Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía

5 de noviembre de 1983
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía”
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

Discurso pronunciado el 5 de noviembre de 1983 ante los alumnos universitarios de la Iglesia en el Instituto de Religión de Salt Lake.

Gordon B. Hinckley

Sufrimos el temor al ridículo, el temor al fracaso, el temor a la soledad, el temor a la ignorancia.
Andemos con confianza y con tranquila dignidad en nuestra convicción concerniente a Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor.

Durante mis viajes por del mundo, y durante el transcurso de mi vida, he conocido a mucha gente que se ha enfrentado a problemas y a aflic­ciones que les perturban. A modo de respuesta ante esas preocupaciones, a menudo he recordado algunas palabras escritas ya hace mucho tiempo por el apóstol Pablo. En esa época probable­mente era prisionero en Roma, listo “para ser sacrificado” como él lo dijo (2 Timoteo 4:6). Había sido gran mi­sionero, incansable en compartir su testimonio, celoso en su deseo de dar a conocer al Señor resucitado. Sabía que sus días estaban contados, y con gran fe escribió a uno de sus compañeros menores, Timoteo, a quien describe como “amado hijo”:

“Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti. . .
“Porque no nos ha dado Dios espíri­tu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:6-7.)

¿Quién de entre nosotros puede de­cir que no ha sentido miedo? No sé de nadie que no lo haya sentido; algunos, por supuesto, lo experimentan a un ni­vel más elevado que otros. Algunos son capaces de sobreponerse a él rápi­damente, mientras que otros se sienten atrapados y agobiados al grado de que los llega a vencer. Sufrimos el temor al ridículo, el temor al fracaso, el temor a la soledad, el temor a la ignorancia. Algunas personas le temen al presente, otras al futuro; algunos llevan consigo la carga que les impone el pecado y estarían dispuestos a dar casi cualquier cosa por deshacerse de esa carga, pero temen cambiar sus vidas. Reconozca­mos que el temor no viene de Dios, sino que más bien ese elemento tortu­rador y destructivo viene del adversa­rio de la verdad y la justicia. El temor es lo opuesto a la fe; es corrosivo y hasta mortal en sus efectos.

“Porque no nos ha dado Dios espíri­tu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.”

Estos principios son los antídotos contra el temor que mina nuestra forta­leza y a veces nos lleva a la derrota; ellos nos dan poder.

¿Qué poder? El poder del evangelio, el poder de la verdad, el poder de la fe, el poder del sacerdocio.

El año pasado gran parte del mundo cristiano conmemoró los quinientos años del nacimiento de Martín Lutero, a quien honramos como a uno de los ilustres y valientes predecesores de la Restauración. Amo la letra de su mag­nífico himno:

Es un baluarte nuestro Dios de protección completa.
Es un socorro nuestro Dios, los males El sujeta.
Supremo su poder, rescata a todo ser.
Con potestad obró, y todo Él lo creó, y para siempre reinará.

Sentimos una gran fortaleza al saber que tanto vosotros como yo somos hi­jos e hijas de Dios; llevamos en nues­tro interior algo divino. El que tiene este conocimiento y permite que influ­ya en su vida no se degradará a hacer cosas malas, bajas o de mal gusto.

Esforcémonos por desarrollar esas cualidades divinas. Por ejemplo, no debemos temer al ridículo a causa de nuestra fe. Todos, en alguna oportuni­dad, hemos sentido algo de este tipo de ridículo, pero existe en nuestro interior un poder que se puede sobreponer al ridículo, y que, inclusive, puede trans­formarlo en algo positivo.

Recuerdo haber escuchado la expe­riencia de una joven que cursaba la en­señanza secundaria que vivía lejos de la sede de la Iglesia, y que cambió con éxito a muchas de sus amistades, nin­guna de las cuales era miembro de la Iglesia. Decidieron hacer una fiesta; en forma firme y decidida les dijo, “Podemos tener una fiesta magnífica sin necesidad de tomar bebidas alcohólicas”.

Lo maravilloso es que sus amigos la respetaron y, más aún, su firmeza de carácter edificó la fortaleza de otras personas, quienes desarrollaron el va­lor de ser responsables, decentes y mo­rales debido a su ejemplo. Dios nos ha dado el poder del evangelio para so­breponernos a los temores.

Dios nos ha dado el poder de la ver­dad.

El presidente Joseph F. Smith decla­ró en una oportunidad: “Creemos en toda la verdad, pese al asunto a que se refiera. Ninguna secta o denominación religiosa del mundo [como diría yo, ninguno que busque la verdad] posee un solo principio de verdad que no aceptemos o que rechacemos. Estamos dispuestos a recibir toda verdad, sea cual fuere la fuente de donde proven­ga, porque la verdad se sostendrá, la verdad perdurará.” (Doctrina del Evangelio, página 1.)

No tenemos nada que temer cuando andamos en la luz de la verdad eterna, pero debemos saber discernir porque la sofistería a veces se disfraza de ver­dad. Las verdades a medias se usan para desviar bajo la apariencia de ver­dades totales. A menudo los enemigos de esta obra usan las insinuaciones pa­ra representar la verdad. Las teorías y las hipótesis tienden a mostrarse como verdades confirmadas. Las declaracio­nes que se toman fuera de contexto del tiempo y de las circunstancias, o la pa­labra escrita, a menudo se presentan  como verdad, cuando de hecho tal pro­cedimiento puede ser la esencia misma de la falsedad.

El hermano John Jaques, un conver­so inglés, lo expresa hermosamente en estas palabras que ahora cantamos:

Pues, ¿qué es verdad?
Es principio y fin Y sin límites siempre será;
Si de cielo y tierra se huye confín,
La verdad, de la vida la suma, su bien Repartiendo sin fin seguirá.
(“¿Qué es la verdad?’’ Himnos de Sión, No. 206.)

No tenemos que temer mientras mantengamos en nuestras vidas el po­der que se logra al vivir rectamente de acuerdo con la verdad que proviene de Dios, nuestro Padre Eterno.

Tampoco tenemos que temer mien­tras tengamos el poder de la fe. La iglesia tiene una hueste de críticos y enemigos; se mofan de lo que es sagra­do; degradan aquello que ha venido de Dios. Tratan de complacer a los que evidentemente gozan al hacer que lo que es sagrado parezca ridículo. No puedo pensar en nada que esté en más desacuerdo con el Espíritu de Cristo que esta clase de actividades.

Nos perturba la profanación de aquello que para nosotros es sagrado, pero no debemos temer; esta causa es más grande que cualquier hombre. So­brevivirá a todos sus enemigos. Sola­mente necesitamos seguir adelante sin temor con el poder de la fe. El Señor dijo a principios de esta gran obra:

“Así que, no temáis, rebañito; haced lo bueno; dejad que se combinen en contra de vosotros la tierra y el infier­no, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer. . .

“Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis.
“Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies; sed fieles; guardad mis mandamientos y heredaréis el reino de los cielos.” (D. y C. 6:34, 36-37.)

Pablo escribió a los corintios: “Velad, estad firmes en la fe; por­taos varonilmente, y esforzaos.» (1 Corintios 16:13.)

“Porque no nos ha dado Dios espíri­tu de cobardía, sino de poder, de amor. . .”

¿Amor hacia qué? Amor hacia el Se­ñor, amor por su obra, por su causa y por su reino; amor por la gente; amor del uno para con el otro.

He visto una y otra vez que el amor hacia Dios puede cubrir el abismo del temor. El amor por la Iglesia también puede ayudarnos a sobreponernos a las dudas. He contado mis experiencias universitarias de hace más de cincuen­ta años a muchos jóvenes universita­rios. En muchas formas ese fue un pe­ríodo deprimente, un período de cinismo y gran desesperación. Eran los años peores de la Gran Depresión. En el año 1932, cuando me gradué, la tasa de desempleo era superior al 30 por ciento [suma abrumadora para los Es­tados Unidos]. Los Estados Unidos y el mundo entero se debatían en la de­sesperación. Era una época de desem­pleo y de suicidios.

Los jóvenes de la edad universitaria tienden a ser un poco críticos y cínicos en todo caso, pero esa actitud se agra­vó en los años 30 por el cinismo de los tiempos. Era fácil tener dudas sobre muchas cosas, cuestionar cosas de la vida, del mundo, de la Iglesia y de algunos aspectos del evangelio. Pero fue también una época de bondad y de amor. Tras esos pensamientos encon­tré un gran fundamento de amor que recibí de mis buenos padres y de una buena familia, de un obispo maravillo­so, de maestros devotos y fieles y de Escrituras que podía leer y estudiar. Aun cuando en nuestra juventud tu­vimos problemas para entender mu­chas cosas, en nuestros corazones ha­bía algo de ese amor a Dios y su gran obra que nos hizo eliminar esas dudas y temores. Amamos al Señor y ama­mos a amigos buenos y honorables, y de ese amor logramos extraer una gran fortaleza.

Cuán grande y magnífico es el po­der del amor para sobreponerse a las dudas, a las preocupaciones y al desá­nimo.

“No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.”

¿Qué quiso decir Pablo con las pala­bras dominio propio? Creo que se refe­ría a la lógica básica del evangelio. Para mí, el evangelio no es una gran masa de jerga teológica, sino una cosa lógica, simple y hermosa, con una sua­ve verdad siguiendo a otra en una se­cuencia ordenada. No me inquieto por los misterios; no me preocupo en pen­sar si las puertas del cielo son girato­rias o corredizas, lo único que me im­porta es que se abren. No me preocupa que el profeta José Smith haya dado varias versiones de la primera visión, al igual que no me preocupa que haya cuatro escritores de los evangelios en el Nuevo Testamento, cada uno con su propio punto de vista, cada uno rela­tando los acontecimientos para satisfa­cer sus propios propósitos al momento de escribirlos.

Estoy más interesado en el hecho de que Dios ha revelado en esta dispensa­ción un grandioso, maravilloso y her­moso plan que motiva a los hombres y mujeres a amar a su Creador y Reden­tor, a apreciar y a servir a sus semejan­tes, a caminar con fe por los senderos que llevan a la inmortalidad y a la vida eterna.

Estoy agradecido por la maravillosa declaración que dice “La gloria de Dios es la inteligencia, o en otras pala­bras, luz y verdad” (D. y C. 93:36). Estoy agradecido por el mandato que se nos da de buscar “palabras de sabi­duría de los mejores libros” y de adquirir “conocimiento, tanto por el estudio como por la fe” (D. y C. 88:118).

Recuerdo que cuando era estudiante universitario había grandes discusio­nes sobre el asunto de la evolución or­gánica. Tomé clases de geología y de biología y escuché la historia completa del Darvinismo, como se enseñaba en ese entonces. Pensé y reflexioné mu­cho al respecto, pero no le hice caso, pues en las Escrituras había leído sobre nuestro origen y nuestra relación con Dios. Desde entonces me he familiari­zado con la clase de evolución que pa­ra mí es mucho más importante y ma­ravillosa: es la evolución de los hombres y las mujeres como hijos e hijas de Dios, y de nuestro maravilloso potencial de progresar como hijos de nuestro Creador. Para mí, este gran principio se expresa en los siguientes versículos de una revelación:

“Y lo que no edifica no es de Dios, y es tinieblas.

Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz aumenta más y más en resplandor hasta el día perfecto.” (D. y C. 50:23-24.)

Quisiera que meditáramos estas pa­labras. Son maravillosas en su prome­sa con respecto al gran potencial que yace en cada uno de nosotros, nacido de una promesa que se ha plantado en nuestro interior como una expresión del amor de Dios por sus hijos e hijas.

¿Qué tenemos que temer con res­pecto a nuestros desafíos y dificultades en la vida? “Solamente al temor mismo”, como lo expresara en un con­texto diferente el presidente Franklin D. Roosevelt (de los Estados Unidos).

Refirámonos de nuevo a las tremendamente importantes verdades enseña­das por Pablo: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de po­der, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7.)

Luego dio Pablo este gran consejo a Timoteo: “Por tanto, no te avergüen­ces de dar testimonio de nuestro Señor” (2 Timoteo 1:8),

Que este consejo sea un encargo personal para cada uno de nosotros. Andemos con confianza, pero nunca con arrogancia, y con tranquila digni­dad en nuestra convicción concernien­te a Jesucristo, nuestro Salvador y Re­dentor. Encontremos fuerza en la fortaleza que de Él proviene. Encon­tremos paz en la paz que fue de la esencia misma de su ser.

Estemos dispuestos a sacrificarnos con el mismo espíritu de Aquel que se entregó a sí mismo como sacrificio pa­ra todos los hombres. Andemos por el camino de la virtud, obedeciendo su mandato, “purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová” (Isaías 52:11). Arrepintámonos de cualquier mal para cumplir con su mandamiento de que lo hagamos, y luego busque­mos el perdón mediante la misericor­dia que nos ha prometido. Demostré­mosle nuestro amor por medio del servicio a nuestros semejantes.

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1 Response to Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Waooo pa lante muy bello

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