Agosto de 1985
“Con el son de trompeta”
Por Jeanne Newman
Quizás he llevado una vida muy acogedora, pero simplemente no estoy acostumbrada a que alguien me diga que me voy a ir al infierno. Sin embargo, eso fue suficiente para obligarme a pensar seriamente sobre algunas cosas, que hasta el día de hoy tengo muy presentes.
El incidente ocurrió un verano, al interrumpir mis estudios en la Universidad Brigham Young (Provo, Utah) para ir a trabajar a una oficina gubernamental en Washington, D.C. Había en esa oficina un empleado joven que era excepcionalmente brillante y elocuente y que, además de trabajar a jornada completa, se encontraba terminando sus estudios en leyes. No era miembro de la Iglesia, pero por varios años había vivido rodeado de miembros. Me atrevo a decir que probablemente conocía los puntos técnicos de nuestra doctrina mejor que yo, y su conocimiento de la Biblia era espléndido. Si nuestras conversaciones hubieran degenerado alguna vez en argumentos, su perspicaz mente de abogado y verbosidad me hubieran dejado anonadada y sin aliento. Esto era precisamente lo que se proponía conseguir, supongo, pues se deleitaba en hacerme preguntas con el expreso propósito de confundirme, y sus ataques a la Iglesia siempre parecían muy bien estudiados e ingeniosamente ejecutados. Pude descubrir claramente sus verdaderas intenciones cierto día cuando, después de haber sostenido una larga conversación, hizo el siguiente comentario: “Ni siquiera logré hacerla llorar, ¿verdad?”.
Para ser sincera, tengo que confesar que sí lo logró una vez, y sucedió justamente en su presencia. Pero la razón no fue de ningún modo por sentirme frustrada y derrotada. Esto realmente nunca representó problema para mí, pues cuanto más fuertemente me atacaba, más intensamente podía yo sentir el apoyo del Espíritu, confirmándome la validez de mi testimonio y llenándome de una paz tal que no sentía ni el menor deseo de discutir con él.
Las lágrimas afluyeron después de una ocasión en la cual me explicó su mayor objeción a la Iglesia. El creía que los hombres son salvos por la gracia; que el Salvador expió nuestros pecados y que lo único que se requiere de nosotros es creer en El y aceptarlo como nuestro Salvador. Expresó que tenía una relación personal con Cristo, y que, por ende, para ser salvo no necesitaba más que eso. En cambio, afirmó amargamente, los Santos de los Últimos Días no aprecian ni a Cristo ni lo que hizo por nosotros. La creencia de éstos en requisitos además de la fe, tales como el bautismo y la obediencia a los mandamientos, degrada la expiación del Salvador al implicar que no basta por sí sola para salvar a los hombres. Sostuvo enérgicamente que las creencias de los mormones son casi una blasfemia. Se le ocurrieron muchos adjetivos para describirlos, pero la palabra cristianos no se encontraba definitivamente entre ellos. Y ésa, afirmó, era la razón por la que me iba al infierno.
Al escuchar su condena, acudieron a mi mente una y mil respuestas a su ataque. Podía decir que Cristo mismo fue quien instituyó la ordenanza del bautismo y que El mismo había dado el ejemplo. Podía decir también que Él había sido uno de los que más habían recalcado la obediencia a los mandamientos. Podía mencionar que precisamente uno de sus discípulos había dicho que “la fe sin obras es muerta”. Más no dije nada parecido. Al contrario, cuando el joven se detuvo por un momento para recobrar su aliento, simplemente lo miré y le dije: “El Salvador es más importante que cualquier otra cosa de mi vida”. Entonces le expresé mi testimonio sobre Jesucristo. Le hablé de mi amor por el Salvador y de la seguridad que tenía de que él me amaba. Le dije también que la expiación de Jesucristo era lo único que le daba propósito a mi vida, y que su evangelio era el ancla a la que me aferraba cuando se me juntaban el cielo y la tierra. Le dije que mi vida se centraba en el esfuerzo por vivir el evangelio del Señor y que poseía un testimonio personal de Jesucristo, el Hijo de Dios. Estoy segura de que no hablé en forma elocuente o impresionante, pero fue en esos momentos cuando se me llenaron los ojos de lágrimas.
Cuando hube terminado de hablar, ocurrió algo sorprendente: este amigo mío, de tanta labia y astucia, guardó silencio por unos momentos. Cuando se dispuso a hablar, el volumen de su voz había disminuido hasta un tono moderado, y me dijo: “Eres la primera mormona que me ha expresado realmente un testimonio de Jesucristo”.
Somos miembros de la Iglesia de Jesucristo; es su Iglesia. Al bautizamos hicimos convenio de “ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar. . . , aun hasta la muerte” (Mos. 18:9). ¿Cómo puede ser posible, entonces, que yo haya conocido a una persona que, habiendo vivido entre Santos de los Últimos Días, y habiendo trabajado y tratado a tantos de ellos por varios años, nunca hubiera escuchado de sus labios un testimonio sobre Jesucristo? Es posible que el caso de este amigo mío sea único, y realmente espero que así sea. No obstante, la experiencia que tuve con él me ha hecho más consciente de nuestra sagrada obligación de testificar intrépida y abiertamente que el Señor es nuestro Salvador, Jesús el Cristo.
Ciertamente no carecemos de razones para testificar llenos de júbilo acerca de Él, pues es el Creador: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3).
Él es “la luz que existe en todas las cosas, que da vida a todas las cosas, que es la ley por la cual se gobiernan todas las cosas, sí, el poder de Dios que se sienta sobre su trono, que existe en el seno de la eternidad, que está en medio de todas las cosas.
“El comprende todas las cosas, y todas las cosas están delante de él, y todas las cosas están alrededor de él; y él está sobre todas las cosas, y en todas las cosas, y por en medio de todas las cosas, y circunda todas las cosas; y todas las cosas son por él, y de él, sí, Dios para siempre jamás.” (D. y C. 88:13,41.)
Él es “el Alfa y la Omega,… el principio y el fin, el Redentor del mundo” (D. y C. 19:1).
Él es el que “es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación.
“Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten;
“y él es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia;
“por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Col. 1:15, 17-19).
Él es el “que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) y nos libra de la destrucción. Sin él “la carne no se [levantaría] más” y tendríamos que “estar sujetos a ese ángel que cayó de la presencia del Dios Eterno, y se convirtió en el diablo. . .
“Y nuestros espíritus habrían llegado a ser como él, y nosotros seríamos diablos, ángeles de un diablo, para ser separados de la presencia de nuestro Dios y permanecer con el padre de las mentiras, en miseria como él” (2 Nefi 9:8-9).
Pero a causa de nuestro Salvador, no tenemos por qué terminar de esa manera. Por él podemos arrepentimos y ser perdonados, puesto que él pagó el precio por nuestros pecados. Sufrió tal angustia que hizo que el mismo, “Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu” (D. y C. 19:18).
Él ha “padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten” (D. y C. 19:16).
Sólo por medio de Cristo podemos vivir. Él nos “está preservando de día en día, dando[nos] aliento para… vivir, mover[nos] y obrar según nuestra propia voluntad” (Mos. 2:21). Sin él no podemos hacer nada, pues sólo en él hay fortaleza, vida, paz, esperanza y salvación. En verdad, su nombre es “Admirable, Consejero, Dios fuerte. Padre eterno, Príncipe de paz” (Is. 9:6).
¿Cómo es posible que titubeemos en “alzar nuestras voces como con el son de trompeta” (D. y C. 33:2) para testificar y dar testimonio de Jesucristo? No estamos solos al testificar del Salvador y Redentor, pues todos los profetas han testificado de Él. Las Escrituras se encuentran llenas de testimonios sobre él. En verdad, todas las cosas dan testimonio de él, pues él mismo ha dicho: “Y he aquí, todas las cosas tienen su semejanza, y se han creado y hecho todas las cosas para que den testimonio de mí; tanto las que son temporales, como las que son espirituales, cosas que hay arriba en los cielos, cosas que están sobre la tierra, cosas que están en la tierra y cosas que están debajo de la tierra, tanto arriba como abajo; todas las cosas testifican de mí” (Moisés 6:63). Aun Dios el Padre ha testificado de su Hijo, cuando ha dicho en varias ocasiones: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (véanse Mateo 17:5; 3 Nefi 11:7; José Smith—Historia 17).
A menudo nos referimos a los Apóstoles como testigos especiales de Cristo. ¿Qué significa esto? El élder Bruce R. McConkie ha explicado que “un apóstol es un testigo especial del nombre de Cristo, a quien se envía a enseñar los principios de salvación a otros. Un apóstol conoce la divinidad del Salvador por revelación personal y es llamado para dar testimonio al mundo sobre lo que el Señor le ha revelado”. El élder McConkie continúa: “En verdad, todo miembro de la Iglesia debe gozar de percepción y revelación apostólica, y tiene la obligación de alzar la voz de amonestación” (Mormon Doctrine, 2a. ed. Salt Lake City: Bookcraft, 1966, págs. 46-47). El élder David B. Haight ha dicho: “Tenemos la responsabilidad y gloriosa oportunidad de dar testimonio constante de Jesús el Cristo” (Conferencia General, abril de 1974). El élder Joseph B. Wirthlin ha declarado enfáticamente lo siguiente:
“¡Nuestra Iglesia no compromete ni comprometerá de ninguna manera su posición al respecto! Jamás, en ningún momento o lugar, vacilará, ni mostrará ningún titubeo en testificar de la divinidad de Jesucristo. Considerando el estado actual del mundo, cada poseedor del sacerdocio [y cada miembro] debe aprovechar cada oportunidad que tenga de testificar acerca del Salvador, de enseñar y poner como ejemplo las verdades del evangelio, haciendo que su luz brille de tal modo ante amigos y desconocidos por igual, que ayude a perpetuar la verdad sobre nuestro Salvador Jesucristo.” (Liahona, feb. de 1979, pág. 50.)
Debemos estar más que dispuestos; debemos estar ansiosos de dar testimonio de nuestro divino Redentor y Amigo. Debemos ser como los nefitas de tiempos antiguos, a quienes Nefi se refirió al decir: “Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo” (2 Nefi 25:26). Es nuestra obligación, y a la vez es nuestra grande y hermosa oportunidad. Deberíamos sentimos como Ammón cuando dijo: “Por lo tanto, gloriémonos; sí, nos gloriaremos en el Señor; sí, nos regocijaremos porque es completo nuestro gozo; sí, alabaremos a nuestro Dios para siempre. He aquí, ¿quién puede gloriarse demasiado en el Señor?” Así como Ammón, “no puedo expresar ni la más pequeña parte de lo que siento” (Alma 26:16), pero sí puedo decir que yo sé que Jesucristo es el Hijo de Dios, y nuestro Señor y Salvador. Esta es su Iglesia y su obra, y es nuestra responsabilidad testificar de ello. Con humildad, agrego mi ferviente testimonio a los muchos que se han dado de él.

























interesante, testimonio, amenn.
eso es.
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