Enseñemos por el Espíritu

Enseñemos por el Espíritu

Por el presidente William E. Berret
(Discurso pronunciado ante el personal de seminarios e institutos, en la Universidad Brigham Young, el 27 de junio de 1966)

En las Escrituras —con las cuales hemos sido bendecidos en nuestros días— encontramos la siguiente declaración:

“Y además, los élderes, presbíteros y maestros de esta iglesia enseñarán los principios de mi evangelio que se encuentran en la Biblia y el Libro de Mormón, en el cual se halla la plenitud de mi evangelio.

“Y observarán los convenios y reglamentos de la iglesia para cumplirlos, y esto es lo que enseñarán, conforme el Espíritu los dirija.

“Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibís el Espíritu, no enseñaréis” (D. y C. 42:12-1 4).

Para los fines de nuestro programa, ciertamente es esencial que enseñemos por el Espíritu. Quiero hablaros sobre lo que significa enseñar por el Espíritu.

A muchas personas las traemos a la Iglesia del mismo modo que entraron en ella la mayoría de vuestros alumnos: mediante el bautismo y la imposición de manos para recibir el don del Espíritu Santo. Creo que nuestras Escrituras son explícitas respecto al hecho de que, si uno ha testificado ante la Iglesia que guardará los mandamientos del Señor, y ha entrado a las aguas bautismales, recibirá el Espíritu Santo por la imposición de manos. Me ha molestado, en ocasiones, escuchar a algunas personas decir que el Espíritu Santo no es dado en ese instante; que cuando el élder dice: “Recibe el Espíritu Santo”, sólo se refiere a que la persona ha de abrir su corazón a fin de poder recibir al Espíritu Santo posteriormente. Creo que si leemos todas las Escrituras sobre esta ordenanza, la comprenderemos sin dificultad.

En Doctrinas y Convenios 84:64 leemos estas palabras del Señor: “Por tanto… de nuevo os digo que toda alma que crea en vuestras palabras y se bautice en el agua para la remisión de los pecados, recibirá el Espíritu Santo.” Otra vez, en Doctrinas y Convenios 35:6, encontramos esto: “Pero ahora te doy el mandamiento de bautizar en agua, y recibirán el Espíritu Santo por la imposición de manos, como lo hacían los antiguos apóstoles.” En la sección 33, versículo 15, de esta misma fuente leemos: “Y por la imposición de manos confirmaréis en mi iglesia a quienes tengan fe, y yo les conferiré el don del Espíritu Santo.” En otras palabras, si al tiempo de la confirmación el sujeto realmente se encuentra arrepentido, entonces, como ya ha nacido del agua, nacerá también del Espíritu. Y al recibir el Espíritu Santo, la persona puede recibir dirección de este ser, si guarda los mandamientos del Señor. Esto concuerda con el orden de la Iglesia primitiva, donde el Espíritu Santo era conferido por la imposición de manos.

Todavía en el siglo tres, Mosheim, el historiador, dijo: “El efecto del bautismo se suponía era la remisión de los pecados. Y se creía que el obispo, mediante la imposición de manos y la oración, confería esos dones del Espíritu Santo que son necesarios para una vida santa.” En otra parte, el mismo autor dice: “Quienes son presentados a los gobernantes de la iglesia, han obtenido, mediante nuestras oraciones y la imposición de manos, el Espíritu Santo.”

Cipriano, el gran escritor cristiano, dice: “En nuestra práctica aquellos quienes han sido bautizados en la iglesia deben ser presentados, a fin de recibir el Espíritu Santo mediante la oración y la imposición de manos.”

Agustín, todavía en el siglo cuatro, dijo lo siguiente: “Aún hacemos lo que hacían los apóstoles cuando ponían sus manos sobre los samaritanos e invocaban al Espíritu Santo para que descendiera sobre ellos.”

Yo pienso que todos vosotros conocéis bien vuestras Escrituras y el hecho de que quienes eran sinceros en el momento de ser bautizados, recibían el Espíritu Santo y nacían del Espíritu. Esto no significa que después de haber descendido en esta forma el Espíritu Santo sobre una persona, tenga él que permanecer con ella para siempre. Pues, como lo señaló el apóstol Pablo, “¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). Y nos aclara, además, que si ensuciamos el templo, el Espíritu se retirará, lo cual es cierto. Tampoco significa todo esto que el Espíritu Santo va a manifestar señales insólitas cuando la persona recibe ese don y nace de él. Pablo, en su época, afrontó ciertas dificultades porque algunos suponían que después de haber recibido el Espíritu Santo por la imposición de manos de hombres autorizados, podrían profetizar, ver visiones o hablar en lenguas. Tuvo que reconvenirlos y explicarles que los grandes dones del Espíritu no son acompañados por ninguna manifestación exterior. También José Smith hizo notar esto en más de una ocasión. El mayor don de todos es la fe, y ni siquiera su receptor se percata de que es un don del Espíritu. Pero la sabiduría, la comprensión, el conocimiento y la fe son, todos ellos, grandes dones, y ninguno muestra señal exterior alguna para los ojos del observador ni produce indicación interior en su receptor al momento de ser recibido.

Quiero hablar sobre la espiritualidad, porque algunos suponen que no se es espiritual a menos que el Espíritu Santo se les haya manifestado en una forma más o menos insólita o espectacular.

¿Qué es la espiritualidad? Hablamos del cuerpo y el aspecto físico de objetos tales como libros y escritorios que podemos ver, observar y palpar, mas existen otras cosas intangibles pero igualmente reales. Una de estas es la espiritualidad. Se manifiesta primeramente en el hogar, el cual constituye su cuna. Los asuntos espirituales pertenecen al orden de las relaciones entre un espíritu y otro. Una madre desarrolla eso que llamamos espiritualidad cuando llega a experimentar el dolor que sufre su hijo y se acongoja, o cuando experimenta los gozos y éxitos de aquél como si fueran los suyos propios.

El otro día pasé cerca de un pastizal. Ahí estaba obviamente una vaca muerta. Las demás vacas pastaban en torno al cadáver. No había lágrimas. No había expresiones de sentimiento, ni afinidad espiritual alguna. En cambio, los seres humanos podemos desarrollar nuestro espíritu hasta el grado de ser uno solo con otras personas.

Espero que vosotros habéis logrado ser uno con vuestros respectivos cónyuges, para que cuando a uno de vosotros os llegue alguna desgracia, enfermedad o dificultad de cualquier índole, el otro pueda sentir lo mismo. Ojalá que los éxitos del uno se conviertan también en los éxitos del otro, y ambos os regocijéis en ellos. Deseo que en vuestros hogares hayan desarrollado un alto sentido de espiritualidad entre vuestros hijos, para que toda la familia sea como uno solo.

El mejor ejemplo de unidad espiritual lo encontramos tal vez en el sentir del Salvador hacia los demás. En una ocasión, mientras contemplaba la ciudad de Jerusalén desde el Monte de los Olivos, exclamó, refiriéndose a los habitantes de aquel lugar: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Sí, el corazón de Jesús llegaba hasta la gente de tal manera que podía sentir su mismo dolor, tormento, angustia y gozo. Recordaréis que, en la Ultima Cena, antes de entrar al Jardín de Getsemaní, el Señor pronunció la más grande oración de todos los tiempos. Oró pidiendo que los Doce pudieran ser uno, “como tú, oh Padre, en mí y yo en ti…” (Juan 17:21). En otra ocasión, dijo: “Si no sois uno, no sois míos.” En esto estriba la espiritualidad: en compartir un sentir común. El Salvador pidió en aquella ocasión que todos los que se convirtieran a la Iglesia pudieran ser uno, “como tú, oh Padre, en mí y yo en ti… Esto, si se lograra, representaría una alta etapa de espiritualidad. Todos los miembros de la Iglesia cuidarían del bienestar de los demás, a fin de ser uno solo. Y cuando uno entra en armonía con las cosas de Dios, logra esa suprema unidad.

La espiritualidad no es un extraño para la humanidad. Todo padre y toda madre —o quizás deba mejor decir que la mayoría de ellos— ha desarrollado algún grado de espiritualidad. ¿Cómo se manifiesta? Vosotros sabéis que mamá sacrifica su nueva prenda, con tal de que su hija pueda estrenar un vestido nuevo en el baile escolar. Papá y mamá sacrifican mucho para que sus hijos puedan disfrutar lo que aquéllos creen que éstos necesitan. Puede ocurrir, también, que los hijos sacrifiquen en favor de los padres, pero esto no siempre se logra.

El Salvador explicó claramente lo que significa la espiritualidad en su grado supremo, recurriendo para ello a una narración en forma de cuento. Me gustaría leeros sólo unos cuantos versículos referentes a ese día cuando el Rey nos llame a juicio.

“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.

“Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?

“¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?

“Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:34-40).

Ningún hombre que olvida a sus semejantes es espiritual. La espiritualidad no es meramente una sensación de santidad. No se mide exclusivamente por la duración y frecuencia de la oración. Aunque el hombre espiritual ora, su espiritualidad se mide según sus hechos físicos. Decía yo que Cristo amó de tal manera al género humano, que sentía dolor cuando éste sufría, y se regocijaba cuando éste se regocijaba. Si el Señor ama a todo hombre, y vosotros dais de comer a uno de estos hombres hambrientos, amados por el Señor, o dais de beber al que, estando sediento, es amado por el Señor, veréis cómo vuestro acto va dirigido al Señor mismo. Pues cuando ayudáis a un niño, los padres de éste os quedan agradecidos; es como si lo hubierais hecho por los padres mismos. Esto es la espiritualidad en su grado supremo.

Para el apóstol Santiago fue difícil interpretar el evangelio a los miembros de la Iglesia de su época. Muchos pensaban que la calidad espiritual la conseguirían orando mañana, tarde y noche. Otros pensaban que teniendo fe en Dios, aunque ellos mismos vivieran alejados de sus hermanos, serían espirituales. Pero, ¿recordáis lo que les dijo Santiago?

“Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día,

“y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?

“Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:15-1 7).

La espiritualidad tampoco significa ser dirigidos por el Espíritu cada instante de la vida. Pues algunos suponen que si se nace del Espíritu y éste se convierte en su compañero constante, él los guiará durante cada instante del día. Creo que esto dista mucho de ser cierto. Nada os puede ser más perjudicial, que el esperar la absoluta inspiración orientadora del Espíritu Santo en todo lo que vayáis a hacer.

Uno podría imaginarse que el profeta José Smith, por su gran fe, recurría a Dios en busca de orientación cada vez que surgía algún problema. Y de hecho, supongo que así ocurrió durante un tiempo, porque, tiempo después, el Señor lo reprendió por ello. En la sección 58 de Doctrinas y Convenios, comenzando en el versículo 26, el Señor reprende a José Smith, y me parece que también nos reprende a cada uno de nosotros si esperamos que Él nos dicte todas nuestras acciones. “Porque, he aquí, no conviene que yo mande en todas las cosas; porque el que es compelido en todo, es un siervo negligente y no sabio; por lo tanto, no recibe galardón alguno” (D. y C. 58:26).

Algunas personas esperan que el Espíritu los dirija en todo, y en el pasaje anterior el Señor reprueba esa actitud. Pues si el Espíritu nos dirige, somos ordenados; y si esperamos a que el Espíritu lo haga, seremos compelidos en todas las cosas. “De cierto digo, que los hombres deben estar anhelosamente empeñados en una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad, y efectuar mucha justicia; porque el poder está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes. Y en tanto que los hombres hagan lo bueno, de ninguna manera perderán su recompensa” (D. y C. 58:27, 28). Estoy seguro que el Señor ama demasiado a sus profetas como para estarlos dirigiendo cada minuto de la vida; pues si así fuera, no habría crecimiento.

Existe un gran proverbio árabe conveniente para la ocasión, que simplemente dice: “Ningún muchacho podrá llegar a ser tan grande como su padre si anda siempre con su padre.” Y creo que nadie podría destacar en el mundo si siempre anduviera con Dios. Estamos en la tierra para aprender a caminar por fe y no por los sentidos, para crecer mediante el ejercicio de nuestra propia inteligencia y libre albedrío y no para ser conducidos a cada momento. Y hasta donde yo sé, nunca el Espíritu ha guiado constantemente a un profeta, dictándole cada palabra o acción.

Sé que necesitamos orar. Necesitamos expresar al Señor nuestro deseo de hacer su voluntad. Necesitamos pedir orientación para muchas cosas. La oración es importante en nuestra vida. Pero no es correcto acudir al Señor para pedirle entendimiento sobre algo que ya ha sido revelado a los profetas y ha quedado escrito para nosotros. Creo que sí podemos entender esto. El Señor nos ha hablado a través de sus profetas desde los días de Adán. Su mensaje ha sido preservado y sus palabras están a nuestro alcance en las sagradas Escrituras. Ahí están las respuestas a la mayor parte de nuestras preguntas de orden teológico. Si la pereza nos impide leerlas, y si pretendemos únicamente solicitar la palabra del Señor mediante la oración, mucho me temo que vamos a sufrir una gran desilusión. El Profeta recalcó esto muchas veces. Y muchas veces, cuando los Hermanos afrontan un problema, recurren primeramente a los escritos de los profetas. Obedecen la disposición de Cristo: escudriñan sus palabras; pues Él nos dice en escritos sagrados lo que hemos de hacer.

Por ejemplo, en los primeros años de la década de los treinta, cuando azotó la gran depresión económica y mucha gente no tenía empleo ni satisfactores, el presidente Grant no esperó a que el Señor le revelara lo que debía hacer. Él y los Hermanos escudriñaron las Escrituras, y les pareció bastante obvio, por las revelaciones previas, lo que se debía hacer y cuál era la responsabilidad de la Iglesia por sus miembros. El presidente Grant inmediatamente inició un estudio sobre las necesidades de la Iglesia. Convocó consejos donde se discutieron formas y medios para satisfacer aquellas necesidades de acuerdo con los principios dictados por el Señor años antes. No supongamos que el Señor les proporcionó un plan detallado del programa de bienestar para la Iglesia. Si lo creyéramos así, estaríamos en graves dificultades, pues el citado programa ha sufrido constantes modificaciones hasta la fecha, por lo que algunos estarían preguntando: “Pero, ¿qué hacen? Primero reciben la palabra del Señor y después proceden a cambiarla.”

Asistí a la primera reunión donde se anunció el programa de bienestar a los miembros de la Iglesia, en 1936. El presidente Grant relató cómo algunos individuos le habían preguntado si había él hablado con seres divinos, o si el Señor le había revelado una visión. Contestó que no había hablado con ángeles ni visto una visión. Y repitió que la palabra del Señor ya estaba dada respecto a esos asuntos. Se elaboró un plan de acuerdo con las revelaciones anteriores. La única pregunta era si el plan concebido por la inteligencia de los hombres sería aceptable a los ojos del Señor. El presidente Grant relata que, después de haber elaborado el plan, acudió al Señor en oración para preguntarle si la obra era aceptable, y experimentó la sensación, desde la cabeza hasta los pies, de que el Señor estaba complacido. Esto no significa que el plan era perfecto; el Señor acepta obras realizadas en rectitud cuando son el resultado del justo ejercicio de nuestra inteligencia y libre albedrío.

Nos falta aprender mucho de lo concerniente al Espíritu. Quienes exigen que el Espíritu les proporcione orientación inmediata en toda actividad, se exponen a los espíritus falsos que parecen estar siempre a la expectativa para intervenir y confundirnos. Recordaréis que la Perla de Gran Precio nos relata cómo Moisés oró al Señor y después lo visitó un ser celestial que le habló como si fuera Dios. Siempre existe la posibilidad de ser confundido, y las personas más confusas que conozco en la Iglesia son las que buscan revelación personal para cualquier acción. Quieren contar con la aprobación del Espíritu en cada detalle de su vida, desde el amanecer hasta el anochecer. Yo pienso que esas personas son las más confusas que existen, pues en ocasiones parece que sus respuestas provienen de la fuente equivocada.

Esto trae a mi memoria un relato acerca de dos misioneros que trabajaban en una zona rural. Un día, al llegar a una granja, observaron a dos cerdos macilentos sumamente inquietos: corrían de un lado para otro y a cada momento se detenían y ponían el hocico al aire, como escuchando algo. Los misioneros se acercaron curiosos al granjero, quien se entretenía con su navaja y un pedazo de palo.

“Señor, ¿nos podría usted decir qué les pasa a esos cerdos? Corren de un lado para otro, y a cada momento ponen su hocico al aire, como si estuvieran escuchando algo.”

“Bueno”, contestó el hombre, con una voz ronca, apenas inteligible, “les contaré. Esos cerdos son míos. Los estaba engordando para venderlos, así es que los alimentaba con maíz. Solía llamarlos a gritos para que vinieran por su alimento, pero entonces me resfrié. Como ya no podía gritarles, comencé a llamarlos dando palmadas en la bandeja del maíz. Y ahora estoy en aprietos porque los pájaros carpinteros los están volviendo locos.”

He observado a algunas personas a quienes les sucede exactamente lo mismo: oyen voces por dondequiera, y piensan que todo es revelación. Escuchan constantemente, tratando de percibir la voz del Espíritu, pero no disciernen lo que tan a menudo viene de otra fuente, y son confundidos. Recurramos primeramente a los profetas del Señor. Deleitémonos en las palabras de Cristo y las de sus profetas, y nos asombraremos al encontrar ahí casi toda la orientación que necesitamos en nuestra vida cotidiana. Debemos aprender a caminar por fe.

Algunas cuestiones podrán escapar a nuestro entendimiento, y ciertamente nunca las comprenderemos en esta vida. Siempre me ha gustado el testimonio de Nefi. Cuando un mensajero celestial le preguntó: “¿Conoces la condescendencia de Dios?”, Nefi repuso: “Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas” (1 Nefi 11:16,17).

Sé que Dios vive, pero muchas cosas las ignoro. Sin embargo, resulta asombrosa la cantidad de orientación que podemos obtener con tan sólo orar al Señor y pedirle que, mediante el Espíritu Santo que está en nosotros, podamos saber si las palabras de los profetas son verdaderas. Tal como los profetas nos lo han prometido, el Espíritu Santo nos dará testimonio si leemos y estudiamos esas palabras y oramos al respecto. No necesitamos una visión, ni que un ángel nos hable; con sólo esa seguridad apacible que experimentamos en nuestro interior, podemos saber que las Escrituras son verídicas, y entonces las podemos adoptar como fuente de orientación.

Muchas veces he pensado que soy más bendecido por tener que andar por fe y no por los sentidos. En ocasiones siento agradecimiento por no haber visto visiones ni seres celestiales, no sea que me fueran a confundir o fuera yo a creerme superior a los demás hombres. No se me olvida lo que relata el Nuevo Testamento, referente a la aparición de Cristo después que hubo resucitado. Como recordaréis se les apareció a algunos cuando Tomás no estaba presente, y éste después no pudo creerlo. Tomás era como muchos de nosotros: decía que no podía creer hasta no ver las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies, y hasta no palpar el cuerpo resucitado del Señor.

Recordaréis, que en una visita subsiguiente el Salvador dijo a Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado…” (Juan 20:27). Y haciéndolo, Tomás creyó. Y entonces vienen esas tremendas palabras de Jesús: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29). Cualquiera que ve, puede creer; pero se necesita fuerza para creer sin ver. Los hombres más fuertes son aquellos que caminan por fe y no por los sentidos.

Creo que mientras vosotros escudriñéis las Escrituras, encontraréis muchas cosas que no podréis entender. Posiblemente intentéis razonarlas para incorporarlas a vuestro entendimiento. Yo espero que las podáis aceptar por fe. En lo personal, no entiendo cómo caminó Jesús sobre las aguas, pero lo creo; no sé cómo levantaba a los muertos, pero creo que lo hacía; no sé cómo convirtió el agua en vino, pero creo que lo hizo.

Hay quienes no aceptan que Jesús haya hecho lo que ellos mismos o sus contemporáneos no pueden realizar en los laboratorios. Yo tengo al Señor en un concepto más elevado. Creo que Él es tan inteligente como el hombre más inteligente; creo que es un químico tan bueno como el mejor químico del mundo. Si no estuviera por encima de nosotros, no sería digno de nuestra adoración.

Los caminos de Dios no siempre son los caminos del hombre. Vivimos en una época científica en la que la gente no acepta las cosas del Espíritu, y algunos ni aceptan que existe un mundo espiritual. Sin embargo, si somos prácticos, podemos llegar a conocer las cosas de orden espiritual. Si tenemos fe, podemos llegar al testimonio del Espíritu, y en él encontraremos consuelo y paz. Dios permita que vosotros, en vuestra labor de maestros, podáis mantener los pies sobre la tierra; que sigáis a los profetas del Señor; que os deleitéis en la palabras de Cristo; que no intentéis profundizar en los misterios sobre los cuales Dios todavía no habla; y que podáis enseñar a vuestros hijos y a los jóvenes con quienes os asociáis, a caminar por fe. No sintáis vergüenza por tener fe en aquello que no se puede demostrar y comprender.

Siempre me ha molestado que algunos individuos acepten que Jesús de Nazaret fue el más grande de los hombres y nos proporcionó la guía suprema de la vida, pero a la vez piensen que sobre algunas cosas él no sabía nada. No es así como generalmente evaluamos a nuestros semejantes. Cuando conocemos un hombre honesto en varios aspectos, lo juzgamos honesto en todas las cosas.

Cuando llegamos a percibir la grandeza de Jesucristo, ¿cuánto penetra su conocimiento en nuestra vida? Espero que tengamos fe en todas sus instrucciones y en todo lo que El mismo nos dice sobre su identidad y propósito en la vida. No os avergoncéis del evangelio, porque es potencia de salud para todo aquel que cree. Somos una gran generación. Vosotros sois maestros de la más grande generación que haya pisado la tierra. Nuestros jóvenes poseen una tremenda fe; hacedlos sentirse orgullosos de ella. Ayudadles a comprender que existen muchas cosas que tal vez nunca comprenderemos en esta vida. Pero el que camina por fe es bendecido. Es más bendecido quien cree sin haber visto.

Que Dios os bendiga a cada uno, para que podáis encontrar paz, felicidad y unidad espiritual. Lo pido en el nombre de Jesucristo. Amén.

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