El arte de ser Padres: Una cuestión del corazón

El arte de ser Padres:
Una cuestión del corazón

por Patricia T. Holland
Primera Consejera en la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes
Liahona Octubre/Noviembre 1985

Hace poco le preguntaron a una niña de cuatro años de edad por qué estaba llorando su hermanito. Miró al bebé, pensó un momento y contestó: “Si tú no tuvieras cabello ni dientes y te temblaran las piernas, también llora­rías”.

Todos venimos al mundo llorando y un poco temblorosos. El más sublime de los milagros de la ciencia, así como la más grandiosa de todas las artes, es el hecho de que los padres tomen a un bebé recién nacido, el cual es solamen­te un envoltorio de potencialidades, y con amor lo guíen y ayuden a desarro­llarse hasta llegar a ser un ser humano- totalmente funcional.

Cuando el Señor creó a los padres, creó algo asombrosamente parecido a Él. Nosotros, que hemos dado vida a nuestros hijos, tenemos el conocimien­to innato de que éste es el más sublime de los llamamientos, el más sagrado de los cometidos, y es por eso que el más leve fracaso nos puede causar una an­gustia desesperante.

Pese a nuestras mejores intenciones y nuestros esfuerzos más diligentes, algunos de nosotros descubrimos que nuestros hijos no están creciendo de la manera que quisiéramos. A veces es muy difícil comunicarse con ellos. Quizás estén teniendo problemas en la escuela, se sientan emocionalmente angustiados, se rebelen abiertamente o sean extremadamente tímidos. Son muchas las causas por las que sus pa­sos aún sean un tanto vacilantes.

Y parecería que aun si nuestros hijos no están teniendo dificultades, una cierta inquietud nos hace preguntamos cómo podemos alejarlos de sendas tan dolorosas. En momentos como ésos, acuden a nuestra mente preguntas tales como: “¿Lo estoy haciendo bien? ¿Llegarán a ser personas íntegras? ¿Debo pegarles o tratar de razonar con ellos? ¿Los debo controlar, o es mejor no hacerles caso?” La realidad logra que aun los mejores padres se sientan un poco inseguros.

Recientemente leí la siguiente ano­tación en mi diario, la cual escribí cuando era una madre joven y angus­tiada: “Ruego constantemente para no hacer algo que perjudique emocional­mente a mis hijos. Si llegara a lasti­marlos de alguna forma, ruego que ellos sepan que no fue mi intención. Frecuentemente lloro en silencio por cosas que quizás haya dicho y hecho sin pensar y espero no repetir esas transgresiones. Ruego que no haya he­cho nada que destruya mi sueño de lo que quiero que mis hijos lleguen a ser. Ansío ayuda y guía, especialmente cuando siento que les he fallado.”

Bien, al releer esto después de todos estos años, considero que mis hijos se están desarrollando sorprendentemente bien a pesar de haber tenido una madre tan nerviosa. La razón por la que com­parto esto es porque deseo comunicar­les que soy una de ustedes, una madre que carga un atado de culpa por los errores del pasado, una confianza tam­baleante por el presente y el temor de fracasos futuros. Pero más que nada, deseo que todo padre que lea estas pa­labras tenga esperanza.

Siendo que casi ninguno de nosotros es profesional en materia de desarrollo infantil, se imaginarán por qué me sen­tí tan complacida al escuchar esto de uno que lo es. Un catedrático en la Universidad Brigham Young me dijo en una ocasión:

—Pat, el ser padres no tiene casi nada que ver con la capacitación. Es todo cuestión del corazón.

Cuando le pedí que me lo explicara, dijo:

—Frecuentemente los padres consi­deran que la razón por la falta de co­municación con sus hijos es que no están suficientemente capacitados. La comunicación no es tanto un asunto de capacitación como lo es de actitud. Cuando nuestra actitud refleja manse­dumbre, humildad, amor e interés en el bienestar de nuestros hijos, eso fo­menta la comunicación. Nuestros hijos reconocen el esfuerzo de nuestra parte. Por otro lado, cuando somos impacientes, hostiles o rencorosos, no im­porta qué palabras utilicemos ni cómo tratemos de disfrazar nuestros senti­mientos, el corazón perspicaz de nues­tros hijos captará nuestra actitud nega­tiva.

En el Libro de Mormón, Jacob dijo que debemos descender a las profundi­dades de la humildad y consideramos insensatos ante Dios si queremos que El abra las puertas de los cielos. (Véa­se 2 Nefi 9:42.)

Esa humildad, junto con nuestra ha­bilidad para admitir nuestros errores, parece ser un requisito fundamental tanto para recibir la ayuda divina como para obtener el respeto de nuestros hi­jos.

Mi hija es una jovencita con un gran talento musical. Por muchos años yo pensaba que este talento no se desarro­llaría a menos que estuviera parada de­trás de ella y supervisara sus prácticas como un capataz. Un día, cuando mi hija era adolescente, me di cuenta de que mi actitud, que en una ocasión ha­bía sido de provecho, ahora obviamen­te estaba dañando nuestra asociación. Atormentada por el temor de que ella no desarrollara el gran talento que Dios le había dado, así como por la realidad de una relación que empeora­ba diariamente, decidí hacer lo que ha­bía visto que mi madre hacía cuando se encontraba ante un problema serio. Me fui a mi lugar secreto, donde oré fer­vientemente en busca de la única sabi­duría que podría ayudarme a mantener abiertos los canales de comunicación, la clase de sabiduría y ayuda que se recibe mediante lenguas angelicales.

Al concluir, sabía lo que tenía que ha­cer.

Ya que faltaban sólo tres días para la Navidad, le di a Mary un regalo perso­nal y una nota que decía: “Querida Mary: Siento mucho el conflicto que he causado al estar como un policía junto al piano. Debo de haberme visto ridícula— tú, yo y mis pistolas. Perdó­name. Te estás con vertiendo rápida­mente en una señorita. Tenía miedo de que no llegaras a tener suficiente con­fianza en ti misma y no te sintieras realizada como mujer si no desarrolla­bas tu talento. Te quiero mucho. Mamá».

Más tarde ese mismo día ella me buscó y en un tranquilo rincón de nuestro hogar me dijo:

—Mamá, sé que quieres lo mejor para mí, y eso lo he sabido toda mi vida. Pero si voy a tocar bien el piano, ¡la que tiene que practicar soy yo, no tú!

Entonces me abrazó y con los ojos llenos de lágrimas me dijo:

—Me he preguntado cómo podría enseñarte eso, y de alguna manera tú sola lo descubriste.

Años más tarde, al recordar Mary y yo ese incidente, me confió que mi buena voluntad para decir “lo siento; cometí un error; perdóname” le dio un gran sentimiento de autoestima porque le comunicó que era digna de una dis­culpa paternal, y que los hijos a veces tienen la razón. Me pregunto si es po­sible obtener una revelación personal sin consideramos insensatos ante Dios. Me pregunto si el influenciar y enseñar a nuestros hijos requiere que nos parezcamos más a un niño. ¿No deberíamos compartir con ellos nues­tros más profundos temores y dolores, así como nuestras mayores esperanzas y alegrías — en lugar de sermonearlos, dominarlos y reprenderlos una y otra vez?

Me gustaría concluir con una expe­riencia que ocurrió recientemente.

Durante tres días seguidos mi hijo Duffy, que tiene once años de edad y juega fútbol americano en el equipo escolar, salía de algún escondite en nuestra casa y me atacaba al estilo pro­fesional. La última vez que lo hizo, en mi esfuerzo por evitar su ataque, me caí, tumbé una lámpara y me encontré con el codo derecho incrustado cerca de las cejas. Perdí toda la paciencia y lo regañé por tomarme como maniquí para sus ataques.

Su respuesta me llegó al corazón cuando, llorando, me dijo:

—Pero mamá, tú eres la mejor ami­ga que un muchacho podría tener. Yo pensaba que esto te divertía tanto co­mo a mí. Por mucho tiempo he estado pensando en lo que voy a decir en mi primera entrevista cuando reciba el trofeo como el mejor jugador. Cuando me pregunten cómo llegué a ser tan bueno les diré: “Practiqué con mi ma­má”.

Todo niño tiene que entrenar con su mamá y, en forma más importante, to­da mamá tiene que entrenar con sus hijos. Esa es la manera que Dios les brinda tanto a los padres como a los hijos para lograr su salvación. Ante­riormente mencioné que todos vinimos al mundo llorando. Considerando to­dos los humildes propósitos de esta vi­da, probablemente comprendamos que de vez en cuando continuaremos derra­mando algunas lágrimas. Sería de ayu­da el tener siempre presente que éstos son hijos de Dios al igual que nuestros. Y por sobre todo, nos puede brindar un perfecto brillo de gloria el saber que cuando necesitamos ayuda podemos traspasar el velo para obtenerla.

Os testifico que Dios nunca nos abandonará en esta experiencia celes­tial, y que nosotros nunca debemos abandonar a nuestros hijos ni darnos por vencidos. En el nombre de Jesucristo. Amén. ■

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