Comparemos Valores

Comparemos valores

por Paul H. Dunn
del Consejo de los Setenta
Liahona Enero 1965

Mis hermanos y hermanas, siento mi humildad y estoy agradecido por la oportunidad de pre­sentarme ante vosotros, sentir vuestro espíritu y go­zar del mensaje de nuestro Profeta viviente esta mañana. Hace muchos años que, como vosotros, he prestado oído a los consejos y la inspiración de estos hermanos sentados en el estrado, y particularmente a nuestro Profeta viviente, que nos han pedido que los sostengamos con nuestra fe y oraciones y han pedido a nuestro Padre Celestial que les concediera la orientación que necesitaban. Ahora reconozco la importancia de la fe y oraciones en este momento en que me dispongo a relatarles algunos de los senti­mientos íntimos relacionados con este gran Evan­gelio de Jesucristo. Me ha impresionado vivamente el mensaje de nuestro Profeta esta mañana, que nos comunicó los sentimientos más profundos de su cora­zón, adquiridos no solamente tras muchos años de experiencia sino también por medio de su conoci­miento y amor a la gente y su constante sintoniza­ción con el Dios viviente.

Cuando vemos a una persona que está de mal humor o indispuesta, solemos decir que “se levantó con el otro pie”. ¿Os han acusado de ello alguna vez? No hace mucho estuve a punto de pasar por uno de “esos días”. Sucedió, así:

Como a la medianoche recibí un llamado telefó­nico de uno de los maestros de nuestro programa del Instituto de Religión, que tenía yo a mi cargo, y por eso me llamaba para comunicarme que le iba a ser imposible enseñar su clase a la mañana siguiente por­que se encontraba enfermo. Quería saber si yo to­maría su lugar. Le dije que no se preocupara, que me haría cargo de su clase, aunque la perspectiva de preparar adecuadamente la lección con tan poca anticipación me dejó pensativo.

En cuanto corté la comunicación me dispuse a preparar la lección, y finalmente como a eso de las dos de la mañana, cuando ya no podía ver las pala­bras sobre la página, tuve que acostarme. Por demás sería decir lo cansado que me sentía y cuánto necesitaba dormir. Sin embargo, las probabilidades no eran muy halagadoras, en vista de que la clase empezaba a las siete de la mañana, y quedaba como a unos cuarenta y ocho kilómetros de donde vivía, todo lo cual quería decir que tendría que levantarme a las cinco de la mañana, y me daría cuando mucho tres horas de descanso.

Poco después de haberme acostado, y cuando es­taba casi dormido, mi hijita de cuatro años me hizo volver a la realidad insistiendo en que necesitaba un vaso de agua, pues simplemente no podía aguantar hasta la mañana. De modo que tras un gran es­fuerzo, me levanté, le traje el vaso de agua, y me volví a acostar, pero momentos después me despertó otra hija que había tenido una horrible pesadilla. Su llamado urgente me hizo levantar bruscamente, y con la prisa de acudir a su lado se me olvidó encender la luz del pasillo. Caminando a oscuras, repentina­mente paró mi marcha una puerta que había quedado a medio cerrar, pero unos segundos después y con una magulladura recién adquirida llegué al lado de mi hija y le prodigué algunos mimos para confortarla.

Una vez más me acomodé en el lecho tibio con la esperanza de que las pocas horas restantes me dieran un poco de paz y descanso, pero mi esposa, que se había despertado con todo aquel ruido, diestra y lentamente me hizo volver en mí para decirme que acababa de recordar que ella también necesitaba el automóvil a la mañana siguiente para un compromiso que tenía en la Iglesia y quería saber qué arreglos podríamos hacer para que los dos pudiéramos llegar a donde teníamos que ir. Cuando por fin resolvimos el problema eran ya las tres de la mañana, y poco después, cuando el despertador sonó a las cinco de la mañana, ya podéis imaginar cómo me sentía. Después de pasar una noche tan accidentada, era lógico que me levantara “con el otro pie” y mi estado de ánimo no era el más apropiado para ir a enseñar una clase de religión.

Y fue entonces que sucedió el milagro; un pe­queño detalle que hizo que la tormenta de la noche pasada se convirtiera en un día glorioso. Salía de casa cuando mi hijita de cuatro años, la misma que dió comienzo a los problemas de la noche anterior, me llamó la atención tirándome del saco. La levanté en mis brazos, me tomó las dos orejas con sus manitas y sin más ni más, mi dió el beso más sonoro que jamás haya recibido en la punta de la nariz. “Papito—me dijo—¡cuánto te quiero! Tú no te enojas.”

“No me enojo, ¿eh?—dije, tratando de echar de mí el mal humor que se había apoderado de mi ser.

“Sí, eres el mejor papá del mundo”—y dándome otro beso en el cuello se deslizó hasta el suelo y corrió a acostarse de nuevo.

Lo que estaba a punto de resultar una mañana tormentosa se convirtió en un día radiante. Mientras manejaba con el corazón lleno de alegría, me puse a pensar en las muchas bendiciones que tenía: mi familia, mi buena y devota esposa, el hecho de ser miembro de la Iglesia de Cristo y ciudadano de un gran país como éste, la libertad que en él gozamos, todo lo cual volvió a mi memoria con la magia de un simple beso. Esta criaturita de cuatro años, con su amor y agradecimiento me hizo volver a la perspec­tiva correcta de la vida y nuevamente me trajo al pensamiento los valores eternos que todos buscamos.

Comencé a pensar en la facilidad con que per­mití que un desvelo me hiciera olvidar del momento, aquellas mismas cosas, y el efecto que mi mal humor podría haber surtido en todo lo que habría hecho ese día. Felizmente se me hizo volver a la realidad pero con cuanta frecuencia permitimos que nuestro, mal humor se convierta en un hábito que domina nuestros pensamientos diarios y dejamos que los problemas o el deseo de una satisfacción momentánea y usual­mente pasajera cobren tanta importancia que olvi­damos metas y propósitos más duraderos. Aun cuan­do es necesario preocuparnos por ciertos problemas y resolver exigencias temporales, la única impor­tancia que estas cosas tienen para nosotros es que nos conducen a cierto fin son el medio para alcanzar la meta elegida. La felicidad imperecedera, esa feli­cidad que todos buscamos, no resulta de una satis­facción material continua, procurando constante­mente las comodidades físicas y emocionales de la vida y desconformándonos con todo lo demás al grado de hacernos olvidar nuestras bendiciones v responsabilidades, olvidar si Señor y su amor por nosotros y su deseo de ayudamos en nuestra bús­queda de la felicidad. “Porque, ¿que aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36.)

Se ha dicho que “la vida tiene valor sólo cuando su propósito tiene mérito”. ¿Cuál es ese propósito? Hablando a David Whitmer, uno de los tres testigos del Libro de Mormón, el Señor dijo, por medio del profeta José Smith, que la vida eterna era el don más grande de Dios. (Doc. y Con. 14:7.) ¿Qué mejor propósito podemos buscar en nuestra vida? Sabiendo que es cierto, porque tengo un testimonio personal al respecto, quisiera hablar especialmente a la juven­tud, que está viviendo en la crítica etapa formativa, vital de la vida, y también a los padres y maestros que os guían, acerca de la importancia de enfocar debidamente los valores positivos. Todos nosotros, así como vosotros mismos, os deseamos lo mejor de todo en esta vida y en la venidera. Lo mejor de todo es conocer y amar a nuestro Padre Celestial y a su Hijo Jesucristo, y una vida llena de felicidad aquí en la tierra, por medio de lo cual finalmente seréis conducidos a la meta deseada de la vida eterna. ¿En qué forma podemos determinar las cosas de valor que lograrán tal fin? Por medio de la religión que encierra todos los principios que nos surten la forta­leza, determinación y fe para seguir adelante. En vista de que actualmente vivimos en un mundo cada vez más ateo, una visita ocasional o aun semanal a la Iglesia no es suficiente para lograr el conocimiento que necesitamos. La religión tiene que ser parte de nuestra vida diaria y debe penetrar cada uno de los aspectos de nuestra existencia. A fin de proporcionar esta educación diaria e influencia religiosa, se esta­blecieron seminarios, institutos de religión y escuelas de la Iglesia, y por eso es que desempeñan un papel importante en la vida de nuestra juventud.

Hoy, más que nunca, nuestra juventud necesita de la religión. Hace años ya, me impresionó un edi­torial de nuestro amado profeta David O. McKay, en el que presentaba algunas de las razones por las cuales es necesario dar la debida instrucción religiosa a nuestra juventud. Permítaseme referirme a tres de sus puntos.

“Primero—dijo el Profeta—la juventud necesita de la religión para mantener el equilibrio correcto durante la época formativa de sus vidas.” La juven­tud suele ser impetuosa, y a menudo, cuando quiere formular sus propias conclusiones, tiende a juzgar a sus padres como “pasados de moda” y pone su confianza en otros que parecen estar llevándolos hacia nuevos ámbitos y un nivel más elevado. De manera que en esta situación cuando el joven, doctrinado con ideas que parecen impugnar sus conceptos re­ligiosos anteriores, puede perder el equilibrio debido. La juventud de hoy piensa mucho más que en cual­quier otra época, y por eso necesita una influencia diaria que la conserve propiamente equilibrada.

“Segundo—continuó diciendo el Profeta—la ju­ventud necesita de la religión para dar firmeza a la sociedad”. Fue Goethe quien comentó que él destino de una nación, en cualquier momento de la historia, depende de la opinión que ejerzan los jóvenes entre los cinco y los veinte años.” Cuando se habla de la necesidad de estabilizar nuestra sociedad, recuerdo que, cuando era soldado en la Segunda Guerra Mun­dial, me ponía a pensar en la tragedia de que hu­biera tanta destrucción, sufrimiento y dolores en un mundo que ha sobresalido tan notablemente en otros campos, por ejemplo, en el de la ciencia. No puedo menos que recordar el maravilloso fusil M-l que me entregaron cuando era de la Infantería y lo agrade­cido que me sentía por la protección que me ofrecía. El ingenio que produjo esta arma de guerra fue maravilloso, y sin embargo, su uso deslustraba la civilización, porque muchas veces, en defensa de mi país, tuve que apretar el gatillo y quitar la vida a uno de mis semejantes, por el motivo mismo que nuestro Profeta indicó en su editorial.

Robert A. Millikan, renombrado científico, se expresó de la siguiente manera en cuanto a sus pro­pios estudios; “La ciencia sin la religión manifies­tamente puede llegar a ser una maldición para la humanidad en vez de una bendición, pero la ciencia, gobernada por el espíritu de la religión es la llave al progreso y la esperanza del futuro.” Esta decla­ración sugiere que los destacados científicos del futuro, así como los que sobresalgan en cualquier otro campo de acción, necesitarán entendimiento y adiestramiento espiritual.

Tercero, la juventud necesita la religión para satisfacer el anhelo innato del alma. El presidente McKay dijo que “el hombre es un ser espiritual, y que en determinada época todo hombre se siente in­vadido de un anhelo, un deseo irresistible de en­contrar el eslabón que lo une a lo infinito. Se da cuenta de que no es meramente un objeto físico que es echado aquí y allá, y finalmente se sumerge en la incesante corriente de la vida. Hay algo dentro de él que lo impulsa a superarse a sí mismo, a dirigir el medio ambiente en que vive, a ser dueño de su cuerpo y todas las cosas físicas, y vivir en un mundo más noble y hermoso.”

El Profeta continúa, citando tres necesidades esenciales que acompañan el anhelo espiritual, y las cuales se han hecho sentir a través de los siglos: 1. Toda persona normal desea saber algo de Dios. ¿Qué aspecto tiene? ¿Se interesa en la familia humana o la abandona por completo? 2, ¿Cuál es la mejor manera de vivir en este mundo para lograr el mayor éxito y felicidad? 3, ¿Qué es ese paso inevitable que llamamos muerte? ¿Qué hay más allá? Si uno quiere saber la contestación a estos anhelos del alma huma­na, debe concurrir a la Iglesia, y frecuentemente, a fin de lograrlas.”

La juventud necesita religión. El mundo la ne­cesita, de hecho, es lo que más falta le hace. Humil­demente ruego que todos vosotros jóvenes, junto con vuestros padres, comprendáis la necesidad de la in­fluencia diaria y constante de la religión, y que la apoyéis con interés y entusiasmo. Si conserváis vues­tras energías e ideales enfocados debidamente, podréis, igual que nosotros, heredar la vida eterna.

Cuán agradecido me siento esta mañana por el : testimonio que tengo del evangelio de Jesucristo, y el conocimiento y significado que me da, de que Dios realmente vive, que Jesús es el Cristo, que el profeta José Smith fue llamado y ordenado por Dios para restablecer su Iglesia en estos últimos días, y de tener la completa seguridad y conocimiento de que David O. McKay es un profeta viviente del Señor. He sido miembro de esta Iglesia toda mi vida, y he tenido la maravillosa oportunidad de estar en su pre­sencia y sentir el contacto de espíritu con espíritu que me ha dado la certeza absoluta de que estas cosas son verdades. Os doy este testimonio humilde y agrade­cidamente en el nombre de Jesucristo. Amén.

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