Hijos de Dios

28 de febrero de 1976.

Hijos de Dios

Por el presidente Marion G. Romney
Primer Consejero en la Primera Presidencia

Marion G. RomneyPor mi mente pasan muchos pensa­mientos al meditar sobre las palabras del himno de la Iglesia, “Soy un hijo de Dios”:

Soy un hijo de Dios,
Por El enviado aquí;
Me ha dado un hogar y padres Caros para mí.
Soy un hijo de Dios, no me desamparéis;
A enseñarme hoy su ley.
Precisa que empecéis.
Soy un hijo de Dios,
Y galardón tendré,
Si cumplo con su ley aquí,
Con El vivir podré.

Coro:
Guiadme, enseñadme por sus vías a marchar,
Para que algún día yo con Él pueda morar.
(Canta Conmigo, B-76).

El concepto de este himno, que “soy un hijo de Dios”, no es un concepto nuevo. En su famoso discurso en el Areópago, Pablo les declaró a los ate­nienses que somos “linaje” de Dios. (Hechos 17:28.) En tiempos moder­nos, en la revelación que se encuentra registrada en la sección 76 de Doctrina y Convenios, el profeta José Smith di­jo que los “habitantes [de los mundos] son engendrados hijos e hijas para Dios”. (Versículo 24.)

A menudo me he preguntado en lo que pensamos cuando repetimos esa declaración verdadera tan clara y sim­ple, “Soy un hijo de Dios”. Sabemos que la declaración no significa que Dios es el padre de nuestros cuerpos físicos y tangibles, ya que sabemos que éstos son el producto de nuestros  padres y madres terrenales, por lo tan­to, ¿qué es lo que realmente queremos decir cuando cantamos o decimos: “Soy un hijo de Dios”? Para dar res­puesta a la pregunta, debemos primero entender que el Señor le reveló al pro­feta José Smith que nosotros los seres humanos somos almas; es decir que somos seres duales. El término dual significa dos. Un objeto dual significa que está compuesto de dos partes. El alma humana, cada uno de nosotros, está compuesta de dos partes: el cuer­po espiritual y el cuerpo físico. Fue el Señor mismo quien dijo “que el espíri­tu y el cuerpo son el alma del hombre” (D. y C. 88:15). En consecuencia, son nuestros espíritus, y no nuestros cuer­pos físicos, los que fueron engendra­dos por Dios.

En el Libro de Mormón encontra­mos una descripción de la forma y la naturaleza de un espíritu que aún no había recibido un cuerpo físico. Este relato, que se encuentra en el Libro de Eter, es para mí uno de los relatos o verdades más patentes que se encuen­tra en las Escrituras.

Recordamos que el Señor guio des­de la Torre de Babel al hermano de Jared y a sus asociados. Cuando llega­ron al mar, el Señor les dijo que lo atravesaran, de modo que construye­ron ocho barcos. Estaban listos para embarcarse; pero debido a que las na­ves estaban sumamente ajustadas, que­darían en la obscuridad.

Por consiguiente, el hermano de Ja- red, con una fe más grande que la de otros hombres, le suplicó al Señor que les diera luz. El Señor le contestó: «¿Qué quieres que yo haga?”

Entonces el hermano de Jared se fue y fundió dieciséis piedras de una roca. Las llevó al monte —siempre me sien­to conmovido al pensar en este hombre solo en la cima de un monte con dieci­séis piedras— y le pidió al Señor que las tocara para que produjeran luz; lue­go las colocaría en los barcos.

El hermano de Jared tenía tanta fe que el Señor “extendió su mano y tocó las piedras, una por una, con su dedo.

Y fue quitado el velo de ante los ojos del hermano de Jared, y vio el dedo del Señor; y era como el dedo de un hom­bre, a semejanza de carne y sangre; y el hermano de Jared cayó delante del Señor, porque fue herido de temor.

“Y el Señor vio que el hermano de Jared había caído al suelo, y le dijo el Señor: Levántate, ¿por qué has caído?

“Y [el hermano de Jared| dijo al Se­ñor: Vi el dedo del Señor, y tuve mie­do de que me hiriese; porque no sabía que el Señor tuviese carne y sangre.

“Y el Señor le dijo: A causa de tu fe has visto que tomaré sobre mí carne y sangre; y jamás ha venido a mí un hombre con tan grande fe como la que tú tienes; porque de no haber sido así, no hubieras podido ver mi dedo.

¿Viste más que esto?

“Y él contestó: No, Señor; muéstra­te a mí.
“Y le dijo el Señor: ¿Creerás las pa­labras que hable?
“Y él le respondió: Sí, Señor, sé que hablas la verdad, porque eres un Dios de verdad, y no puedes mentir.
“Y cuando hubo dicho estas pala­bras, he aquí, el Señor se le mostró y dijo: Porque sabes estas cosas, eres re­dimido de la caída; por tanto, eres traí­do de nuevo a mi presencia; por consi­guiente yo me manifiesto a ti.
“He aquí, yo soy el que fui prepara­do desde la fundación del mundo para redimir a mi pueblo.”

Este acontecimiento se realizó apro­ximadamente 2.200 años antes de que Cristo naciera de María en Belén. No obstante, el Señor se paró en ese mon­te con el hermano de Jared, y le dijo:

“He aquí, soy Jesucristo. . . En mí tendrá luz, y esto eternamente, todo el género humano, sí, aun cuantos crean en mi nombre; y llegarán a ser mis hijos y mis hijas.
“Y nunca me he mostrado al hombre que he creado, porque jamás ha creído en mí el hombre como tú lo has he­cho.”

En seguida recibimos una descrip­ción fiel de la apariencia de un espíri­tu:

“¿Ves que eres creado a mi propia imagen?”

El Señor estaba llamando la aten­ción de este gran profeta para que se percatara del hecho de que su espíritu —el espíritu sin cuerpo de Jesucristo— tenía la misma imagen que el cuerpo de este hombre, el her­mano de Jared:

“¿Ves que eres creado a mi propia imagen? Sí, en el principio todos los hombres fueron creados a mi propia imagen.
“He aquí, este cuerpo que ves aho­ra, es el cuerpo de mi espíritu; y he creado al hombre a semejanza del cuerpo de mi espíritu; y así como me aparezco a ti en el espíritu, apareceré a mi pueblo en la carne.” (Eter 2:25; 3:1-16.)

Una de las grandes verdades de este relato es el entendimiento que recibi­mos acerca de quiénes fuimos como hijos espirituales de Dios en la vida premortal. Éramos personas separa­das, individuales, con el libre albe­drío, existencia y un nombre antes de llegar a la tierra.

Abraham, en el relato de una visión que tuvo, dio alguna información adi­cional maravillosa en cuanto a nuestra existencia como hijos de Dios.

“Y el Señor me había mostrado a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes que existiera el mundo; y entre todas éstas había muchas de las nobles y grandes;

“y vio Dios que estas almas eran buenas, y estaba en medio de ellas y dijo: A éstos haré mis gobernantes; pues estaba de pie entre aquellos que eran espíritus.”

Vosotros y yo estábamos entre ellos, al igual que todos los demás hi­jos espirituales de Dios nuestro Padre que fueron señalados para vivir sobre la tierra.

“Y estaba entre ellos [aquellos espí­ritus] uno que era semejante a Dios [quien era naturalmente el Salvador], y dijo a los que se hallaban con él: Des­cenderemos, pues hay espacio allá, y tomaremos de estos materiales y hare­mos una tierra sobre la cual éstos [los hijos espirituales de Dios] puedan mo­rar;

“y [haremos algo con ellos:] con es­to los probaremos, para ver si harán todas las cosas que el Señor Dios les mandare;

“y a los que guarden su primer esta­do [el estado espiritual en el que nos encontrábamos] les será añadido; y aquellos que no guarden su primer es­tado no tendrán gloria en el mismo rei­no con los que guarden su primer esta­do; y a quienes guarden su segundo estado [el estado en que nos encontra­mos , este período terrenal], les será aumentada gloria sobre su cabeza para siempre jamás.” (Abraham 3:22-26.)

De este pasaje aprendemos que íba­mos a venir a la tierra con un propósi­to, y el propósito era que fuéramos probados para ver si haríamos lo que el Señor nos mandara.

Al nacer en el mundo como almas humanas, nuestros espíritus, que fue­ron engendrados por Dios, entran en nuestros cuerpos, los cuales son en­gendrados por nuestros padres terrena­les, y al morir el espíritu y el cuerpo quedan separados. Eso es todo lo que significa la muerte: la separación del espíritu y el cuerpo. Con el tiempo el cuerpo regresa al polvo o a ser materia de la tierra, y el espíritu vuelve al mundo de los espíritus.

Al resucitar, el espíritu vuelve a en­trar en el cuerpo y cada uno de noso­tros se convertirá de nuevo en alma, para que nuestro espíritu y cuerpo no vuelvan a separarse jamás. “Y la resu­rrección de los muertos es la redención del alma.” (D. y C. 88:16.)

Por lo tanto, de estas escrituras tam­bién aprendemos acerca de las tres fa­ses de nuestra existencia como hijos de Dios. Abraham las llama a estas tres fases “estados”: tuvimos el estado pre­terrenal cuando vivimos como hijos espirituales de Dios; tenemos la vida terrenal, que consiste en el estado mor­tal por el cual estamos pasando; y en el futuro tendremos la unión de cuerpo y espíritu en alma en un estado de in­mortalidad por medio de la resurrec­ción.

Recordaréis las palabras de Abra­ham de que en el mundo de los espíri­tus el Señor prometió que “a los que guarden su primer estado les será aña­dido;… y a quienes guarden su se­gundo estado, les será aumentada glo­ria sobre su cabeza para siempre jamás”.

Sabemos que guardamos nuestro primer estado porque estamos aquí co­mo mortales y al recibir nuestros cuer­pos nos ha sido añadido. Además sa­bemos que el evangelio nos enseña lo que debemos hacer para guardar éste, nuestro segundo estado, a fin de que en la vida venidera, el tercer estado, tengamos “gloria sobre [nuestra] cabe­za para siempre jamás”.

Ningún grupo de personas en este mundo, excepto las que pertenecen a esta Iglesia, saben lo que nosotros sa­bemos acerca de estas grandiosas ver­dades eternas en cuanto a quiénes so­mos. Tenemos la dicha de saber quiénes somos, de dónde vinimos, por qué estamos aquí, y a dónde podemos ir. Y cuán significativo es que sabe­mos cómo podemos llegar a donde de­seamos ir. Cuán afortunados somos de saber cómo seres terrenales la impor­tancia de nuestra conducta aquí en la tierra.

Felizmente, también hemos recibido muchas otras verdades sobre lo que podemos llegar a ser. Sabemos que desde el principio el Señor le reveló el evangelio a Adán, y que lo ha revelado en cada una de las dispensaciones sub­siguientes.

Sabemos que Satanás visitó la pos­teridad de Adán después de que éste les había hablado sobre el evangelio que le había sido revelado. Satanás dijo:

“No lo creáis; y [la mayoría no lo creyeron” (Moisés 5:13).

Sabemos que entre la época de Adán y la del diluvio, Enoc construyó una ciudad con gente que llegó a conocer y aceptar lo que nosotros conocemos.

Este pueblo vivió de tal manera que la ciudad de Enoc fue arrebatada de la tierra mientras las naciones apóstatas participaban en la maldad, la guerra y el derramamiento de sangre.

Sabemos que Noé conocía el evan­gelio y que otros profetas entre Enoc y Noé también lo enseñaron. Sabernos que la gente rechazó el evangelio hasta que el Señor envió un diluvio para lim­piar la tierra de toda maldad, a fin de dar un nuevo comienzo a los espíritus que vendrían posteriormente.

Sabemos acerca de Abraham y la gente justa que vivió desde esa época. Sabemos del ministerio de Jesucristo, de que vino en el meridiano de los tiempos, enseñó el evangelio y realizó el gran sacrificio que hace posible la resurrección y los medios mediante los cuales podemos ser limpios de nues­tros propios pecados bajo condición de que nos arrepintamos y vivamos recta­mente.

Sabemos acerca de los jareditas y los nefitas.

Sabemos que estamos viviendo en la última dispensación, y que el Salvador vendrá y de nuevo limpiará la tierra de la maldad.

También sabemos acerca de los tres grados de gloria: tres tipos de almas inmortales se levantarán en la resurrec­ción —las celestiales, las terrestres y las telestiales.

En cuanto a la resurrección, el Se­ñor le dijo al profeta José Smith:

“Ahora, de cierto os digo que me­diante la redención que se ha hecho por vosotros [se está hablando acerca de la expiación de Cristo], se lleva a efecto la resurrección de los muertos. . .

“Y la resurrección de los muertos es la redención del alma.

“Y la redención del alma viene por medio del que vivifica todas las cosas [Jesucristo], en cuyo seno se ha decre­tado que los pobres y los mansos de la tierra la heredarán.

“Por lo tanto, es menester que sea santificada fía tierra] de toda injusti­cia, a fin de estar preparada para la gloria celestial.”

Ese es el destino de esta tierra, que fue hecha no sólo para que la habitára­mos durante nuestra vida mortal, sino también para morada eterna de aque­llos que merezcan la gloria celestial.

“Porque después de haber cumplido la medida de su creación [la tierra co­mo habitación del hombre mortal], se­rá coronada de gloria, sí, con la pre­sencia de Dios el Padre;

“para que los cuerpos que son del reino celestial puedan poseerla para siempre jamás; porque para este fin fue hecha y creada, y para este fin ellos son santificados.

“Y aquellos que no son santificados por la ley que os he dado, a saber, la ley de Cristo, deberán heredar otro rei­no, ya sea un reino terrestre o un reino telestial.

“Porque el que no es capaz de so­portar la ley de un reino celestial [que es el evangelio de Jesucristo], no pue­de soportar una gloria celestial.

“Y el que no puede soportar la ley de un reino terrestre, no puede sopor­tar una gloria terrestre.

“Y el que no puede soportar la ley de un reino telestial, no puede soportar una gloria telestial, por tanto, no es digno de un reino de gloria. Por consi­guiente, deberá soportar un reino que no es de gloria.”

Ahora, en cuanto a quiénes somos y lo que deseamos llegar a ser, el Señor le enseñó al profeta José Smith lo si­guiente:

“Aquellos que son de un espíritu ce­lestial recibirán el mismo cuerpo que fue el cuerpo natural; sí, vosotros reci­biréis vuestros cuerpos, y vuestra glo­ria [no hay ninguna duda en cuanto a la resurrección; todos aquellos que reci­bieron un cuerpo mortal serán resucita­dos, pero vuestra gloria] será aquella por medio de la cual vuestro cuerpo sea vivificado.
“Vosotros que seáis vivificados por una porción de la gloria celestial, reci­biréis entonces de la misma, sí, una plenitud.
“Y los que sean vivificados por una porción de la gloria terrestre, recibirán entonces de la misma, sí, una plenitud.
“Y también los que sean vivificados por una porción de la gloria telestial, recibirán entonces de la misma, sí, una plenitud.” (D. y C. 88:14-31.)

Como Santos de los Últimos Días, sabemos que para lograr la exaltación y la vida eterna en el reino celestial, donde moran nuestro Padre, nuestro Salvador y los justos de todas las épo­cas, debemos cumplir con los princi­pios y ordenanzas del evangelio de Je­sucristo. Esto requiere honradez, integridad, pureza y rectitud; requiere que evitemos la suciedad de cualquier clase, tanto en pensamientos como en acciones.

Debemos orar fervientemente a fin de recibir la ayuda de nuestro Padre Celestial en nuestra vida cotidiana.

Si en verdad nos interesa el hecho de que somos hijos de Dios, viviremos en maneras que sean propias de un hijo de Dios, en maneras que se ajusten a la vida de alguien que procura ser here­dero de todo lo que su Padre tiene para aquellos que guarden su segundo esta­do.

Espero que tengamos una compren­sión más clara de lo que significa ser un hijo de Dios, de lo que es nuestro potencial y de cómo debemos vivir en la tierra para ser merecedores de esa gran bendición.

Que vivamos a la altura del conocimiento de quiénes somos y de lo que realmente significa ser un hijo de Dios.

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