Caída, Expiación, Resurrección y Santa Cena

Caída, Expiación, Resurrección y Santa Cena

Por el presidente Joseph Fielding Smith
(Discurso pronunciado ante el personal de seminarios e institutos en el Instituto de Religión de la Iglesia, en Salt Lake City, el 4 de enero de 1961)

Cuando el hermano William E. Berrett me invitó a daros este discurso, pensé que debía prepararme muy bien porque no me siento del todo capacitado para tratar con maestros. Ahora me encuentro aquí, viendo a los ojos de presidentes de estaca, consejeros y, supongo, también algunos obispos, así como otros oficiales de las organizaciones de la Iglesia. Así que, después de todo, no voy a hablar de lo que pensaba hablar. Espero que el Señor me ayude en lo que sí voy a decir.

Acabo de escuchar uno de los mejores discursos que jamás había presenciado sobre el tema del carácter y la misión del Hijo de Dios. Me hubiera gustado que todos los maestros de la Universidad Brigham Young hubiesen estado presentes y lo hubiesen escuchado. Apruebo cada una de las palabras que el hermano Berret pronunció porque sé que son verdaderas.

Si Jesucristo no fuera el Hijo de Dios y el Redentor de los hombres, estaríamos en una situación angustiosa. ¿Por qué digo esto? Porque no habría salvación para nosotros. No habría resurrección. Habría muerte; eso es inevitable. ¿Os habéis puesto a pensar sobre la condición en que estaríamos si permaneciéramos muertos, sin la esperanza de la resurrección? En la actualidad, hasta el así llamado mundo cristiano está llegando rápidamente a la conclusión de que no hay resurrección; es decir, que el cuerpo no se levantará de la tumba. Muchas personas hablan de una resurrección espiritual. El editor de cierta publicación religiosa dijo que se debería abandonar la práctica de sepultar los cuerpos; que toda persona que muere debe ser incinerada, pues nadie jamás querrá tener este cuerpo de nuevo. Su idea, pues, es la de incinerar el cuerpo y ponerle fin; así nos evitaríamos el uso de cementerios y nos olvidaríamos de los muertos, pues, según él, esto es lo que más nos conviene. La gente se está aproximando a un punto de vista generalizado en este sentido. Pero, ¿qué nos hubiera sucedido si Jesucristo no hubiese venido al mundo y no se hubiesen tomado medidas para redimir al hombre?

Creo que Jacob, el hermano de Nefi, pronunció la declaración más clara, enfática y explícita jamás registrada en las Escrituras, acerca de lo que hubiese sucedido si Jesucristo no hubiese venido. Me voy a permitir leeros esto; se encuentra en el noveno capítulo de 2 Nefi. Son palabras extrañas, es decir, para el mundo son extrañas.

“Porque así como la muerte ha pasado sobre todos los hombres para cumplir el misericordioso designio del gran Creador, también es menester que haya un poder de resurrección, y la resurrección debe venir al hombre por motivo de la caída; y la caída vino a causa de la transgresión; y por haber caído el hombre, fue desterrado de la presencia del Señor” (2 Nefi 9:6).

Estoy muy agradecido de que en el Libro de Mormón, y en otras Escrituras, no se catalogue como pecado la caída de Adán. No fue pecado. En la Biblia que siempre traigo conmigo, los editores escribieron lo siguiente en una de las páginas de Génesis, a manera de título: “La vergonzosa caída del hombre”. No creo que haya sido una vergonzosa caída. ¿Qué hizo Adán? Hizo exactamente lo que el Señor quería que hiciera; y me molesta el que alguien le llame pecado, porque no fue pecado. ¿Pecó Adán cuando participó del fruto prohibido? Permitidme contestar que no, ¡no pecó! Ahora veamos lo que se escribió en el Libro de Moisés con respecto al mandamiento que Dios le dio a Adán:

“Y yo, Dios el Señor, le di mandamiento al hombre, diciendo: De todo árbol del jardín podrás comer libremente.

“Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás. No obstante, podrás escoger según tu voluntad, porque te es concedido; pero recuerda que yo lo prohíbo, porque el día en que de él comieres, de cierto morirás” (Moisés 3:16,17).

Yo interpreto esto de la siguiente manera: El Señor dijo a Adán: Aquí tienes el árbol del conocimiento del bien y del mal. Si quieres permanecer aquí, entonces no puedes comer del fruto. Si realmente deseas permanecer aquí, entonces te prohíbo comerlo. Pero no obstante, puedes obrar por ti mismo, y puedes comerlo, si así lo deseas; pero si lo comes, morirás.

Encuentro una gran diferencia entre la violación de una ley y la comisión de un pecado. Para ilustrar esto, en ocasiones he recurrido al ejemplo del agua. El agua se compone de dos elementos; cuando éstos están separados, cualquiera de los dos puede arder. Cuando se unen, forman agua, la cual no puede arder. Entonces un químico viola una ley cuando une los dos elementos, ¿no es así? Lo mismo hizo Adán, pero no cometió un pecado. El primer mandamiento que Dios dio a Adán fue: “Multiplicaos; llenad la tierra.” Y Adán se encontraba en una condición que le impedía llenar la tierra. Así nos lo dice Lehi en el segundo capítulo de 2 Nefi:

“Y los días de los hijos de los hombres fueron prolongados, según la voluntad de Dios, para que se arrepintiesen mientras se hallaran en la carne; por lo tanto, su estado llegó a ser un estado de probación, y su tiempo fue prolongado, conforme a los mandamientos que Dios el Señor dio a los hijos de los hombres. Porque él dio el mandamiento de que todos los hombres deben arrepentirse; pues mostró a todos los hombres que estaban perdidos a causa de la transgresión de sus padres.

“Pues, he aquí, si Adán no hubiese pecado [El Libro de Mormón en inglés emplea aquí el equivalente del verbo transgredido], no habría caído; sino que habría permanecido en el jardín de Edén. Y todas las cosas que fueron creadas tendrían que haber permanecido en el mismo estado en que se hallaban después de ser creadas; y habrían permanecido para siempre, sin tener fin” (2 Nefi 2:21, 22).

Por lo tanto, no hubiera habido muerte, ni tampoco hubiera tenido progenie. Y estoy seguro de que esto se aplicaba a las demás criaturas de la tierra, pues no estaban sujetas a la muerte, y estaban en la misma condición que Adán. No podían multiplicarse, sino que hubieran permanecido en el estado exacto en que fueron puestas por el Señor sobre la faz de la tierra. Tenemos que llegar a esta conclusión. No se trataba de un principio que se aplicara solamente a Adán. Ahora, ese fue el primer mandamiento: el de multiplicarse. Adán no podía multiplicarse sino hasta no haber participado del fruto de ese árbol específico y haber traído sobre sí mismo la mortalidad, la cual era inevitable y necesaria en el gran plan de salvación.

Ahora, ¿por qué hemos venido a la tierra? ¿Por qué vino Adán? No estando sujeto Adán a la muerte cuando fue colocado en la tierra, tenía que producirse un cambio en su cuerpo mediante la participación de ese elemento —fruta, o como queramos llamarle—, lo cual haría que su cuerpo tuviese sangre; y ésta se convirtió en la vida del cuerpo, en lugar del espíritu. La sangre lleva en sí misma la semilla de la muerte, es un elemento de mortalidad. La mortalidad se produjo por haber comido del fruto prohibido, si le quieren llamar prohibido, pero yo pienso que el Señor no dijo que era prohibido. Meramente dijo a Adán: Si quieres permanecer aquí, así está la situación. Si esto quieres, no lo comas. Por lo tanto, todas las cosas hubieran permanecido en la misma condición en que se hallaban, igual que Adán, y todo hubiera seguido en esa condición eternamente.

“Y no hubieran tenido hijos; por consiguiente, habrían permanecido en un estado de inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria; sin hacer lo bueno, porque no conocían el pecado” (2 Nefi 2:23).

Y yo sigo sosteniendo que esa misma condición se hubiera aplicado a todo lo que existía sobre la faz de la tierra. “Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). Adán tenía que caer. Creo que nunca hubiera comido el fruto prohibido si Eva no hubiese preparado el camino, y siento agradecimiento hacia nuestra madre Eva. Así vino la muerte al mundo.

Jacob dijo:

“…la muerte ha pasado sobre todos los hombres, para cumplir el misericordioso designio del Gran Creador…

“Por tanto, es preciso que sea una expiación infinita, pues a menos que fuera una expiación infinita, esta corrupción no podría revestirse de incorrupción. De modo que el primer juicio que vino sobre el hombre tendría que haber permanecido infinitamente. Y siendo así, esta carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás” (2 Nefi 9:6-7).

Si Cristo no hubiera intervenido, trayendo la redención de la muerte y restaurando nuevamente al hombre a la vida eterna, el propósito de nuestra existencia hubiera fracasado. Creo que Satanás estaba seguro de que si lograba que Adán comiera aquel fruto y se hiciera mortal, aquél iba a salir victorioso. Continuaré leyendo las palabras de Jacob:

“¡Oh la sabiduría de Dios, su misericordia y gracia! Porque he aquí, si la carne no se levantara más, nuestros espíritus tendrían que estar sujetos a ese ángel que cayó de la presencia del Dios Eterno, y se convirtió en el diablo, para no levantarse más.

“Y nuestros espíritus habrían llegado a ser como él, y nosotros seríamos diablos, ángeles de un diablo, para ser separados de la presencia de nuestro Dios y permanecer con el padre de las mentiras, en miseria como él; sí, iguales a ese ser que engañó a nuestros primeros padres, quien se transforma casi en un ángel de luz, e incita a los hijos de los hombres a combinaciones secretas de asesinatos y a toda especie de obras secretas de tinieblas” (2 Nefi 9:8, 9).

Este es un maravilloso discurso que fue escrito casi seiscientos años antes del nacimiento de Cristo. Voy a omitir una parte de él.

“¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios! Porque por otra parte, el paraíso de Dios ha de entregar los espíritus de los justos, y la tumba los cuerpos de los justos; y el espíritu y el cuerpo son restaurados de nuevo el uno con el otro, y todos los hombres se tornan incorruptibles e inmortales; y son almas vivientes, teniendo un conocimiento perfecto semejante a nosotros en la carne, salvo que nuestro conocimiento será perfecto” (2 Nefi 9:13).

(Cuando habla de que el conocimiento será perfecto, se está refiriendo a los justos.)

“Y acontecerá que cuando todos los hombres hayan pasado de esta primera muerte a vida, de modo que han llegado a ser inmortales, deberán comparecer ante el tribunal del Santo de Israel, y entonces viene el juicio, y luego deben ser juzgados según el santo juicio de Dios.

“Y tan cierto como el Señor vive, porque el Señor Dios lo ha dicho, y es su palabra eterna que no puede dejar de ser, que aquellos que son justos le serán justos todavía, y los que son inmundos serán inmundos todavía; por lo tanto, los inmundos son el diablo y sus ángeles; e irán al fuego eterno, preparado para ellos; y su tormento es como un lago de fuego y azufre, cuya llama asciende para siempre jamás, y no tiene fin” (2 Nefi 9:15, 16).

Por supuesto que ese lago de fuego y azufre no es un fuego literal, sino el tormento de la conciencia o de la mente.

“Porque la expiación satisface lo que su justicia demanda de todos aquellos a quienes no se ha dado la ley, por lo que son librados de ese terrible monstruo, muerte e infierno, y del diablo, y del lago de fuego y azufre, que es tormento sin fin; y son restaurados a ese Dios que les dio aliento, el cual es el Santo de Israel” (2 Nefi 9:26).

Ahora quiero hacer un comentario al margen de todo esto. El hermano Berrett dijo acertadamente que el Señor, cuando estaba en la cruz, dijo a su Padre, refiriéndose a quienes lo habían crucificado: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). En toda la Iglesia, de un extremo al otro, se tiene la idea de que el Señor, en su gran misericordia, perdonó a quienes lo mandaron a la muerte, es decir, a los judíos quienes fueron los responsables; incluso algunos de nuestros escritores así lo han dicho. Cuando leí Historia de Cristo, de Papini —un católico—, me pareció que este autor está en lo correcto donde dice que el Salvador no mencionó a los judíos. Hablaba de los soldados romanos quienes sólo cumplían con su deber como les había sido ordenado. Después leí la misma cosa en la versión inspirada de la Biblia, escrita por el profeta José Smith. El Señor no perdonó a los judíos, ni los perdonará, sino hasta cuando venga por segunda vez. Pedro nos dice eso. (Véase Hechos 3:11-21. Véase también Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 226).

Una cosa más: Mientras viajo por todo el país, contemplo los rótulos que colocan las organizaciones religiosas, los cuales dicen que Jesús salva, que Jesús murió por los pecadores. Pues esto no es completamente cierto. Murió por los pecadores, sí, en cierto sentido; pero lo real es que murió por todos los hombres. Murió por toda criatura, sea humano, bestia u otra cosa, que participe de la muerte por causa de la caída de Adán. El Señor maldijo la tierra, y la caída vino sobre la tierra y todo lo que en ella existe. El Señor murió en la cruz y otorgó resurrección a toda alma. Toda alma ha de ser resucitada. Sin que lo impida nada en absoluto, toda alma que participa de la caída será redimida. El Señor así nos lo ha prometido.

“Y además, de cierto, de cierto os digo, que cuando hayan terminado los mil años y los hombres de nuevo empiecen a negar a su Dios, entonces perdonaré la tierra solamente por un corto tiempo.

“Y vendrá el fin, y el cielo y la tierra serán consumidos y pasarán, y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva.

“Porque todas las cosas viejas pasarán, y todo será hecho nuevo, el cielo y la tierra, y toda la plenitud de ellos, tanto hombres como bestias, las aves del aire y los peces del mar;

“Y ni un cabello ni una mota se perderán, porque es la obra de mis manos.

“Mas he aquí, de cierto os digo que antes que pase la tierra, Miguel, mi arcángel, sonará su trompeta, y entonces todos los muertos despertarán, porque se abrirán sus sepulcros y saldrán, sí todos” (D. y C. 29:22-26).

Era lógico y natural que el Señor redimiera todas las cosas que sufrieron la caída debido a la transgresión de Adán. El Señor lo va a renovar todo. Así que el Señor murió por toda alma, por toda criatura, a fin de regresarles el cuerpo que poseyeron, para que gocen de la inmortalidad. Pero el Señor no murió para redimir a todas las almas de sus pecados. Murió en la cruz para redimir a los que guarden sus mandamientos.

“Más he aquí, os digo que yo, Dios el Señor, le concedí a Adán y a su posteridad que no muriesen, en cuanto a la muerte temporal, hasta que yo, Dios el Señor, enviara ángeles para declararles el arrepentimiento y la redención, mediante la fe en el nombre de mi Hijo Unigénito.

“Y así, yo, Dios el Señor, le señalé al hombre los días de su probación, para que por su muerte natural pudiera resucitar en inmortalidad a vida eterna, sí, aun cuantos creyeren.

“Y los que no creyeren, a condenación eterna; porque no pueden ser redimidos de su caída espiritual, debido a que no se arrepienten” (D. y C. 29:42-44).

Otra vez el Señor nos da testimonio y nos declara que no salva a los pecadores mediante su muerte. Mediante la expiación de Jesucristo, él nos promete, a vosotros y a mí y a todo miembro de la Iglesia, que guarde sus mandamientos, que tendremos el privilegio de ser liberados de nuestros pecados, a no ser que hayamos pecado de muerte. Pero jamás prometió lavar el pecado de ningún hombre que no se arrepienta ni reciba el evangelio. Ya os leí el pasaje correspondiente; y ahora os leeré otro:

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten.

“Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo” (D. y C. 19:16-17).

Así que el pecador impenitente, el hombre que no recibe el evangelio de Jesucristo ni abandona sus pecados ni obtiene la remisión de sus pecados en las aguas bautismales, tendrá que pagar el precio de sus pecados; de lo contrario, las Escrituras están equivocadas, pues dicen: “Porque he aquí, yo Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten. Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo.” Está bien claro. Cuando leí el otro pasaje, lo tomé de la sección 29 de Doctrinas y Convenios, y es exactamente la misma doctrina. El Señor dijo: “Mi sangre no los limpiará si no me escuchan” (D. y C. 29:17).

Es el deber de los miembros de la Iglesia caminar humilde y fielmente en el conocimiento y entendimiento de la expiación de Jesucristo. Me gustaría que pudiésemos hacer que los miembros de la Iglesia comprendieran más claramente los convenios que hacen cuando participan de la Santa Cena en nuestras reuniones secramentales. Me parece que un gran porcentaje de los miembros no comprenden lo que significa el comer un pedacito de pan y beber un vasito de agua en memoria del derramamiento de la sangre de nuestro Salvador, Jesucristo, y su sacrificio en la cruz.

Permitidme orientar vuestra atención a la oración sacramental. La leeré con reverenda para que comprendamos lo que contiene:

“Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él, para que los coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y testifiquen ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo y a recordarle siempre, y guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre tengan su Espíritu con ellos. Amén” (D. y C. 20:77).

He aquí tres convenios. Cada vez que comemos el pan y bebemos el agua renovamos el convenio de tomar sobre nosotros su nombre y recordarle siempre y guardar sus mandamientos. Son tres partes. Son tres los convenios que renovamos cada vez que participamos de la Santa Cena. Me gustaría deciros lo que pienso que esto significa.

Comer en memoria de él. ¿Tan sólo significa esto que he de recordar que hace casi dos mil años unos hombres inicuos lo prendieron, lo colocaron en la cruz, clavaron a ella sus manos y pies, y lo dejaron morir? Para mí esto tiene un significado mucho más profundo. ¿Por qué estaba El en la cruz? ¿En qué me beneficia a miel que haya estado en la cruz? ¿Qué sufrimiento padeció en la cruz para que yo pueda ser redimido o liberado de mis pecados? Pues naturalmente las personas piensan:

“Le clavaron sus manos y pies y lo dejaron colgado allí hasta que murió.” Pero miles de seres han muerto de esa manera. Ese fue durante un período, el procedimiento predilecto para matar a la gente. No sólo colgaban de una cruz, sino que también derramaban aceite sobre sus cuerpos y les prendían fuego, lo cual probablemente era más piadoso, pues ponía fin a la vida más rápidamente. Bueno, ¿qué más padeció Jesús? Este es un aspecto que, a mi manera de ver las cosas, pasa inadvertido. Estoy convencido de que por más tormentosa y terrible que haya sido la crucifixión, eso no constituyó su más profundo sufrimiento. Llevaba una carga mucho más significativa y penetrante. ¿Cuál? Nuestro entendimiento no es claro, pero alcanzo a vislumbrar algo; no hay uno solo de nosotros que no haya cometido un acto malo y después no haya sentido remordimiento y pesar. Nuestra conciencia nos hostiga y nos sentimos muy, muy miserables. ¿Habéis vivido vosotros esa experiencia? Yo sí. No tenéis que admitir nada si no lo deseáis, pero pienso que sí la habéis vivido. Sin embargo, ahora contemplemos al Hijo de Dios con una carga formada por mis transgresiones, las de vosotros y las de toda alma que recibe el evangelio de Jesucristo. Su mayor tormento no lo representaron los clavos que tenía en sus manos y pies, por duro que eso fue, sino un tormento moral de una especie que yo no puedo concebir con claridad. Pero llevó la carga: nuestra carga. Yo contribuí a ella, y también vosotros. Todos los demás hombres también contribuyeron. Tomó sobre sí la responsabilidad de pagar el precio, a fin de que yo pueda escapar —y vosotros también— del castigo, con la condición de que recibamos su evangelio y seamos fieles en él. Eso es en lo que trato de meditar. Es lo que recuerdo: la intensa agonía que vino sobre El cuándo oraba al Padre suplicándole que pasara de Él la copa. No pedía solamente el alivio por los clavos que le pondrían en sus manos y pies; sufría un tormento mucho más severo que ese, algo que no puedo comprender. Pero pagó lo que yo debo y lo que vosotros debéis; y si hizo todo eso por nosotros, hermanos y hermanas, ¿no podemos guardar sus mandamientos?

Tomad sobre vosotros el nombre de Él. Somos conocidos por ese nombre; es el nombre dado a la Iglesia, el nombre por el cual dijo el Señor que sería conocida la Iglesia en los postreros días. Cuando leo en el quinto capítulo de Mosíah el convenio que el rey Benjamín impuso a su pueblo, me formo un concepto bastante claro de lo que significa tomar sobre sí su nombre y ser llamado por dicho nombre. Os leeré un versículo o dos de este pasaje. El rey Benjamín puso a su pueblo bajo el siguiente convenio:

“Y bien, éstas palabras eran las que de ellos deseaba el rey Benjamín; y por lo tanto les dijo: Habéis declarado las palabras que yo deseaba; y el convenio que habéis hecho es un convenio justo.

“Ahora pues, a causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él [se refiere a quienes convinieron en tomar sobre sí el nombre de Cristo], porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas [es decir, hijos e hijas espirituales de Jesucristo]” (Mosíah 5:6,7).

Y aquellas personas hicieron ese convenio.

“Y bajo este título sois librados, y no hay otro título por medio del cual podéis ser librados. No hay otro nombre dado por el cual viene la salvación; por tanto, quisiera que tomaseis sobre vosotros el nombre de Cristo, todos vosotros habéis hecho convenio con Dios de ser obedientes hasta el fin de vuestras vidas.

“Y sucederá que quien hiciere esto, se hallará a la diestra de Dios, porque sabrá el nombre por el cual es llamado; será llamado por el nombre de Cristo.

“Y acontecerá que quien no tome sobre sí el nombre de Cristo, tendrá que ser llamado por algún otro nombre; por tanto, se hallará a la izquierda de Dios.

“Y quisiera que también recordaseis que éste es el nombre que dije que os daría, el cual nunca sería borrado, sino por transgresión; por tanto, tened cuidado de no transgredir, para que el nombre no sea borrado de vuestros corazones.

“Yo os digo: Quisiera que os acordaseis de siempre llevar escrito este nombre en vuestros corazones para que no os halléis a la izquierda de Dios, sino que oigáis y conozcáis la voz por la cual seréis llamados, y también el nombre por el cual él os llamará” (Mosíah 5:8-12).

Pues esto es lo que debemos hacer. Tomamos sobre nosotros su nombre; hicimos un convenio con El, y en dicho convenio, tal como ocurrió en los días del rey Benjamín, nos convertimos en hijos espirituales de Jesucristo. ¿Pues acaso no nos engendró El en el sentido de habernos dado vida eterna mediante la resurrección de los muertos? El Salvador tiene todo el derecho de exigir que le llamemos Padre. Quiero leeros un pasaje más de Doctrinas y Convenios.

“De cierto, así dice el Señor: Acontecerá que toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz, y sabrá que yo soy;

“Y que soy la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo;

“Y que soy en el Padre, y el Padre en mí, y el Padre y yo somos uno,

“el Padre porque me dio de su plenitud, y el Hijo porque estuve en el mundo, e hice de la carne mi morada y habité entre los hijos de los hombres” (D. y C. 93:1-4).

Por tanto, en virtud de habernos dado la redención, Jesucristo se convierte en nuestro Padre espiritual. “Padre porque me dio de su plenitud”, dice el Señor, y Padre porque nos redimió y nos dio la vida: la vida eterna, la vida inmortal; y dio ésta a toda alma que venga a este mundo.

Que el Señor os bendiga, lo pido en el nombre de Jesucristo. Amén.

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1 Response to Caída, Expiación, Resurrección y Santa Cena

  1. Avatar de TARCILA RENEE QUISPE RIVAS TARCILA RENEE QUISPE RIVAS dice:

    Gracias padre celestial por tu infinito amor..!!!

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