El ambiente de nuestros hogares

El ambiente de nuestros hogares

Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
Liahona Octubre/Noviembre 1985

Permitid que vuestros hijos se vean expuestos al fruto de las mentes grandiosas, a ideas sublimes, a los principios eternos y a aquello que los edificará y motivará para bien.

Qué cosa tan difícil, y hasta frus­trante a veces, pero al mismo tiempo maravillosa y desafiante, es ser padre o madre de los niños que están naciendo y creciendo en esta época tan compleja. Todos cometemos errores, y la mayoría de nosotros cometemos muchos de ellos. Todos experimenta­mos congojas, y la mayoría hemos te­nido una buena dosis de ellas. Pero también hemos experimentado gozo y alegría al observar el crecimiento de nuestros hijos desde la cuna hasta la madurez.

Confío en que algunos de vosotros habéis venido a esta reunión con la es­peranza de recibir ayuda para los pro­blemas difíciles que tengáis. Ya habéis recibido ayuda de aquellos que han di­rigido la palabra. Le he rogado al Se­ñor que me guíe para poder decir algo que os sea de provecho.

No es cosa fácil ser padre o madre. Muchos experimentan tanta frustra­ción, tanta preocupación, tantos sue­ños y esperanzas hechos pedazos. Me doy cuenta, por supuesto, de que exis­ten muchos hogares en los que la situa­ción no es así; donde las cosas mar­chan bien, donde nunca se escuchan voces airadas, donde los padres son fe­lices y tranquilos y los hijos son fieles y crecen sin ningún problema serio. Si gozáis de un hogar así, dad gracias; agradecedle al Señor esta maravillosa bendición.

Pero os aseguro que existen muchos de la otra clase, ya que he recibido cartas respecto a ellos, de padres y ma­dres y de hijos e hijas. Es muy fácil decir que si hacemos esto o lo otro todo saldrá bien. Pero he conocido hombres y mujeres íntegros, personas fieles y honradas que se esfuerzan por cumplir con las enseñanzas de la Igle­sia, quienes llegan a sufrir mucho por la conducta de sus hijos.

Tengo algunas de las respuestas pa­ra estos problemas, pero debo confesar que no las tengo todas. Nosotros mis­mos somos los causantes de muchos de los problemas que nos aquejan. En otros casos, éstos parecen suceder a pesar de todo lo que hagamos para evitarlos. Pienso en el caso particular de unas personas maravillosas que conoz­co. Los hijos mayores crecieron, se ca­saron en el templo y continuaron vi­viendo la clase de vida que complacía a sus padres. Pero también tenían un hijo menor, un joven inteligente y capaz. Las amistades que tenía mientras cursaba la escuela secundaria lo apar­taron del camino correcto. Se dejó cre­cer el pelo y empezó a descuidar su apariencia. Hizo muchas otras cosas que causaron mucha tristeza a sus pa­dres. Su padre estaba afligido; lo regañaba y amenazaba; lloraba, oraba y lo reprendía, pero no respondió. La ma­dre también lloró y oró, pero controla­ba sus emociones y nunca alzaba la voz. En repetidas ocasiones le expresaba su amor a aquel hijo. El mucha­cho se fue de casa. La madre le mantu­vo el dormitorio ordenado, su cama lista, comida en el refrigerador y le dijo que cuando quisiera regresar a ca­sa siempre sería bienvenido.

Pasaron los meses, mientras la an­gustia continuaba. El amor de su ma­dre por fin empezó a penetrar su cora­zón. El joven comenzó a ir a dormir a casa de vez en cuando. Sin reprenderlo nunca, ella sonreía, bromeaba con él, le servía platillos deliciosos, lo abraza­ba y le expresaba su amor. Después de cierto tiempo, el joven empezó a mos­trar pulcritud en su persona, iba a casa con más frecuencia y llegó a darse cuenta de que no había otro lugar más cómodo, más seguro y feliz como el que antes había abandonado. Al fin pudo poner su vida en orden; sirvió una misión, un poco mayor de edad que la mayoría de los misioneros. Tu­vo mucho éxito en la obra misional, regresó a su hogar, continuó sus estu­dios y empezó a destacarse. La última vez que lo vi, él y su madre, ambos bendecidos con una voz maravillosa, cantaron a dueto, mientras que algunos que conocían la historia de su vida de­rramaban lágrimas de gozo.

A los que me escucháis y tenéis hi­jos o hijas como este joven, quiero de­ciros que no os deis por vencidos. Nunca estarán perdidos mientras voso­tros continuéis esforzándoos por ayudarlos. Recordad que el amor, más que cualquier otra cosa, es lo que los hará volver. No creo que los castigos lo lo­gren, ni las reprimendas sin amor. Lo que al final los atraerá será la pacien­cia, las expresiones de amor y ese ex­traordinario poder que viene con la oración.

Con el propósito de ayudaros, qui­siera sugerir cuatro elementos para for­talecer el ambiente de vuestros hoga­res. Mi sugerencia es que permitáis que vuestros hijos se críen en un hogar en donde reine
(1) un espíritu de servi­cio,
(2) una atmósfera de desarrollo,
(3) la disciplina del amor y
(4) el hábi­to de la oración.

Un espíritu de servicio

El egoísmo es un elemento destruc­tivo y corrosivo en la vida de la mayo­ría de nosotros; es la causa de gran parte de la tensión entre padres e hijos y es causa de tensiones en padres bien intencionados, quienes a veces fomen­tan sentimientos egoístas en aquellos al darles todo lo que desean, a menudo cosas innecesarias y costosas.

El antídoto para el egoísmo es el servicio, el dar de nosotros mismos pa­ra ayudar tanto a aquellos que viven dentro de las paredes de nuestra casa como a las demás personas. Un niño que crece en un hogar en el cual el padre es egoísta es posible que desa­rrolle esas tendencias en su vida. Por otro lado, aquel niño que se da cuenta de que sus padres sacrifican comodida­des para ayudar a los necesitados pro­bablemente siga el mismo ejemplo cuando llegue a la madurez.

El niño que ve a su padre cumplir con un llamamiento en la Iglesia, sir­viendo a Dios por medio del servicio a sus semejantes, es factible que actúe de manera similar cuando crezca. La niña que ve a su madre ayudar a los necesitados, ayudar a los pobres y prestar socorro a los afligidos, probablemente seguirá tal ejemplo en su vi­da adulta.

¿Os gustaría que vuestros hijos cre­cieran con un espíritu de altruismo? El ceder a todos sus deseos egoístas no lo logrará. Por el contrario, permitidles observar en sus propios hogares, y en las relaciones entre los miembros de la familia, la veracidad del gran principio que el Señor estableció: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”. (Marcos 8:35.)

Una atmósfera de desarrollo               

Qué maravilloso e interesante es ver cómo las mentes jóvenes se ensanchan y se fortalecen. Yo soy una de esas personas que aprecian el tremendo po­tencial para el bien que tiene la televi­sión. Pero también soy de los que cen­suran la terrible pérdida de tiempo y oportunidad cuando en algunos hoga­res los niños miran hora tras hora aquello que ni los instruye ni los forta­lece.

Cuando era niño vivíamos en una casa grande y vieja. Una de las habita­ciones se llamaba “la biblioteca”. Con­taba con una mesa resistente y una buena lámpara, tres o cuatro sillones cómodos, que también tuviesen buena luz, y libros en estantes que llenaban las paredes. Había muchos volúmenes, los cuales mis padres habían adquirido en el transcurso de muchos años.

Nunca nos forzaron a leerlos, pero los ponían en lugares accesibles, en donde pudiéramos alcanzarlos cuando quisiéramos.

Siempre había silencio en aquel sa­lón, ya que se daba por sentado que era un lugar para el estudio.

También había revistas —las revis­tas de la Iglesia y otras dos o tres revis­tas buenas. Había libros de historia y literatura, libros de temas técnicos, diccionarios, enciclopedias y un atlas mundial. La radio hizo su aparición cuando yo iba creciendo, pero en nues­tro hogar prevalecía un ambiente pro­picio para el aprendizaje. No quiero que penséis que éramos grandes erudi­tos, pero sí se nos exponía a la buena literatura, a las grandes ideas de pensa­dores famosos, al lenguaje de hombres y mujeres de pensamientos profundos que se expresaban hermosamente.

En muchos de los hogares actuales no se cuentan con las posibilidades económicas para formar una biblioteca así. La mayoría de las familias se las arreglan en espacios bastante reduci­dos, pero con un poco de planeamiento se puede encontrar una esquina o lugar que pueda convertirse en el refugio de los ruidos del exterior, un lugar donde uno se pueda sentar a leer y meditar.

Es algo maravilloso tener un escritorio o una mesa, por sencillos que sean, sobre los cuales podamos encontrar los libros canónicos de la Iglesia, algunos buenos libros, las revistas de la Iglesia y otras publicaciones dignas de nuestra lectura.

A temprana edad, exponed a vues­tros hijos a los buenos libros. La ma­dre que no les lee a sus hijos no sólo les perjudica a ellos sino también a sí misma. Requiere tiempo, lo sé; tam­bién requiere autodisciplina y la orga­nización de los minutos y las horas de cada día. Nunca se convertirá en algo tedioso al ver a esas mentes jóvenes llegar a conocer a diferentes persona­jes, expresiones e ideas. La buena lec­tura se puede convertir en un hábito deseable, mucho más productivo, en cuanto a sus efectos a largo plazo, que muchas de las otras actividades en las que los niños pasan su tiempo. Se ha calculado que “el niño promedio del continente americano ha pasado apro­ximadamente 8.000 horas viendo televisión antes de entrar al jardín de in­fantes”. Y gran parte de lo que miran es de dudoso valor moral.

Padres y madres, esforzaos por crear un ambiente de progreso en vues­tros hogares. Permitid que vuestros hi­jos se vean expuestos al fruto de las mentes grandiosas, a ideas sublimes, a los principios eternos y a aquello que los edificará y motivará para bien.

El Señor ha dicho a su pueblo: “Buscad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe”. (D. y C. 88:118.) Deseo aconsejara todos los padres que me estáis escu­chando, que tratéis de crear, dentro de vuestros hogares, un ambiente propi­cio para el aprendizaje y el progreso que se derivará del mismo.

La disciplina del amor          

Es tan evidente que tanto lo grandio­samente bueno como lo terriblemente malo que se encuentra en el mundo hoy día es el resultado de los frutos dulces y amargos de la manera en que se criaron a los niños de ayer. Según la capacitación que demos a una nueva generación, así será el mundo del ma­ñana. Si estáis preocupados por el fu­turo, prestad atención a la manera en que se están criando a los niños de hoy. En muchos aspectos, la dureza que caracteriza a gran parte de nuestra sociedad es el producto de la dureza impuesta a los niños de ayer.

Cuando éramos pequeños, nos en­cantaba el barrio al cual asistíamos. Había en él gran variedad de personas, y creo que las conocíamos a todas. La gente raras veces se mudaba de casa en esos días. Creo que los amábamos a todos, con excepción de cierto hom­bre. Debo confesar que lo detestaba. Me he arrepentido de tal sentimiento desde hace mucho, pero al recordar aquellos días, vuelvo a experimentar la intensidad de ese sentimiento. Los hi­jos de este hombre eran nuestros ami­gos, pero yo lo consideraba a él como mi enemigo. ¿Cuál era la razón de ese sentimiento? Porque tenía un carácter horrible, al cual daba rienda suelta an­te la más leve provocación; les gritaba y les pegaba a sus hijos en una forma que nunca he olvidado.

Quizás fue porque en el hogar donde me crié había un padre quien, como por arte de magia, sabía disciplinamos sin recurrir al castigo físico, aunque no cabe duda de que había casos en que lo merecíamos. He visto los frutos del temperamento de nuestro vecino manifestarse en las vidas perturbadas de sus hijos.

No vacilo en afirmar que ningún hombre que profese ser un seguidor de Cristo, y ningún hombre que profese ser miembro de la Iglesia puede abusar de sus hijos sin ofender a Dios, quien es su Padre y repudiar las enseñanzas del Salvador y sus profetas. Jesucristo declaró: “Y cualquiera que haga trope­zar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. (Mateo 18:6.)

Brigham Young dijo: “Criad a vues­tros hijos conforme al amor y el temor de Dios; examinad su disposición y su carácter y obrad de acuerdo con ellos; no os permitáis jamás corregirlos con enojo, y enseñadles a quereros y no a temeros”. (Véase Gordon B. Hinckley, “Mirad a vuestros hijos”, Liaho­na, febrero de 1979.)

La disciplina severa, la disciplina cruel, inevitablemente conduce no a la corrección, sino al resentimiento y la amargura. No cura nada; solamente agrava el problema. Es contraprodu­cente. El Señor, al establecer el espíri­tu de gobierno en la Iglesia, también ha establecido un modelo del espíritu de gobierno en el hogar en las siguien­tes palabras de revelación:

“Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sa­cerdocio, sino por la persuasión, por longanimidad, benignidad, manse­dumbre y por amor sincero;

“reprendiendo en la ocasión con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo [y creo que sólo en ese caso]; y entonces demostrando mayor amor ha­cia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo;

“para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.” (D. y C. 121:41, 43—44.)

Pablo escribió a los efesios: “Y vo­sotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disci­plina y amonestación del Señor”. (Efe­sios 6:4.)

Cuando os enfrentéis a pequeños problemas, e inevitablemente lo ha­réis, controlaos. Recordad la sabiduría del antiguo proverbio: “La blanda res­puesta quita la ira”. (Proverbios 15:1.)

No existe en el mundo mejor disci­plina que la disciplina del amor; tiene su propio aspecto mágico.

El hábito de la oración

Doblemente bendecido es el niño que, a pesar de ser demasiado pequeño para comprender las palabras, puede sentir el espíritu de oración cuando una amorosa madre o buen padre le ayudan por las noches a decir una oración an­tes de acostarse.

Es sumamente afortunado el niño o la niña, incluyendo los adolescentes, en cuyos hogares se lleva a cabo la oración familiar por la mañana y por la noche.

No conozco mejor manera de desa­rrollar un espíritu de agradecimiento en los niños que hacer que todos los miembros de la familia se arrodillen para agradecer al Señor sus bendicio­nes. Tal expresión de humildad desa­rrollará en el corazón de los niños el reconocimiento del hecho de que Dios es la fuente de todos los dones precio­sos que poseemos.

No conozco una mejor forma de cul­tivar un deseo de hacer lo correcto que humildemente pedir perdón de Aquel cuyo derecho es el de perdonar, y pe­dir fortaleza para vencer nuestras debi­lidades.

Cuán maravilloso es orar al Señor por aquellos que están experimentando dolor o enfermedad, por los hambrien­tos y necesitados, por aquellos que es­tán solos y temerosos, y por aquellos que se encuentran cautivos y afligidos. Cuando esas oraciones se hacen con sinceridad, se experimentará un mayor deseo de ayudar a los necesitados.

Además, aumentará el respeto por el obispo, por el presidente de estaca y por el Presidente de la Iglesia si los recordamos constantemente en nues­tras oraciones familiares.

Es de vital importancia enseñarles a los niños a orar en lo que concierne a sus propias necesidades y los deseos justos de su corazón. A medida que los miembros de la familia se arrodillan juntos para orar al Todopoderoso y ha­blar con Él acerca de sus necesidades, los niños desarrollarán una inclinación natural de volverse a Dios, como Pa­dre y amigo, en épocas de necesidad y aflicción.

Permitid que la oración matutina y vespertina, tanto individual como fa­miliar, se convierta en una práctica en la que vuestros hijos progresen mien­tras aún están pequeños. Será una ben­dición durante toda su vida. Ningún padre en la Iglesia puede darse el lujo de descuidar este aspecto tan impor­tante.

Mis amados compañeros en el sa­grado llamamiento de ser padres, estos son los cuatro elementos que quisiera sugeriros para ayudaros en vuestro es­fuerzo por crear un buen ambiente en vuestros hogares: (1) Un espíritu de servicio, (2) una atmósfera propicia para el progreso, (3) la disciplina de amor divino, y (4) el hábito de la ora­ción sagrada.

Que Dios os bendiga, mis queridos hermanos y hermanas.

Agradezco al Señor los muchos bue­nos padres de esta Iglesia que son ejemplos de honradez e integridad ante sus hijos y ante el mundo. Le doy gra­cias por su fe y su fidelidad. También le agradezco el gran deseo que tienen de criar a sus hijos en la luz y la ver­dad, como el Señor lo ha mandado. Ruego que las bendiciones del Señor coronen vuestros esfuerzos, y que al­gún día cada uno de vosotros pueda decir al igual que Juan de antaño: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad”. (3 Juan 4.) ■

Ideas para los maestros orientadores

Quizás desee recalcar estos puntos en su visita de orientación familiar:

Existen cuatro elementos importan­tes que son vitales para crear un am­biente positivo en nuestros hogares:

  1. Un espíritu de servicio entre los miembros de la familia y hacia nues­tros semejantes.
  2. Un ambiente propicio para el pro­greso y el desarrollo de los miembros de la familia.
  3. La decisión paternal de emplear el-amor como el principio dominante de la disciplina de la familia.
  4. El hábito de llevar a cabo la ora­ción familiar diaria, durante la cual la familia, unida, solicita la guía de nues­tro Padre Celestial, así como el perdón por los errores cometidos.

Sugerencias para desarrollar el tema:

  1. Exprese sus sentimientos y expe­riencias personales en cuanto a las cua­tro pautas mencionadas anteriormente.
  2. ¿Existen algunos versículos de las Escrituras o citas en este artículo que la familia podría leer en voz alta y analizar?
  3. ¿Sería mejor este análisis después de conversar con el cabeza de la fami­lia antes de la visita? ¿Hay algún men­saje del líder del quorum o del obispo sobre el tema de las relaciones familia­res?
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