¿Es usted quien me imagino que es?

Conferencia General Octubre 1997
¿Es usted quien me imagino que es?
Sheri L. Dew
Segunda Consejera de la Presidencia General de la Sociedad de Socorro”

Sheri L. Dew

¿Soy… la persona que deseo ser? Pero más importante, ¿soy la persona que el Salvador requiere que sea?»

Me crié en una granja de Kansas, que estaba vecina a la casa de mi abuela Dew, de quien yo era su sombra. Solíamos ir juntas a todas partes: al banco, al doctor, al club de jardineros, así como a una procesión interminable de reuniones de la Iglesia. En lo referente al Evangelio, la abuela lo defendía con fervor; ella hablaba acerca de la Iglesia a cualquier hora y con cualquiera, incluso con su nieta mayor.

Jamás olvidaré la conversación que tuvimos una noche en que regresábamos de una de las tantas reuniones. Comenzó cuando de pronto hice una pregunta que acudió a la mente de aquella niña de ocho años que era yo: «Abuela, ¿qué pasaría si el Evangelio no fuera verdadero, y nosotros fuéramos a todas estas reuniones para nada?». ¡Bonita niña de ocho años era yo! «Sheri, no tienes que preocuparte por ello», me contestó, «porque sé que el Evangelio es verdadero». Yo insistí: «Pero, ¿cómo puedes estar segura?».

Transcurrieron varios segundos mientras elegía sus palabras con cuidado: «Sé con certeza que el Evangelio es verdadero porque el Espíritu Santo me ha hecho saber que Jesucristo es nuestro Salvador y que ésta es Su Iglesia». Hizo una breve pausa y luego añadió algo que jamás olvidaré: «Y Sheri, Él te lo hará saber a ti también, y cuando eso suceda, tu vida no volverá a ser la misma».

Aún tengo un recuerdo vivido de lo que ocurrió después; una sensación como la que jamás había experimentado me corrió por el cuerpo, y empecé a llorar. A pesar de que no comprendí la razón por la que lloraba, estoy segura de que mi abuela sabía exactamente lo que estaba sucediendo: el Espíritu me estaba testificando que lo que ella había dicho era verdad.

Esta noche, estoy agradecida de poder testificar que durante los años subsiguientes, he llegado a saber por mí misma que Jesús es el Cristo, nuestro Salvador y Redentor; y con ese conocimiento, mi vida ha cambiado para siempre.

Los Profetas, tanto los antiguos como los actuales, nos han exhortado a venir a Cristo (véase Moroni 10:30). El presidente Gordon B. Hinckley dijo que «[Jesucristo] es la figura central de nuestra teología y nuestra fe. Todos los Santos de los Últimos Días tienen la responsabilidad de llegar a saber por sí mismos y con certeza, sin lugar a dudas, que Jesús es el Hijo resucitado y viviente del Dios viviente» («No tengáis miedo… de hacer lo bueno», Liahona, julio de 1983, pág. 122).

La exhortación de «venir a Cristo» es el eje alrededor del cual gira todo en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y, por ende, la Sociedad de Socorro, y por una muy buena razón: el verbo venir implica acción por parte de nosotros. En el conocido pasaje del Nuevo Testamento acerca del más allá, tiempo en el que muchos imploran clemencia al Señor mencionando todas sus buenas obras, Cristo responde: «Nunca os conocí» (Mateo 7:23); sin embargo, la traducción inspirada que José Smith hizo en inglés de ese mismo pasaje señala una marcada distinción: «Nunca me conocisteis», poniendo específicamente sobre nuestros hombros la responsabilidad de venir al Salvador. Jesucristo mismo ha prometido: «Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá» (D. y C. 88:63).

En Su invitación no hay exclusiones ni tampoco excepciones. Somos nosotras las que determinamos si habremos de venir a Él o no; el allegarnos, el buscar, el pedir y el llamar dependen de nosotras. Y cuanto más sepamos acerca del Señor, o sea que, cuanto más lleguemos a sentir Su misericordia, Su devoción y Su voluntad para guiarnos, incluso cuando quizás no nos sintamos dignas de recibir Su guía, tanto más seguras estaremos de que El responderá a nuestras súplicas.

A medida que aumentamos la acción recíproca entre nosotras y El, descubrimos por nosotras mismas que jamás nos traicionará, que nunca nos dará la espalda, ni cambiará sus condiciones para que vengamos a Él. Su atención está fija en nosotros, Sus hermanos y hermanas.

Existen muchas maneras de allegarnos, de buscar, de pedir y de llamar. Si, por ejemplo, las oraciones que ustedes ofrecen a nuestro Padre Celestial en el nombre de Cristo se han vuelto algo casuales, ¿cambiarían su forma de orar, haciéndolo de manera más significativa, a solas y sin prisa, y con un corazón arrepentido? Si ustedes aún no han llegado a reconocer la paz y el poder de la adoración en el templo, ¿tomarán la determinación de participar en las ordenanzas de la Casa del Señor tan a menudo como sus circunstancias se lo permitan? Si ustedes aún no han descubierto que el enfrascarse en las Escrituras hace que seamos más susceptibles al Espíritu, ¿se esforzarán por incorporar la palabra de Dios a su vida en forma más regular? Esta noche sería un momento estupendo para empezar a hacerlo.

Estos esfuerzos, al igual que muchos otros, fortalecen nuestra relación con Jesucristo. A medida que el testimonio que tenemos de El aumenta y se hace más profundo, empezamos a preocuparnos más por la vida eterna que por la vida de hoy, y no tenemos otra alternativa ni deseo que hacer lo que Él requiere que hagamos y de vivir de la forma que nos ha pedido que vivamos. El presidente Ezra Taft Benson enseñó: «Cuando uno decide seguir a Cristo, decide también cambiar» («Nacidos de Dios», Liahona, enero de 1986, pág. 2). Es como me lo dijo la abuela: «Cuando se tiene un testimonio de Jesucristo, la vida jamás vuelve a ser la misma».

Hace poco visité un barrio en la bella costa del estado de Oregón; al finalizar la reunión sacramental, me sorprendí un poco cuando una hermana se me acercó y me preguntó: «¿Es usted quien me imagino que es?». La pregunta se refería a mi identidad, pero me ha dado mucho en qué pensar. ¿Soy la persona que creo ser, la persona que deseo ser? Pero aún más importante, ¿soy la persona que el Salvador requiere que sea?

Existe una relación entre la pregunta que me hizo la hermana de Oregón y la lección que aprendí de mi abuela, ya que existe una relación directa entre lo que sentimos en cuanto a Jesucristo y la forma en que nos vemos a nosotras mismas: no podemos aumentar nuestra devoción hacia el Salvador sin obtener, al mismo tiempo, un mayor sentido de propósito, de identidad y de convicción.

Me encanta Nauvoo. Cada vez que voy a la ciudad de José me dirijo hasta el final de la calle Parley, en donde los santos alinearon sus carromatos mientras se preparaban para evacuar la ciudad. Al estar ahí, trato de imaginar lo que nuestras hermanas pioneras han de haber sentido al cargar lo poco que pudieron en un carromato, darse vuelta para mirar por última vez su casa y luego partir hacia el desierto en pos de su fe.

En la calle Parley me emociono siempre profundamente pues pienso: ¿Habría yo alistado ese carromato? ¿Habría sido mi testimonio de un Profeta contemporáneo y de Jesucristo tan fuerte como para abandonarlo todo e ir adonde fuera?

Tal vez a ninguna de, las que nos encontramos en esta congregación nos sea requerido sufrir privaciones por motivo de nuestras creencias. Pero hemos sido llamadas para vivir en una época en que se acentúan cada vez más las diferencias que existen entre las filosofías de los hombres y las enseñanzas del Maestro.

Es una época en que el adversario ha desatado un ataque implacable contra el sexo femenino, porque él sabe —lo sabe a ciencia cierta— que la influencia de una mujer recta es enorme y trasciende generaciones. Él quiere que perdamos el interés en el matrimonio y en la maternidad; que sigamos confundidas ante la opinión del mundo en cuanto al hombre y a la mujer; que sigamos demasiado preocupadas por el acelerado ritmo de la vida como para realmente vivir el Evangelio y permitir que penetre nuestra alma. A toda costa, desea distanciarnos de Jesucristo, porque si no venimos a Cristo, significa que nunca le entregaremos nuestra vida, que pasaremos solas por el período probatorio aquí en la tierra en vez de experimentar lo que prometió el Salvador cuando dijo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28).

Cada día nos encontramos al final de nuestra propia calle Parley. El Señor requería la fortaleza de las mujeres de esta Iglesia a medida que se plantaban y se nutrían las semillas de la Restauración. Y Él nos necesita hoy en día; Él desea que verbalmente defendamos lo correcto, aunque no esté de moda el hacerlo; Él desea que desarrollemos la madurez espiritual para escuchar la voz del Señor y percibir los engaños del adversario. Él está complacido con las mujeres que guardan fielmente los convenios, con las que demuestran reverencia por el poder bibliotecasud.blogspot.com del sacerdocio; mujeres que estén dispuestas a desechar las cosas de este mundo y buscar las de uno mejor (véase D. y C. 25:10). Él desea que seamos todo lo que podamos ser; que nos «levant[emos] y brill[emos], para que [nuestra] luz sea un estandarte a las naciones» (D. y C. 115:5).

¿Somos las mujeres que el Señor desea que seamos? ¿Hemos recibido un testimonio de Jesucristo de tal modo que nuestra vida sencillamente jamás vuelva a ser la misma?

Hace algunas semanas tuve la oportunidad de reunirme brevemente con el presidente Hinckley. En respuesta a una pregunta que surgió en cuanto a mi llamamiento, dije: «Me encanta visitar a las mujeres de la Iglesia; ellas son tan buenas». El inmediatamente me corrigió: «No, Sheri; no son buenas: ¡son maravillosas!».

Creo en lo que dicen los Profetas; y nuestro Profeta cree en nosotras. El cree en nuestra fortaleza espiritual y resistencia, en nuestra fe así como en nuestra fidelidad. No importa cuál sea tu estado civil, la edad que tengas o el idioma que hables, eres una hija espiritual de nuestro Padre Celestial que está destinada a jugar una parte muy importante en el progreso del reino del Evangelio. Eliza R. Snow proclamó que «el deber de cada una de nosotras es ser una mujer santa… Ninguna hermana se encuentra tan aislada ni su influencia es tan limitada que no pueda lograr mucho en el establecimiento del Reino de Dios aquí en la tierra» (Woman’s Exponent, 15 de septiembre de 1873, pág. 62; cursiva agregada).

¿Recuerdan a mi abuela? Ella vivió una vida sencilla en un rincón obscuro de la viña; sólo queda un puñado de personas que todavía se acuerdan de ella.

Pero yo la recuerdo. Aunque ella murió cuando yo tenía sólo once años, esta fiel mujer fue una profunda influencia en mi vida. De igual manera, cada una de nosotras es de gran importancia en la causa del Señor. ¿Cuánto bueno podríamos lograr si en este preciso momento reanudáramos nuestra dedicación a El que es nuestro Redentor y nuestro Rescatador? ¿Cuánta buena influencia podríamos lograr si nos uniéramos a las Mujeres Jóvenes en su promesa de «ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar» (Mosíah 18:9.)?

Felizmente, todas nos esforzamos juntas por lograr esa tarea. No importa dónde sirvamos en esta Iglesia, hermanas, ustedes son miembros de la Sociedad de Socorro, la organización del Señor para la mujer. ¿Somos las mujeres que el Señor desea que seamos?

¿Seríamos capaces de comprometernos a hacer un poco mejor lo que estábamos haciendo, y de paso, aprestar nuestras fuerzas para dirigir a las mujeres del mundo en todo lo que es divino y ennoblecedor?

Mi abuela tenía razón: cuando llegamos a saber que Jesús es el Cristo, nuestra vida jamás vuelve a ser la misma. Junto con ella, testifico que el Salvador es la fuente de fortaleza y de consuelo en Quien podemos confiar. El vino a socorrernos en nuestras debilidades y a sanar nuestros corazones quebrantados; Él está dispuesto a darnos ánimo, si tan sólo venimos a Él.

Esto lo sé por experiencia propia. Las respuestas a las oraciones no siempre se han recibido con facilidad o rapidez, pero siempre han venido. Una y otra vez, he sido la beneficiaría de la mano misericordiosa, paciente y guiadora del Señor. Jesucristo conoce el camino porque Él es el camino, «…porque iré delante de vuestra faz», prometió. «Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros» (D. y C. 84:88).

El testimonio final de Moroni traza nuestro trayecto: «¡Y despierta y levántate del polvo, oh Jerusalén; sí, y vístete tus ropas hermosas, oh hija de Sión… Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo» (Moroni 10:31-32).

Que en este misma hora nos levantemos y fortalezcamos nuestra determinación de seguir a nuestro Salvador y ser la clase de mujeres que Él desea que seamos. Doy testimonio de Su misericordia y fuerza, de Su omnipotencia y gloria; y con la seguridad de que Él vive, lo testifico en el sagrado y santo nombre de Jesucristo. Amén.

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