El instinto de muerte

Conferencia General Abril 1965

El instinto de muerte

Sterling W. Sill

por el élder Sterling Welling Sill
Asistente del Consejo de los Doce Apóstoles


Mis hermanos, agradezco mucho el privilegio de pertenecer a esta gran hermandad del sacerdocio, bajo la cual recibimos nuestra comisión para servir a Dios.

Hace algún tiempo, un amigo que vive en una granja me contó que, a medida que sus hijos alcanzaban la edad suficiente para asumir responsabilidades en el trabajo agrícola, él les asignaba una parcela de tierra para cultivar o algunos animales para cuidar, y, por supuesto, les daba la correspondiente compensación.

El Señor también tiene un programa similar. A medida que sus hijos alcanzan la madurez, los invita a participar en esa gran empresa que Jesús llamó «los negocios de mi Padre» (Lucas 2:49), es decir, la formación del carácter, la integridad y la vida eterna en sus hijos. Dios ha dicho que es su obra y su gloria «…llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).

Como invitación para nosotros, ha dicho: «Si tenéis deseos de servir a Dios, sois llamados a la obra…» (Doctrina y Convenios 4:3). Y es posible que podamos participar si logramos calificar para la misma obra en la que Dios mismo dedica todo su tiempo. Claro está, debemos también estar dispuestos a aceptar nuestra parte de responsabilidad.

Se nos ha conferido el sacerdocio, que es la autoridad para actuar en nombre del Señor. Sin embargo, debemos desarrollar el liderazgo, que es la capacidad para actuar en nombre del Señor. Supongo que uno no tiene gran valor sin el otro. Es decir, ¿de qué sirve que un misionero tenga la autoridad para hacer conversos si no tiene la capacidad para hacerlo?

Nuestro mundo en sí está compuesto de opuestos. En cada vida, hay un polo norte y un polo sur. Vivimos en medio de contrastes: lo positivo y lo negativo, el bien y el mal, cuesta arriba y cuesta abajo, el cielo y el infierno. Jesús habló del camino recto y estrecho que conduce a la vida (Mateo 7:13-14), pero también debemos ser conscientes de los peligros de ese camino ancho que lleva a la muerte.

El Señor mismo ha dicho:

«Hoy pongo delante de vosotros la bendición y la maldición:

«La bendición, si obedecéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios que hoy os prescribo;

«Y la maldición, si no obedecéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios y os apartáis del camino que hoy os ordeno, para seguir a dioses ajenos que no habéis conocido.» (Deuteronomio 11:26-28)

Determinamos la dirección de nuestras vidas según las afinidades, antagonismos o inclinaciones que construimos en ellas. Existe una dualidad natural en la vida que Platón llamó «la parte superior e inferior del alma». Jesús se refirió a este antagonismo como «el espíritu y la carne» (Mateo 26:41). Hace algún tiempo, un psicólogo dijo que cada uno de nosotros tiene dentro de sí «un instinto de vida» y también «una pulsión de muerte».

El diccionario define «instinto» como una aptitud natural o tendencia que guía hacia un objetivo. Al presentar al Maestro, el apóstol Juan dijo:

«En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1:4). El mayor bien en el universo es la vida. Y Jesús anunció su misión diciendo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Juan 10:10). Dios ha dotado a cada semilla con un germen de vida mediante el cual puede aspirar a cosas mejores. Pero el mayor don de Dios es la vida eterna (Doctrina y Convenios 14:7), y después de dotar a sus hijos con sus propias potencialidades, implantó en ellos un deseo de ascender, una inclinación natural a luchar por ser como Él.

Sin embargo, el instinto de vida también tiene su opuesto. A nuestro alrededor vemos los resultados de esa atracción siniestra que lleva hacia la muerte, comparable al instinto que guía a la polilla hacia la llama que la destruirá. Es interesante que la naturaleza nunca se cansa de imponer un castigo. La desafortunada polilla puede quemarse, pero la llama sigue sin inmutarse, ajena al dolor que ha causado. Nadie sabe hasta qué punto puede ser grave el tormento del espíritu. Sabemos que puede ser suficiente para causar la muerte física, pero el espíritu es eterno; puede sufrir, pero no puede morir. No existe la cancelación de la existencia. La principal característica de la muerte eterna no es el olvido, sino el dolor y el pesar interminables. De aquellos que han pasado el punto de no retorno, el Señor dijo:

«El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es impuro, sea impuro todavía…» (Apocalipsis 22:11)

Quienes se dejan llevar por sus impulsos hacia el mal serán eternamente miserables, pues no puede haber felicidad en la maldad.

La experiencia más temida de la vida es la muerte. Instintivamente, nos aferramos a la vida con cada gramo de fuerza. En los días de Job, se dijo: «…todo lo que el hombre tiene dará por su vida» (Job 2:4). Hacemos cualquier cosa, incurrimos en cualquier gasto, con tal de prolongar la vida, aunque sea un corto tiempo, aunque ese tiempo esté lleno de dolor e infelicidad. Pero cuando Juan dijo: «Hay un pecado que lleva a la muerte» (1 Juan 5:16), hablaba de una muerte mucho más terrible que la del cuerpo. Pablo describe este pecado así:

«Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados, y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo,

«Y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y de los poderes del mundo venidero,

«Y cayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, ya que crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a vituperio.» (Hebreos 6:4-6)

Esta segunda muerte no ocurre de golpe; morimos espiritualmente poco a poco. Nuestro entusiasmo muere, nuestra fe muere y nuestras aspiraciones mueren.

Nadie abandona el camino recto y estrecho de forma abrupta, y el pecado no surge completamente desarrollado. El pecado empieza siendo menor. Pocas personas perderán sus bendiciones porque se convirtieron en asesinos o hijos de perdición. Como alguien dijo, no son las secoyas gigantes las que nos hacen tropezar en el bosque, sino la maleza y las enredaderas.

Uno de los pecados más perjudiciales que fortalece nuestro instinto de muerte es la violación de esa gran revelación dada hace 132 años, conocida como la Palabra de Sabiduría. Algunos violadores de esta ley tienden a excusarse, considerando que parece una cosa pequeña: un poco de desobediencia, un poco de cafeína, un poco de nicotina, una indulgencia ocasional en el alcohol. Sin embargo, estas transgresiones pueden ser trampolines hacia enfermedades, hogares rotos, inmoralidad, deslealtad a Dios, la muerte física y la muerte de nuestros intereses eternos.

En la revista Life del 26 de febrero de 1965, hay un artículo sobre la escalofriante situación del tráfico de drogas en los Estados Unidos. Uno de los efectos más contundentes de las adicciones mortales es la destrucción de las buenas inclinaciones debido al poder de sus ansias. Los consumidores de estas drogas suelen mentir, robar e incluso matar para satisfacer estos apetitos de muerte. Sin embargo, en cierto grado, estos mismos efectos caracterizan cualquier pecado. Cada desobediencia, cada falta de honradez, y cada ejercicio de la lujuria forma una adicción dañina y fortalece los instintos de muerte. No necesitamos un ángel registrador que mire por encima de nuestro hombro tomando nota de nuestros pecados. Bueno o malo, todo lo que hacemos queda grabado en nuestros apetitos, en nuestros sistemas nerviosos, en nuestra personalidad, en nuestras mentes y en nuestros espíritus inmortales. Cada cigarrillo, cada crimen y cada irreverencia se escriben de forma indeleble en la persona de su víctima. Un violador de las leyes hechas por el hombre puede al menos esperar que su crimen no sea descubierto. Sin embargo, para los que violan las leyes de Dios, no hay escapatoria al castigo. Cada transgresor se convierte en su propio fiscal, su propio juez, su propio jurado y su propio verdugo.

Una violación de la ley civil puede llevarnos a la cárcel. Un delito contra nuestra salud podría confinarnos en algún hospital, consumidos por el dolor, pero un pecado contra nuestra vida eterna puede fortalecer nuestros instintos de muerte al punto de arrojarnos al fuego del infierno. Y, lamentablemente, de este veredicto no hay apelación, y así nos convertimos en adictos, alcohólicos, personas moralmente débiles o siervos inútiles.

¿Qué poder puede anular esta condena?

El apóstol Pablo dijo: «…La paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). La muerte es la consecuencia irrevocable de permitir que esta extraña afinidad por el mal se establezca en nuestras vidas. El pecado puede parecernos tan atractivo que volvemos la espalda a la justicia y luchamos contra Dios.

Hace poco, un hombre que había presenciado la larga agonía de muerte por cáncer que sufrió su padre, se disparó a sí mismo cuando el médico le informó que podría sufrir un destino similar. El suicidio puede resolver su problema en cuanto a esta vida, pero ¿qué sucede con la eternidad? Si tememos tanto la muerte dolorosa y persistente del cuerpo, ¿cómo será entonces la muerte eterna de nuestra propia alma?

De aquellos que pecan hasta la muerte, el Señor ha dicho: «Hubiera sido mejor para ellos no haber nacido;

«Porque son vasos de ira, condenados a padecer la ira de Dios con el diablo y sus ángeles en la eternidad;

«Concerniente a los cuales he dicho que no hay perdón en este mundo ni en el venidero.

«Estos son los que irán al lago de fuego y azufre, con el diablo y sus ángeles,

“Y los únicos sobre quienes tendrá poder alguno la segunda muerte.» (Doctrina y Convenios 76:32-34,36-37)

Y, sin embargo, la muerte cancerosa más dolorosa que podemos traernos a nosotros mismos podría ser solo un símbolo de nuestro pesar y sufrimiento eternos.

En el otro extremo de nuestras posibilidades, tenemos una oportunidad emocionante de desarrollar nuestros instintos de vida. Vivimos en la mejor época, con las condiciones más favorables que el mundo ha conocido. El camino a la exaltación ha sido perfectamente trazado e iluminado, y nadie necesita apartarse del camino recto y estrecho, excepto por su propia elección. En una revelación, el Señor dijo:

«Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia a los mandamientos, recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos;

«Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;

«Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar.

«Y yo, el Señor, les prometo que el ángel destructor pasará de ellos, como de los hijos de Israel, y no los matará. Amén.» (Doctrina y Convenio 89:18-21)

El cuerpo es el templo del espíritu, y ambos interactúan mutuamente. John Locke dijo: «Una mente sana en un cuerpo sano es una breve pero completa descripción de un estado feliz en este mundo». Cuando la mente y el cuerpo funcionan correctamente y los tejidos ansían actividad, surge la alegría y el entusiasmo por la vida. Para mantener la salud y la fuerza del cuerpo, debemos trabajar. Del mismo modo, un espíritu sano debe ocuparse constantemente en hacer el bien. El letargo es parte del instinto de muerte, mientras que el celo justo fortalece el instinto de vida. Probablemente, la idea más grandiosa en el universo es la promesa de Dios para nosotros: «…yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10). Nuestras vidas fracasan en la medida en que permitimos que nuestros instintos de vida pierdan su impulso al tolerar esos pequeños males que provocan nuestra adicción al pecado.

Se cuenta la historia de un explorador que recorrió el Ártico en invierno. Estaba cansado y con frío, y decidió sentarse a descansar. Al cabo de unos minutos, comenzó a sentirse mejor; el cansancio y el frío parecían desvanecerse. Como tenía algo de sueño, pensó que una siesta de quince minutos le ayudaría. Entonces, de repente, se dio cuenta de que estaba muriendo de frío. Desesperado, se levantó y corrió con todas sus fuerzas. Corría por su vida, y pronto la sangre circulaba rápidamente por sus venas, produciendo el calor natural que lo salvó de la muerte.

A través de nuestro mundo de opuestos, también nosotros estamos corriendo por nuestras vidas. Jesús indicó la intensidad de nuestro esfuerzo cuando dijo: «Oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día» (Doctrina y Convenios 4:2).

Que Dios nos ayude a mantener nuestras vidas en su máximo esplendor, lo que significa que las tengamos en abundancia (Juan 10:10). Esto lo pido en el nombre de Jesucristo. Amén.

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