El campo está blanco

Abril 1987
El campo está blanco
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. Hinckley

Es motivo de gran regocijo para mí ver lo que está ocurriendo con la gran obra misional que se está realizando en la Iglesia. La labor de predicar el evangelio a los demás fue la primera res­ponsabilidad que se le encomendó al profeta José Smith al principio de esta dispensación, y jamás de­be ser relegada a segundo plano. Según se encuentra escrito, las últimas palabras que el Señor dirigió a sus discípulos antes de ascender al cielo fueron:

«Por tanto, id, y haced discípulos a todas las na­ciones, -bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;

«enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» (Mateo 28:19-20.)

Me siento profundamente emocionado ante lo que- está sucediendo en nuestra época. En 1985 se bauti­zaron 197,640 conversos en la Iglesia. ¡Esta cifra es mayor a la población total que había en la Iglesia al completarse sus primeros cincuenta años!

A juzgar por el número de miembros que integran una estaca promedio que se organiza en estos días, es decir, dos mil quinientas personas, podríamos supo­ner que en 1985 se unieron a la Iglesia el suficiente número de conversos para formar setenta y nueve estacas nuevas. ¡Esto es algo realmente notable!

Un alma viviente

Hemos de considerar, no obstante, que un con­verso no es simplemente alguien a quien se le consi­dera como un número registrado en una página de estadísticas. Un converso es un hombre, una mujer, un joven o un niño. Un converso es un alma vivien­te a cuya vida ha llegado nueva luz, comprensión y conocimiento.

Llamamos conversos a aquellas personas a quienes se les ha enseñado el evangelio restaurado de Jesu­cristo y que lo han aceptado con sinceridad. Son esas personas cuyo corazón ha sido penetrado por una nueva fe, y cuya mente se ha llenado de un nuevo entendimiento. Son aquellos que han cobrado nue­vos deseos de vivir de conformidad con normas más elevadas de conducta, y han conocido una nueva felicidad y engrandecido su círculo de amistades. Su visión se ha ampliado con un nuevo entendimiento de los eternos propósitos de Dios. Los conversos son personas de enorme importancia, puesto que son hombres, mujeres, adolescentes o niños que se han arrepentido de sus hábitos anteriores y han adoptado una nueva forma de vivir.

En 1986 se unieron a la Iglesia más de doscientos mil conversos. ¡Cuánto más maravilloso habría sido si este evangelio hubiera penetrado en la vida de otras cincuenta mil personas adicionales o, aún más, otras cien mil! Aunque no haya sucedido esto toda­vía, yo creo firmemente que se puede lograr.

Muchas de esas personas se han convertido al evangelio gracias a los esfuerzos de los misioneros. Es motivo de gran satisfacción saber que a fines de 1986, entre los que se encontraban sirviendo ya en el campo y los que había sido llamados, había casi treinta mil misioneros. Para fines de 1987, espera­mos que se sobrepase ese número.

Es natural que si hay más misioneros, por ende habrá más conversos. E igualmente, si los misioneros salen a servir mejor preparados, serán más eficientes.

Un milagro renovador

A mí me parece que los misioneros son siempre un milagro renovador. Durante los años de mi ministe­rio como Autoridad General, he tenido la oportuni­dad de reunirme con ellos en diferentes partes del mundo. Todos se parecen, en muchos aspectos, en cualquier lugar donde se les encuentre. La mayoría son muchachos jóvenes—apuestos jovencitos y her­mosas jovencitas. Se caracterizan por su gran vitali­dad y por su entusiasmo para llevar a cabo la obra.

No se desaniman o deprimen con facilidad, aunque algunas veces tienen que enfrentarse con alguna desilusión. Se les conoce por su dedicación y firme devoción a la obra a la que se les ha llamado. Reci­ben dirección, guía e inspiración de un selecto grupo de presidentes de misión a quienes llegan a amar casi como a sus propios padres. Se infunden ánimo y fuerza mutuamente y llegan a entablar maravillosas amistades que perduran por toda la vida. Se les llama por el espíritu de profecía y revelación, y ellos, por medio de sus devotos esfuerzos, inyectan a la Iglesia de nueva sangre y vida.

Los jóvenes de ambos sexos que salen a la misión nunca siguen siendo los mismos después de prestar este servicio. Vuelven a sus hogares dotados de cuali­dades y características de entereza y fuerza que pare­cen no obtenerse de ninguna otra manera, sino en el campo misional. Vuelven con una certeza, como nunca la habían tenido, de que esta obra es verdade­ra y que es la más importante de toda la tierra. Re­gresan a su hogar con un deseo de seguir sirviendo, porque han establecido los cimientos para asumir mayores responsabilidades en el futuro.

Necesitamos más misioneros. En estos momentos muy bien podríamos aprovechar el servicio de otros diez mil. El que suponga que ya hay suficientes estará hablando sin fundamento. Por los informes que he escuchado de las diferentes presidencias de las áreas internacionales del mundo, me he dado cuenta de la magnitud del trabajo que queda por hacer. Por ejem­plo, hay cierta área en la que sólo hay 270.000 miembros, cuando la población total asciende a 640 millones. «A la verdad la mies es mucha, más los obreros pocos.» (Mateo 9:37.) Ahora bien, herma­nos y hermanas, ¿qué podemos hacer?

Una mejor preparación

Yo soy de los que piensan que la obra misional es primordialmente la responsabilidad del sacerdocio. Mientras que hay muchas jovencitas que realizan una labor excepcional en el campo misional, incluso siendo algunas de ellas más eficientes que los élderes, la responsabilidad básica recae sobre los hombros de los jóvenes varones. Debemos implantar en la mente de los jovencitos la importancia del servicio misional desde su tierna edad, y preocuparnos por prepararlos de una manera mejor.

Hace algunos años asistí a una conferencia de es­taca en un área rural. Recuerdo que en la reunión del sábado por la noche se estaba hablando con mucho énfasis sobre la obra misional y que se le había pedi­do a un jovencito campesino de dieciocho años, de cara pecosa y agradable sonrisa, que hablara sobre lo que había hecho para prepararse para salir a una misión. En su discurso, aquel jovencito habló de diez cosas que lo habían ayudado, las cuales menciono a continuación:

«1. Primero que todo, les debo a mis padres la inmensa ayuda que me han dado. Ellos me han alen­tado y motivado a ir a la misión desde que tengo uso de razón. Además, me han ayudado a ahorrar dinero para este propósito.

«2. Siempre he asistido a las reuniones de la Igle­sia. He aprendido maravillosas lecciones que me han ayudado a comprender el significado del evangelio.

«3. He participado en el programa de Escultismo durante siete años. Soy un ‘Scout Águila’ y se me ha enseñado a estar ‘Siempre listo’. Por mucho tiempo he repetido el juramento: ‘Servir a Dios y a mi país’.

«4. He ganado el premio ‘Mi deber a Dios’, y sé que este deber incluye el compartir el evangelio con los demás.

«5. Soy ayudante del quorum de presbíteros de mi barrio y sirvo directamente bajo la dirección de mi obispo, quien es el presidente de mi quorum. Desde que era diácono, mi obispo y sus consejeros me han entrevistado y me han hablado acerca de ir a una misión. Ellos me han dado una visión de la gran responsabilidad y oportunidad que representa el ser­vir al Señor como misionero.

«6. Siempre he asistido a las clases de Seminario, en las que he estudiado el evangelio. Allí he conoci­do a excelentes maestros y maravillosos amigos. He leído y estudiado el Libro de Mormón y sé que es la palabra de Dios.

«7. He sido maestro de la Primaria, lo cual ha sido una gran oportunidad de servicio para mí. En mi clase hay niños pequeños de ambos sexos, a quienes no siempre es fácil entretener, pero los quiero mucho y ellos lo saben. Estamos aprendiendo juntos.

«8. He participado en noches de hogar familiares desde que era niño. Mi familia y yo hemos orado, cantado y leído las Escrituras juntos. Hemos hecho planes para nuestra vida y las cosas que hemos desea­do alcanzar.

«9. Me he esforzado por llevar una vida limpia. Aunque he tenido tentaciones, he recordado mi me­ta de ir a una misión y mi firme deseo de ser digno de servir. Hace mucho tiempo que tomé la determina­ción de no tomar cerveza, ni fumar, ni tomar drogas, ni tampoco ensuciarme con actos inmorales.

«10. En el instituto académico al que asisto, se me han asignado varias responsabilidades directivas y de servicio. Soy un líder estudiantil y me encanta serlo, porque estoy aprendiendo mucho y, gracias a mi par­ticipación en estas actividades, he hecho muchos amigos excepcionales.»

Este muchacho terminó su discurso diciendo: «Me ha gustado mucho leer la historia de Ammón, que se encuentra en el Libro de Mormón. El luchó contra los ladrones y protegió los rebaños del rey. Mientras que los otros, que habían huido de los ladrones, le contaban lo sucedido al rey, Arrimón estaba alistan­do los caballos y los carros del rey. El hizo lo que tenía que hacer en el momento apropiado. Si noso­tros también actuamos así y oramos para pedir ayuda, estaremos preparados.»

Jamás he oído en ninguna otra parte un mejor resumen sobre cómo prepararse para ser misionero, que el que dio ese jovencito en esa conferencia. En forma realista, él señaló los pasos de la preparación que debe comenzar desde la niñez, y continuar hasta el momento en que el joven reciba su llamamiento misional.

La vida de otras personas también se ve bendecida

El llamamiento de un misionero no sólo trae ben­diciones a su propia vida sino también a la de los que escuchan su mensaje. También cuando un misionero se encuentra al servicio del Señor, hay otras personas que reciben bendiciones, tales como los miembros de su familia que, en la mayoría de los casos, lo apoyan, oran por él y tratan de vivir dignos de él. Estoy seguro de que cualquiera que haya apoyado a un misionero en cualquier forma puede testificar de los inmensos beneficios que recibe una familia cuando uno de sus miembros se encuentra en el campo mi­sional.

Si hemos de aumentar considerablemente el nú­mero de misioneros, debemos empezar a prepararlos desde temprana edad. Esta preparación recae direc­tamente sobre los padres de familia, y hay cuatro aspectos principales para prepararse para el servicio misional de los que me gustaría hablar: (1) espiritual, (2) mental, (3) social y (4) económico.

La preparación espiritual de un misionero se refuerza por medio de noches de hogar familiares eficaces, la buena enseñanza que se imparta en el Sacerdocio Aarónico y en las organizaciones auxiliares, la asis­tencia a las clases de seminario e instituto de reli­gión, la realización de bautismos por los muertos en el templo y la constante motivación a leer el Libro de Mormón. Todo jovencito se beneficiará grande­mente al leer el relato de los hijos de Mosíah, sobre quienes se encuentra escrito lo siguiente:

«Estos hijos de Mosíah… se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hom­bres de sana inteligencia, y habían escudriñado dili­gentemente las Escrituras para poder conocer la pala­bra de Dios.

«Más esto no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el espíritu de revelación, y cuando enseña­ban, lo hacían con poder y autoridad de Dios.» (Al­ma 17:2-3.)

La preparación mental. Todos los obispados deben, con toda diligencia y oración, entrevistar personal­mente a los varones jovencitos, desde que son diáco­nos. Permitid que los obispados fomenten e infundan en los jóvenes el deseo de prestar servicio misional. Dejad que ellos los aconsejen y les ayuden a preparar su mente para enfrentar los rigores del servicio misio­nal, a adaptarse a los cambios culturales que’ impon­ga la obra, según la nación a donde se les envíe, a volcar su corazón con entera devoción al servicio al que se les llamará. Por supuesto los padres de familia deben apoyar todos estos asuntos, aconsejando con sabiduría e inspiración a los jóvenes en cuanto a ellos.

La preparación social. Enseñemos a nuestros jóve­nes de la Iglesia con sabios consejos y amor la impor­tancia de guardarse limpios y dignos de representar al Señor como embajadores Suyos. Fomentemos activi­dades sociales amenas y sanas y ayudémosles a apren­der el gran arte de cooperar con los demás. Cuando se encuentren en el campo misional, ellos tendrán compañeros con los que se verán obligados a trabajar y tendrán que fijarse en las buenas cualidades de esos compañeros y tomar de la vida de los demás virtudes que puedan incorporar en su propia vida.

Preparación económica En los últimos años, el costo de ir a una misión ha aumentado considerablemente. El gasto promedio por mes puede llegar al equivalen­te de US$200, lo que representa US$5000 aproxi­madamente para un período de dos años. Se debe empezar a ahorrar desde que los niños están peque­ños, y esos ahorros deben guardarse en una cuenta bancaria segura, sin arriesgarse a perderlos en otros planes de ahorro peligrosos. El jovencito de quien hablé anteriormente había estado ahorrando desde hacía tiempo el dinero para costearse su misión; así lo han hecho muchos de nuestros jóvenes, y hay tantos más que podrían hacer mucho más de lo que están haciendo.

Misioneros de todas partes del mundo

Uno de los cambios más significativos de los últi­mos años es el gran aumento de misioneros de ambos sexos que provienen de áreas fuera de los Estados Unidos y Canadá. En una de las áreas internaciona­les, el 75 por ciento de los que han salido al campo se encuentran sirviendo en su propio país. Esto es su­mamente alentador, porque yo sé que no hay mejor manera de enseñar el evangelio y al mismo tiempo asentar las bases para la estabilidad del futuro que ésta. El misionero que sirve en su propia tierra lleva ya de por sí una gran ventaja, puesto que habla el idioma de su gente y comprende su idiosincrasia y valores culturales.

Instamos a todos a observar con denuedo la regla del sostenimiento económico de los misioneros, la que ha estado en vigencia desde que se fundó la Iglesia, y que promulga la responsabilidad que tiene todo individuo de sostenerse durante su misión, con­tando, desde luego, con la colaboración de los miembros de su familia. Debe hacerse énfasis en es­to, aunque por causa de ello deba retrasarse la parti­da del misionero al campo de servicio. Es mejor que un jovencito retrase su misión por un año y trabaje para juntar dinero para sostenerse, que tenga que depender enteramente de los demás.

Por otro lado, debido a las condiciones económi­cas de algunos países, algunos jóvenes se ven imposi­bilitados para servir, a menos que cuenten con algún tipo de ayuda. En estos casos, los barrios y los quóru­mes deben ayudar hasta donde les sea posible, y el dinero que falte puede ser suministrado por el fondo misional general, que opera por medio de las contri­buciones de los miembros de la Iglesia. Se espera que todo miembro que cuente con las posibilidades eco­nómicas contribuya, según sea apropiado, al fondo misional general. Gracias a la existencia de este fon­do, miles de misioneros han podido salir a servir; sin él, igualmente, miles no podrían hacerlo.

La bendición que promete el Señor

Por cada contribución que se da, el Señor promete una bendición. En cuanto a los que ayudan a los misioneros, Él ha dicho:

«Y el que os alimente, u os proporcione vestido o dinero, de ningún modo perderá su galardón.

«Y el que no haga estas cosas, no es mi discípulo; en esto podréis conocer a mis discípulos.» (D. y C. 84:90-91.)

Con renovado énfasis, prediquemos la urgencia del servicio misional y la ayuda a los misioneros, ya que son un deber y una responsabilidad. El mandato del Señor nos apremia, y tenemos la responsabilidad de difundir el evangelio entre todos los habitantes de la tierra. Están sucediendo cosas maravillosas, y aún pueden efectuarse muchos prodigios más. Seamos fieles en edificar el reino al que amamos y en acatar la voluntad de Aquel que es nuestro Salvador y que nos ha mandado enseñar el evangelio a todos.

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