Dame, pues, ahora este monte

Conferencia General Octubre 1979
Dame, pues, ahora este monte
Por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballMis queridos hermanos y hermanas: ¿Hay alguien aquí que no conozca al hermano LeGrand Richards, quien acaba de hablarnos? ¿Hay alguien que no sepa lo maravilloso que es el cómo misionero? Cuando yo formaba parte de la presidencia de una estaca en Arizona, fue el hermano Richards a visitarnos y después de habernos aconsejado extensamente, viajamos juntos a Miami, un pueblo de Arizona, para terminar con nuestras conferencias y hablamos del evangelio toda una tarde. No sé si él lo recordara o no. pero me impresiono mucho esto.

Hace poco la Primera Presidencia y algunas de las otras Autoridades Generales fuimos a una conferencia de área en Nuevo México y tuvimos un contratiempo; uno de los aviones que necesitábamos abordar tenía problemas, y tuvieron que solicitar los repuestos a Denver. Mientras esperábamos, el hermano Richards empezó a conversar con el piloto y una de los aeromozas y a hablarles sobre el evangelio. Esa es la clase de misionero que es él.

Estamos muy contentos y agradecidos al hermano Richards, y a las demás Autoridades Generales que han sido tan fieles, tal como lo mencionó él en su discurso.

¡Esta ha sido una gloriosa conferencia! Siempre me siento elevado por estas experiencias. A todos nos ha beneficiado estar aquí. Estoy agradecido por las palabras de los hermanos que han hablado; el Señor ha contestado sus oraciones, en las que le pidieron ayuda, tanto para prepararse como para hablar.

Deseo expresar mi agradecimiento a todos vosotros, que habéis viajado grandes distancias para venir. . . algunos con gran sacrificio e inconvenientes. Os agradecemos vuestra devoción y pedimos al Señor que os bendiga con la capacidad de recibir en vuestro corazón los mensajes que habéis oído, y que perduren en vosotros por mucho tiempo después que hayamos dicho nuestro último «amen».

Comprendemos que es mucho lo que depende de vosotros, como líderes, al regresar a trabajar con los hermanos de vuestras estacas y barrios, así como en vuestro propio hogar.

Deseo referirme a la gran historia del éxodo de los hijos de Israel, desde Egipto hasta la Tierra Prometida. En esa historia se halla el relato de un hombre especial, que me conmueve, me motiva y me inspira. Su nombre era Caleb.

En los primeros meses después que condujo a Israel desde Egipto Moisés envió a doce hombres para que reconocieran la Tierra Prometida y le llevaran noticias de las condiciones de vida allí, a fin de que él pudiera hacer planes para el regreso de Israel a Canaán. Caleb y Josué eran parte de aquel grupo. Después de pasar cuarenta días en esa misión, los doce hombres regresaron; llevaban consigo higos y granadas, y un racimo de uvas tan grande, que fue necesario que lo llevaran entre dos hombres colgado de un palo. La mayoría de los que componían ese grupo, presentaron un informe desalentador en cuanto a la Tierra Prometida y sus habitantes.

Habían encontrado una tierra que era hermosa y deseable, donde fluían leche y miel; sin embargo sus ciudades eran amuralladas y formidables y las habitaban, «los hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos» (Números 13:31, 32). Pero Caleb vio las cosas con otros ojos, con lo que el Señor llamo «otro espíritu», y su relato de la jornada y de su cometido fue muy diferente. Él dijo:

«Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos.» (Números 13:40.)

Josué apoyo a Caleb en instar al pueblo a que avanzaran y tuvieran fe y confianza en el Señor. Ambos dijeron:

«Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevara a esta tierra, y nos la entregara, tierra que fluye leche y miel.

Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esa tierra; porque. . . con nosotros esta Jehová: no los temáis.» (Números 14:7-9.)

Más los temerosos Israelitas, recordando la seguridad de sus días de esclavitud en Egipto, y faltándoles la fe en Dios, rechazaron a Caleb y a Josué y trataron de apedrearlos.

Por causa de su falta de fe, los hijos de Israel tuvieron que pasar cuarenta años comiendo el polvo del desierto, cuando podrían haberse hartado de leche y miel.

El Señor decidió que, antes de que Israel pudiera entrar en la tierra de Canaán, tendrían que morir todos los de aquella generación de incrédulos que habían sido liberados del cautiverio, con la excepción de Josué y Caleb. Por su fe, a estos se les prometió que ellos y sus hijos vivirían para habitar la Tierra Prometida.

Cuarenta y cinco años después que los doce hombres habían regresado de su exploración de la tierra de promisión, cuando la nueva generación de Israel bajo la dirección de Josué estaba finalizando su conquista de la tierra de Canaán, Caleb le dijo a Josué:

«Yo era de edad de cuarenta años cuando Moisés, siervo de Jehová me envió. . . a reconocer la tierra; y yo le traje noticias como lo sentía en mi corazón. Y mis hermanos, los que habían subido conmigo, hicieron desfallecer el corazón del pueblo, pero yo cumplí siguiendo a Jehová mi Dios.

Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como Él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová hablo estas palabras a Moisés, cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, soy de edad de ochenta y cinco años.

Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió;» y lo era, por lo menos en el espíritu del evangelio y dentro de su llamamiento y necesidades; «cual era mi fuerza entonces tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar.» (Josué 14:7-11.)

Del ejemplo de Caleb aprendemos importantes lecciones. Así como él tuvo que luchar para poder reclamar su herencia, y permaneció firme y fiel para obtenerla, también nosotros debemos recordar que, aunque el Señor nos ha prometido un lugar en su reino, debemos luchar constante y fielmente para ser dignos de recibirlo.

Caleb concluyó sus conmovedoras palabras con un ruego y un desafío, con los cuales mi corazón  concuerda íntegramente: los anaceos, los gigantes, todavía habitaban en la tierra prometida y debían ser vencidos. Caleb, ya de ochenta y cinco años de edad dijo:

«Dame, pues, ahora este monte.» (Josué 14:12.)

Eso es lo que yo siento por la obra en este momento. Hay todavía grandes cometidos, oportunidades gigantescas delante de nosotros. Acepto con gusto esta emocionante perspectiva, y con humildad quiero decirle al Señor: «¡Dame este monte! ¡Dame estos cometidos!»

Humildemente, hago esta promesa al Señor, y a vosotros, mis amados hermanos y hermanas, mis colaboradores en la sagrada causa de Cristo: seguiré adelante, con fe en el Dios de Israel, sabiendo que Él nos guiara, dirigirá y conducirá finalmente, al cumplimiento de Sus propósitos y las bendiciones que nos ha prometido.

«Y Jesús le dijo: Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.» (Lucas 9:62.)

Yo «cumpliré siguiendo al Señor mi Dios», con toda la fuerza de mi energía y de mis habilidades.

Sincera y fervientemente, os insto a que cada uno de vosotros haga esta misma promesa y esfuerzo; cada líder del sacerdocio cada mujer en Israel, cada joven y jovencita, cada niño y niña.

Mis hermanos y hermanas, os testifico que esta es la obra del Señor, y que es verdadera. Estamos al servicio del Señor. Esta es su Iglesia y Él es su cabeza y su piedra fundamental. Os dejo este testimonio, con mi amor y bendición en el nombre de Jesucristo. Amen.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

1 Response to Dame, pues, ahora este monte

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Me encantan las palabras del presidente Kimball!

    Me gusta

Replica a Anónimo Cancelar la respuesta