Las bienaventuranzas:
Un camino hacia el Salvador
por S. Michael Wilcox
Liahona, Noviembre 1991
Estas enseñanzas del Sermón del Monte testifican de la divinidad del Salvador y nos indican la manera de seguirlo.
En un sermón similar al Sermón del monte que pronunció en el Viejo Mundo, Jesús enseñó a los nefitas qué hacer para venir a Él.
Cuando el Cristo resucitado habló a los nefitas a través de “los vapores de obscuridad” (3 Nefi 8:22), su mensaje fue “venid a mi (véase 3 Nefi 9:13-14, 20, 22). Después, al aparecer ante ellos, su primer mandato fue: “Levantaos y venid a mí… a fin de que sepáis que soy el Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra…” (3 Nefi 11:14). Uno por uno, todos los de la multitud se acercaron al Salvador del mundo.
Aunque nosotros no hayamos estado presentes para gozar de tan maravilloso privilegio, la invitación de venir a Cristo es tan real para nosotros como lo fue para aquellos santos nefitas de la antigüedad. En un sermón similar al Sermón del monte que pronunció en el Viejo Mundo, (véase Mateo 5-7), Jesús les enseñó a los nefitas —y por extensión, a todos nosotros— qué hacer para venir a Él. Los principios que expuso, a los que se conoce con el nombre de Bienaventuranzas, pueden conducirnos a obtener un profundo testimonio de la divinidad del Salvador.
Seguir a los líderes
El primer principio que el Salvador resucitado enseñó a los nefitas fue el de seguir a sus siervos escogidos: “…Bienaventurados sois si prestáis atención a las palabras de estos doce que yo he escogido de entre vosotros para ejercer su ministerio en bien de vosotros y ser vuestros siervos…” (3 Nefi 12:1).
Cuando era diácono, mi madre me dijo que el élder William J. Critchlow, hijo, que era entonces Ayudante del Quórum de los Doce, iba a hablar en la conferencia de nuestra estaca. Ese día llegamos tarde y tuvimos que sentarnos en la parte de atrás del salón, muy alejados del pulpito; así que cuando el élder Critchlow se puso de pie para hablar, a mí me era imposible verlo desde donde estaba. Mamá me dijo entonces que tomara una silla, la llevara por el pasillo, la pusiera enfrente del estrado, y me sentara allí. Al élder Critchlow le debe de haber parecido muy extraño ver a un muchachito de doce años sentado en medio del pasillo, con la mirada fija en él.
No recuerdo todo lo que dijo, pero en cambio tengo presente que al oírlo hablar sentí un espíritu especial que me decía: “Este es un hombre de Dios; puedes confiar en lo que dice”. Al finalizar la sesión, se acercó a mí y me colocó una mano sobre el hombro; sentí entonces una paz y una felicidad profundas y en aquel momento supe lo que significa ser bienaventurado. Esa experiencia de la adolescencia me enseñó que si escuchamos y obedecemos las palabras de las Autoridades Generales, nos encontraremos en camino a ser ciertamente bienaventurados en la presencia de Cristo. ¡Qué felices seríamos todos si viniéramos a Cristo mediante la confianza y la obediencia a Sus siervos!
La humildad y el bautismo
En la bienaventuranza siguiente, el Salvador enseñó a los nefitas este otro principio: “…benditos son los que… desciendan a lo profundo de la humildad y sean bautizados, porque serán visitados con fuego y con el Espíritu Santo, y recibirán una remisión de sus pecados” (3 Nefi 12:2).
Al ser bautizados y después al tomar la Santa Cena, venimos a Cristo cuando hacemos con El, el convenio de tomar Su nombre sobre nosotros.
Una vez en que el presidente George Albert Smith se encontraba seriamente enfermo, perdió el sentido y creyó que había muerto. Poco después, se encontró junto a un hermoso lago, del cual partía un sendero que atravesaba el bosque; siguió el sendero y al cabo de un rato vio a un hombre que se acercaba a él y lo reconoció: era uno de sus abuelos.
“Recuerdo lo contento que me sentí al verlo”, dijo el presidente Smith. “Yo llevaba su nombre y siempre me había sentido muy orgulloso de llevarlo”.
“Cuando llegó a corta distancia de donde me encontraba… me clavó una mirada intensa y me dijo:
“ ‘Me gustaría saber qué has hecho con mi nombre’.
“Todo lo que hasta entonces había hecho pasó delante de mí como si fuera una película en una pantalla, todo… Sonreí, miré a mi abuelo y le contesté:
“ ‘Nunca he hecho con tu nombre nada que pudiera avergonzarte’.
“Él se acercó a mí y me abrazó estrechamente” (Improvement Era, marzo de 1947, pág. 139).
Algún día, cada uno de nosotros se encontrará frente al Salvador y quizás tenga anhelos de abrazarlo. Me lo imagino diciéndonos entonces: “Cuando te bautizaste, tomaste sobre ti mi nombre. ¿Qué has hecho con él?” Debemos esforzarnos por vivir de tal manera que podamos responderle: “Nunca he hecho con tu nombre nada que pudiera avergonzarte”.
Los pobres de espíritu
Después de hablarles de esas dos bienaventuranzas y de explicarles que venimos, a Él cuándo nos bautizamos y recibimos el don del Espíritu Santo, Cristo describió el estado bendito en que se encuentran los que reciben al Espíritu y reiteró al mismo tiempo la importancia de recibirlo con humildad.
“…bienaventurados los pobres de espíritu que vienen a mí, porque de ellos es el reino de los cielos” (3 Nefi. 12:3). Hasta que reconozcamos que somos pobres de espíritu, no podemos descender “a lo profundo de la humildad y [ser] bautizados”. Después de lograr esto, somos bendecidos al ser llenos del Espíritu del Señor (véase el versículo 2).
El presidente Ezra Taft Benson ha dicho que “la humildad es un reconocimiento sincero de que dependemos de un poder superior” (The Teachings of Ezra Taft Benson, Salt Lake City: Bookcraft, 1988, pág. 369). El Salvador y Sus profetas son ejemplos perfectos de este principio. “No puedo yo hacer nada por mí mismo”, dijo Jesús; “según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre” (Juan 5:30).
Brigham Young dijo: “No somos nada, sino lo que el Señor nos hace” (en Journal of Discourses, 5:343). Y Moisés afirmó: “…ahora sé que el hombre no es nada, cosa que yo nunca me había imaginado” (Moisés 1:10). En comparación con la riqueza o plenitud del espíritu del Padre, somos ciertamente “pobres de espíritu”.
Al pensar en lo que enseñó el rey Benjamín, siento una profunda humildad cuando me doy cuenta de que, aun después de una vida entera de servicio y alabanza a Dios, todavía sería yo un siervo inútil (véase Mosíah 2:20-21). Todas las facultades que poseo, la misma capacidad de pensar y de moverme y hasta el aire que respiro son dádivas que Dios me ha concedido. Si fuera a dedicar cada minuto de mi vida a Su servicio, no le daría a El nada que no le perteneciera ya por derecho.
En una Navidad, mi hijito quería que le diéramos dos dólares para hacerme un regalo. Al abrir los obsequios la mañana de Navidad, estaba tan entusiasmado que, a pesar de los varios paquetes envueltos en papel de colores que él había recibido, insistió en que yo abriera primero el regalo que él me había hecho. Era un recipiente para que guardara los lápices en la oficina, hecho con una lata cubierta de fideos pequeños, pintados de colores brillantes; con los dos dólares había comprado lápices y gomas de borrar. Me conmovieron su inocencia y su cariño. Después que abrí el regalo, él, muy contento, se puso a abrir los suyos.
En comparación con la abundancia de los dones que el Padre nos concede —la vida, la Expiación, el evangelio, los profetas, las Escrituras, los templos, etc.—, los regalos que nosotros le damos a Él son como latas cubiertas con fideos; eso es lo mejor de nosotros y El acepta complacido nuestros esfuerzos. Pero el comprender la diferencia que existe entre el Padre y nosotros produce en nuestro ser profunda humildad y nos hace sentir bienaventurados.
Los que lloran
“Y además, bienaventurados todos los que lloran, porque ellos serán consolados” (3 Nefi 12:4). Creo que he llegado a comprender mucho mejor esta bienaventuranza desde que soy obispo. Los obispos vemos correr muchas lágrimas: lágrimas de culpabilidad que se derraman durante una confesión; lágrimas de pesar ante la muerte de un ser querido; lágrimas de aquellos cuya familia entera no es miembro de la Iglesia, o no es activa, y anhelan las bendiciones del templo para todos; lágrimas de los padres que lloran por un hijo extraviado; lágrimas causadas por los dolores que nos produce un cuerpo avejentado y gastado. He descubierto que el pañuelo es un artículo indispensable para un obispo. Pero, aunque podamos secar las lágrimas de las mejillas de nuestros hermanos, otra cosa es tratar de sanar la aflicción de su alma.
He hallado consuelo en una promesa que se encuentra en la revelación de Juan: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor…” (Apocalipsis 21:4).
Jesús dijo: “Yo soy… principio y fin” (Apocalipsis 1:8). En Él se encuentra el fin de la aflicción y el fin de la culpa; Él es el fin del dolor, de la muerte, del sufrimiento, del pecado y de las lágrimas. Él es el principio del gozo, de la vida y de la paz; es el principio de la salud espiritual, de la verdad y de la plenitud. Es el fin del llanto y el principio del consuelo.
Los mansos
“Y bienaventurados los mansos”, dijo Jesús, “porque ellos heredarán la tierra” (3 Nefi 12:5). A Moisés se le describió como “…muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3), y sin embargo, poseía extraordinario poder. Jesús dijo de sí mismo: “…soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29), pero no ha habido jamás otro que tuviera más poder que Él.
Un líder de la Iglesia se encontraba en una oportunidad de visita en un lugar donde había una enorme máquina hidráulica que aplastaba autos viejos reduciéndolos a pequeños cubos de metal. Para hacer una demostración, el guía le pidió a ese hermano que le entregara su reloj de pulsera; el operador lo tomó, lo colocó en la máquina y ajustó los controles, con lo cual la placa superior cayó con estruendo deteniéndose a un milímetro del reloj; después, las placas laterales se cerraron como si fueran a golpearse, pero otra vez la máquina se detuvo al borde del reloj, sin tocarlo. El operador lo sacó y lo devolvió a su dueño sin una marca.
Muy complacido con la demostración, el líder se volvió a los que lo rodeaban y les dijo: “Acabamos de observar la demostración más grande de mansedumbre que haya visto en mi vida; la mansedumbre es un gran poder que se halla bajo absoluto control”.
Los que padecen hambre y sed de justicia
“Y bienaventurados todos los que padecen hambre y sed de justicia, porque ellos serán llenos del Espíritu Santo” (3 Nefi 12:6). ¿Cuál es esa justicia por la cual el hombre padece hambre y sed y que, al satisfacerse, causa felicidad?
Lehi y Nefi vieron en una visión el árbol de la vida, “…cuyo fruto era deseable para hacer a uno feliz” (1 Nefi 8:10). Cada una de las palabras con que se describe el fruto —dulce, blanco, bello, precioso, preferible, deseable, de gozo— se emplea como término comparativo: el fruto no es solamente dulce, sino que es “de lo más dulce, superior a todo”; su blancura excede “toda blancura”; es “preferible a todos los demás”; “su belleza” sobrepuja “a toda otra belleza”; “es más precioso que todos” “y el de mayor gozo para el alma” (1 Nefi 8:11-12; 11:8-9, 23).
Cuando algunos de Sus discípulos se alejaron de Él, Jesús les preguntó a los Doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” Y Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:67-68).
Venimos a Cristo cuando llegamos a comprender, como Pedro, que nada puede satisfacernos ni brindarnos la felicidad como el árbol de la vida y como la fuente de aguas vivas que nos ofrece el Salvador.
Los misericordiosos
“Y bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (3 Nefi 12:7). La misericordia es la cualidad que el alma necesita para poder perdonar; los que perdonan a los demás recibirán el perdón por las ofensas que ellos causen. El reconocer nuestros propios defectos nos ayuda a sentir misericordia hacia otras personas.
Un hermano llamado Jessie W. Crosby relató una experiencia que tuvo en Nauvoo un día en que acompañó a una hermana a ver al profeta José Smith. Cuando ésta empezó a quejarse de que alguien estaba esparciendo calumnias sobre ella, el Profeta “le ofreció su propio método de tratar asuntos como ése. Al saber que un enemigo había contado algo escandaloso sobre él, lo cual había pasado a menudo, antes de formarse un juicio, rememoraba el momento y el lugar donde supuestamente habían ocurrido los hechos tratando de pensar si con alguna palabra o acción imprudente no habría colocado él mismo el cimiento sobre el que se había levantado la calumnia? Dijo que si se daba cuenta de que era así, en su corazón perdonaba al enemigo y sentía profunda gratitud por haber recibido una advertencia sobre cierta debilidad suya de la cual no se había apercibido hasta ese momento. Luego, le aconsejó a la hermana que hiciera lo mismo, que buscara en la memoria minuciosamente para ver si ella misma, inadvertidamente, no habría sido responsable de dar base a la calumnia que tanto le molestaba.
“Después de quedar muy pensativa durante unos momentos, la hermana le confesó que creía que, efectivamente, eso había pasado. Entonces el Profeta le dijo que podría perdonar en su corazón a aquel hermano que, arriesgando su buen nombre y la amistad que los unía, le había proporcionado una percepción más clara de sí misma. La hermana… dio gracias a su consejero y se alejó en paz” (en “Stories from Notebook of Martha Cox, Grand-mother of Fern Cox Anderson”, texto mecanografiado, Archivos de la Iglesia).
Si logramos aprender a dirigir la mirada hacia nuestro yo interior, aun cuando pensemos que la mayor ofensa la cometió otra persona, estaremos en mejor disposición para perdonar y extender misericordia a nuestros semejantes. Así seremos más parecidos a Cristo.
Los de corazón puro
“Y bienaventurados todos los de corazón puro, porque ellos verán a Dios” (3 Nefi 12:8). En diversas partes de las Escrituras se habla de ver a Dios: Moisés, “…procuró diligentemente santificar a los de su pueblo, a fin de que pudieran ver la faz de Dios” (D. y C. 84:23). El Salvador dijo: “…toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy” (D. y C. 93:1). También se nos dice que nuestra única mira debe ser glorificar a Dios y que debemos santificarnos para que nuestras mentes sean sinceras para con Dios., y vendrán los días en que lo veremos (véase D. y C. 88:67-68). La pureza que se necesita para ver a Dios incluye la obediencia, la santificación y la mira única de glorificarlo.
Las Escrituras contienen muchos ejemplos de personas que lograron la pureza de corazón que se requiere para poder ver a Dios o a Sus mensajeros y para hablar con ellos. La actitud que demostraron tener en esos momentos nos muestra una hermosa imagen de pureza:
Yendo por el camino, cerca de Damasco, Pablo preguntó: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6.) El pequeño Samuel, dirigido por Elí, dijo: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Nefi afirmó: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado” (1 Nefi 3:7), y “…debo obedecer” (2 Nefi 33:15). Y María le dijo al ángel: “He aquí la sien a del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).
Todas esas declaraciones tienen ciertas características comunes: la actitud de obediencia, la pureza que las motivaba y el deseo de hacer la -voluntad del Señor. La única mira de esas personas es glorificar a Dios y hacer Su voluntad.
Los pacificadores
“Y bienaventurados todos los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (3 Nefi 12:9). A fin de saber ser pacificador, es necesario comprender qué es lo que brinda la paz. Pablo explicó que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe” (Gálatas 5:22). Donde esté el Espíritu del Señor hay paz. El pacificador invita al Espíritu y éste brinda la paz.
El presidente Heber J. Grant contó de dos hombres que se habían peleado por un asunto de negocios y fueron a ver al presidente John Taylor para pedirle que intercediera para arreglar sus diferencias. El Presidente accedió, pero les dijo: “ ‘Hermanos, antes de escuchar lo que ustedes tienen que decir, quisiera cantarles uno de los himnos de Sión.
“El presidente Taylor tenía mucha aptitud para el canto y ofrecía bellas interpretaciones espirituales de nuestros himnos sagrados. En aquella ocasión, cantó uno ante los hermanos. Después de observar el efecto que causaba, les dijo que le era imposible oír un canto de Sión sin sentir el deseo de escuchar otro, preguntándoles si estaban dispuestos a oírle cantar uno más; por supuesto, ellos asintieron. Ambos parecían disfrutar mucho de la canción”.
A continuación, el presidente Taylor cantó otros dos himnos. Cuando terminó, los dos hermanos, “conmovidos hasta las lágrimas, se levantaron, se estrecharon la mano y le pidieron disculpas al Presidente… por abusar de su tiempo. Luego salieron de allí sin que él se hubiera enterado siquiera de cuáles eran sus problemas” (Improvement Era, sept. de 1940, pág. 522).
Ese mismo principio puede dar buenos resultados en el matrimonio, la familia y otras relaciones humanas. La fuente exclusiva de paz son el Padre y el Hijo. Aquellos que tienen su vida y su hogar en armonía con el
Espíritu del Señor son pacificadores. Y cuando nos enseñamos los unos a los otros el plan de salvación del Señor y lo damos a conocer al mundo, nos convertimos en pacificadores y en hijos de “…el fundador de la paz, sí, el Señor que ha redimido a su pueblo” (Mosíah 15:18).
Los que son perseguidos
“Y bienaventurados todos los que son perseguidos por causa de mi nombre, porque de ellos es el reino de los cielos” (3 Nefi 12:10). Es difícil entender cómo puede hacernos felices el sufrir persecución. Quizás ese estado provenga de una actitud similar a la que los profetas tenían al ser perseguidos. Por ejemplo, José Smith describió el efecto que la persecución había tenido en él:
“Soy como una enorme piedra áspera que viene rodando desde lo alto de la montaña; y la única manera en que puedo pulirme es cuando una de las orillas de la piedra se alisa al frotarse con otra cosa, como cuando pega fuertemente contra la intolerancia religiosa, se topa con las supercherías de los sacerdotes, abogados, doctores, editores mentirosos, jueces y jurados sobornados, y choca contra la autoridad de oficiales perjuros, respaldados por los populachos, por los blasfemos y por hombres y mujeres licenciosos y corruptos; todo este coro infernal le allana esta aspereza acá y esta otra más allá. Y así llegaré a ser dardo pulido y terso en la aljaba del Todopoderoso…” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 370).
El Profeta se daba cuenta de que la oposición y la persecución refinan y pulen el carácter de las personas. Santiago dijo que “la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Santiago 1:3). La paciencia se obtiene al darse cuenta de que todas las cosas por las que pasemos nos darán experiencia (véase D. y C. 122:7) y nos ayudarán a volver nuestro corazón hacia Cristo.
Una luz para todo el mundo
Si vivimos de la manera que el Salvador describe en esos versículos, tendremos el potencial de ser una luz para los demás, “…os doy a vosotros ser la luz de este pueblo” dijo Jesús (3 Nefi 12:14). Los que nos rodean en el mundo deben ver el estado bendito que produce ese tipo de vida; no sólo deben ver nuestras buenas obras sino también el gozo que éstas dan. Y deben ver que si vienen a Cristo, ellos también podrán obtener la misma felicidad.
Un corazón quebrantado
Jesús terminó esta parte de Su sermón a los nefitas repitiéndoles la invitación de venir a El: “…os he dado la ley y los mandamientos de mi Padre, de que creáis en mí, que os arrepintáis de vuestros pecados y vengáis a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito” (3 Nefi 12:19).
Muchas veces he meditado sobre lo que significa tener el corazón quebrantado. Cuando era niño, mi tío me permitía ayudarle a domar caballos salvajes. Para ello, los enlazábamos, les poníamos un fuerte cabestro de cuero en la cabeza y atábamos a éste una cuerda gruesa; después, enrollábamos la cuerda alrededor de un poste de madera que estaba profundamente hundido en la tierra. Los potrillos aborrecían la cuerda y luchaban contra ella durante días enteros afirmando las patas fuertemente en el suelo y empujándola con todas sus fuerzas; pero sólo lograban hacerse daño a ellos mismos. Al final, aprendían a aceptar la cuerda y entonces, gradualmente, nos íbamos acercando y enseñándoles a dejarse guiar. Cuando llegaba el momento en que mi tío podía tener la cuerda floja sobre la palma de la mano abierta, volver la espalda al caballo y caminar mientras el animal lo seguía pacíficamente, consideraba que el caballo estaba domado.
Si tenemos el corazón quebrantado, somos criaturas domadas en las manos del Señor. ¿Por qué habríamos de vacilar en seguir al Señor adonde Él nos guíe sabiendo el precio que pagó por nosotros sólo por el amor que nos tiene? ¿Por qué habríamos de desear sacar de Sus manos la cuerda de nuestra vida?
El élder Boyd K. Packer dijo una vez lo siguiente: “Fui ante el Señor y, en esencia, le dije: ‘No soy neutral con respecto a ti, por lo tanto, puedes hacer conmigo lo que quieras. Si necesitas mi voto, es tuyo. No me importa lo que hagas conmigo, y no tienes que quitarme nada porque todo te lo doy, todo lo que tengo, todo lo que soy’ ” (“That All May be Edified”, Salt Lake City: Bookcraft, 1982, pág. 272).
Cómo venir a cristo
Cuando llevamos por primera vez a nuestra hijita de tres años a la Manzana del Templo, que se encuentra en Salt Lake City, estado de Utah, ella me demostró cómo venir a Cristo. Al subir la rampa que hay en uno de los Centros de Visitantes y levantar la vista, vio la estatua que representa a Jesucristo; entonces, se soltó de mi mano y mirándome con una expresión indescriptible de amor y anhelo exclamó: “¡Papá! ¡Ahí está Jesús!” Y corrió al encuentro de El con toda la rapidez que sus piernecitas se lo permitían.
El Salvador mismo dijo: “…al que se arrepintiere y viniere a mí como un niño, yo lo recibiré, porque de los tales es el reino de Dios. He aquí, por éstos he dado mi vida, y la he vuelto a tomar; así pues, arrepentíos y venid a mí, vosotros, extremos de la tierra, y sed salvos” (3 Nefi 9:22). □
S. Michael Wilcox, maestro del Instituto de Religión de los Santos de los Últimos Días anexo a la Universidad de Utah, es miembro del Barrio Draper Tenth, Estaca Draper Utah North.
























