Allende el velo: dos revelaciones modernas

Liahona Junio 1986
Allende el velo: dos revelaciones modernas
Por Robert L. Millet

En la Conferencia General de abril de 1976, el presidente Spencer W. Kim­ball anunció que dos revelaciones se habían añadido a la Perla de Gran Precio. Esas dos revelaciones: La Visión del Reino Celestial que tuvo José Smith en 1836, y La Visión de la Redención de los Muertos que tuvo Joseph F. Smith en 1918, fueron más tarde incorporadas a Doctrina y Convenios como las secciones 137 y 138 respectivamente. El élder Boyd K. Packer comentó el anuncio del presidente Kimball de la siguiente mane­ra: “Cuando nos demos cuenta del signi­ficado de ello, viviremos para decirlo a nuestros nietos, y a nuestros bisnietos, y viviremos para anotar en nuestros dia­rios, que nos hallábamos sobre la tierra y recordamos cuando sucedió” (Guía de Estudio personal del Sacerdocio de Melquisedec, 1979 [PCMP60J2SP], pág. 113).

Las adiciones a Doctrina y Convenios son raras. Desde que se agregó el mani­fiesto de 1890 del presidente Wilford Woodruff no se le ha dado a la Iglesia la oportunidad de aceptar una nueva revela­ción como parte de nuestros libros canó­nicos.

Un examen cuidadoso de la manera en que obtuvimos estas revelaciones y lo que dicen puede ayudamos a comprender por qué se han incluido en el libro de Doctrina y Convenios.

La Visión del Reino Celestial (D. y C. 137)        

El escenario histórico de la Visión del Reino Celestial que tuvo José Smith no solamente es inspirativo sino educativo. En 1833 el Señor les recordó a los santos en Kirtland, estado de Ohio, su manda­miento, de “edificar una casa, en la cual me propongo investir con poder de lo alto a los que he escogido” (D. y C. 95:8). Una vez que se construyó el Templo de Kirtland, el Señor recompensó los sacri­ficios de los santos con un maravilloso despliegue de luz y verdad. Un historia­dor Santo de los Últimos Días reciente­mente escribió con respecto a esta memo­rable época de nuestra historia:

“Durante un período de quince sema­nas, desde el 21 de enero al 1o de mayo de 1836, probablemente más Santos de los Últimos Días tuvieron visiones y fue­ron testigos de otras manifestaciones es­pirituales que durante cualquier otra épo­ca en la historia de la Iglesia. Se informó de santos que presenciaron seres celestia­les en diez reuniones diferentes sosteni­das durante ese período. En ocho de esas reuniones, muchos informaron haber vis­to ángeles; y en cinco de los servicios, hubo personas que testificaron que Jesús, el Salvador, se les apareció. Mientras al­gunos santos se comunicaban con huestes celestiales, muchos profetizaron, algunos hablaron en lenguas y otros recibieron el don de interpretación de lenguas.” (Milton V. Backman, Hijo, The Heavens Resound: A History of the Latter-day Saints in Ohio, pág. 285.)

En la tarde del jueves, 21 de enero de 1836, el Profeta, junto con un grupo de líderes de la Iglesia de Kirtland y Misuri, se reunieron en el templo. Después de las unciones y de que la presidencia hubo puesto las manos sobre la cabeza del Pro­feta y pronunciado muchas bendiciones y profecías gloriosas, una maravillosa vi­sión se manifestó al liderazgo reunido. (Véase History of the Church, 2:379-80.)

“Los cielos nos fueron abiertos, y vi el reino celestial de Dios y su gloria, más si fue en el cuerpo o fuera del cuerpo, no puedo decirlo.
“Vi la incomparable belleza de la puer­ta por la cual entrarán los herederos de ese reino, que era semejante a llamas cir­cundantes de fuego;
“también vi el refulgente trono de Dios, sobre el cual se hallaban sentados el Padre y el Hijo.
“Vi las hermosas calles de ese reino, las cuales parecían estar pavimentadas de oro.” (D. y C. 137:1-4.)

Esta visión del reino celestial se ase­mejaba a la visión que Juan el Revelador tuvo de la santa ciudad, la tierra en su estado santificado y celestial. Juan escri­bió: “y los cimientos del muro de la ciu­dad estaban adornados con toda piedra preciosa”. Más adelante dijo: “la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio”. (Apocalipsis 21:19,21.)

José continúa su relato de la visión de la siguiente manera:

“Vi a Adán, nuestro padre, y a Abraham, y a mi padre, y a mi madre, y a mi hermano Alvin, que hace mucho tiempo había muerto;
“y me maravillé de que hubiese recibi­do una herencia en ese reino, en vista de que había salido de esta vida antes que el Señor hubiera extendido su mano para juntar a Israel por segunda vez, y no ha­bía sido bautizado para la remisión de los pecados” (vers. 5-6.)

La visión de José fue un vistazo al fu­turo reino celestial; él vio a sus padres en el reino de los justos, cuando de hecho aún vivían en 1836. Una nota interesante es que su padre estaba en el mismo cuarto cuando se recibió la visión.

El profeta también vio a su hermano Alvin, el primer hijo de José y Lucy Mack Smith. Él tenía un carácter agrada­ble y cariñoso, y constantemente buscaba oportunidades para ayudar a la familia en sus problemas financieros. Más adelante el profeta describió a su hermano mayor como uno en quien no había engaño ni maldad, (véase History of the Church, 5:126) y como «un hombre sumamente apuesto superándole únicamente Adán y Set” (History of the Church, 5:247).

En su lecho de muerte Alvin pidió a cada uno de sus hermanos que se le acer­caran para darles su último consejo y ex­presión de amor. De acuerdo con el relato de su madre, “cuando llegó el tumo de José, le dijo: ‘Estoy muriendo; la angus­tia y el sentimiento que tengo me dicen que mi tiempo de partir se acerca. Deseo que seas un buen muchacho, y hagas to­do lo que puedas para obtener el registro. [José había recibido la visita de Moroni hacía menos de tres meses] Sé fiel en recibir instrucciones y en guardar todo mandamiento que se te dé’ ”.

Alvin falleció el 19 de noviembre de 1823. Lucy Mack Smith describe el sen­timiento de pena que les embargó: “Alvin era un joven de un carácter extremada­mente bueno, bondadoso y amigable, por lo que todo el vecindario lamentó su par­tida”.

Por motivo de que Alvin había muerto siete años antes de la organización de la Iglesia y no había sido bautizado por la debida autoridad, José se preguntaba có­mo era posible que su hermano hubiera alcanzado la gloria más alta.

«Por lo que, me habló la voz del Se­ñor diciendo: Todos los que han muerto sin el conocimiento de este evangelio, quienes lo habrían recibido si se les hu­biese permitido permanecer, serán herederos del reino celestial de Dios;
“también todos aquellos que de aquí en adelante mueran sin un conocimiento de él, quienes lo habrían recibido de todo corazón, serán herederos de este reino;
“pues yo, el Señor, juzgaré a todos los hombres según sus obras, según el deseo de sus corazones” (D. y C. 137:7-9.)

José aprendió que todas las personas tendrán la oportunidad, aquí o en el más allá, de aceptar y aplicar los principios del evangelio de Jesucristo. Esta visión reafirmó el hecho de que el Señor juzgará a los hombres no sólo por sus acciones, sino que también por sus actitudes, según los deseos de sus corazones. (Véase tam­bién Alma 41:3.)

Otra de las doctrinas profundamente hermosas expresadas en la Visión del Reino Celestial tiene que ver con el esta­do de los niños que mueren: “Y también vi que todos los niños que mueren antes de llegar a la edad de Responsabilidad se salvan en el reino de los cielos” (D. y C. 137:10).

Esto reafirmó lo que los profetas de la antigüedad habían enseñado. El rey Ben­jamín aprendió de un ángel que “el niño que muere en su infancia no perece” (Mosíah 3:18). Y después de haber descrito la naturaleza de quienes se levanta­rán en la primera resurrección, Abinadí dijo simplemente: “Y los niños pequeños también tienen vida eterna” (Mosíah 15:25).

Una revelación dada a José Smith en septiembre de 1830 especificaba que “los niños pequeños son redimidos desde la fundación del mundo, mediante mi Uni­génito” (D. y C. 29:46). Y en 1842 José enseñó que “el Señor se lleva a muchos, aun en su infancia, para que escapen de la envidia de los hombres, las penas y maldades de este mundo actual; son de­masiado puros, demasiado amorosos, pa­ra vivir en la tierra. Por lo tanto, si lo pensamos bien, en vez de lamentamos debemos regocijarnos, porque han sido arrebatados de la maldad y pronto los tendremos nuevamente” (History of the Church, 4:553). Estos niños se levanta­rán de la tumba tal como eran, es decir, como niños. (Véase History of the Church, 4:555—56). No se esperará que ellos enfrenten en su estado resucitado las mismas pruebas que nosotros enfren­tamos en el estado mortal, sino que se­guirán adelante para gozar de las bendi­ciones más sublimes y grandes de la exaltación relacionadas con la continui­dad sempiterna de la unidad familiar.

Cuatro años y medio después de haber ‘recibido la Visión del Reino Celestial, José el Profeta dio su primer discurso en público con respecto al bautismo por los muertos. Un hombre que estaba presente en esa reunión nos dejó el siguiente rela­to:

“Estuve presente en la ocasión en que el profeta José dio el discurso con respec­to al bautismo por los muertos el 15 de agosto de 1840. Leyó la mayor parte del capítulo 15 de Corintios y comentó que el evangelio de Jesucristo trajo buenas nue­vas de gran gozo. . . también dijo que el apóstol [Pablo] estaba hablando a un gru­po de personas que comprendían lo que era el bautismo por los muertos, porque era una práctica entre ellos. Continuó di­ciendo que la gente ahora podía actuar en favor de sus amigos que habían partido de esta vida, y que el Plan de Salvación se había ideado para salvar a todos los que estaban dispuestos a obedecer los re­quisitos de la ley de Dios; y continuó dando un hermoso discurso” (Andrew F. Ehat y Lyndon W. Cook, The Words of Joseph Smith, pág. 49).

Un mes después de haber pronunciado este discurso, el padre del Profeta falle­ció. Sin embargo, antes de su muerte so­licitó que alguien se bautizara en favor de su hijo mayor. Alvin. Hyrum Smith fue quien llevó a cabo el deseo postumo de su padre y fue bautizado vicariamente por su hermano Alvin en 1840 y nueva­mente en 1841. El 11 de abril de 1877 se llevó a cabo la obra vicaria de investidu­ras por Alvin y el 25 de agosto de 1897 fue sellado a sus padres.

La Visión de la Redención de los Muertos (D. y C. 138)

Las verdades reveladas primeramente al profeta José Smith continuaron expan­diéndose “línea por línea” después de su muerte. El Señor reveló al sobrino del profeta, Joseph F. Smith, conocimiento adicional con respecto a la manera en que se predica el evangelio en el mundo de los espíritus.

Durante los últimos seis meses de su vida, el presidente Joseph F. Smith sufrió mucho los efectos de su avanzada edad y dedicó mucho tiempo al estudio personal en la mansión Beehive House (Casa de la colmena) en Salt Lake City. Sin embar­go, se restableció lo suficiente como para asistir a la conferencia general de octubre de 1918. En la sesión de apertura, se le­vantó para dirigirse a los santos y con una voz llena de emoción dijo:

“No me atrevo, y no intentaré declarar las muchas cosas que hay en mi mente esta mañana, y dejaré para un tiempo fu­turo, si el Señor lo desea, mi intento de comunicarles algunas de las cosas que tengo en mi mente y mi corazón. Durante estos últimos cinco meses no he vivido solo. He estado constantemente viviendo con el espíritu de la oración, de súplica, de fe y determinación; y he estado en comunicación constante con el Espíritu del Señor.”

De acuerdo con su hijo, Joseph Fiel­ding Smith, quien escribió la biografía de su padre, The Life of Joseph F. Smith, el presidente estaba expresando a grandes rasgos el hecho de que durante los últi­mos seis meses había sido el recipiente de numerosas manifestaciones, algunas de las cuales compartió con su hijo. Pre­cisamente el día anterior, el 3 de octubre de 1918 había recibido una de estas ma­nifestaciones, la Visión de la Redención de los Muertos, y la había registrado in­mediatamente después de la clausura de la conferencia.

La atención de Joseph F. Smith había sido llevada al mundo más allá de la mor­talidad por motivo de su frecuente con­frontación con la muerte. Sus padres, Hyrum y Mary Fielding Smith, habían muerto cuando él era un jovencito. Entre sus innumerables pruebas se cuenta la muerte de muchos de sus hijos. Joseph Fielding Smith escribió: “Cuando la muerte invadía su hogar, como tan frecuentemente ocurrió, él sufría y lloraba mucho; no lo hacía como aquellos que viven sin esperanza, sino por la pérdida de sus ‘preciosas joyas’ más valiosas pa­ra él que la vida misma”.

Unos pocos meses antes de que el pre­sidente Smith recibiera la Visión de la Redención de los Muertos, su hijo ma­yor, Hyrum Mack Smith, miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, murió; tenía tan sólo cuarenta y cinco años de edad. Esa fue una aflicción particular­mente traumática para el presidente, quien en su condición física ya debilitada por motivo de su avanzada edad sufrió “uno de los golpes más severos que jamás había recibido”.

Sin embargo, durante gran parte de su vida el velo que cubre la vida posmortal había sido muy fino. Como misionero en Hawai, había recibido una visión en un sueño, la cual fortaleció su fe y desarrolló su confianza. Durante los años siguientes, le ayudó a planear su vida y le dio la seguridad de que su labor era aceptable ante la vista del Señor y sus antecesores en la presidencia de la Iglesia. En el sueño, el joven Joseph se encontró con su tío, el profeta José, y fue fortalecido en su deseo de mantenerse libre de la corrupción del mundo. Además, aprendió a temprana edad que la separación entre la mortalidad y la inmortalidad es muy tenue y que el Señor frecuentemente permite que haya una interacción entre los habitantes de ambas esferas.

Los últimos treinta meses de la vida de Joseph F. Smith, abril de 1916 a octubre de 1918, representan una era de particu­lar esclarecimiento espiritual. Durante este tiempo él entregó a la Iglesia algunas de las visiones más importantes e inspira­doras de esta dispensación.

En la conferencia general de abril de 1916 el presidente Smith dio un impor­tante discurso titulado: “En la presencia de lo divino”. Habló de la cercanía del mundo de los espíritus, y del interés y de la preocupación que los espíritus tienen por nosotros y nuestras labores. Recalcó que a aquellos que trabajaron diligente­mente en su estado mortal para establecer la causa de Sión “no les será negado ver… los resultados de sus propias obras” desde su estado pos mortal. De hecho, “se sienten tan profundamente interesados hoy en nuestro bienestar, cuando no con mayor capacidad, con mucho más inte­rés, allende el velo, que cuando estuvie­ron en la carne”. Quizás la clave de su discurso se encuentra en la siguiente de­claración: “En ocasiones el Señor ensan­cha nuestra visión desde este punto de vista y desde este lado del velo, al grado que sentimos y parecemos comprender que podemos mirar allende el tenue velo que nos separa de esa otra esfera”. Doc­trina del Evangelio, págs. 423-424.)

En junio de 1916 la Primera Presiden­cia y el Quórum de los Doce emitieron una exposición doctrinal en forma de fo­lleto, intitulada “El Padre y el Hijo”, con el propósito de mitigar conceptos doctri­nales equivocados con respecto a la natu­raleza de la Trinidad y específicamente el papel de Jesucristo como “Padre”.

En febrero de 1918, en una reunión de ayuno efectuada en el templo, el presi­dente Joseph F. Smith dio uno de sus discursos más importantes: “La condi­ción de los niños en la Resurrección”. De este discurso no solamente obtenemos mayor comprensión del poder y la estatu­ra profética de un erudito en doctrina, sino que se nos permite echar un breve vistazo en el corazón de un padre noble que, habiendo perdido hijos pequeños y lamentado su ausencia, se regocija en el conocimiento cierto de que (1) los niños son seres inmortales, espíritus que conti­núan viviendo y progresando allende el velo; y (2) tal como lo enseñó el profeta José Smith, los niños se levantarán de la tumba tal como se acostaron, es decir, como niños, y serán enseñados y criados hasta su madurez física por padres dig­nos. “Oh, cuán bendecido he sido con estos hijos”, exclamó el presidente Jo­seph F. Smith, “y cuán feliz estaré cuan­do los encuentre al otro lado del velo”.

Meses más tarde, el jueves 3 de octu­bre de 1918, el presidente Smith, confi­nado a su habitación por motivo de su salud, se hallaba leyendo y meditando sobre la naturaleza universal de la Expia­ción y las referencias del Apóstol Pedro con respecto al ministerio posmortal de Cristo. Era el momento propicio; la larga preparación de toda una vida y el momento se vieron recompensadas con una investidura celestial: la Visión de la Re­dención de los Muertos.

“Mientras meditaba estas cosas que es­tán escritas, fueron abiertos los ojos de mi entendimiento, y el Espíritu del Señor descansó sobre mí, y vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes.” (D. y C. 138:11.)

Joseph F. Smith presencia en la visión “una compañía innumerable de los espíri­tus de los justos”, los justos que habían muerto desde la época de Adán hasta el meridiano de los tiempos, quienes están esperando ansiosamente el advenimiento de Cristo en la dimensión de su vida y están felices esperando la inminente resu­rrección. (Véase vers. 12-17.) Habiendo llevado a cabo el sacrificio expiatorio en el Gólgota, el Señor de los vivos y los muertos pasa en un abrir y cerrar de ojos al mundo de los muertos. Estos, habien­do “considerado como un cautiverio la larga separación de sus espíritus y sus cuerpos” (véase vers. 50; véase también D. y C. 45:17), están, en cierto modo, en prisión; incluso los justos esperan su “li­beración” (véanse vers. 15, 18). De esta manera, el Señor viene a declarar “liber­tad a los cautivos que habían sido fieles” (vers. 18). Tal como Pedro había dicho, Cristo fue allende el velo para predicar “a los espíritus encarcelados” (1 Pedro 3:19). José Smith había enseñado: “El hades, el seol, el paraíso, los espíritus encarcelados, son todos la misma cosa; es un mundo de espíritus” (History of the Church, 5:425). Y tal como el élder Bru­ce R. McConkie explicó: “Se establece claramente que se consideran espíritus encarcelados no solamente a esa porción designada como infierno, sino a todo el mundo espiritual” (Liahona, agosto de 1977, pág. 8). Sin embargo, Cristo da a los espíritus justos “poder para salir, des­pués que El resucitara de los muertos, y entrar en el reino de su Padre, y ser coro­nados allí con inmortalidad y vida eter­na” (D. y C. 138:51).

Mientras medita la pregunta de cómo el Salvador pudo haber enseñado el evan­gelio a tantos en el mundo de los espíritus en el breve período entre su muerte y su resurrección, el presidente Smith recibe un conocimiento doctrinal más importan­te. El viene a comprender “que el Señor no fue en persona entre los inicuos ni los desobedientes”, sino que más bien “orga­nizó sus fuerzas y nombró mensajeros de entre los justos, investidos con poder y autoridad” (vers. 29-30), de manera que estos mensajeros pudieran llevar el men­saje del evangelio “a quienes Él no podía ir personalmente por motivo de su rebe­lión y transgresión” (vers. 37). Los men­sajeros llevan el mensaje del evangelio a quienes no tuvieron la oportunidad en la carne de aceptar o rechazar la verdad, y también a quienes rechazaron a los profe­tas en la tierra. A éstos se les enseña los primeros principios y ordenanzas del evangelio (incluyendo la naturaleza vica­ria de las ordenanzas), a fin de que ellos sean juzgados y recompensados por las mismas normas divinas de quienes habi­tan el mundo de los mortales. (Véase vers. 31-34.)

El conocimiento de que Cristo no visi­tó personalmente a los desobedientes es un asunto doctrinal presentado a la Igle­sia por primera vez en esta visión, am­pliando nuestra comprensión de la obra dentro de esa esfera. Sin embargo, esta clarificación confirmó lo que José Smith había enseñado: los fieles en esta vida continúan enseñando y trabajando en el mundo de los espíritus en favor de quie­nes no conocen a Dios (véase vers. 57). Tal como se registró en el diario personal de George Laub, con fecha 12 de mayo de 1844, el profeta José declaró: “Todos los que mueren en la fe van a la cárcel de los espíritus para predicar a los muertos en la carne, pero que están vivos en el Espíritu y aquellos espíritus predican a los espíritus a fin de que vivan de acuer­do con Dios en el Espíritu, y los hombres puedan ministrar por ellos en la carne” (Ehat y Cook, pág. 370). Joseph F.

Smith había enseñado esta doctrina en varias ocasiones (véase Doctrina del Evangelio, págs. 128-130); aquí él se convierte en un testigo ocular de ello.

A medida que la visión continúa, el presidente Smith identifica a muchos de los nobles y grandes espíritus que han existido desde el comienzo de los tiempos, incluyendo a Adán, Set, Noé, Abraham, Isaías, los profetas nefitas que vi­vieron antes de Cristo y muchos más. Además, reconoce a la madre Eva y a muchas de sus fieles hijas. El presidente Smith había enseñado muchos años atrás que en el mundo de los espíritus las mu­jeres ministran a mujeres, tal como se hace en los santos y sagrados templos en la tierra. (Véase Doctrina del Evangelio, pág. 454). Nuevamente, por medio de esta visión, él se convirtió en un testigo ocular de ese hecho.

Habiéndonos dado esta notable visión, que “es una confirmación completa y comprensible de la establecida doctrina de la Iglesia sobre la salvación de los muertos” (Bruce R. McConkie, Liahona, agosto de 1977, pág. 8), el presidente Smith culmina su contribución doctrinal con su testimonio: “Tal fue la visión de la redención de los muertos que me fue re­velada, y yo doy testimonio, y sé que este testimonio es verdadero, mediante la bendición de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Así sea. Amén” (D. y C. 138: 60).

La visión fue presentada a la Primera Presidencia, los Doce, y al Patriarca Pre­sidente en una reunión el jueves 31 de octubre de 1918. Por motivo de lo debili­tado que se encontraba, al Presidente no le fue posible asistir a tal reunión, pero pidió a su hijo, Joseph Fielding Smith, que leyera la revelación a las Autoridades Generales que se hallaban reunidas.

El élder James E. Talmage registró lo siguiente en su diario personal: “Por una­nimidad el Consejo de los Doce, junto con los Consejeros en la Primera Presi­dencia, y el Patriarca Presidente acepta­ron y apoyaron la revelación como la pa­labra de Dios” (Diario personal de James E. Talmage, Archivos de la Iglesia).

La condición física del presidente Smith empeoró durante las primeras se­manas del mes de noviembre de 1918 y falleció el día 19 de ese mes. En la si­guiente conferencia general, la de abril de 1919, el élder Talmage rindió un emo­tivo tributo al Presidente: “¿Dónde se en­cuentra él ahora?

“Poco antes de morir, se le permitió echar un vistazo en el más allá y ver dón­de dentro de poco estaría trabajando. Fue un predicador de justicia en la tierra, y es un predicador de justicia ahora. Desde su niñez fue un misionero, y aún lo es entre quienes aún no han escuchado el evange­lio, a pesar de que ya han pasado de la mortalidad al mundo de los espíritus. No me lo puedo imaginar haciendo nada más que estar trabajando arduamente en la obra del Maestro.”

Conclusión    

La Visión del Reino Celestial, dada al profeta José Smith, revela a un Dios amoroso que de cierto tiene muchas man­siones preparadas. La Visión de la Re­dención de los Muertos, dada a Joseph F. Smith, establece con impresionante clari­dad la manera en que el Salvador “decla­ró la libertad a los cautivos” en el meri­diano de los tiempos y también revela la manera en que los principios de salvación continúan extendiéndose en el mundo más allá de la muerte.

Y de esta manera la obra de la reden­ción continúa efectuándose en ambos la­dos del velo. Pedro enseñó a los santos: “Porque por esto también se ha predicado el evangelio a los muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pe­ro vivan en espíritu según Dios” (1 Pedro 4:6). □

Robert L. Millet es un profesor asistente en Escrituras Antiguas de la Universidad Brigham Young en Provo, estado de Utah. El y su esposa, Shauna, son padres de cinco hijos.

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