La Memoria

La Memoria

por el élder Carlos E. Asay
del Primer Quórum de los Setenta
Liahona Marzo 1989

(Tomado de un discurso dado en la Universidad Brigham Young)

Se obtiene conocimiento y se revela la verdad cuando todas las cosas concuerdan unas con otras de una manera comprensible. En ese proceso la mente comienza a trabajar, se aviva la memoria y el corazón se prepara para responder a los susurros del Espíritu.

Parece algo increíble el que el cerebro humano tenga la capacidad de retener mil billones de bits (unidades elementa­les de información del sistema binario) de información. Si ello es verdad, aun cuando haya un error de diez a doce bits, ¿por qué entonces tenemos tanta dificultad para recordar los trece Artículos de Fe, las charlas misionales o lo básico de las materias que estudiamos en los cen­tros de enseñanza?

Para mí es también algo increíble el que haya una relación tan estrecha entre la memoria y el es­tado de ánimo, entre la memoria y el testimonio, entre la memoria y los ejemplos que tomamos como modelos, entre la memoria y los pensamien­tos y, finalmente, entre la memoria y nosotros. Per­mitidme, por lo tanto, explicar algunas de las con­clusiones a las que he llegado acerca de esas cinco relaciones, vistas a la luz del evangelio.

La memoria y el estado de ánimo

La memoria, según los entendidos, es la que mu­chas veces determina nuestro estado de ánimo.

Las personas que sólo recuerdan las experiencias negativas que han tenido en la vida tienden a comportarse amargada y cínicamente. Los que so­lamente recuerdan a sus enemigos y todo lo que está en contra de ellos pueden llegar a perder su valentía. Así también, los que sólo recuerdan los daños que han recibido pueden vivir en una conti­nua pugna con el mundo. En cambio, aquellos que sólo, recuerdan los momentos buenos y positivos se mantienen alegres, vivaces y optimistas.

Recuerdo a un misionero con el que trabajé en la obra proselitísta, que tenía un carácter bastante irritable. Era obvio que le carcomía una gran carga de dolorosos y amargos recuerdos, los cuales afec­taban completamente su perspectiva de la vida. Pienso que tiene que ser muy triste que los recuer­dos amargos de una persona le hagan ir por la vida con un concepto distorsionado de todas las cosas.

No sé en qué estado de ánimo se encontraría Enós cuando fue a cazar bestias en los bosques y sostuvo una lucha ante Dios. Todo nos hace pensar que en cierto modo se sentía deprimido por el he­cho de no haber recibido una remisión de sus pe­cados. Sin embargo, a medida que volvió a su me­moria el recuerdo de las palabras que su padre había pronunciado sobre la vida eterna, y al refle­xionar sobre el gozo de los miembros de la Iglesia, se disipó la nube de desaliento que lo abatía. Por medio de la oración y el ejercicio de la fe, Enós salió del bosque, sintiéndose elevado y aliviado de sus pesares (véase Enós 1-8).

Cuando Alma y sus amigos buscaron destruir la Iglesia de Dios, un ángel del cíelo se les apareció y los reprendió. Alma dijo que, cuando recordó to­dos sus pecados, se vio martirizado por un tor­mento eterno; pero luego, cuando recordó todo lo que su padre había profetizado acerca de la expia­ción de Jesucristo, le ocurrió algo maravilloso. Esto fue lo que dijo:

«Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de ator­mentarme el recuerdo de mis pecados.

«Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan pro­fundo como lo había sido mi dolor.

»Sí, hijo mío, te digo que no podía haber cosa tan intensa ni tan amarga como mis dolores. Sí, hijo mío, y también te digo que por otra parte no puede haber cosa tan exquisita y dulce como lo fue mi gozo.» (Alma 36:19-21.)

Yo os pregunto: ¿Dejáis que vuestra mente alber­gue los daños y las amarguras del pasado, y que éstos empañen vuestra visión de todo lo demás? ¿O recordáis en cambio todo aquello bueno y positivo que alegra vuestra vida y os permite ser optimis­tas? ¿En qué estado de ánimo se encuentran vues­tros recuerdos? No olvidéis que los recuerdos son vuestros y que sólo vosotros podréis determinar vuestro propio estado de ánimo.

La memoria y el testimonio

Cuando trabajamos en la obra misional, gene­ralmente instamos a los investigadores a leer el Libro de Mormón y a orar sobre su contenido con el fin de poder obtener un testimonio. Para ello utili­zamos los versículos del tres al cinco del capítulo diez de Moroni. Usualmente les decimos a nuestros amigos: «Lean este libro y luego pregúntenle a Dios si es verdadero». En seguida agregamos, tal como dice el libro: «y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad …»

De ninguna manera critico a las personas que utilizan el método descrito anteriormente; sin em­bargo, os sugiero una forma más eficaz de condu­cir la situación. Permitidme leeros esos versículos, destacando cuatro pasos que llevan a un testimo­nio, dos de los cuales a menudo se pasan por alto.

«He aquí, quisiera exhortaros [a] que cuando [1] leáis estas cosas … [2] recordéis cuán misericor­dioso ha sido el Señor con los hijos de los hombres, desde la creación de Adán hasta el tiempo en que recibáis estas cosas, y que lo [3] meditéis en vues­tros corazones.

«y …quisiera exhortaros a que [4] preguntéis a Dios … si son verdaderas estas cosas; y … él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Es­píritu Santo.» (Moroni 10:3-4; cursiva agregada.)

He recalcado las palabras recordar y meditar porque tengo la firme convicción de que leer las cosas de Dios sin recordar y meditar en qué forma todo ello encaja en el plan divino tiende a confun­dir en lugar de brindar conocimiento. Se obtiene conocimiento y se revela la verdad cuando todas las cosas concuerdan unas con otras de una ma­nera comprensible. En ese proceso la mente co­mienza a trabajar, se aviva la memoria y el cora­zón se prepara para responder a los susurros del Espíritu.

Ammón explicó al rey Lamoni muchas verdades antes de que el soberano se convirtiera al evange­lio. Entre otras cosas:

«…empezó por la creación del mundo, y tam­bién la creación de Adán; y le declaró todas las cosas concernientes a la caída del hombre; y le. . . explicó los anales y las santas escrituras del pue­blo, las cuales los profetas habían declarado…» (Alma 18:36).

En forma similar, Aarón había hecho lo mismo con el padre del rey Lamoni. El también, al igual que Ammón, le había predicado acerca de Adán, de la Caída, del plan de redención y de la expia­ción de Cristo. Todo ello se hizo con el fin de poner las cosas en su debida perspectiva y cimentar un testimonio.

Cuando vuestro testimonio se debilite o parezca que decae a lo largo del camino, ¿por qué no re­cordar las bondades del Señor? Es probable que durante el proceso de recordar todas esas cosas positivas podáis experimentar una recuperación espiritual similar a la que tuvieron el rey Lamoni y su padre. ¡Qué vivificante es meditar sobre la natu­raleza misericordiosa de Dios, y qué reconfortante es recordar los dones eternos de Dios!

La memoria y los ejemplos que tomamos como modelos

La mayoría de nosotros ha recibido en su vida la influencia tanto de hombres como de mujeres ejemplares. El élder James E. Talmage escribió que el plan original del Padre fue el «de emplear in­fluencias persuasivas de preceptos sanos y ejem­plo sacrificante para con los habitantes de la tierra, dejándolos luego en libertad de escoger por sí mismos…» (James E. Talmage, Artículos de Fe, Salt Lake City: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días, 1974, 1980, pág. 60; cursiva agregada).

Pienso que todos nosotros tenemos un modelo o un héroe guardado en lo más recóndito de nuestra memoria. Incluso podemos tener varios, y de vez en cuando pensar en él o en ella, o en ellos, y ob­tener por su intermedio la inspiración que necesite­mos, en particular cuando la decisión que tenga­mos que tomar nos parezca muy difícil.

No hay duda de que Helamán conocía el valor de los recuerdos y los ejemplos de otros, ya que instruyó a sus hijos diciéndoles:

«… os he dado los nombres de nuestros prime­ros padres que salieron de la tierra de Jerusalén; y he hecho esto para que cuando recordéis vuestros nombres, podáis recordarlos a ellos; y cuando os acordéis de ellos, podáis recordar sus obras; y cuando recordéis sus obras, podáis saber por qué se dice y también se escribe, que eran buenos.

«Por lo tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo que es bueno, a fin de que se pueda decir, y tam­bién escribir, de vosotros, así como se ha dicho y escrito de ellos.» (Helamán 5:6-7.)

No debéis atestar vuestra memoria con recuer­dos de personas de dudosa reputación, ya que os desilusionarán y arrastrarán al precipicio. Selec­cionad, en cambio, y poned en vuestra memoria a los gigantes de bondad y, cada vez que penséis en ellos, poneos como meta seguir sus pasos y llegar aún más lejos de lo que ellos llegaron.

La memoria y los pensamientos

Nuestra mente es mayormente un producto de lo que ponemos en ella. Esta declaración no tiene nada de sorprendente ya que todo el mundo parece co­nocerla. Sin embargo, la gente continúa leyendo pornografía, viendo películas poco recomendables y cantando canciones cuya letra deja mucho que desear. Consciente o inconscientemente, esas per­sonas acumulan basura en su mente.

Para mí es difícil comprender cómo algunos miembros de la Iglesia pueden hacer caso omiso de esta divina amonestación:

«… deja que la virtud engalane tus pensamien­tos incesantemente; entonces tu confianza se hará fuerte en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo.

«El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de justicia y de verdad…» (D. y C. 121:45- 46.)

¡Qué mina de oro tan llena de promesas la que contiene este pasaje de las Escrituras! ¿Quién de los que tengan la cabeza bien puesta podría poner en peligro esta promesa de confianza, de doctrina del sacerdocio y de la compañía del Espíritu Santo?

No os esclavicéis con pensamientos destructivos y degradantes. Ellos pueden convertirse en cade­nas de hierro tan fuertes y poderosas como las de Satanás mismo.

No olvidéis que la memoria y los pensamientos se encuentran inseparablemente conectados; que la una influencia a los otros. Por lo tanto, dejad que la virtud engalane vuestros pensamientos, contad vuestras bendiciones y nutrios de las gran­des mentes de la raza humana. Ello os ayudará a construir un santuario sagrado de agradables re­cuerdos.

La memoria y nosotros

Se dice que Dios nos dio la memoria para que pudiéramos disfrutar en el invierno del recuerdo de los rosales en flor. Pero también es cierto que sin la memoria no podríamos tener identidad pro­pia en ningún momento. Cuantas más memorias tengamos, más tendremos de nosotros mismos.

Hasta que compilé, con Id ayuda de otras perso­nas, mi historia personal, no había apreciado real­mente los recuerdos y la personalidad que nos identifica. Cuando- le di a mi esposa el borrador para que lo leyera y corrigiera, mis instrucciones específicas fueron:

—Tú me conoces mejor que yo mismo, así que por favor lee cuidadosamente y haz todas las co­rrecciones que creas necesarias.

Media hora más tarde, cuando volví a ver cómo le iba, la encontré llorando.

—¡Oh no! ¿Está tan mal? —le pregunté.

—No —me dijo—. ¡Está muy bien!

—¿Has hecho algún cambio? —inquirí de nuevo.

—No; eres tú mismo hablando y no quiero bo­rrar o cambiar nada que de lo que tú hayas dicho.

Tiempo después hicimos copias y se las dimos a nuestros hijos. Los dos supimos que lo más proba­ble era que las guardarían y las leerían alguna vez, quién sabe cuándo. Sin embargo, hace unas semanas, una de nuestras hijas me dijo:

— ¡Papá, te quiero tanto!

Pensando que quizás existiera algún problema, le pregunté:

—¿Por qué me lo dices ahora?

—Bueno, lo que pasa es que he estado leyendo tu historia personal y aprendiendo acerca de tu vida —me dijo—. Nunca pensé que tú hubieras hecho tantas cosas y hubieras pasado por tantas experiencias.

¿No leemos acaso que los registros que guarda­ron los antiguos engrandecieron la memoria del pueblo? Y creedlo, es cierto. Sí se llevan apropia­damente, los registros preservan los idiomas, salvaguardan la verdad e inspiran a los futuros lectores.

Sería una pena que vuestros hijos y vuestros nie­tos se vieran privados de esa parte de vosotros que realmente debería registrarse. Aseguraos de pasar a vuestra posteridad, junto con otras cosas buenas de la vida, vuestros pensamientos más íntimos, vuestros sentimientos más profundos y vuestro sin­cero testimonio. Esa bendición, y aún más, le de­béis a las generaciones venideras.

Se podría decir mucho más acerca de la memo­ria y los recuerdos cuando los relacionamos con nosotros mismos y el Evangelio de Jesucristo. Por ejemplo, no he dicho nada sobre la necesidad de recordar nuestros convenios sagrados, nuestros ju­ramentos, nuestras ordenanzas. Ni tampoco he ha­blado de la función que cumplirá la memoria en el Día del Juicio.

Ruego que podáis santificaros por medio del arrepentimiento y vuestra creencia en la promesa de Dios que dice: «… quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los’ recuerdo más» (D. y C. 58:42).

Al mismo tiempo, le pido al Señor que viváis en forma tal que vuestros nombres aparezcan en la lista de los justos, y que puedan escribirse en el «libro de memorias» que sirve como registro «para aquellos que temían al Señor y pensaban en su nombre» (3 Nefi 24:16).

Testifico que la memoria juega un papel crucial, ya que moldea nuestro estado de ánimo y nuestro carácter y se relaciona estrechamente con nuestro testimonio; debe contener modelos de rectitud; no hay ninguna duda de que es el producto de nues­tros pensamientos, y finalmente, es lo que real­mente somos. □

No olvidéis que la memoria y los pensamientos se encuentran inseparablemente conectados; que la una influencia a los otros. Por lo tanto, dejad que la virtud engalane vuestros pensamientos, contad vuestras bendiciones y nutríos de las grandes mentes de la raza humana.

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