Conferencia General Octubre 1979
El don del Espíritu Santo
Por el élder LeGrand Richards
Del Consejo de los Doce
Humildemente ruego que el Espíritu del Señor me ayude mientras os hablo acerca de una declaración hecha por el profeta José Smith, cuando visito al entonces Presidente de los Estados Unidos, Martin Van Buren. Este le pregunto al Profeta cuál era la diferencia entre su Iglesia v las demás iglesias del mundo, y José Smith le contestó:
«Nosotros tenemos la forma correcta del bautismo y el don del Espíritu Santo por la imposición de manos, y consideramos que eso incluye todos los otros asuntos importantes.» (History of the Church 4:42.)
Quisiera mencionar algunas cosas que nosotros tenemos por obra del Espíritu Santo, el cual, como miembros de la Iglesia, recibimos por imposición de manos de quien tiene la autoridad para conferirlo. Creo que el don del Espíritu Santo es tan importante para el hombre como lo son el sol y el agua para las plantas. Si se les privara de estos elementos, las plantas morirían. Si se eliminara el Espíritu Santo de la Iglesia, no sería diferente de ninguna otra Iglesia, esto se pone de manifiesto en muchas formas, en la vida y la devoción de los miembros de la Iglesia.
Recientemente durante una conferencia de área en Toronto, el primer ministro de Canadá le dijo al presidente Tanner: «No comprendo cómo pueden ustedes hacer que su gente haga tanto, sin pagarles». Y es cierto; cuando pienso en lo que nuestra gente hace sin remuneración monetaria, lo considero algo extraordinario.
En el caso de las Autoridades Generales, cuando son llamadas a esa posición, nada se les dice de que habrán de recibir ningún tipo de subvención para vivir.
Recuerdo una oportunidad en que fui a Washington. Poco después que el presidente Benson fue llamado como uno de los Doce y cuando todavía no había viajado a Salt Lake City para ser ordenado y apartado. Siendo yo el Obispo Presidente, asistí a una conferencia de su estaca, donde él me pregunto: «Obispo, ¿existe alguna disposición que nos asegure un estipendio mientras servimos como Autoridades Generales?» A lo que le conteste que existía una pequeña asignación, pero que tendría que disponerse a vivir en forma un tanto diferente de lo que lo había hecho hasta entonces, a menos que tuviera algunos ahorros. Mientras trabajaba en el departamento de Agricultura de los Estados Unidos, el recibió una oferta de trabajo con una remuneración tremenda, pero la rechazo para venir aquí y ser miembro del Consejo de los Doce, sin ninguna seguridad de que dispondría de una asignación mensual.
Pienso en el presidente Tanner, cuando fue llamado para ser Autoridad General. El presidente McKay nos dijo que entonces el hermano Tanner se encontraba en camino a ser el Primer Ministro de Canadá, donde presidía poderosas organizaciones industriales Y estoy seguro de que cuando el presidente McKay lo llamo para ser Autoridad General, no discutieron nada con respecto a remuneraciones. Podría seguir diciendo lo mismo de cada uno de estos hombres, y de los motivos por los que dejaron sus negocios y profesiones; lo hicieron porque recibieron el don del Espíritu Santo, lo que les hizo seguir el consejo dado por Jesús:
«Más buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.» (Mat. 6:33.)
Cuando yo era Obispo Presidente y uno de mis consejeros murió, pedí como consejero al hermano Thorpe B. Isaacson, que era entonces presidente de una importante compañía de seguros de su propiedad. Cuando el presidente George Albert Smith le pregunto si estaba dispuesto a servir como mi consejero, él después de aceptar dijo: «Antes de comenzar quisiera hacer arreglos para que mi compañía tome un gerente. Pero si no me dejan hacerlo, les voy a decir que se queden con el negocio». Yo sé que su estipendio, cuando paso a ser mi consejero en el obispado, era el equivalente de lo que él había estado pagando de diezmos mientras tenía su negocio; y no solamente eso: los seis primeros meses devolvió su estipendio a la Iglesia, diciendo: «Puesto que nunca salí en una misión, es tiempo de que haga algo al respecto».
Algo similar sucede con cada uno de todos estos hombres. Yo mismo tenía un negocio con diez empleados y dos secretarias, cuando el Presidente de la Iglesia me llamo para presidir sobre la estaca de Hollywood, en California. En dos meses vendí mi negocio y mi hermosa casa y me mudé con mi familia a California, sin disponer de subvenciones y dispuesto a comenzar de nuevo. En otra oportunidad el presidente Grant llamó mil misioneros voluntarios y dijo: «Los obispos y presidentes de estaca no están exentos». Yo era entonces obispo, y termine en nueva Inglaterra como misionero. Deje a mi esposa, mis siete hijos y mi negocio, en manos de mi cuñado. Cosas así no las hacen los hombres comunes, sino que se necesitan hombres inspirados por el Espíritu Santo.
Tenemos ahora aproximadamente veintinueve mil misioneros en el mundo, financiándose los gastos, al igual que ha sucedido, con todos los misioneros desde la organización de la Iglesia; y lo que les ha inspirado para hacerlo ha sido el don del Espíritu Santo. La mayoría de ellos esperan ansiosos desde la infancia para salir en una misión.
El presidente Benson nos contó hace un tiempo acerca de una oportunidad en la que él se encontraba en un banquete, sentado al lado de un ministro religioso, quien le dijo: «Señor Benson, quisiera hablar con usted después del banquete». Después de ir a otra parte del edificio le dijo el ministro: «Hay dos cosas en su Iglesia que me gustaría copiar; la primera es su sistema misional. Ustedes envían misioneros a todo el mundo y no les pagan; logran que ellos se paguen los gastos y todo lo que la Iglesia hace por ellos es pagarles su viaje de regreso. En nuestra Iglesia, a pesar de que disponemos de un fondo misional y les ofrecemos a nuestros hombres mantenerlos mientras se encuentran en la misión, y pagarles todos los gastos necesarios y el regreso después de su relevo, aun así no conseguimos que nadie vaya».
Esa es la diferencia entre trabajar en el mundo de los hombres y e] reino de Dios. Este es el reino de Dios; Él es el único que puede poner el Espíritu Santo en el corazón de Su pueblo. Nadie en este mundo podría duplicar lo que sucedió aquí, anoche durante la conferencia del sacerdocio de esta Iglesia, que fue transmitida a mil setecientos edificios en todas partes. Calculo que en total tuvimos una audiencia de unos 200.000 hombres y jóvenes poseedores del Sacerdocio de Dios. No en vano Pedro dijo:
«Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que apreciéis las virtudes de aquel que os llamo de las tinieblas a su luz admirable.» (1 Pe. 2:9.)
Nosotros somos especiales para el mundo y tratamos de representar a Quien nos ha llamado de las sombras a esta maravillosa luz.
Pensemos en este Coro del Tabernáculo, que ha estado cantando para nosotros tan maravillosamente durante más de cincuenta años (aunque supongo que no todos sus integrantes han cantado durante todo ese tiempo. . .). Ellos no reciben sueldo. ¡Trescientas cincuenta personas que se reúnen aquí semanalmente y cantan para nosotros!
Cuando yo era presidente de misión en el Sur, fui una vez a una de esas hermosas capillas nuevas que no son de nuestra Iglesia, cuyo ministro nos mostró el edificio y vimos que el subsuelo quedaba por encima del nivel del suelo. Yo le pregunte al ministro: ¿Sabe lo que haríamos nosotros en este caso? Lo arreglaríamos y usaríamos para entretenimiento de nuestros jóvenes». Y él contestó: «Señor Richards, ustedes podrían hacerlo, porque tienen líderes capacitados y no tienen que pagarles. Nosotros, en cambio, no los tenemos, ni tenemos el dinero para pagarles».
¿Qué pasaría si tuviéramos que pagarles a los miembros del Coro del Tabernáculo, y los coros de barrio, y los de las organizaciones auxiliares? El viernes tuvimos aquí una reunión de representantes regionales del Consejo de los Doce. No recuerdo cuantos eran pero creo que eran unos ciento noventa. Entre ellos había hombres de negocios, ejecutivos y profesionales que viajan por todo el país sin compensación por su trabajo, para ayudar a edificar el reino. Gracias a Dios por el don del Espíritu Santo. No en vano el Profeta dijo que en Él se incluye todo.
Una de las mejores ilustraciones que tenemos en las Escrituras acerca de lo que puede hacer el Espíritu Santo por el hombre, lo encontramos en el caso de Pedro. Recordareis cuando Jesús se encontró con sus discípulos en la Ultima Cena y les dijo que uno de ellos lo traicionaría, y Pedro dijo algo así: «Aunque todo el mundo te traicione, yo no habré de hacerlo». Y Jesús le dijo: «Antes de que el gallo cante, me negaras tres veces». Más tarde, mientras Jesús era llevado prisionero, dos mujeres acusaron a Pedro, pero el negó enfáticamente haber estado con Jesús. Entonces vino un hombre y lo acusó, y Pedro lo negó nuevamente; cuando acababa de hacerlo se escuchó el canto del gallo y el lloro amargamente. (Mat. 26:33-35, 69-75.) Así era Pedro antes de recibir el Espíritu Santo.
Jesús mando a sus discípulos que permanecieran en Jerusalén hasta recibir el Espíritu Santo y dijo que era necesario que Él se fuera, o el Consolador no vendría; y les dijo que el Consolador habría de enseñarles todas las cosas; cosas presentes y del pasado, al igual que del futuro. (Juan 14:26.)
Veamos a Pedro después de recibir el don del Espíritu Santo; cuando los sacerdotes le mandaron que no predicara a Cristo en Jerusalén, él les respondió: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (He. 5:29). Entonces Pedro tenía ya la bravura de un león.
Hace unos años, mientras recorría una misión de América Central con el presidente de esta, al entrar a una de las grandes catedrales, vi en una de las paredes una pintura al óleo de los primeros Doce Apóstoles representando la forma en que cada uno murió. Pablo fue decapitado en Roma por Nerón, y Pedro fue crucificado cabeza abajo porque no se consideraba digno de morir de la misma forma que el Señor. Así era Pedro después de recibir el don del Espíritu Santo; comparadlo con el momento en que negó al Salvador.
Eso mismo puede suceder con nuestra gente, con todos los que están llevando a cabo la obra de la Iglesia. Dedicamos hermosas capillas a un promedio de una por día; y se construyen con contribuciones de los miembros, lo que hace posible su financiación; lo hacen por la influencia del Espíritu Santo que han recibido por la imposición de manos al ser confirmados miembros de la Iglesia.
Cuando me encontraba en el sur de los Estados Unidos, recibí la visita de un predicador ambulante que llego a la ciudad de Atlanta diciéndoles a los líderes de las iglesias como podían salir de deudas. Mencionaba las palabras de Malaquías, donde dice que el Señor sea probado y veremos cómo se abren las ventanas de los cielos; decía a las personas que si pagaban sus diezmos por diez meses, se librarían de deudas. Me acerque a él, me presente, y le dije: «Reverendo, quisiera dejarle mi testimonio de que usted se está acercando bastante a la verdad. Hay solo una cosa que no puedo entender: usted dijo que es la ley del Señor el bendecir a su pueblo, y si así es, no sería acaso mejor que fueran bendecidos toda la vida y no tan solo por diez meses?» A lo que el contesto: «¡Pero es que todavía no podemos pedir tanto!»
No podríamos edificar estos hermosos edificios y llevar adelante el programa de la Iglesia si esta responsabilidad descansara sobre nuestros hombros, contando solo con nuestra capacidad y habilidad humanas.
Dios os bendiga a todos. Le agradezco de todo corazón y alma por la restauración del evangelio, por la restauración del sacerdocio, por todos los dones y bendiciones que de Él disfrutamos, incluyendo el don del Espíritu Santo. Cuando fui llamado al Consejo de los Doce dije desde este púlpito que preferiría que mis hijos disfrutaran de la compañía del Espíritu Santo más que de ningún otro ser en este mundo; y hoy me siento igual por ellos, por mí, y por todos vosotros. Os dejo mi amor y bendición, en el nombre de Jesucristo. Amen.
























