Octubre de 1984
Un cambio en el corazón: Clave para sostener relaciones armoniosas
Por C. Richard Chidester
El Señor nos promete que cuando tengamos un corazón quebrantado, él cambiará nuestra naturaleza y purificará nuestro corazón.
En una ocasión aconsejé profesionalmente a un hombre cuya perspectiva y comportamiento eran tan acusadores que con frecuencia abusaba verbalmente de su esposa e hijos con palabras sumamente viles.
Me reuní con él y con su esposa por un par de sesiones, con el fin de tratar de ayudarle a comprender y superar su mentalidad acusadora. Pero él se ofendió, me dijo un par de palabras malsonantes y salió de mi oficina sumamente molesto. Posteriormente su esposa pidió la separación, y él terminó viviendo con sus padres. Nunca pensé volver a ver a esta pareja.
Lógicamente, quedé sumamente sorprendido cuando él me llamó por teléfono dos meses después y me dijo que estaba listo para reanudar nuestras sesiones. Después de disculparse por su comportamiento anterior, me explicó lo que le había estado sucediendo. Mientras vivía con sus padres había llegado a comprenderse a sí mismo más claramente, pues al ver que ellos continuamente se rebajaban, se acusaban y atacaban verbalmente, comenzó a comprender que él había estado actuando igual que ellos siempre lo habían hecho. Pronto llegó a odiar el momento de llegar a casa por la noche a causa del comportamiento de sus padres.
También llegó a ser más consciente del mismo comportamiento acusador de otras personas, especialmente el de aquellas con las que trabajaba. Observó que sus colegas pasaban gran parte del día contando chismes, quejándose y rebajándose mutuamente.
Cuando comenzó a extrañar a su familia, su corazón gradualmente comenzó a ablandarse y sintió remordimiento por la forma en que los había tratado. Pasaron por su mente escenas de las ocasiones en que había abusado física y verbalmente de su esposa y sus hijos, y le llegó a obsesionar la necesidad de reparar su comportamiento intolerable. Su pesar aumentó hasta que comenzó a sentir que casi no lo podría soportar.
Cuando acudió a mí en busca de ayuda, era obvio que estaba experimentando un cambio en su corazón. Por primera vez se estaba admitiendo a sí mismo lo mal que se había comportado. Claro que siempre lo había sabido, pero se había engañado a sí mismo hasta convencerse de que su esposa, sus hijos y sus circunstancias eran los culpables de su aflicción e infelicidad. Se había convencido de que si la gente lo comprendiera mejor y fuera más compasiva con él, no habría tenido tantos problemas. Atrapado en una red paralizadora de aflicción y autocompasión, no había alcanzado a ver que él mismo era el tejedor de esa red.
Pero ahora comenzaba a comprender la verdad, y ese conocimiento de sí mismo lo condujo hasta las profundidades de la humildad con un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Había reconocido que tenía la necesidad de cambiar, y buscó la ayuda del Señor para hacerlo. Ahora podía ver que sus problemas eran espirituales y de su propia hechura. También comprendió que el que estaba en mejor posición para hacer algo al respecto era él.
Estaba listo para cambiar, y al responder a los susurros del Espíritu, su corazón siguió ablandándose. No fue necesario tener muchas sesiones de consejos profesionales ni recibir muchas instigaciones de sus amigos antes de que hiciera cambios positivos y duraderos en su vida.
El cambio total que ocurrió en la vida de este hombre es el más dramático que jamás he visto en un cliente. Siempre le estaré agradecido por haberme confirmado lo que el Señor ha dicho a través de las Escrituras y los profetas, pero que la mayoría de nosotros no comprendemos plenamente: La clave para tener paz y relaciones armoniosas se encuentra en nuestra aplicación personal de los principios básicos del evangelio. En otras palabras, para poder tener paz y armonía en nuestras relaciones, primeramente debemos tener paz y armonía dentro de nosotros mismos, y esta paz la recibimos cuando estamos haciendo lo que sabemos que es correcto al atender aquel “silbo dulce y apacible» del Espíritu.
Al aconsejar a miembros con problemas, la mayoría de los obispos enseñan este mensaje de una u otra manera, pero en ocasiones se pasa por alto y se da preferencia a las técnicas de modificación de conducta. El mundo sugiere que podemos producir nuestro propio cambio a través de metas, objetivos, técnicas de modificación de conducta, actitud positiva y varias otras formas de superación personal. Pero, aunque estos métodos pueden ser útiles en producir un cierto grado de cambio en el comportamiento, éste es solamente parcial, pues son métodos terrestres, lo mejor que puede producir el hombre por sí solo.
El Señor ha declarado muy claramente en las Escrituras que el gran cambio que debe efectuarse en nuestra naturaleza solamente puede hacerlo Dios a través de los principios de su evangelio. (Véase Helamán 3:35.) El Señor nos promete que cuando tengamos un corazón quebrantado y un espíritu contrito, él cambiará nuestra naturaleza y purificará nuestro corazón. Entonces ya no tendremos “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente’’ (Mosíah 5:2). Este estado de rectitud nos permitirá tener relaciones armoniosas, pues en ese estado no tendremos “deseos de injuriar[nos] el uno al otro” (Mosíah 4:13).
¿Qué significa tener un corazón quebrantado y un espíritu contrito? Un corazón quebrantado viene como resultado de reconocer con profundo pesar divino que Jesucristo, que fue puro y santo y no merecía recibir ningún castigo, tomó sobre sí el castigo de todos nuestros pecados para que nosotros no tuviéramos que sufrir por ellos. La experiencia de reconocer verdaderamente la magnitud del sufrimiento que él experimentó por cada uno de nosotros nos permitirá sentir una gran humildad y un corazón quebrantado; deberá motivarnos a cambiar y a reciprocar su amor. Además, el tener un corazón quebrantado también significa sentir un pesar genuino por nuestros pecados individuales y por el sufrimiento que éstos nos causan a nosotros mismos y a otros.
El tener un espíritu contrito significa tener un espíritu penitente. Después de reconocer que como mortales estamos en un estado caído (véase Mosíah 4:5), buscamos al Señor con un espíritu dé arrepentimiento y le imploramos que nos cambie el corazón y nos dé el perdón y la misericordia a través de la sangre expiatoria de Cristo.
Al poner en práctica nuestra fe en Cristo y nuestra dependencia de él, él nos ayudará a cambiar, y a través de un arrepentimiento sincero podremos reconocer verdaderamente y concentrarnos en nuestros propios errores y en la necesidad que tenemos de mejorar, en vez de concentrarnos en cuánto necesitan mejorar los demás. Entonces, al pedir que Cristo nos perdone y nos dé su misericordia, suplicando su ayuda, el Espíritu cambiará nuestro corazón y nos dará la guía constante que necesitamos para poder vivir vidas verdaderamente cristianas. De esta manera el Espíritu de Dios nos cambia de nuestro estado caído, autosuficiente y orgulloso a una condición en que podemos vivir vidas cristianas y alcanzar un estado de rectitud.
Sería muy fácil si hubiera una fórmula mágica o una técnica ingeniosa para encontrar la felicidad que no fuera a través de estos principios del evangelio, pero no la hay. No obstante, los consejeros tanto eclesiásticos como profesionales constantemente atienden a personas que desean tener relaciones pacíficas y armoniosas pero que no tienen ninguna intención de arrepentirse de su conducta incorrecta. Desean obtener un corazón pacífico y recto a través del secularismo en vez de buscarlo a través de la influencia santificadora del Espíritu de Dios.
Estoy comenzando a aprender la importancia de la declaración del Salvador: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Juan 14:27).
La misericordia en vez de la “justicia”
Cuando hay problemas en las relaciones entre dos personas, éstas generalmente están atrapadas en un ciclo en el cual cada una culpa a la otra del problema, y siente que el otro es quien necesita cambiar. Desean ver que se haga “justicia», lo cual casi siempre significa que se haga justicia en contra de la otra persona y a su favor. Este tipo de “justicia” en realidad es una venganza.
Cuando buscamos la venganza generalmente acusamos y provocamos al otro a la ira, y después los culpamos por enojarse. La única manera en que lograremos cambios duraderos y substanciales es si dejamos de considerar que nosotros siempre tenemos la razón y estamos justificados en nuestras acciones. En otras palabras, solamente cuando dejemos de buscar el cambio en la otra persona, comencemos a ver-nos a nosotros mismos con sinceridad, y aceptemos la responsabilidad de nuestra propia conducta podremos comenzar a experimentar un cambio en el corazón. Cuando seamos sinceros con respecto a nuestras propias debilidades podremos comenzar a ver compasivamente las de los demás.
En una ocasión estaba tratando de ayudar a una mujer a juzgar más compasiva y verídicamente a su esposo en vez de acusarlo tanto. Le dije que iba a comenzar a describirle a su esposo y su situación como yo los veía, y después le iba a pedir que ella continuara con sus propias observaciones. Primeramente comencé mencionando algunos de sus problemas y limitaciones, y después comencé a enumerar sus buenas cualidades. Después le pedí que ella continuara la descripción. Mencionó lo bueno que era con los niños, lo servicial que era en el barrio, y cuánto amaba a las personas en general.
De repente me miró asombrada: “¿Sabe lo que estoy viendo? ¡Veo al hombre con quien me casé!” Le expliqué que allí había estado siempre, sólo que ella había dejado de ver sus virtudes por la atención exagerada que prestaba a sus faltas.
Entonces esta mujer miró a su esposo, dejó caer la cabeza sobre el hombro de éste, y sollozó: “Estoy tan arrepentida por la manera en que te he culpado y te he tratado todos estos años. ¿Podrás perdonarme?”
Había entrado a esta sesión compadeciéndose a sí misma por la manera en que su esposo la había maltratado, pero cuando se fue se sentía arrepentida por la manera en que ella lo había tratado a él. Cuando admitió la verdad para sí misma, se ablandó su corazón, lo cual le permitió experimentar un sincero deseo de cambiar.
Cuando nos preocupan más nuestra propia actitud y conducta que las de otros, comienzan a efectuarse cambios positivos en nuestras relaciones personales. No podemos obligar a otros a cambiar o a ser buenos o más responsables, pues ellos tienen su libre albedrío para actuar en la manera que deseen. ¡La verdadera cuestión es cómo reaccionamos nosotros con ellos! ¿Somos compasivos y pacientes y perdonamos fácilmente, o estamos concentrando nuestra atención en ellos, si son o no responsables? Y solamente cuando buscamos activamente el Espíritu de Dios podremos obtener la fortaleza necesaria para actuar constantemente en la forma debida, en vista de nuestras debilidades. Las doctrinas de los hombres solamente recalcan el autocontrol, el cual proporciona ayuda solamente parcial en el mejor de los casos. La verdadera fortaleza proviene del don del Espíritu.
Cuando esta mujer aceptó interiormente y ante su esposo cuán acusadora e implacable había sido, hizo posible que él fuera más accesible con respecto a sus propias debilidades. Si ninguna de las dos partes cede, entonces existe un estancamiento en la relación. La única manera de romper este estancamiento es que una de las dos personas, aunque de preferencia los dos, inicie el cambio aceptando la responsabilidad de su propia parte del problema y sugiriendo maneras en que puede cambiar para mejorar la situación. El conflicto solamente continúa cuando los dos esperan que el otro tome el primer paso o los dos tratan de acusar al otro para tratar de generar cambios. Cuando vivimos por la ley de la “justicia” (como lo interpreta generalmente la humanidad, con el significado de “venganza”) somos muy exigentes con los demás, y cuando ellos no cumplen con nuestras expectativas, nos ofendemos y deseamos motivarlos a cambiar a través de los castigos. Cuando suprimimos el conocimiento de nuestros propios pecados y faltas, caemos en la trampa de un comportamiento acusador y farisaico.
Sin embargo, cuando bajamos a las profundidades de la humildad y comprendemos nuestras debilidades y acudimos diariamente al Señor en busca de su perdón y su guía, podemos tener la compañía de su Espíritu, y como consecuencia desarrollaremos relaciones armoniosas. Cuando recibimos la misericordia del Señor, llega a ser más obvio cuánto la necesitamos, y entonces sentimos también la necesidad de extender esta misericordia hacia otros, siendo tan compasivos y prontos a perdonar como lo es con nosotros el Señor. Esto no significa que no tendremos desacuerdos o diferencias, pero trataremos de resolverlos con sinceridad y franqueza y no mediante acusaciones.
Una mañana de invierno aprendí una lección muy importante sobre la necesidad de dar y recibir misericordia. Mi hijo Rob se había comprometido a cuidar a los conejos de nuestros vecinos, y una noche se le olvidó vaciar los frascos que proporcionan agua a los bebederos. A la mañana siguiente los frascos estaban congelados. Cuando descubrió su error, no tuve misericordia de él y me molesté mucho por su olvido. Lo regañé injustamente por habérsele olvidado y por hacer que los dos nos atrasáramos esa mañana.
Después de llegar a mi trabajo, mi conciencia no me dejaba en paz. En un momento de verdad acepté que Rob había cometido un error humano similar a los que yo cometo frecuentemente. Acepté que no había tenido ninguna justificación para sentirme ofendido por su error, dadas mis propias debilidades.
En realidad, Rob es un joven bastante responsable que hace muchas cosas muy bien.
Me sentí motivado, a causa de mi pesar, a ir a la escuela en su busca para disculparme. Me encontré con que él había tomado todo el asunto con compasión; aun cuando yo había estado en error, él lo había visto desde mi punto de vista y no se había ofendido.
Esta experiencia causó que me sintiera sumamente humilde. Si mi corazón hubiera estado bien en primer lugar, nunca me hubiera molestado por el error de Rob. Si él no hubiera tenido misericordia, hubiera tomado en forma personal mi comportamiento, lo cual podría haber dañado su propia autoestima así como nuestra relación de padre e hijo. Después de disculparme (como parte de mi arrepentimiento), recibí una paz de conciencia como la que recibió el pueblo del rey Benjamín después de que aceptaron sus errores y clamaron al Señor para suplicar perdón. (Véase Mosíah 4:3.)
El ver a otros con compasión
Utilizo el siguiente ejercicio para ayudar a los matrimonios a comenzar a verse con compasión y misericordia en vez de “venganza” y acusaciones. Este les ayuda a comprender la manera en que la actitud que tenemos en nuestro corazón determina la manera en que nos relacionamos con los demás. Muchos obispos que conozco han descubierto que este ejercicio les ha sido de ayuda en las ocasiones en que tienen que aconsejar a las parejas de sus barrios.
Pido que los dos individuos cierren los ojos, y también cierro los míos para que no nos distraigamos. Entonces digo algo similar a lo siguiente:
“Piensen en todas las cosas que su cónyuge haya hecho que les moleste, cosas que no les guste, modos o características ofensivas, maneras en que le ha acusado o rebajado. Tomen un momento para hacer una lista mental. [Pausa de un minuto.]
“En seguida, en su imaginación, de alguna manera destruyan esa lista. Quémenla, sepúltenla o tírenla en la basura. Destrúyanla de manera que desaparezca para siempre.
“Después, comiencen a pensar en las pruebas, desafíos y dificultades que está enfrentando su cónyuge en la vida. Tomen unos treinta segundos para meditar sobre sus circunstancias y lo difícil que ha de ser para él o ella el enfrentar esos desafíos. [Pausa de treinta segundos.]
“Después, piensen en las cualidades, características y atributos positivos de su cónyuge, las cosas que ustedes y otros admiran en él o ella, las cosas que les causaron una buena impresión cuando eran novios. [Pausa de treinta segundos.]
“Ahora, mediten sobre los buenos tiempos que han tenido juntos a través de los años: las ocasiones en que han sentido una relación positiva, que se han. sentido amados, o se han sentido muy cerca de su cónyuge; ocasiones en que se rieron juntos o necesitaron apoyarse y ayudarse mutuamente; ocasiones en que ambos experimentaron algo trascendental, tal como el nacimiento de un hijo. [Pausa de treinta segundos.]
“Ahora, abran los ojos, y al hacerlo, identifiquen los sentimientos o actitudes que tienen en su corazón hacia su cónyuge. ¿Cuáles son esos sentimientos?” Hasta ahora, sin excepción, cuando las parejas han sido sinceras al hacer este ejercicio, ya sea entre sí o con sus hijos, han terminado con un sentimiento de mayor compasión, comprensión, ternura, perdón, bondad o amor. Muchos se han sentido afligidos por haber tratado tan mal al otro. Comprenden que cuando ven al otro a través de los ojos de la franqueza y la misericordia, ven a una persona diferente que cuando la ven acusadoramente a través de los ojos de la venganza. Comprenden cuánto tiempo han pasado impartiendo venganza, y lo poco que han estado viéndose en una forma positiva y misericordiosa.
Recuerdo un incidente en especial que fue muy conmovedor. Después de completar esta experiencia, un esposo miró a su esposa y le dijo: “¿Cómo podré pagarte por la manera en que me has amado, te has sacrificado por mí y por nuestros hijos y me has perdonado cuando yo he sido tan egoísta?”
Cuando tenemos el Espíritu en abundancia y percibimos honrada y correctamente la realidad, comprendemos que todos los mortales somos un compuesto de cualidades y faltas. Dadas nuestras propias debilidades, tenemos poca justificación para ofendernos por sus errores. Cuando comprendemos esto, tendremos un corazón quebrantado y un espíritu contrito y comenzaremos a tratar a otros con más compasión.
El Libro de Mormón relata numerosos ejemplos de personas cuyos corazones cambiaron de un estado carnal y egoísta a un estado de rectitud. Este cambio siempre ocurrió como un don de Dios, a través de la fe y el arrepentimiento sincero. No fue algo que las personas pudieron producir a través de su propia fortaleza. “Ayunaron y oraron frecuentemente, y se volvieron más y más fuertes en su humildad, y más y más firmes en la fe de Cristo, hasta henchir sus almas de alegría y de consolación; sí, hasta la purificación y santificación de sus corazones, santificación que viene de entregar el corazón a Dios” (Helamán 3:35; cursiva agregada).
Nosotros también podemos cambiar nuestra conducta a través de la fe en Cristo y el arrepentimiento. La influencia santificadora del Espíritu de Dios puede cambiar nuestra naturaleza y nuestra personalidad para que lleguemos a ser “santo por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19). Y lo más maravilloso es que cuando tenemos en abundancia el Espíritu de Dios, podemos disfrutar de los frutos del Espíritu que le acompañan, algunos de los cuales son el amor, el gozo, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza. (Véase Gálatas 5:22-23.)
Y cuando nuestro propio corazón cambie, nuestras relaciones con los demás mejorarán.
- Richard Chidester es consejero matrimonial y familiar profesional, tiene ocho hijos y es director asociado de área en el Sistema Educativo de la Iglesia.

























Gracias por tan maravilloso relato para poder entender aprender y ponerlo en práctica en nuestras vidas.
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Excelente como me ha dando conocimiento este artículo sinceramente ha edificado mi espíritu e iluminado mi entendimiento.
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Que bello mensaje! Me ayuda mucho en estos momentos. Que bendición tener el evangelio y personas llenas del Espíritu para ayudarnos.
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