Para una felicidad duradera hace falta
la certeza de una vida Eterna
Por el Élder William E. Berrett
Liahona, Enero 1947
Hace muchos siglos se escribió el relato de un hombre cuya vida llena de contratiempos fué un constante sufrir. Este hombre se llamaba Job. En el transcurso de un tiempo relativamente corto, Job perdió todos sus bienes que había acumulado, su familia y su salud. Tan grande era su desventura y tan extremo su sufrimiento, que su propia esposa le suplicó que maldijera a Dios y muriera. Sin embargo, en medio de tantas calamidades, Job decía a sus amigos: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha está mi piel, aun he de ver en mi carne a Dios; al cual yo «‘tengo de ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mis riñones se consuman dentro de mí” (Job 19:25-27).
Estas son palabras significativas. Son las raíces de una sana filosofía de la vida.
Problemas de todos
Los problemas que Job tuvo que enfrentar son problemas que todos nosotros tenemos que resolver alguna vez en la vida; problemas de propiedad, como la pérdida de nuestras riquezas materiales; problemas a los que tenemos que hacer frente cuando perdemos nuestros seres queridos; y también el problema que nos atañe a todos: el de la salud. En la vida de cada hombre llega un día en que no sólo pierde la salud que hoy goza, sino la misma vida que hoy le permite caminar sobre la tierra. Considerando entonces que todos los hombres y mujeres deben hacer frente a estos problemas, interesa conocer la respuesta a la vieja pregunta ¿Viviremos de nuevo? Qué felices seríamos si todos, en lo más íntimo de nuestros corazones, pudiéramos decir: “Yo sé que mi Redentor vive”.
Cuando nos encontramos con gente cuya filosofía de la vida no alcanza a ver una existencia más allá de la tumba, nos encontramos con individuos que no son felices, y cuya perspectiva del mundo es mórbida. El gran filósofo Schopenhauer no vió en esta vida más que miseria, desolación, sufrimiento, competencias inútiles, guerras, enfermedades, pestes, y por último, la muerte. Leer su filosofía es sentir que la vida toda es inútil y sin propósito.
Religión de esperanza
Quisiera señalar que cada una de las grandes religiones del mundo, que ha tenido una benéfica influencia sobre la humanidad, ha sido una religión que pregonaba la esperanza en una existencia feliz y gloriosa más allá de la tumba. La vida eterna de que yo hablo significa la vida de más allá de la tumba, en que la personalidad individual es conservada, y en que el espíritu del hombre es nuevamente unido a un cuerpo carnal. Esa es la única existencia que puede darnos un alivio o una esperanza.
Y no carecemos de evidencia sobre la verdad de la vida eterna. Tenemos una abundante evidencia, no en los razonamientos de los hombres que parecen fútiles antes los hechos reales, sino en la demostración que Dios nos ha dado, tenemos la seguridad de que somos criaturas eternas. La más grande evidencia de todas ésta es la resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que vino al mundo entre otras cosas, a demostrar a la humanidad que somos eternos. ¡Y cómo lo demostró! Permitió que los hombres mataran su cuerpo de la manera más vil que se conoce. Permitió que extendieran su cuerpo sobre una cruz, para que todos pudieran verlo. Permitió que le clavaran una lanza en el costado. Permitió, después de un tiempo, cuando ya no había duda de su muerte, que enterraran su cuerpo en una tumba, para que todo el mundo supiera que había muerto.
Aparición ante sus discípulos
Y entonces volvió, y el espíritu entró nuevamente en un tabernáculo de carne. Con su cuerpo de carne resucitado se presentó a sus discípulos, no una, sino muchas veces. Los Evangelios cuentan de once ocasiones diferentes, que cubren un período total de cuarenta días, durante los cuales fué visto por casi quinientos individuos, que más tarde atestiguaron a la humanidad: “Ha resucitado de entre los muertos”. Pero no acaba aquí la evidencia. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días posee un libro traducido de antiguos escritos americanos, que atestiguan la aparición de Jesucristo en el continente americano, donde fué visto por miles y miles de personas. Amén de todos estos testimonios de la resurrección de nuestro Señor, apareció ante el Profeta José Smith en esta misma dispensación en que vivimos. Dice al respecto el Profeta:
Que el Padre y el Hijo aparecieron ante él, y el Padre señalando a Jesús, dijo:
“Este es mi Hijo amado, a El escucha”.
Visitando el Templo
No sólo lo vió José Smith en esa ocasión, sino que más tarde el Salvador apareció ante José Smith y Sidney Rigdon en el Templo de Kirtland. Tal suceso fué atestiguado por ambos en estas palabras:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de Él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de El: ¡Qué vive! Porque lo vimos, aun a la diestra de Dios; y oímos la voz dar testimonio que Él es el Unigénito del Padre — que por Él y a causa de Él, los mundos son y han sido creados, y los habitantes de ellos son engendrados hijos e hijas para Dios”. (Doc. y Con. Sec. 76:22-24).
Vivimos en un mundo lleno de evidencia de la vida eterna, no sólo del Señor y Salvador Jesucristo, sino también de otros. Los mismos libros que atestiguan de la resurrección del Salvador, atestiguan también del hecho de que otros se levantaron de sus tumbas, apareciendo ante muchos tanto en el viejo continente como en América.
Hay además de estas evidencias, otras que atestiguan su existencia. Cuando San Pablo recorrió ciudades de Grecia y Roma, proclamando con toda certeza que tenía conocimiento de la vida eterna, y que no le cabía dudas con respecto a la resurrección de Cristo, muchos hombres le preguntaron sobre la base de su fe. En una carta a las iglesias, explicó diciendo: “Nadie puede llamar a Jesús Señor sino por el Espíritu Santo” (1Cor. 12:3). El Señor y Salvador había prometido a aquellos que entraran en su reino por el bautismo con la debida autoridad, que el Espíritu Santo deberían recibirlo por imposición de manos, y dar fe de El en sus corazones.
Ese testimonio está nuevamente en el mundo. Hay decenas de miles de miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que podrían dar testimonio a toda la humanidad, que saben, como saben que viven, que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, y que nosotros somos seres eternos engendrados por Dios.
Significado de la vida
¿Qué significa la vida eterna en el problema de encontrar la felicidad? ¿De qué manera afecta a nuestras vidas el conocimiento de una vida posterior? No conozco yo ninguna cosa que afecte tanto la vida de un hombre como la certeza de que vivirá nuevamente.
Antes que nada, ese conocimiento hace que demos nueva interpretación y nuevo valor a las cosas que nos rodean. Ustedes recuerdan la historia de aquel hombre rico que cultivaba mieses tan grandes que no sabía dónde guardarlas, y se dijo a sí mismo: “Derribaré mis alfolíes y los edificaré mayores, y allí juntaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; repósate, come, bebe y huélgate. Y díjole Dios: Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será?” (Lucas 12:18-20).
Cosas que parecen tener mucho valor ahora, pueden tenerlo muy reducido cuando se las contempla a la luz de la eternidad. Aquellos que buscan cosas perecederas, excluyendo aún las que son celestiales o eternas, son necios cuando se enteran que somos eternos.
Unos pocos versos del libro de Doctrinas y Convenios, que contiene las revelaciones de Dios a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, servirán como ejemplo. Hacia la época en que esta revelación tuvo lugar, el Profeta José Smith languidecía en una prisión del estado de Misuri. Su pueblo era objeto de violencias por parte del populacho, y deben huir de sus casas. Estaban desamparados. Era crudo el invierno. El mismo había sido condenado a ser pasado por las armas, y en medio de tantas calamidades, oró, preguntando al Señor por cuánto tiempo él y su pueblo debían soportar ese estado de cosas.
El Señor contesta
Esta fué la respuesta del Señor:
“Si eres condenado a pasar tribulaciones; si estás en peligro entre falsos hermanos; si estás en peligro entre ladrones; si estás en peligro por tierra y por mar;
“Si eres acusado con toda clase de falsas acusaciones; si tus enemigos caen sobre ti; si te apartan por la fuerza de la sociedad de tu padre y de tu madre, y de tus hermanos y hermanas; y si con una espada desnuda te apartan tus enemigos del seno de tu esposa y de tu pequeño vástago, y de tu hijo mayor, aunque con sus seis años de edad se cuelgue de tus vestidos y te diga: Padre, padre, ¿por qué no te quedas con nosotros? Oh, padre, ¿qué van a hacer esos hombres contigo?, y si entonces tu hijo mayor es apartado de ti por la espada, y tú eres arrastrado a la prisión, y tus enemigos rondan tu persona como lobos por la sangre del cordero; y si eres arrojado en el pozo, o en las manos de asesinos, y la sentencia de muerte es pasada por ti; si eres arrojado al mar; si el ondeante oleaje conspira para destruirte; si fieros vientos se tornan tus enemigos; si los cielos concentran tinieblas, y todos los elementos se unen para obstaculizar tu camino, y sobre todo, si las mismas bocas del infierno se abren ante ti, sabe, hijo mío, que todas estas cosas serán para ti fuente de experiencia, y contribuirán a tu propio bien” (Doc. y Con. 122:57).
Comprensión eterna
Oh, si pudiéramos alcanzar la filosofía de esas palabras; si pudiéramos comprender las cosas de la vida en términos de eternidad, todas las pruebas y penurias porque pasamos, el dolor y sufrimiento que soportamos, las guerras y el derramamiento de sangre entre los hombres — Dios ha dicho que todas estas cosas serán para nosotros fuente de experiencia, y contribuirán a nuestro propio bien. Solamente en términos de eternidad podemos encontrar tal comprensión.
El conocimiento de la vida eterna hace posible la hermandad entre los hombres. No puede existir una hermandad a menos que seamos literalmente hijos de un Padre. Este conocimiento de la vida eterna nos protege del poder de nuestros enemigos. Recuérdese cómo el Apóstol Pablo, náufrago, arruinado en su cuerpo, azotado, apedreado y abandonado como muerto, insultado y abusado entre tres naciones, pudo, sin embargo, hallar la felicidad en su corazón, y escribir estas palabras inspiradas: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, los más miserables somos de todos los hombres” (1Cor. 15:19).
Valor para escribir
La fuerza y convencimiento que poseía le dió valor para escribir, aun estando en las garras de la muerte, palabras de aliento y de ánimo a todos los santos del mundo.
El Apóstol Pedro y los Doce, después de la resurrección de nuestro Señor y Maestro Jesucristo, eran hombres nuevos. No temían a nadie. Estaban a salvo del poder de sus enemigos, porque sabían que iban a vivir de nuevo. Habiendo visto al Señor resucitado, y habiendo visto a otros que salieron de sus tumbas, comprendieron que ellos también vivirían nuevamente, y la muerte de este cuerpo no pudo inspirarles ya ningún terror. Así fué con José Smith. Prendido por sus enemigos que lo llevaban a la cárcel de Cartago, y convencido en su corazón que iba a morir, podía decir todavía a los que le rodeaban:
“Voy como un cordero al matadero, mas estoy tan tranquilo como una mañana de verano”.
Seguridad de la vida
¿Qué le hacía estar tan tranquilo? El conocimiento que iba a vivir nuevamente; que era un ser eterno a quien este mundo no podría destruir. Estaba tranquilo porque podía agregar, con sobria sinceridad:
“Mi conciencia carece de ofensa hacia Dios o los hombres”.
Una vez que la seguridad de la vida eterna llega a nuestros corazones, alcanzamos esa paz que el Salvador prometió a sus apóstoles en la última noche en que cenó con ellos:
“La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.
“Habéis oído como yo os he dicho que voy al Padre: porque el Padre mayor es que yo.
“Y ahora os lo he dicho antes que se haga: para que cuando se hiciere, creáis” (Juan 14:27-29).
El arte de la vida consiste en hacer de la vida una obra de arte. — Valtour.
























