice: «Si alguno me sirve, sígame» (Juan 12:26).
Muchos han escogido seguir a Cristo, y es nuestra oración constante que así lo sigan haciendo muchos más, aunque para cierto número de los seguidores del Señor, el llamado ha sido más específico. Lucas registra que después de que Jesús “pasó la noche orando a Dios. . ., llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó apóstoles” (Lucas 6:12,13).
Para estos doce escogidos, el llamamiento de seguir a Cristo significó abandonar todo y acompañar físicamente al Señor en su ministerio. Su llamamiento fue un privilegio, pues caminaban y hablaban diariamente con el Hijo de Dios. Lo conocían íntimamente y se deleitaban en su palabra con corazones humildes y receptivos. Lo amaban, y Jesús los llamaba sus amigos (véase Juan 15:14-15). Estos doce apóstoles cumplieron una función vital en el plan del Señor. Eran testigos especiales de la divinidad del Salvador y de su resurrección literal. No solamente lo conocieron durante su ministerio mortal, sino que también caminaron con El después de su resurrección. El Redentor resucitado apareció a sus discípulos en el cuarto superior de su recinto y ellos le palparon las manos y los pies, y así supieron que no era meramente un espíritu, sino un ser resucitado de carne y huesos (véase Lucas 24:38, 39).
Estos apóstoles conocían la divinidad del Señor y sabían de su resurrección con una certeza que sobrepasa toda descripción o disputa. Con este conocimiento, basado en su propia experiencia y confirmado por el Espíritu Santo, se les mandó ser sus “testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). La palabra apóstol significa en verdad “uno que es enviado de Dios”.
Los apóstoles fueron escogidos por Dios y “ordenados” para ser testigos de la resurrección (véase Hechos 1:22); después de lo cual salieron a testificar intrépida y majestuosamente sobre la Expiación y la Resurrección. Participaron en los sucesos más significativos relacionados con la misión redentora del Salvador, de los cuales se les mandó testificar a todo pueblo. El Espíritu Santo se encargó de confirmar sus palabras para que la gente creyera en Cristo y se preparara para recibir la remisión de sus pecados. Pablo explicó a los santos en Éfeso que el conocimiento concerniente a Cristo había sido “revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Efeslos3:5).
Debido al llamamiento especial de los apóstoles como testigos de Cristo, aprendemos que la casa de Dios está edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo» (Efesios 2:20). Pablo también enseñó que Cristo había puesto apóstoles y profetas “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:12,13). Así fue como los apóstoles no sólo proclamaron el evangelio, sino que también asumieron la dirección de la Iglesia para establecer la unidad y la fe entre los santos.
En nuestros días el Señor ha llamado apóstoles nuevamente. Estos han sido ordenados como testigos especiales de Cristo para todo el mundo. Ellos conocen la realidad de Cristo y de su redención con una certeza revelada a través del Espíritu.
Nos sentimos eternamente agradecidos por el testimonio de José Smith, “el cual fue llamado de Dios y ordenado apóstol de Jesucristo” (D. y C. 20:2).
En el desempeño de su llamamiento apostólico, José Smith dio este poderoso testimonio: “Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive! Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre» (D. y C. 76:22,23).
El testimonio del Profeta, revelado por experiencia propia y por el Espíritu, ha sido proclamado-a través de todo el mundo, y el Espíritu Santo ha confirmado la veracidad de ese testimonio en los corazones de millones de personas que han recibido la palabra con alegría. El modelo para suministrar las cosas espirituales ha sido restablecido en nuestra época y una cadena de sucesión ininterrumpida ratifica que el llamamiento apostólico se ha mantenido desde que fue restaurado por medio de José Smith.
Como apóstol ordenado y testigo especial de Cristo que soy, os doy mi solemne testimonio de que Jesucristo es en verdad el Hijo de Dios. Él es el Mesías de quien testificaron los profetas del Antiguo Testamento. Él es la esperanza de Israel, por cuya venida imploraron durante siglos de adoración prescrita por la ley de Moisés los hijos de Abraham, Isaac y Jacob.
Jesús es el Hijo Amado que se sujetó a la voluntad de su Padre al ser bautizado por Juan en el Río Jordán. Fue tentado por el demonio en el desierto, mas no sucumbió a ninguna tentación. Predicó el evangelio, que es el poder de. Dios para salvación, y mandó que todos los hombres en todas partes se arrepintieran y fueran bautizados. El perdonó los pecados, y habló con toda autoridad, demostrando su poder al sanar al cojo y al lisiado, y devolver la vista al ciego y el oído al sordo. Convirtió el agua en vino, calmó las tempestuosas aguas del mar de Galilea y caminó sobre las mismas como en tierra firme. Confundió a los gobernantes perversos que buscaban quitarle la vida, y devolvió la calma a los corazones afligidos.
Por último sufrió en el Jardín de Getsemaní y murió en la cruz, dando su vida inmaculada como rescate por cada alma que entra en la mortalidad. Se levantó de los muertos al tercer día, convirtiéndose en las primicias de la resurrección y conquistando la muerte.
El Señor resucitado ha continuado su ministerio de salvación, manifestándose personalmente en diferentes ocasiones a hombres mortales escogidos por Dios para ser sus testigos, y revelando su voluntad a través del Espíritu Santo. Es por el poder de este Espíritu que os doy mi testimonio. Conozco la realidad de Cristo como si hubiera visto con mis ojos y escuchado con mis propios oídos. Sé también que el Espíritu Santo confirmará la veracidad de mi testimonio en los corazones de aquellos que escuchen con fe.
Durante los casi dos mil años que han transcurrido desde que Él estuvo en la tierra, innumerables multitudes han admirado los atributos de) Señor —su bondad, generosidad, misericordia y caridad. Sus enseñanzas han sido descritas por un escritor clásico como “un gran mar cuya sonriente superficie se rompe en refrescantes olas para acariciar los pies de nuestros pequeños, y en cuyas insondables profundidades los más sabios pueden atisbar con estremecimiento y asombro y con el éxtasis del amor» (San Agustín, Confesiones, xii, 140).
Aun cuando sus enseñanzas y atributos han sido de inestimable valor para la familia humana, deben considerarse como productos de los hechos que demandan nuestra mayor veneración y respeto, tales como su expiación por nuestros pecados y su resurrección de los muertos. Desafortunadamente, muchos hombres han adorado la ética y los atributos de Cristo, más han negado la divinidad de su Redentor.
La invitación que el Señor ha extendido de seguirlo no ha sido dirigida únicamente a los ordenados como testigos especiales, sino a todos en general. El llamado es de naturaleza individual y personal, y es urgente. No podemos debatirnos eternamente entre dos opiniones. Cada uno de nosotros debe alguna vez enfrentar la crucial pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16:15). Nuestra salvación personal depende de nuestra respuesta a esta pregunta y de nuestro compromiso de vivir de acuerdo con ella. La respuesta revelada a Pedro fue: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16).
Hay miles de testigos que pueden dar una respuesta idéntica por medio del mismo poder; a ellos me uno en humilde gratitud. No obstante, a cada uno de nosotros en particular nos corresponde responder a esta pregunta por nosotros mismos —si ahora no, entonces más tarde; pues en el último día toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo. Nuestra responsabilidad es responder correctamente y vivir de acuerdo con ese conocimiento, antes de que sea eternamente tarde. Si Jesús es el Cristo en verdad, tal y como lo testificamos, ¿qué debemos hacer entonces?
El supremo sacrificio de Cristo podrá ser eficaz en nuestras vidas sólo cuando aceptemos la invitación de seguirlo. No se trata de un llamamiento inconexo, irreal y utópico. Seguir a un individuo significa observarlo y escucharlo atentamente, aceptar su autoridad, considerarlo y aceptarlo como líder, obedeciéndolo, apoyándolo y defendiendo sus ideas, y reconociéndolo como un modelo.
Todos podemos aceptar este cometido. Pedro enseñó que «también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 Pedro 2:21). De la misma manera en que las enseñanzas que no van de acuerdo con la doctrina de Cristo son falsas, una vida que está en desacuerdo con el ejemplo de Cristo estará desviada y no alcanzará su elevado potencial.
Para aquellos que aún no han abrazado el evangelio, seguir a Cristo significa que debéis aprender de Él y obedecer su Evangelio. Jesús mismo definió su evangelio de la siguiente manera:
“Y este es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día podáis presentaros ante mí sin mancha.
«En verdad, en verdad os digo que éste es mi evangelio; y vosotros sabéis las cosas que debéis hacer en mi iglesia; pues las obras que me habéis visto hacer, ésas también las haréis; porque aquello que me habéis visto hacer, eso haréis vosotros» (3 Nefi 27:20, 21).
Todos debemos recibir la palabra de Cristo a través de las Escrituras y las enseñanzas de sus siervos escogidos. Luego viene el ejercicio de la fe en la palabra por medio del arrepentimiento y el bautismo, para prepararnos personalmente para ser lavados y santificados por el poder del Espíritu Santo en nuestras vidas.
Hermanos y hermanas, el amor de Dios ha penetrado en el mundo para el beneficio de todos los que lo reciban.
No se trata solamente de una responsabilidad y obligación sagradas, sino de una oportunidad y privilegio de recibir sin pago alguno el regalo que nos ofrece Cristo y compartirlo luego con otros.
«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo, para que vivamos por él.
«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
«Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros.” (1 Juan 4:9-11.)
Testifico, en el nombre de Cristo, que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Que podamos aceptarla invitación amorosa de “ven y sígueme” es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























