La expiación Infinita en sufrimiento

La expiación
Infinita en sufrimiento

Tad R. Callister
La Expiación Infinita


¿Sufrió el salvador como nosotros sufrimos?

El precio de la Expiación de Jesucristo fue la sangre, la vida y el sufrimiento indescriptibles de un Dios. Contrariamente a los que algunos piensan, no solo fue un sufrimiento mental; fue una angustia intensa, prolongada «tanto en el cuerpo como en el espíritu» (DyC 19:18; énfasis añadido). Fue la combinación de un dolor físico, espiritual, intelectual y emocional de primer orden. Tal fue su colosal magnitud que hizo que «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro» (DyC 19:18).

Tan sustantivo como pareció el sufrimiento del Salvador, ¿fue este atenuado por el hecho de que poseía atributos divinos? ¿Tenía poderes de resistencia sobrehumanos que le permitieron encarar y soportar más fácilmente la triste condición humana? Dicho de otro modo, ¿contaba con un escudo, mientras que to­dos los demás han de combatir sin tal protección? Ciertamente, puede que hubiera ayunado durante cuarenta días, ¿pero estaba hambriento en su interior? ¿Necesitaba alimento su organismo imperiosamente? ¿Ansiaban sus labios saciar la sed con agua? ¿Temblaban sus músculos y, en definitiva, sufría dolor su cuerpo? ¿O unos poderes sobrehumanos le aportaban ventaja con respecto a sus homólogos mortales? Algunos sostendrán que él pasó, como mera formalidad, por las experiencias humanas, pero que nunca llegó a interiorizar el sufrimiento, que, al igual que Sadrac, Mesac y Abed-nego, él anduvo por el horno ardiente de la vida sin sen­tir jamás el calor de las llamas. Pablo contempló la cuestión, y formula la respuesta siguiente: «Porque ciertamente no auxilió a los ángeles, sino que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:16-17). Más tarde, Pablo confirmaría que el Salvador era capaz de «compadecerse de nuestras flaquezas» (Hebreos 4:15).

La vida terrenal no fue para Cristo un mero ejercicio académi­co; fue una cruda realidad que prensó el «sentir» de un hombre hasta extraer el ser de un Dios. Pablo observó que el Salvador «[gustó] la muerte por todos» (Hebreos 2:9). Esas palabras, sentir y gustar, son penosamente descriptivas. No se trataba de una sim­ple intelectualización, sino la interiorización de la patética con­dición humana. Alma enseñó esta verdad, que «el Hijo de Dios padece según la carne» (Alma 7:13). Jacob añadió su testimonio de que el Salvador se «[dejaría] someter al hombre en la carne» (2 Nefi 9:5; véase también Filipenses 2:7). Pablo predicó que Cristo se hizo «semejante a los hombres» (Filipenses 2:7). E Isaías profetizó que el Salvador sería «varón de dolores y experimenta­do en quebranto» (Isaías 53:3). Una y otra vez, los profetas han testificado que el Salvador no solamente sufrió lo que nosotros sufrimos; también sufrió como nosotros. Quizá Robert Browning no solamente escribió de sí mismo en estos versos:

Siempre fui un luchador, así que… una pelea más, será la mejor y la última!
Detestaría que la muerte me vendara los ojos, y, comedida, intentara con sigilo soslayarme.
¡No! Quiero saborearlo todo, vivir como mis iguales los héroes de antaño,
aguantar el fragor de la lucha, pagar de buena gana la deuda de dolor, oscuridad y frío que la vida reclama.1

El Salvador sintió y experimentó todo ello. El pasó por esta vida igual que sus semejantes mortales, y aguantó mucho más. Nefi lo entendía bien: «el Dios de nuestros padres (…) se entrega a sí mismo como hombre (…) en manos de hombres inicuos» (1 Nefi 19:10).

El élder Bruce R. McConkie citó al estudioso Alfred Edersheim en su análisis de la humillación y el envilecimiento a los que se sometió el Salvador. A continuación, el élder McConkie abunda en el asunto con estas palabras: «Cuando Edersheim habla de la exinanición de Jesús, quiere decir que nuestro Señor se humilló o, más bien, se autovació de todos su poder divino, o se debilitó a sí mismo dependiendo de su humanidad y no en su divinidad, a fin de ser como los demás hombres y ser puesto a prueba al máximo por toda la adversidad y los tormentos de la carne».2 C. S. Lewis escribió con sentimiento: «Dios podría, si hubiera querido, encarnarse en un hombre con nervios de acero, el tipo de persona estoica a la que no se le escapa un suspiro. Fruto de Su gran humildad, eligió encarnarse en un hombre de sensibili­dades delicadas».3

El Salvador permitió voluntariamente que su humanidad pre­valeciera con respecto a su divinidad. Isaías se refirió de manera profética a aquellos días de sumisión mesiánica: «Entregué mi es­palda a los herido res (…): no escondí mi rostro de injurias ni de esputos» (Isaías 50:6). Durante esos breves instantes en la pers­pectiva eterna que llamamos mortalidad, el Salvador cedió a la condición mortal; se sometió a la inhumanidad del hombre; su cuerpo anheló el sueño; tuvo hambre; sintió los dolores de la en­fermedad. En todos los aspectos se vio sujeto a todas las carencias mortales que afectan a la familia humana. Ni una sola vez alzó el escudo de la divinidad para amortiguar los golpes. Ni una sola vez se puso el chaleco antibalas de la divinidad. El hecho de tener poderes divinos no redundó en un sufrimiento menos atroz, me­nos conmovedor o menos real. Al contrario, es precisamente por ese motivo que su sufrimiento fue mayor, no menor, que el que sus semejantes humanos podían sentir. El asumió un sufrimien­to infinito, pero eligió defenderse únicamente con sus faculta­des humanas; una sola excepción: su divinidad fue invocada para contener la inconsciencia y la muerte (es decir, el doble mecanis­mo de alivio del hombre), que de otro modo habrían vencido a un simple mortal, cuando alcanzara su umbral de dolor. Para el Salvador, no obstante, no habría tal alivio. Su divinidad entraría en acción, no para hacerle inmune al dolor, sino para ampliar la capacidad recipiente que habría de darle cabida. Sencillamente, él aportó una copa mayor en que verter la amarga bebida.

Sangrar por cada poro

Lucas corrobora la realidad del sufrimiento del Salvador: «Y estando en agonía, oraba más intensamente» (Lucas 22:44). ¿No fueron todas sus oraciones intensas? ¿Podemos comprender la in­tensidad del sufrimiento, la profundidad del dolor que le llevó a orar incluso con un mayor fervor? ¿Qué carga abrumadora ha debido estar llevando sobre los hombros para obtener de parte de un Dios la admisión de que estaba «muy triste» (Mateo 26:38)? ¿Qué tormento pesaba tanto sobre él que «se postró sobre su ros­tro» en ferviente oración (Mateo 26:39)? Este era un momento de crisis en la galaxia.

A medida que se aceleraba su agonía y, finalmente, se precipi­taba a toda velocidad hacia su momento culminante sin restric­ción ni liberación, su cuerpo físico finalmente se rebeló y sangró con grandes gotas de sangre. Hace algunos años, asistí a una clase de la Escuela Dominical cuyo maestro sugirió que el Salvador no sudó sangre literalmente, sino que su perspiración fue tal que cayó al suelo como gotas de sangre. El mencionado maestro basó sus afirmaciones en las palabras de Lucas: «y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra» (Lucas 22:44; énfasis añadido). El rey Benjamín, sin embargo, vio con ojos proféticos la situación real: «he aquí, la sangre le brotará de cada poro, tan grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo» (Mosíah 3:7; véase también TSJ, Lucas 22:44). Además, contamos con el testimonio incontestable de una persona que estaba presente, el Salvador mismo, quien declaró: «padecimien­to que hizo que yo, Dios (…) sangrara por cada poro» (DyC 19:18). Su cuerpo, en reacción violenta al sufrimiento sobrehu­mano que se le clavaba, literalmente, no figurativamente, hizo que se derramara sangre por cada poro.

¿Porqué debe derramarse sangre?

Pablo predicó que «casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22; véase también Hebreos 9:17-18). Esta verdad se enseña desde la antigüedad. Moisés declaró: «la misma sangre hará expiación por el alma» (Levítico 17:11). Es «la sangre de Jesucristo» la que «nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). La sangre del Salvador actúa como agente purificador en virtud del cual nuestros «vestidos son emblanquecidos en su sangre» (1 Nefi 12:10). Aprendemos incluso que la tierra de América fue «redi­mida» por «el derramamiento de sangre» (DyC 101:80). Así, de alguna forma, la sangre actúa como agente limpiador y redentor. No sabemos cómo se lleva esto a efecto. John Taylor enseñó: «Por qué era necesario que se derramara su sangre es un patente misterio (…). Sin el derramamiento de sangre no hay remisión de pecados; pero ¿por qué? ¿Por qué existe una ley así? No nos queda sino considerarlo una cuestión de fe».4 Joseph Fielding Smith llegó a idéntica conclusión: «La forma en que el derra­mamiento de la sangre del Salvador expió una Caída (…) no la explica por completo nuestro Padre Celestial».5

Pablo nos ofrece una explicación parcial, no obstante, de por qué debe derramarse sangre. Al referirse a los sacrificios de anima­les con arreglo a la ley mosaica y los poderes redentores de la san­gre, Pablo añade: «Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas con estas cosas; pero las cosas celes­tiales mismas con mejores sacrificios que estos» (Hebreos 9:23). Es como si estuviera diciendo que los sacrificios de animales son un prototipo, o un equivalente terrenal de los sacrificios celestiales, pero que Cristo es el sacrificio real o «mejor» que cumple todos los requisitos celestiales de la purificación. El presidente Joseph F. Smith insinúa esta misma verdad: «las cosas que están sobre la tierra, en cuanto no las haya pervertido la iniquidad, son un modelo de las cosas que hay en el cielo. El cielo fue el prototi­po de esta bella creación».6 Hasta que se reciba más luz al respec­to, podemos encontrar consuelo en las consecuencias que fluyen del derramamiento de la sangre del Salvador, sin comprender del todo los motivos que subyacen a su necesidad.

Si bien Joseph Fielding Smith no intenta responder a la pre­gunta de cómo nos limpia la sangre de Cristo, sí que comenta el porqué de la necesidad de que se derramara su sangre: «Dado que fue por la creación de la sangre que sobrevino la mortalidad, es mediante el sacrificio de sangre que la redención de la muerte se llevó a cabo, y todas las criaturas fueron liberadas de las garras de Satanás. De ninguna otra manera podría haberse realizado el sacrificio de redención de la muerte para el mundo».7

La referencia a este acto sacrificial en el Jardín fue el objeto de la plegaria que el Salvador elevó al Padre a favor nuestro: «en vir­tud de la sangre que he derramado, he abogado por ellos ante el Padre» (DyC 38:4). Tras recordarle al Padre «la sangre de tu Hijo que fue derramada (…) para que tú mismo fueses glorificado», Cristo le suplicó al Padre que «[perdonara] a estos mis hermanos que creen en mi nombre» (DyC 45:4-5). Siendo como es nues­tro abogado, él sabía que había algo de tal intensidad espiritual en ese acto que debía formar la esencia de su ruego de misericordia. Con una convicción inamovible podría declarar «que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre» (DyC 76:69).

El derramamiento de sangre es simbólico

Entre otras cosas, el derramamiento de sangre es simbólico. El derramamiento de la sangre de un hombre propicia la muerte física. Por otra parte, el derramamiento de la sangre de Cristo da lugar a la vida espiritual. Una y otra vez en las Escrituras el mismo símbolo puede tener significados dobles, incluso opues­tos. En el Jardín de Edén fue la serpiente la que representaba al diablo, el padre de la muerte y la oscuridad. Más tarde, sin em­bargo, sería la serpiente de bronce la que representó al Salvador, la fuente de vida y luz. Las aguas de la época de Noé destruyeron a todas las almas de la tierra con excepción de ocho, pero las aguas del bautismo limpian simbólicamente y salvan a toda alma que busque la vida eterna. El fuego es el símbolo del castigo para los angustiados moradores del infierno, pero Isaías se refirió a los justos que vivirán en «llamas eternas» (Isaías 33:14; véase tam­bién Apocalipsis 15:2). En la Segunda Venida será el fuego lo que destruirá a los malvados, pero entre tanto es el fuego del Espíritu Santo el que depura y conserva al que se arrepiente espiritual­mente. De similar manera dualística, es el derramamiento de la sangre del hombre lo que simboliza la muerte, pero es el derramamiento de la sangre de Cristo lo que simboliza la vida eterna.

Parece adecuado que el lugar en que se derramara su sangre fuera un jardín llamado Getsemaní. Como explica Truman Madsen: «Geth o gat significa en hebreo ‘prensa’. Shemen signifi­ca ‘aceite’. Este era el Jardín de la prensa de la oliva». El hermano Madsen explica a continuación el funcionamiento de la prensa: «A fin de producir aceite de oliva, los aceites refinados deben ob­tenerse mediante el prensado de aceitunas refinadas. Las aceitu­nas ablandadas y aderezadas se colocaban en bolsas resistentes y se trituraban sobre una piedra con surcos. Entonces, una enorme roca de prensado lateral y circular se hacía rodar por la parte su­perior, tirada por una muía, o un buey y un látigo punzante. Otro método empleado consistía en el uso de palancas de madera pesadas o tornillos que permitían girar vigas hacia abajo como un torno sobre la piedra con el mismo efecto: presión, presión, presión… hasta que fluís, el aceite».8

De modo que así existió «presión, presión, presión» de los pecados infinitos hasta que brotó sangre por cada poro. «Ciertamente», como observó el hermano Madsen: «el simbolis­mo del lugar es ineludible».9

Un ángel le da fuerzas

¿Cómo sería el estado mental, físico y espiritual del Salvador en este momento de crisis en el jardín que un ángel del cielo tuvo que acudir «para fortalecerle» (Lucas 22:43)? ¿A un Dios? ¿Suponemos que él, un Dios, estaba tan debilitado por este su­plicio que ahora necesitaba que le fortalecieran? ¿Qué mensa­jero celestial ofreció esa ayuda? ¿Fue Adán? ¿Noé? ¿Abraham? Ciertamente, en un momento tan crítico para el destino del hombre, este ángel debe haber sido alguien sobresaliente. El élder Bruce R. McConkie sugiere que se trataba del «poderoso Miguel [Adán]».10 Si bien no conocemos con certeza la identidad de este enviado del cielo para consolar al Salvador, hay al menos cuatro razones por las que sí puede haber sido Adán.11 Primero, Adán, quien colaboró en la creación de esta tierra y fue el padre del hombre mortal, habría tenido sumo interés en el destino final del hombre. Sin duda, Adán tenía un interés particular en que la creación de la tierra y de todos los dominios del planeta no se crearan en vano. En segundo lugar, parece conveniente que la persona que desencadenó en parte la necesidad de la Expiación fuera ahora el agente que en representación de la humanidad asis­tiera al que rogó que se llevara a efecto su redención. En tercer lugar, y tal y como enseñó José Smith, Adán tiene el papel de presidir la jerarquía de los seres celestiales, dado que los «ángeles se hallan bajo la dirección de Miguel o Adán»;12 parece que no habría ningún otro mensajero más idóneo que él para fortalecer y bendecir que el arcángel presidente. Cuarto, Adán tuvo una relación única con el Salvador. No solo colaboró con él en el pro­ceso de la creación; también estuvo a su lado en batalla cuando el Señor dirigió a las fuerzas celestiales (Apocalipsis 12:7). Ahora, nuevamente, Adán estaría unos instantes junto a él mientras el Salvador tomaba parte en la batalla más crucial de todas. Adán no podía sustituir al Salvador (él debía sobrellevar todo esto en solitario), pero lo que sí podía hacer, sin duda deseaba hacerlo. Puede que estuviera ahí para consolarlo, confortarlo, apoyarlo e incluso para bendecirlo.

Las Escrituras guardan silencio en cuanto a la naturaleza del contacto entre Cristo y su visitante angélico en esta ocasión. No cabe duda de que este fue uno de esos momentos tan sagrados que no habría de quedar registrado en los anales humanos.13 Evidentemente, ciertos pensamientos del espíritu son tan eleva­dos, tan conmovedores, que no pueden encerrarse en el lenguaje oral o escrito empleado por el hombre. Sencillamente, se escapan a toda expresión mortal. A todas luces, este era uno de estos mo­mentos.

Fueran cuales fueran los pormenores de ese encuentro divino, seguramente el visitante angélico debe haberle brindado a Cristo la bendición más plena que los cielos podían aportar. Con certe­za, este fue un momento de pathos transcendental. Quizá ambos derramaran lágrimas y se transmitieran una intensidad de amor conocida únicamente para los dioses y los ángeles. Puede que el ángel ofreciera palabras de consuelo y confianza. O quizá bastó con la fuerza de su presencia silente. Sea cual sea la naturaleza de este contacto divino, el Salvador encontró la fuerza suficiente, en medio de un dolor inimaginable, para seguir adelante. Truman Madsen nos recuerda que el ángel acudió para «fortalecer; no para librar»14

Elabía llegado el momento. El punto más crucial de la historia estaba aquí. Las palabras del letrista nunca habían sido más ade­cuadas que ahora: «en tus calles brilla la luz de redención que da a todo hombre la eterna salvación».15 Todos los demás aconteci­mientos, por relevantes que hayan parecido ser, se volvían insig­nificantes en comparación con este momento. Sin este instante, toda la historia sería en vano.

Las profundidades de su sufrimiento

Cristo había estado ayunando cuarenta días, se había enfrenta­do cara a cara con Satanás, aguantado burlas, insultos e injurias; había soportado las dolorosas punzadas del rechazo, incluido el brutal golpe de la traición. ¿A qué nuevas profundidades tuvo que hundirse ahora para clamar: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39)? \Pero era imposible!

Quizá los que estaban más cercanos al Señor pueden enten­der mejor su sufrimiento, un sufrimiento que sobrepasó la ca­pacidad de comprensión finita del hombre. El presidente John Taylor dijo agudamente al respecto: «Sobre Él cayeron el peso y la agonía de los siglos (…). De ahí Su dolor profundo, Su an­gustia indescriptible, Su tortura abrumadora, todo ello vivido en la sumisión al fíat eterno de Jehová y a las exigencias de una ley inexorable. (…) Gimiendo bajo esta carga concentrada, esta pre­sión intensa e incomprensible, esta terrible exacción de justicia divina, ante la cual la frágil humanidad retrocedía, y a través de la agonía vivida de esta forma sudando grandes gotas de sangre, se vio inducido a exclamar: ‘Padre, si es posible, pase de mí esta copa».16

El presidente Taylor centra nuestra atención en la visión de Enoc, quien «vio que el Hijo del Hombre era levantado sobre la cruz, (…) y fueron cubiertos los cielos; y todas las creaciones de Dios lloraron; y la tierra gimió; y se hicieron pedazos los pe­ñascos» (Moisés 7:55-56). Y entonces comenta: «Y así, tal fue la presión torturadora de esta agonía intensa e indescriptible, que esta explotó más allá de los confines de Su cuerpo, sacudió toda la naturaleza y se extendió por el espacio».17 Igual que el hombre se estremece ante el dolor y el sufrimiento, también la naturaleza parece responder de manera semejante.

Cabe preguntarse si la respuesta de la naturaleza en el Nuevo Mundo al sacrificio expiatorio del Salvador fue una indicación de lo que sucedió en otros mundos. Sea como fuere la respues­ta medioambiental en el Viejo Mundo, en el Nuevo se registra­ron manifestaciones asociadas de una mayor magnitud. Parece que se aplicó una ley de compensación divina: las naciones y los mundos que no recibieron el privilegio del ministerio terrenal del Salvador obtuvieron testimonios físicos mayores en calidad de testimonio compensatorio. El Viejo Mundo y su estrella en los cielos como señal de la entrada del Salvador en la vida terre­nal. En el Nuevo Mundo hubo «muchas señales y prodigios en el cielo» (Helamán 14:6), pero el testimonio más concluyente de todos fue la sucesión de un día, una noche y un día de luz. Tan poderoso y convincente fue este testimonio que «todos los habitantes (…) se asombraron a tal extremo que cayeron al suelo» (3 Nefi 1:17). El Viejo Mundo tuvo sus temblores y sus tres horas de oscuridad, pero estos acontecimientos se antojan una nimiedad cuando se comparan con los cataclismos registrados en el Nuevo Mundo.

Esas tierras que no contaron con la presencia física del Salvador sin duda respondieron con reacciones más intensamente elemen­tales como testimonio compensatorio. El Nuevo Mundo sufrió relámpagos cegadores, estruendos temibles, tempestades, torbelli­nos y un terremoto de consecuencias tan colosales que «sacudían toda la tierra como si estuviera a punto de dividirse» (3 Nefi 8:6). Pero hubo más. Una oscuridad —espesa, vaporosa, total—en­volvió la tierra durante tres días. No eran unas tinieblas tenues y débiles, una oscuridad a la que los ojos se adaptan a la larga; no: esta era una negrura impenetrable, «de modo que no podía ha­ber ninguna luz» (3 Nefi 8:21). Estas tinieblas eran frías, férreas, sofocantes, un símbolo de la maldad y la tragedia en su máxima medida. Era una oscuridad similar a la que cubrió Egipto en la época de Moisés, «tinieblas (…) tan densas que cualquiera las palpe (…) y hubo densas tinieblas tres días por toda la tierra de Egipto» (Éxodo 10:21-22).

La naturaleza y todos sus elementos se unieron en horrenda armonía. Incluso los reyes de las islas del mar exclamaron: «El Dios de la naturaleza padece» (1 Nefi 19:12). Los elementos se retorcieron y contorsionaron en toda su furia como prueba inne­gable de un sufrimiento que, sin duda, era de alcance galáctico: todo hombre, animal terrestre, pez, planta y todo elemento en esa vasta extensión del espacio que llamamos el universo. Los su­frimientos del Salvador semejaron a un peñasco de dimensiones prodigiosas lanzado en medio de un estanque cristalino: las ondas que se proyectaron desde Getsemaní y el Calvario, como dijera el presidente John Taylor, se «[expandirían] por todo el espacio»,18 y por el momento, «toda la eternidad padece» (DyC 38:12).19

John Taylor entendió que el padecimiento del Salvador afectó a la naturaleza universalmente:

Mundo tras mundo, cosas eternas,
Soporta en tu angustia, Rey de reyes.20

Aunque las palabras son inadecuadas para describir esta prueba infinita, quizá Frederik Farrar ha expresado mejor que nadie, con extraordinaria elocuencia y precisión de pensamiento, lo que para otros no ha pasado del mero intento:

«Jesús supo que la horrenda hora de Su humillación más pro­funda había llegado; que, desde ese momento hasta la expresión de ese gran lamento con el que entregó el espíritu, nada quedaba para El en la tierra sino la tortura del dolor físico y el patetismo de la angustia mental. Todo lo que el organismo humano puede tolerar en lo que a sufrimiento se refiere se acumularía sobre Su cuerpo encogido; Toda la miseria que el insulto cruel y aplastante pueden infligir supondrían una pesada carga para Su alma; y en este tormento del cuerpo y agonía del alma incluso la serenidad excelsa y radiante de Su espíritu divino habría de sufrir un temi­ble, aunque breve, eclipse. El dolor en su aguijón más punzante, la vergüenza en su brutalidad más abrumadora, toda la carga del pecado y la miseria de la existencia humana en su apostasía y caída… aquello era lo que Él debía ahora enfrentar en toda su acumulación más inexplicable».21

Y por si lo anterior fuera poco, Farrar continúa afirmando:

«Es tan natural la muerte como lo es el nacimiento. El cris­tiano apenas necesita que se le diga que no fue tal vulgar temor lo que forzó a su Salvador a sudar sangre. No; fue algo infinita­mente mayor: infinitamente mayor de lo que nuestra imagina­ción más desatada es capaz de aprehender. Fue algo mucho más mortífero que la muerte. Fue la carga y el misterio del pecado del mundo lo que abrumaba Su corazón; fue saborear, en la humanidad divina de una vida sin pecado, la amarga copa que el pe­cado había envenenado (…). Fue el padecimiento, por parte del perfectamente inocente, de la peor malicia que el odio humano fue capaz de concebir; fue albergar, en el seno de la inocencia perfecta y el amor perfecto, todo lo que había de detestable en la ingratitud humana; todo lo que había de pestilente en la hipocre­sía humana; todo lo que había de cruel en la cólera humana. Fue desafiar el último triunfo de la furia y el rancor satánicos, unién­dose contra Su solitaria cabeza todos los dardos flamígeros de la falsedad judía y corrupción pagana: la ira concentrada de los ricos y los respetables, la cólera vociferante de la turba ciega y brutal. Fue sentir que los suyos, aquellos a los que había venido, amaron más la oscuridad que la luz; que la raza del pueblo escogido podía absorberse por completo en un rechazo uniforme y descabellado contra la bondad y la pureza y el amor infinitos.

»E1 pasó por todo esto en aquella hora en que, con un estreme­cimiento de horror sin pecado, más allá de nuestra capacidad de comprensión, anunció una amargura mayor que la amargura de la misma muerte».22

Ni las mejores mentes, ni la más brillante elocuencia pueden describir adecuadamente el suplicio del Salvador. Farrar nos re­cuerda que su sufrimiento «trascendió todo el supuesto conoci­miento que, incluso en nuestros momentos de mayor pureza, po­demos siquiera profesar al respecto».23 Va más allá de cualquier experiencia conocida para el hombre o concebida por él. John Taylor declaró sencillamente: «De una forma incomprensible e inexplicable para nosotros, él sobrellevó el peso de los pecados del mundo entero».24 El élder Orson F. Whitney compartía esta opinión: «Nuestras pequeñas aflicciones finitas no son más que una gota en el océano en comparación con la agonía infinita e indecible que él soportó por nosotros porque no éramos capaces de aguantarla nosotros mismos».25 En un esfuerzo inspirado por definir el sufrimiento del Salvador, el élder Neal A. Maxwell lo denominó «la enormidad multiplicada por la infinidad».26 Por intensos que sean nuestros esfuerzos, el Señor nos recuerda nues­tra incapacidad para empatizar completamente, ya que, hablando con el profeta José, él describe sus propios sufrimiento de esta for­ma: «cuán dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes-, sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes» (DyC 19:15; énfasis añadido).

El sufrimiento soportado por el Salvador no puede convertirse a una masa cuantificable o reducirse a alguna ecuación matemática. Lo cierto es que no poseemos los medios adecuados para medir­lo ni el lenguaje necesario para explicarlo. Parte de la naturaleza sagrada de este acontecimiento emana del hecho de que nosotros sentimos mucho más de lo que somos capaces de expresar con palabras. La letra del himno así lo pone de manifiesto:

Jamás podremos comprender,
las penas que sufrió,
mas para darnos salvación,
El en la cruz murió.27

Si el sufrimiento es proporcional a las sensibilidades físicas, intelectuales, espirituales y emocionales de uno, entonces el Salvador sufrió más que el hombre mortal, porque él sabía más, sentía más y se preocupaba más que ningún otro mortal. Joseph Fielding Smith testifica lo siguiente de este sufrimiento único:

«Un hombre mortal no lo habría aguantado; es decir, un hom­bre como nosotros. No me importa su fortaleza ni su poder, nin­gún hombre nacido en este mundo habría podido soportar el peso de la carga que soportó el Hijo de Dios al tomar sobre sí mis pecados y los vuestros (…) [Aquello] fue superior al poder de un hombre mortal, tanto para llevarlo a efecto como para sobrellevarlo».28

El sacrificio del Salvador exigió una energía inagotable a fin de cargar con las consecuencias de nuestros pecados y aguan­tar las tentaciones del Maligno. Pero su sufrimiento debe haber sido más que una sumisión resignada o un «aguantar los azotes» con los dientes apretados. Debe haber sido más que una acti­tud defensiva o un intento de escudarse de los dardos ardientes del Adversario. Parte de la empresa expiatoria del Salvador debe haber incluido un aspecto de conquista, en cierta manera, una lucha ofensiva. Era necesario que el Salvador entregara su vida voluntariamente a fin de ser capaz de «[romper] las ligaduras de la muerte» (Mosíah 15:8) y «destruir (…) al que tenía el imperio de la muerte» (Hebreos 2:14; véase también 1 Corintios 15:26).

Había necesidad de rescatar y liberar a las almas de «las cadenas del infierno» (Alma 12:11). Esta parte de la batalla puede haber hecho necesaria una invasión del territorio de Satanás, quizá in­cluso una incursión audaz en el abismo oscuro de los dominios del diablo. Orson F. Whitney alude a estos momentos de con­flicto clásico:

Espada de lucero, bracamarte flamígero,
destello fulgurante desenvainado,
hiende las ligaduras del sueño mortífero
De los reinos oscuros, el velo rasgado.
¡Revientan las catacumbas del infierno!
Baten abiertas sus puertas,
rotos los barrotes de eterno hierro,
almas rescatadas, por fin vuelan.
Allende las estrellas… el cielo.29

La redención del Salvador fue una misión de rescate en soli­tario para liberar de la muerte y del infierno a los prisioneros de todas las épocas, vigilados de forma perenne por Satanás. La des­cripción que ofrece Tennyson de «La brigada ligera» puede guar­dar ciertas similitudes con la batalla del Salvador en Getsemaní:

Cañón a la derecha,
Cañón a la izquierda,
Cañón al frente
Contra hierro y estruendo;
aguacero de balas y obuses,
Cómo cabalgaron gallardos,
a las fauces de la muerte,
a las puertas del infierno

Su carga, sin embargo, el Salvador la haría solo; en soledad cabalgaría hacia las fauces de la muerte y el infierno. Esta era una guerra abierta. Esta fue «lucha (…) contra principados, con­tra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efesios 6:12). Esta era una lucha hasta el final. Una lucha a muerte; a la muerte de todas las muertes. Hemos visto a hombres luchando contra obstáculos extraordinarios para salvar­se; a hombres combatir con frenesí irrefrenable para conservar su país y su libertad; y a hombres batallar con fuerza casi sobre­humana para proteger a esposa e hijos, pero ahora la causa era mucho más grandiosa que todas estas. El élder James E. Talmage se refirió a la ferocidad de esta batalla en la «hora» expiatoria: «este combate supremo con los poderes del maligno sobrepujó y eclipsó la terrible lucha comprendida en las tentaciones que sobrevinieron al Señor inmediatamente después del bautismo».31

Con furia inmisericorde, las fuerzas de Satanás deben de haber atacado al Salvador por todos los frentes: frenética y diabólica­mente, buscando un punto vulnerable, una debilidad, un talón de Aquiles por el que infligir una herida «mortal»; todo con la esperanza de detener la carga inminente… pero todo era en vano. El Salvador continuó su avance en un asalto audaz hasta que to­dos los prisioneros fueron liberados de los tentáculos pertinaces del Maligno. La suya fue una misión de rescate de repercusiones infinitas. Todos los músculos del Salvador, toda virtud, toda re­serva espiritual existente se emplearía en la lid. No cabe duda de que todas las energías se agotaron, de que todas las faculta­des se llevaron al límite, de que se ejercieron todos los poderes. Solamente entonces, cuando parecía que no quedaba nada, aban­donarían sus puestos las huestes de la maldad y se retirarían en una terrible derrota. Solamente entonces liberaría Cristo a «sus santos de ese terrible monstruo, el diablo y muerte e infierno» (2 Nefi 9:19). David vio este momento de triunfo, temible toda vez que glorioso, cuando cantó: «has librado mi alma de lo más profundo del Seol» (Salmos 86:13). Nefi también se regocijó: «él ha redimido mi alma del infierno» (2 Nefi 33:6). Con el tiem­po, los santos de todas las épocas reconocerán al «Hijo de Dios como su Redentor y Libertador de la muerte y de las cadenas del infierno» (DyC 138:23; véase también Apocalipsis 20:13). El Gran Rescatador nos ha librado, ha salvado la situación, salvado la eternidad. Sin embargo, ¡oh, qué batalla! ¡Qué heridas! ¡Qué amor! ¡Y a qué precio!

Puede que los mortales nunca comprendan Getsemaní ple­namente, puesto que la muerte le habría sobrevenido a los de­más hombres como un bienvenido alivio mucho antes de que la intensidad y la duración de este suplicio infinito llegaran a su cénit. No hubo tal liberación temprana, empero, en el caso del Salvador, porque él «[sufriría] tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7; énfasis añadido). El profeta José testificó al respec­to: «[El Salvador] padeció sufrimientos mayores y se vio expuesto a contradicciones más poderosas que cualquier hombre».32

El dolor, la agonía, la burla y el insulto culminarían en toda su horripilante furia para extraer del Redentor hasta el último ápice de angustia que la justicia demandaría y que el maligno podía arrancar. Como ocurre con los mortales, su válvula de es­cape era la muerte. Solamente él poseía el poder para «[poner su] vida» (Juan 10:17), pero no renunció ni se libró del dolor en ningún momento. Para él no habría pérdida de conocimiento, ni sedantes, ni analgésicos. Más bien, habría una absoluta y plena consciencia de todo lo que se le imponía. El bebería la copa llena a rebosar. Como les dijera a los nefitas: «he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado (…) tomando sobre mí los peca­dos del mundo» (3 Nefi 11:11). Edna St. Vincent Millay escribe de un mortal que se vio dotado de omnisciencia por un instante, por lo cual «pagó [el] precio / Infinito remordimiento del alma». Los versos siguientes son un símbolo del sacrificio del Salvador y captan la angustia de su hora expiatoria:

Todo pecado era mi pecar, toda
expiación era mía, y mía la hiel
del pesar. Mío era el lastre
de todo agravio incubado, el odio
que consentía cada estocada envidiosa,
mía toda avaricia, mía toda lujuria.
Y entre tanto, para toda pena,
todo sufrimiento, anhelé alivio
con un deseo tan mío…
¡Mi anhelo es en vano! Y atravesada por el fuego. …
Todo el suplicio era mío, y mía su vara;
mía, piedad, como la piedad de Dios.
¡Ah, peso temible!¡La infinidad
apisona mi finito yo!…
Y hundida bajo la carga me hallo
y sufría la muerte, pero no podía morirá

Las palabras finales son muy expresivas: «pero no podía mo­rir». En lo que respecta al Salvador, sería más adecuado decir «pero no quiso morir». Había que pagar el precio al completo. Todo pecado de Sodoma, Gomorra, Babilonia, los pecados del lector y los míos… había que incluirlos todos, sufrir por todos, y pagarlos todos antes de que el Salvador pudiera tomar la decisión de dejar entrar a la muerte.

¡Le deja a uno meditabundo caer en la cuenta de que nues­tros pecados contribuyeron al inmenso sufrimiento de nuestros Salvador! El élder James E. Faust lo expresó así: «Es inevitable preguntarse cuántas gotas de esa preciada sangre puedan ser res­ponsabilidad de cada uno de nosotros».34

El suplicio continúa en la cruz

El élder McConkie expresó su creencia de que «estas agonías infinitas [en el Jardín de Getsemaní], este sufrimiento sin igual, continuó durante tres o cuatro horas».35 Intenso y terrible como fue el sufrimiento del Señor, no terminaría con el Jardín: aún tenía que soportar la cruz. ¿Y por qué la cruz? ¿Por qué no la lapidación u otro método de ejecución? La cruz era considerada como la forma más terrible de ejecución concebida por el hom­bre. El presidente J. Reuben Clark Jr. declaró de la crucifixión que: «era la [forma de ejecución] más dolo rosa jamás ideada por los antiguos».36 En ella se mantenía a la víctima al borde de la muerte durante horas, sin aliviarle unos instantes siquiera, oca­sionando a la vez en los nervios y los sentidos todo el dolor que la víctima era capaz de soportar sin perder la consciencia. Empujaba a un hombre a su umbral de agonía, pero sin llevarlo más lejos. La víctima, quien acababa ansiando la muerte sin recibir el ali­vio temprano deseado, sentía un dolor intenso y palpitante. El Salvador aguantaría con nobleza la cruz, todo lo que el hombre es capaz de soportar y mucho, mucho más. Sin embargo, sumido como estaba en todo aquello, no había venganza, rancor ni ve­neno en su alma. El élder Maxwell observó: «¡Jesús tomó la copa más amarga de la historia sin amargarse!».37 Y Eliza R. Snow lo expresó poéticamente:

En agonía él colgó,
y en silencio padeció.38

Los que han menospreciado el sacrificio del Salvador soste­niendo que no se trata de una proeza sobrehumana, ya que mu­chos otros han sido de igual manera crucificados y han sucum­bido «noblemente», parecen haber olvidado los momentos en el jardín. El dolor físico de la cruz por sí solo, cuando se compara al dolor acumulado del jardín y de la cruz, es como comparar la noche y el día. Quizá la cruz se eligiera porque el Salvador quería que supiéramos que él había soportado la forma de tortura más inhumana conocida; pero, así y todo, tal angustia era relativa­mente insignificante en comparación con el suplicio espiritual vivido en el jardín, y del cual la cruz fue una extensión. El élder Joseph Fielding Smith confirma esta verdad con su testimonio: «Mucha gente tiene la idea de que su mayor sufrimiento tuvo lugar cuando él estuvo sobre la cruz, y le clavaron las manos y los pies. Este [sufrimiento] ocurrió antes de que fuera puesto sobre la cruz, en el Jardín de Getsemaní».39

El élder McConkie establece esta comparación entre el jardín y la cruz: «Al salir del jardín y entregarse voluntariamente en ma­nos de hombres inicuos, la victoria ya era un hecho. Todavía quedaba el escarnio y el dolor de su arresto, de los juicios y de la cruz. Pero todo ello quedó eclipsado por las agonías y los supli­cios vividos en Getsemaní».40

Y el élder Marión G. Romney compartía una opinión seme­jante: «Jesús se adentró entonces en el Jardín de Getsemaní. Allí es donde más sufrió. El sufrió enormemente en la crucifixión, por supuesto, pero otros hombres habían muerto en la cruz; de he­cho, dos hombres colgaron a ambos lados cuando él murió en la cruz. Sin embargo, ningún hombre, o grupo de hombres, ni todos los hombres del mundo, sufrieron jamás como el Redentor sufrió en el jardín».41

¡Qué doctrina! El sufrimiento acumulado de todos los hom­bres en todas las épocas, en todos los mundos, no puede sobre­pasar el sufrimiento del Salvador en el jardín. ¿Cómo podemos empezar siquiera a comprender el sufrimiento acumulado de toda la humanidad, o como enseñó el élder Orson F. Whitney, «la agonía amontonada de la raza humana»?42 ¿Qué se arroja en la balanza del remordimiento, según una observación de Truman Madsen, cuando agregamos «el impacto cumulativo de nuestros pensamientos, motivaciones y actos maliciosos»?43 ¿Cuál es, pre­guntó el élder Vaughn J. Featherstone, el «peso y la inmensidad de los castigos de todas las leyes violadas clamando desde el pol­vo y desde el futuro: un incomprensible maremoto de culpa»?44 ¿Cuántas conciencias atormentadas ha producido este mundo y a qué profundidades de depravación se ha hundido esta esfera terrenal? ¿Acaso puede alguien llegar a entender las horrendas consecuencias de un pecado así? El Salvador no solo lo entendió: lo sintió y lo sufrió.

Muchos autores establecen un contraste entre el dolor infinito sufrido por el Salvador durante su presencia en el jardín, y el su­frimiento finito de la muerte física en la cruz. Tal comparación es adecuada, puesto que el jardín es el lugar donde el Salvador dio comienzo a su sufrimiento por los pecados y donde sangró por cada poro en respuesta a dicho dolor. Por consiguiente, el jardín a menudo se identifica con el lugar o símbolo de su sufrimien­to espiritual, mientras que la cruz es el marco o el símbolo de su sufrimiento físico. Dicho esto, no creo que los mencionados autores quieran dar a entender que el sufrimiento del Salvador por los pecados se limitó exclusivamente al jardín. Eruditos como el élder Talmage y el élder McConkie nos ayudan a compren­der que no existe tal línea de demarcación nítida entre el jar­dín y la cruz. Más bien sugieren que los suplicios de Getsemaní continuaron afligiendo al Salvador en la cruz. «Parece», opina el élder Talmage, «que además de los espantosos sufrimientos con­siguientes a la crucifixión, se había repetido de nuevo la agonía de Getsemaní, intensificada más de lo que el poder humano puede soportar. En esa hora más crítica, el Cristo agonizante se hallaba a solas, solo en la más terrible realidad».45 El élder McConkie hace una apreciación similar: «Nuevamente, en el Calvario, du­rante las últimas tres horas de su pasión mortal, los sufrimientos de Getsemaní regresaron y él apuró la copa que su Padre Celestial le había dado».46 En otra ocasión, también reafirmó este crite­rio: «A esto añadimos, si interpretamos correctamente las Santas Escrituras, que toda la angustia, toda la pena y todo el tormento de Getsemaní se repitieron en las tres horas finales de la cruz, horas en que la oscuridad cubrió la tierra».47 Con respecto a las tinieblas que rodearon la crucifixión, el élder McConkie pregun­tó: «¿Pudiera ser que este fuera su momento de mayor prueba, o que, en estos instantes las agonías de Getsemaní se reprodujeran e incluso se intensificaron?.48

El élder McConkie y el élder Talmage creían que el dolor que empezó en Getsemaní, pero concluyó en el Calvario, superaron de lejos el dolor físico asociado a la cruz. Los que relativizan el sacrificio del Salvador apoyándose en que dos ladrones crucifi­cados a ambos lados de él sufrieron de manera similar no han entendido nada. Por supuesto que el tormento físico en la cruz fue tremendo; por supuesto que ambos ladrones sintieron los mismos dolores físicos de la crucifixión que el Salvador. Sin em­bargo, la angustia de los clavos se vio superada por el suplicio espiritual, emocional y físico que el Salvador acaparó mientras tomaba sobre sí los pecados y las flaquezas del mundo: una ofren­da que evidentemente continuó en la cruz. Esta doctrina es co­herente con la observación que tenemos de Pedro acerca de que el Salvador «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pedro 2:24; énfasis añadido). Otros pasajes de las Escrituras, aunque no son definitivos necesariamente, sugieren que la misión del Salvador en la cruz incluyó Su enfrentamiento con el pecado. Pablo se refirió a la reconciliación «mediante la sangre de su cruz» (Colosenses 1:20). Nefi escribió su visión del Salvador «levanta­do sobre la cruz y muerto por los pecados del mundo» (1 Nefi 11:33). Más tarde, el profeta José Smith añadió su testimonio de que «Jesús fue crucificado por hombres inicuos, por los pecados del mundo» (DyC 21:9).

Los acontecimientos que servían de conclusión a la vida del Salvador, tal y como se tratan a continuación, sugieren que las pruebas de Getsemaní ciertamente reaparecieron e incluso se in­tensificaron en la cruz.

En primer lugar, tras la experiencia espeluznante del jardín, el Salvador pasó por una noche de azotes, burlas e insultos que lo dejaron exhausto y abandonado. En el jardín pudo recurrir a la totalidad de sus facultades físicas, emocionales y mentales a fin de enfrentar el aluvión de dolor que se lanzó sobre él. Cuando entró en el jardín, se encontraba en «su mejor momento». Un ángel acudió a su lado con la misión expresa de «fortalecerle» (Lucas 22:43). Pero ahora, estirado sobre la cruz, sus reservas físicas y emocionales se estaban disipando rápidamente. La sustancia que le daba la vida ya había fluido de cada poro. Lo habían azotado, escupido y golpeado. Las horas de insomnio estaban haciendo mella en su cuerpo terrenal. Uno de los Doce lo había traiciona­do. Otro lo había negado. El embate de dolor creciente lo encon­traría sin consuelo mortal ni divino. Todos los recursos terrenales y celestiales le estaban siendo arrebatados sistemáticamente hasta que no quedó nada, a excepción del amor desinteresado y la de­terminación de llevar a cabo la Expiación.

Quizá algunos que tan solo unos días antes lo aclamaban lla­mándole su rey y gritaban «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mateo 21:9) ahora se unieron trágicamente en la consigna condenato­ria «Crucifícale, crucifícale» (Lucas 23:21). ¿Sorprende acaso que en un día futuro se lamentara diciendo: «Estas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos» (DyC 45:52; véase también Zacarías 13:6)? El Salvador había sido repudiado por su pueblo (Mosíah 15:5). Como él mismo observó trágicamente: «Vine a los míos, y los míos no me recibieron» (3 Nefi 9:16). Si hubo para el Salvador un momento de susceptibilidad particular a la tentación sería este. En un estado tal de agotamiento y re­chazo tendría que hacer frente a la cruz. Uno se pregunta cómo podía quedarle algo de resistencia, un ápice de voluntad para re­sistirse, una reserva de fuerza para prevalecer o algo de amor que ofrecer. Estaba andando por la delgada línea que separa la vida de la muerte, la consciencia de la inconsciencia. Desde la perspectiva de Satanás, el momento de la vulnerabilidad había llegado.

No sorprende que Satanás llegara en este momento tan propi­cio, vomitando tentaciones insidiosas por los labios de sus peones mortales: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40). El cuerpo del Salvador se retorció de dolor; su espíritu puro e inmaculado reaccionó violentamente y con repugnancia al pecado y sus consecuencias. Los cielos parecían estar hechos de bronce. ¡Oh, qué tentadora debe de haber parecido la sugerencia del Maligno, incluso para un Dios, de descender de la cruz y obtener el alivio, incluso por unos momentos, de un dolor tan superlativo! Farrar hizo referencia a un momento análogo en el que Satanás se enfrentó al Salvador debilitado tras cuarenta días de ayuno:

«Este era la ocasión del tentador. Todo el periodo había estado marcado por la tensión moral y espiritual. En horas intensas de tal excitación, los hombres soportan, sin sucumbir, una increíble cantidad de trabajo, y los soldados combaten durante una larga jornada de batalla sin ser conscientes de sus heridas o habiéndolas olvidado. Mas cuando el entusiasmo se disipa, cuando desapare­ce la emoción, cuando la llama pierde intensidad, la Naturaleza fatigada y forzada reafirma sus derechos. En pocas palabras: cuan­do se ha puesto en marcha una reacción poderosa, que deja al hombre sufriendo, desanimado, exhausto, entonces se está en la hora de peligro extremo, y ese ha sido, en muchos casos fatales, el instante en el que un hombre ha caído víctima de la seducción insidiosa o del asalto osado. Fue en un momento así cuando se libró, y ganó, la gran batalla de nuestro Señor contra los poderes del mal».49

Que Satanás acudiera en un momento como ese en la cruz sugiere que el Salvador estaba alcanzando el umbral de su do­lor, el punto álgido de su misión. Esta era la última oportunidad de Satanás, su último intento desesperado de frustrar el plan de redención. Era ahora o nunca. No había ángel que fortaleciera al Santo, ni influencia sustentadora del Padre. Seguramente, a Satanás le agradaban las probabilidades de éxito. Milton escribió acerca de probabilidades similares cuando visualizó el encargo del Salvador de enfrentarse a las fuerzas rebeldes en la guerra prete­rrenal. Jehová, en el preludio a la confrontación con las huestes malignas, observó que él marcharía contra ellas:

Que ellas [las fuerzas rebeldes] tengan
lo que desean, medirse conmigo
en buena lid y ver quién es el más fuerte, todas sus filas,
o yo solo contra ellos.50

Este fue el enfrentamiento: Satán, acompañado quizá por sus legiones de viles soldados, contra el Salvador en toda su conmo­vedora soledad: el Salvador, en su estado de extrema debilidad, casi sin vida, batiéndose contra una acumulación universal de tormento. La elección del momento por parte de Satanás no po­día haber sido más atinada. La luz sanadora del Padre se estaba retirando; las fuerzas torturadoras del método de ejecución más horrendo que haya diseñado la mente humana llegaban a su cé­nit; y la naturaleza se encontraba al borde de la rebelión expre­sada en un lenguaje sísmico. Mientras, Satanás acechaba entre bastidores, esperando para enfrentarse con su adversario en el momento exacto en que el Salvador era más vulnerable y las con­secuencias del pecado eran más intensas. Este era el momento de crisis en el que las fuerzas de Satanás eran más, y las del Salvador estaban más agotadas. Este era el instante de crisis en la cruz, el momento en el que el dolor del Salvador era más intenso y su vulnerabilidad más profunda; pero Milton estaba en lo cierto: «el amor celeste vencerá al odio infernal».51

Un segundo factor que pone de manifiesto la intensificación del sufrimiento en la cruz es la retirada del Espíritu de Dios. Las Escrituras afirman reiteradamente que el Salvador había «pisado, [él] solo, el lagar» (DyC 76:107; DyC 88:106; DyC 133:50). Sin embargo, parece que no estuvo totalmente solo en el jardín, ya que fue allí donde el ángel acudió a ofrecer consuelo divino. Si la «soledad» fue parte de su descenso, de su infinito tormento, de la cima de su agonía, entonces esa exigencia no parece haber­se cumplido plenamente en el jardín. Fue más bien en la cruz, donde el ángel estuvo ausente, el Padre se retiró, y el llanto de la más deplorable soledad se oyó en toda su cruda realidad: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Por supuesto que las consecuencias físicas de la cruz no dictaron una retirada así de Espíritu de Dios. En cambio, puede haberse tratado de una respuesta natural a la avalancha de maldad que se precipitó sobre el inocente Salvador. Cuando el Señor alcanzó el momento culminante de su prueba —cuando los pecados infinitos de mundos infinitos pesaron sobre él—, el Espíritu de Dios se retiró ante las consecuencias de un mal uni­versal de tal naturaleza. Isaías enseñó esta verdad cuando declaró: «nuestras iniquidades nos llevan como el viento», e igualmente, Dios escondió su «rostro (…) a causa de nuestras iniquidades» (Isaías 64:6, 7). Si Dios retiró su Espíritu porque Jesús asumió las iniquidades de los mundos, entonces el tormento de Getsemaní se reprodujo, efectivamente, en la cruz.

En tercer lugar, el élder Talmage creía que el Salvador murió en la cruz de un corazón roto, en sentido literal, y sugirió que este episodio fue culminación y conclusión de su misión. Puede que esta fuera la continuación física de su hemorragia por cada poro. Sin perder de vista el control que el Salvador tenía de la vida y la muerte, el élder Talmage ofreció este punto de vista: «Aun cuando, como se dijo en el texto, Jesucristo entregó su vida voluntariamente, porque tenía vida en sí mismo y nadie podía arrebatársela sin que El lo permitiera (Juan 1:4; 5:26; 10:15-18) tuvo que haber por fuerza una causa física de su muerte (…). El fuerte grito, en seguida del cual inclinó la cabeza y ‘expiró’, consi­derado junto con otros detalles narrados, indican que la causa di­recta de su muerte fue un rompimiento físico del corazón (…). Entre las causas conocidas y aceptadas de la rotura del corazón pode­mos mencionar una inmensa tensión mental, punzante emoción de pena o alegría y una lucha espiritual intensa».52

Talmage añadió a continuación: «El autor de la presente obra cree que el Señor Jesús murió de un corazón quebrantado».53 Quizá el inspirado salmista vio, tanto literal como figurativa­mente, la causa del fallecimiento del Salvador: «La afrenta ha quebrantado mi corazón» (Salmos 69:20). Si el corazón roto del Salvador fue la gota que colmó el vaso, el golpe de gracia que simbolizaba la quintaesencia del sufrimiento en toda su terrible crudeza y realidad, entonces una ruptura así puede simbolizar ese momento culminante cuando su cuerpo mortal y su cuerpo espi­ritual no podían, o no necesitaban, soportar más. Lo había dado todo. Su corazón se había roto en el proceso de dar. No quedaba nada que aportar ni otro precio que pagar.

Es un símbolo apropiado que nosotros hemos de tener tam­bién un «corazón quebrantado» a fin de disfrutar de las bendi­ciones del sacrificio expiatorio. Lehi enseñó que «él [Cristo] se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado (…) por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito» (2 Nefi 2:7). El Salvador enseñó a los nefitas que ellos también debían sacrificarse de la misma manera, y les mandó: «Y me ofreceréis como sacrifi­cio un corazón quebrantado y un espíritu contrito» (3 Nefi 9:20; véase también DyC 59:8). Como el Salvador, nosotros también debemos consagrarlo todo, tanto temporal como espiritualmen­te, si queremos ser aptos para recibir las bendiciones supremas del sacrificio infinito de Cristo. Rudyard Kipling reconocía este remedio espiritual antiquísimo:

Enmudecen el tumulto y el griterío;
parten capitanes y reyes:
Aún se alza Tu sacrificio antiguo,
un humilde y contrito corazón.54

En un principio, quizá concluyamos que el mayor sufrimien­to del Salvador tuvo lugar en el Jardín, cuando sangró por cada poro. Allí, la intensidad de su ofrenda se manifestó en un fenó­meno físico que derivó en un brote de sangre por cada poro. Esta secreción externa parecía ser una respuesta física al tormento sobrehumano que se lanzaba sobre él. Sin embargo, esto plantea un interrogante: «Si el Salvador sufrió en una medida idéntica o superior en la cruz, ¿por qué no se produjo una reacción física semejante sobre ese cruel madero? ¿Por qué no hubo sangrado por los poros o alguna otra forma de reacción física extrema?». Quizá la respuesta física que se produjo fue su corazón roto. De rasgarse o romperse su corazón como respuesta al tormento infi­nito, entonces el hecho de que sucediera en la cruz —y no en el jardín— quizá sugiera que la cruz puede en efecto haber consti­tuido el clímax de su sufrimiento universal.

Una expiación personal

En un momento determinado, los pecados multitudinarios de épocas innumerables se acumularon sobre el Salvador, pero su sumisión fue mucho más que una respuesta fría a las demandas de la justicia. Esta no era una Expiación anónima, fría, llevada a cabo por un ser desapegado y estoico. En realidad, fue una ofren­da fruto de un amor infinito. Se trataba de una Expiación perso­nalizada, no de una Expiación en masa. De algún modo, puede ser que los pecados de todas y cada una de las almas se hayan tenido en cuenta individualmente (y cumulativamente también); que se haya sufrido por ellos, se haya redimido por ellos, todo con un amor desconocido para el hombre. Cristo gustó «la muerte por todos» (Hebreos 2:9; énfasis añadido), lo cual puede significar «por cada persona individualmente». Una lectura de Isaías sugiere que Cristo puede habernos visualizado a cada uno mientras el sacrificio expiatorio estaba haciendo mayores estragos: «Cuando haya puesto su alma como ofrenda por la culpa, verá su linaje» (Isaías 53:10; énfasis añadido; véase también Mosíah 15:10-11). De la misma manera que el Salvador bendijo a los «niños peque­ños, uno por uno» (3 Nefi 17:21); igual que los nefitas sintieron sus heridas «uno por uno» (3 Nefi 11:15); así como él escucha nuestras oraciones una por una… Quizá él también sufrió por nosotros, uno por uno.

El presidente Heber J. Grant habló de este enfoque concreto: «No solo vino Jesús en calidad de don universal. El vino como ofrenda individual con un mensaje personal para cada uno de nosotros. Por cada uno de nosotros El murió en el calvario, y Su sangre nos salvará condicionalmente. No como naciones, comu­nidades o grupos, sino como personas».55 C. S. Lewis compartía opiniones semejantes: «El [Cristo] tiene atención infinita y de sobra para cada uno de nosotros. No tiene que tratar con noso­tros en masa. Estás tan a solas con El como si fueras el único ser que haya creado. Cuando Cristo murió, lo hizo por ti individual­mente, como si fueras el único hombre que hubiera existido en el mundo».56 El élder Merrill J. Bateman no solamente habló de la naturaleza infinita de la Expiación; también de su alcance infini­to: «La expiación del Salvador en Getsemaní y sobre la cruz es tan personal como infinita. Infinita porque abarca las eternidades; personal porque el Salvador sintió los dolores, los sufrimientos y las enfermedades de toda persona».57 Dado que el Salvador, sien­do un Dios, tiene la capacidad de pensar varias cosas a la vez, qui­zá no era imposible para el Jesús mortal contemplar cada uno de nuestros nombres y transgresiones de forma concomitante a me­dida que avanzaba la Expiación, sin sacrificar la atención perso­nal para ninguno de nosotros. Su tormento nunca tenía por qué perder su naturaleza personal. Mientras que un suplicio como ese contaba con dimensiones micro y macro, en última instancia la Expiación se ofreció por todos y cada uno de nosotros.

La visión que se le mostró a Moisés del mundo puede arro­jar luz sobre la manera en las que los dolores y las flaquezas de innumerables personas podrían ser percibidas en un periodo de tiempo relativamente breve, y puede que de manera concurren­te. Moisés vio a los numerosos habitantes de la tierra, pero las

Escrituras ponen de manifiesto que no se trató únicamente de una visión panorámica, en masa, un barrido de las multitudes de la humanidad de un nanosegundo de duración, como si se trata­ra de una película épica reproducida a la velocidad de la luz. Al contrario, en los escritos sagrados leemos lo siguiente: «no hubo una sola alma que no viese; y pudo discernirlos por el Espíritu de Dios» (Moisés 1:28; énfasis añadido; véase también Éter 3:25). Qué pensamiento tan genial, y a la vez reconfortante. Nadie, «[ni] una sola alma» fue olvidada ni desairada, ni menospreciada, en el proceso redentor. Este fue personal, concentrado, íntimo; un sacrificio y una preocupación cara a cara por ti y por mí.

¿Porqué retiró dios su espiritu?

A diferencia de la experiencia del jardín, no hubo ningún án­gel ministrante en la cruz. En cambio, parece que la luz sanadora del Padre fue retirada por completo, y en ese momento extremo, el Señor, un Dios por derecho propio, gritó las palabras inolvi­dables: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Brigham Young enseñó que, en este momento de crisis, «El Padre se retiró, retiró Su Espíritu y corrió un velo sobre él». En este instante desgarrador, el Hijo le suplicó al Padre que no lo abandonara, a lo que el Padre re­plicó: «‘No, (…) debes tener tus propias pruebas, igual que los demás’».58 El Salvador conocía ahora, en su medida máxima, lo que era estar desterrado de la presencia de Dios. Su sufrimiento por los pecados no era un ejercicio académico. Era una amarga realidad.

Esto plantea una pregunta de fondo: «¿Por qué era necesario que Dios apartara su Espíritu?». Puede que la manera de respon­der mejor a esta pregunta sea abordando otra: «¿Qué ocurre con el Espíritu de Dios cuando pecamos?». Por necesidad, el Espíritu se retira. Cuando pecamos, nuestro espíritu es alejado o sepa­rado de Dios y de su Espíritu divino. El rey Benjamín enseñó: «si transgredís (…) os separáis del Espíritu del Señor, para que no tenga cabida en vosotros» (Mosíah 2:36; véase también DyC 97:17). Cuando el Salvador asumió los pecados infinitos de mun­dos infinitos y todas las consecuencias que ellos conllevan, parece que el Espíritu de Dios se retiró de manera natural. Se trataba del cumplimiento de la ley, «lejos está Jehová de los malvados» (Proverbios 15:29). El Salvador, por supuesto, no era malvado, pero ciertamente cargó con los pecados de los inicuos. De no haberse producido esta retirada, el Salvador no podría haber co­nocido plenamente las consecuencias del pecado como las viven aquellos por los que él sufrió. Si así hubiera sido, los hombres podrían haber dicho: «él nunca entendió al cien por cien todas las ramificaciones del pecado. Es cierto que sufrió, que agonizó, pero nunca sintió la soledad, el rechazo, el distanciamiento que acompañan a la retirada de la luz de Dios». Pero eso no ocurrió.

Finalmente, la prueba del Salvador había alcanzado su punto álgido. La tormenta de culpa, remordimiento, vergüenza, humi­llación y desesperanza que acompaña al pecado pesaron sobre él con todo su peso y furia. Su alma pura y sensible, sin mácula, sin mancha, que no había conocido el pecado en absoluto, en ningún momento o lugar estaba ahora enfrentándose a un mal de proporciones colosales. El precio del mal en medida infinita se contabilizó y se pagó. Todos los sentidos de un hombre: in­telectuales, emocionales, espirituales y psicológicos (mucho más sintonizados en el alma refinada del Salvador) se vieron monopo­lizados por los efectos que siguen el mal. El último destello de la luz sanadora de Dios se retiró para dejar que los efectos del mal, desatados, siguieran su curso por completo. El Espíritu del Padre ya no podía permanecer en presencia del mal infinito, asumi­do ahora por el mismo que había encarnado la bondad infinita. En este momento, el Hijo del Hombre, profundamente solo en el sentido más pleno del término, alzó la voz en un instante de pathos insuperable: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has des­amparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Nadie podía afirmar que se le había escatimado alguna repercusión del pecado. No se amortiguó el golpe en lo más mínimo. El descendió por debajo de todo ello.

Fue una retirada del Espíritu como esta lo que sintió en menor medida el profeta José Smith cuando se perdieron las 116 páginas del manuscrito del Libro de Mormón. En esa ocasión el Señor dijo: «te mando que te arrepientas, no sea que te humille con mi omnipotencia; y que confieses tus pecados para que no sufras estos castigos de que he hablado, los cuales en muy peque­ño grado, sí, en grado mínimo probaste en la ocasión en que retiré mi Espíritu» (DyC 19:20; énfasis añadido).

Tan abrumadores eran los nubarrones de este momento que la madre de José, Lucy Mack Smith, comentaría más tarde: «Recuerdo muy bien aquel día de oscuridad, tanto interior como exterior. Para nosotros, por lo menos, los cielos parecían estar re­vestidos de tinieblas, y la tierra envuelta en desolación. A menudo me he dicho que, si un castigo continuo, tan duro como el que sentimos en aquella ocasión, se impusiera sobre los más perversos que jamás se hayan alzado sobre el escabel del Todopoderoso: de ser su castigo incluso inferior a ese, sentiría conmiseración por su estado».59

¿Cómo podemos extrapolar esa experiencia y acercarla a la del Salvador, quien no sintió «en grado más inferior», sino en grado infinito, la retirada del Padre? La verdad es que no podemos ha­cerlo.

Lo soportó solo

El élder James E. Talmage sugirió otra razón convincente para la retirada del Espíritu del Padre: «A fin de que el sacrificio com­pleto del Hijo pudiera consumarse en toda su plenitud, parece que el Padre retiró el apoyo de su Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de una victoria completa sobre las fuerzas del pecado y la muerte».60 Hubo algo en la exhausti- vidad de su sacrificio, en su profundidad, que le exigía cercenar todos los vínculos mortales y celestiales y quedar solo, totalmente solo.

Así, en los momentos finales de tinieblas cuando Dios el Padre retiró su Espíritu e incluso la naturaleza misma se lamentó, el Salvador de la humanidad sufrió el peso combinado de la cruz y la carga del jardín, y las sobrellevó ¡solo! De esta verdad, él mis­mo dio testimonio ferviente: «He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo (…). Y miré y no había quien ayudara» (Isaías 63:3, 5; véase también DyC 76:107; 88:106; 133:50).

¿No había nadie con él, nadie que pudiera socorrerle? ¿Qué pasó con sus tres apóstoles principales en el jardín? ¿No le dieron consuelo y sostén en su momento de mayor necesidad? Marcos dejó constancia escrita de esos momentos transcurridos en el jardín, y nos confirma que los apóstoles estaban muy afligidos. Evidentemente, no eran capaces de reconciliar en sus corazones que el Mesías prometido pudiera sucumbir a la muerte. Parece que, para ellos, las atribuciones mesiánicas y el martirio eran teo­logías irreconciliables. El momento de la verdad había llegado y, en términos temporales, era más de lo que eran capaces de sopor­tar. Así lo escribió Marcos:

«Y llegaron al lugar que se llama Getsemaní, el cual era un jardín; y los discípulos empezaron a afligirse en extremo, y a an­gustiarse, y a quejarse en sus corazones, preguntándose si sería este el Mesías. Y Jesús, conociendo sus corazones, les dijo, sentaos aquí mientras oro. Y llevó consigo a Pedro, y a Jacobo y a Juan, y los reprendió, diciéndoles, Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad» (TJS, Marcos 14:36-38; énfasis añadido).

Buenos como eran estos hombres, por un momento cuestiona­ron el carácter mesiánico de Jesús. En estos instantes de máxima necesidad, cuando su espíritu anhelaba apoyo mortal, aquellos en los que más había confiado, los tres apóstoles principales que más tarde dirigirían la iglesia dudaron primero y cedieron al sue­ño después. ¡Cuán punzantes deben haber sido para Pedro esas palabras de reprensión: «¿Así que no habéis podido velar conmi­go una hora?» (Mateo 26:40). El salmo mesiánico de David se estaba cumpliendo trágicamente: «La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé a quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; busqué consoladores y ninguno hallé» (Salmos 69:20; énfasis del autor).

El ocaso de Getsemaní se apagó hasta tornarse en la más oscura de las noches. Los principales sacerdotes y ancianos siguieron a Judas hasta el retiro santo del Salvador. Ahora, en ese momento, cuando la conspiración y la traición adquirieron siniestros tintes color rojo carmesí, las Escrituras revelan: «Entonces todos los dis­cípulos, dejándole, huyeron» (Mateo 26:56). Esto no fue ningu­na sorpresa para el Salvador: «He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno a lo suyo y me dejaréis solo» (Juan 16:32; véase también Marcos 14:27). La descripción que nos dejó Samuel Taylor Coleridge del viejo marino encierra re­miniscencias de la grave situación del Salvador:

Solo, solo, totalmente, solo,
¡solo en un vasto, vasto mar!
Y no hubo santo que se apiadara
de mi alma que agoniza
.61

Moroni vivió, en parte, esta nada envidiable situación de dura soledad. En sus propias palabras: «me hallo solo. Mi padre ha sido muerto en la batalla, y todos mis parientes, y no tengo ami­gos ni adonde ir» (Mormón 8:5). Moisés tuvo a Aarón y Hur para sostenerle en su momento de necesidad; para el Salvador no habría nadie. No hubo soledad como la suya: ni palabras de consuelo,62 ni brazo rodeándole los hombros, ni ángel para for­talecerlo en la cruz, y, en última instancia, ningún vestigio del Espíritu de su Padre. Él se enfrentó completamente solo frente al pecado, la muerte y todos los viles asaltos del Maligno, hasta que pudo exclamar con gloria triunfal: «¡Consumado es!» (Juan 19:30).

Entonces, el Salvador entregó su vida. Su sacrificio de dimen­siones infinitas se había completado, pero su misión todavía no había terminado. Aún no había vencido a la muerte mediante el poder de la resurrección. El élder Joseph F. Smith ayudó a enfo­car de manera adecuada estos últimos acontecimientos de la vida del Salvador: «Muchos en el mundo cristiano creen que nuestro Salvador acabó su misión cuando expiró en la cruz; y sus últimas palabras pronunciadas en la cruz, según las cita el apóstol Juan, ‘consumado es’, se emplean frecuentemente a modo de prueba de ese hecho. Esto es un error. Cristo no culminó su misión sobre la tierra hasta después de que su cuerpo fue levantado de los muer­tos (…). Además, la misión de Jesús permanecerá inconclusa hasta que redima a toda la familia humana, excepto los hijos de perdición, así como a esta tierra de la maldición que pesa sobre ella, y tanto la tierra como sus habitantes puedan presentarse ante el Padre, redimidos, santificados y gloriosos».63

¿Puede un sufrimiento infinito comprimirse en un tiempo finito?

¿Cómo pudo el Salvador, en los momentos «limitados» de Getsemaní y el Calvario, sufrir de tal manera que le fuera posi­ble redimir a los que habían sufrido durante periodos de tiempo prolongados? ¿Hay alguna manera de equiparar el tormento de Getsemaní y la cruz con el dolor y la agonía de un enfermo que ha luchado contra el cáncer durante veinte años, a la soledad de la viuda cuyo marido murió en la flor de la juventud? Las Escrituras no dan lugar a dudas en su afirmación: «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello» (DyC 122:8). La auténtica cues­tión no es si sufrió así; la pregunta es cómo lo hizo. ¿Cómo com­primió en un momento «breve» un tormento de tal magnitud para poder afirmar que había vivido todo lo que los mortales han sufrido y más? Los siguientes pensamientos no se ofrece como certezas doctrinales, sino como posibles explicaciones.

En primer lugar, en el contexto de la Expiación quizá el tiem­po es inmaterial o, como mínimo, de una menor importancia. Con nuestras mentes finitas traducimos toda acción en tiempo, pero Alma enseñó: «solo para los hombres está medido el tiem­po» (Alma 40:8). Para Dios pareciera que no hay pasado, presen­te ni futuro; más bien, «todas las cosas (…) están presentes ante [los ojos de Dios]» (DyC 38:2; véase también DyC 130:7). Él no vive momento a momento, ni día a día. No lleva reloj ni consul­ta calendarios, porque «todo es como un día para Dios» (Alma 40:8). Dado que Dios sabe todas las cosas, el futuro es tan real como el presente. No existe línea divisoria entre el ahora y el en­tonces. José Smith observó que «lo pasado, lo presente y lo futuro fueron y son, para El, un eterno ‘Hoy’».64 C. S. Lewis manifestó una opinión similar:

«Dios, eso creo, no vive en serie temporal alguna. Su vida no es un goteo de momentos como la nuestra (…). Todos los días son ‘Ahora’ para El. No te recuerda haciendo cosas ayer; El senci­llamente te ve haciéndolas, porque, si bien para ti el ayer está per­dido, para El no lo está. El no ‘vaticina’ tus acciones de mañana; simplemente te ve llevándolas a cabo; y esto es así porque, si bien mañana no ha llegado todavía para ti, para El sí lo ha hecho».65

Moroni pudo apreciar una pequeña muestra de la atempora- lidad cuando miró al futuro distante y notó: «He aquí, os ha­blo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no lo estáis» (Mormón 8:35). Quizá el Salvador tuvo una sensación similar de atemporalidad cuando tomó sobre sí nuestros pecados. En este contexto, palabras como «breve» o «ampliado» carecerían de sentido. Por consiguiente, puede ser que el dolor inmenso sobre­llevado por el Salvador no pueda medirse con las restricciones temporales humanas.

En segundo lugar, todo el mundo sabe que el área de un rec­tángulo se calcula multiplicando la base por la altura. No impor­ta lo pequeña que sea la altura, el área puede mantenerse cons­tante incrementando la base proporcionalmente. ¿Podría ocurrir lo mismo con el sufrimiento? Quizá la totalidad del sufrimiento se exprese mediante una fórmula similar: Sufrimiento = intensi­dad del dolor x tiempo. De ser así, ¿podría reducirse el tiempo e incrementarse el dolor de forma inversamente proporcional de modo que fuera posible comprimir una vida de sufrimiento en un día, una hora, incluso un segundo, pero manteniendo el su­frimiento constante?

El concepto humano del dolor es de lo más limitado. Cuando alcanzamos nuestro umbral del dolor, «se activa» una válvula de escape. O perdemos el conocimiento o morimos. Por consiguien­te, no podemos conocer una intensidad de dolor que trascienda la muerte o la consciencia, ni somos capaces de concebirla.

En el caso del Salvador, no obstante, no hubo tal mecanismo de escape. El dolor continuaría intensificándose más allá de la ex­periencia o la imaginación de cualquier hombre mortal. El élder Erastus Snow sugirió que, en este momento de crisis, cuando «el fin estaba próximo, todas las debilidades de la carne, por así de­cirlo, se acumularon en él».66 El rey Benjamín nos recuerda que el Salvador sufrió «aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Si no hubiera muerte ni inconsciencia y el dolor pudiera aumentar sin límites, no parecería falto de razón suponer que el sufrimiento podría permanecer constante, incluso si el fac­tor temporal disminuyera drásticamente.

En tercer lugar, puede que el sufrimiento del Salvador no se limitó al jardín y a la cruz. Quizá una porción de su sufrimiento se encontró, no solamente en el acontecimiento desencadenante, sino que también en la espera del acto mismo. José Smith ense­ñó: «No hay castigo tan terrible como el de la incertidumbre».67 Un dolor como ese roe al acusado mientras aguarda, conteniendo el aliento, a que el jurado emita el veredicto. Un dolor como ese hace que las madres angustiadas pasen la noche en vela pregun­tándose si sus hijos están seguros en campos de batalla lejanos. Un dolor como ese es más que un dolor psicológico. Es demasia­do real. También es sufrimiento.

Si la espera es dolor, entonces en un sentido el tormento del Salvador no empezó siendo hombre, sino eones antes: en la exis­tencia premortal cuando proclamó con estas palabras: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). La espera de su Expiación des­de las épocas premortales no sustituyó la realidad asombrosa de Getsemaní y la cruz (la cual superó incluso sus expectativas tele­scópicas), pero bien es verdad que debe de haber contribuido a incrementar la magnitud del dolor que sobrellevó. En este sen­tido, su sufrimiento fue más allá de los límites del jardín y en la cruz.

En cuarto lugar, y de otra manera, el sufrimiento del Salvador es interminable y no «breve»; implica más que el jardín y la cruz, más que su vida terrenal, más que el dolor de la incertidumbre. Si Dios sufre como los padres mortales cuando sus hijos sufren, entonces, mientras se prolongue la procreación de Dios, este se­guirá sufriendo. Mientras sus creaciones tengan experiencias con el pecado, la soledad, la enfermedad, el rechazo, o cualquiera de las penas que constituyen la triste condición humana, Dios segui­rá sufriendo y derramando lágrimas. En cierta ocasión, Abigail Adams le expresó de esta manera a una de sus amistades la pro­funda devoción que sentía por su esposo, el presidente: «Cuando él está herido, yo sangro».68 De manera semejante, el Salvador continúa «sangrando» con cada herida y cada dolor. Cuando Satanás fue expulsado de la presencia de Dios, «los cielos llora­ron por él» (DyC 76:26). Cuando Enoc tuvo una visión de los habitantes de la tierra, se maravilló al ver que «el Dios del cielo miró al resto del pueblo, y lloró» (Moisés 7:28). Después de que el Salvador supo de la muerte de Lázaro y el dolor que ello les causaba a María y Marta, las Escrituras indican que «lloró Jesús» (Juan 11:35). Fue este mismo Jesús el que sintió que su «gozo [era] completo» cuando visitó a los nefitas, si bien les declaró proféticamente que «me aflijo por motivo de los de la cuarta ge­neración» a partir de ese momento (3 Nefi 27:31—32).69 Dios ha sentido y sentirá todavía nuestras debilidades porque nos ama, se regocija con nosotros y llora con nosotros. Su sufrimiento es un proceso interminable del cual la Expiación fue una parte esencial. En este sentido, el sufrimiento del Salvador continúa, por toda la eternidad. B. H. Roberts estaba plenamente de acuerdo con este concepto: «El sufrimiento de Jesucristo no fue un episodio aislado, una hora breve, ni tres años cortos: el sufrimiento de Jesucristo fue una revelación del hecho eterno de que Dios es la fuente de vida desde las eternidades, y que otorgar la vida tiene un precio para Dios igual que lo tiene para nosotros».70

Por mucho que sopesemos, analicemos o examinemos deteni­damente la cuestión, hemos de admitir que no sabemos con cer­teza cómo englobó el Salvador la gama completa de las aflicciones humanas. Quizá una revelación por venir nos lo haga saber; quizá nuestras mentes deben adquirir más cualidades infinitas antes de poder comprenderlo. En la actualidad, solamente podemos con­jeturar. Puede que un «dilema» de esta naturaleza nos recuerde los pensamientos de John Keats acerca de una urna griega de la antigüedad, a la que hace referencia en este poema, «Oda a una urna griega»:

Tú, forma silenciosa, escapas a nuestro pensamiento como la eternidad.

Y estas palabras de consuelo:

La beldad es verdad; la verdad, beldad», eso es todo lo que sabéis en la tierra, y no precisáis saber más.71

El Salvador «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). Esta es la conclusión doctrinal importante. Conocemos la consecuencia: al­gún día conoceremos los medios. Mientras tanto, no precisamos saber nada más.

¿Sabía el salvador de antemano el intenso sufrimiento por el que pasaría?

¿Se le previno con antelación al Salvador acerca de Getsemaní y el Calvario? ¿Podría haber ejercido plenamente su albedrío si se le hubiera llevado al jardín y a la cruz a ciegas o con infor­mación insuficiente? ¿Puede haber mérito o censura en toda su gloria o infamia, respectivamente, cuando uno actúa con infor­mación parcial? La respuesta a estas preguntas debería ser eviden­te. Ningún principio en el reino celestial es más sagrado que el principio del albedrío. Es la piedra angular del gobierno del cielo y de la tierra. Sin decisiones tomadas con conocimiento de causa, el albedrío sería una burla. El Salvador estaba informado y tenía el conocimiento necesario de su prueba inminente.

Pero, ¿cómo lo sabía? Quizá su mente muy superior conocía todo lo pasado, presente y futuro, incluso aquello que jamás ha­bía vivido con anterioridad. O puede que el Padre le revelara lo que necesitaba saber: enseñanza, instrucción y preparación para que el Salvador pasara por la prueba divina.72 Sea cual sea el mé­todo empleado a fin de preparar al Salvador para sus momentos en Getsemaní y la cruz, una cuestión resulta clara: su sumisión se fundamentaba en el conocimiento, no en la ignorancia. «Cuando acudió a Getsemaní», declaró el élder McConkie, «lo hizo con una conciencia total de lo que le esperaba».73 El élder Vaughn J. Featherstone expresó un punto de vista similar: «Nuestro Señor invocó todos los poderes de Su Divinidad y Su fortaleza mortal y física con una comprensión absoluta y sin cortapisas de lo que iba a suceder en aquellos momentos breves. Estaba preparado para aquella noche».74 No cabe duda de que el Salvador supo intelec­tualmente todo lo que se podía saber de antemano sobre el acon­tecimiento; nada estaba oculto ni era desconocido. En la última cena él dejó claro que estaba al tanto de su destino inminente: «En gran manera he deseado comer con vosotros esta Pascua an­tes que yo padezca» (Lucas 22:15; énfasis añadido). Otra versión reza: «sabiendo Jesús que su hora había llegado» (Juanl3:l; énfa­sis añadido). Juan añade que «Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder» (Juan 18:4). El Salvador llegó al altar del sacrificio con una comprensión intelectual completa de lo que le esperaba. Fue este conocimiento lo que le permitió seguir adelante con todo su albedrío. Así y todo, uno se pregunta si no hubo, incluso para Cristo, alguna laguna entre lo que sabía y lo que pronto sabría por experiencia propia. El élder Neal A. Maxwell enseñó: «Jesús supo cognitivamente lo que debía hacer, pero no por experiencia. Nunca había vivido en carne propia el intenso y riguroso proceso de la Expiación. ¡Así, cuando la agonía alcanzó su plenitud, fue mucho, muchísimo peor de lo que Él, incluso dotado de un inte­lecto único, podría haber imaginado!».75

El grito que brotó del alma del Señor: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34) no era una pre­gunta retórica; era el ruego apremiante de un ser divino que, so­metido a un dolor insondable, buscaba respuestas y solaz en su momento de necesidad. A todo hombre le llega ese momento en que, pese a su agudo intelecto, ha de confiar en la fe y solo en la fe. Abraham lo vivió él mismo cuando desenvainó el cuchillo en el monte Moriah; Moisés lo sintió cuando marchaba en direc­ción al Mar Rojo. En ninguno de estos casos existía otra solución obvia al alcance de la mano que la obediencia; todas las demás opciones barajadas por el raciocinio humano se habían agotado. Solamente restaba aferrarse a la fe, la fe más pura.

Ahora el Salvador había llegado a un momento como ese, con el Padre apartado de él y solo en la cruz. ¿Por qué se le había abandonado? ¿No era el Cordero elegido? El Salvador sabía con antelación de momento esclarecedor, en que estaría solo, ya que los profetas así lo habían dicho (Salmos 22:1; 69:20; Isaías 63:3); sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, quizá fue mu­chísimo más intenso en realidad que en la mera contemplación, de modo que su mente no pudo concebir el horrendo trauma físico, emocional y espiritual que se abalanzaba sobre él. Era una experiencia imposible de concebir intelectualmente. Y otro tanto sucede con el amor. Podemos leer ampliamente sobre el tema, pero la experiencia propia siempre será muy superior. Y quizá sea eso lo que le sucedió al Salvador en el momento de la Expiación. En este instante de crisis fue la fe, no la omnisciencia, lo que le sostuvo.

Una vez más, el Señor probó que es el gran ejemplo a seguir. No solo conoció la totalidad de la tentación mortal, no solo co­noció el dolor y las debilidades del hombre, no solo conoció las consecuencias de todo pecado; también conoció lo que significa que se le arrebate a uno todo vestigio de la razón y que todo lo que quede sea la fe, y solo la fe, para seguir adelante. Todo lo que poseía intelectualmente fue un porqué sin respuesta, pero lo que tenía espiritualmente era fe, y con esa fe siguió adelante y descen­dió por debajo de todo.

Cuando el Salvador pidió que se apartara la copa, demostró su comprensión de la situación. Él sabía intelectualmente lo que contenía esa copa, o no habría implorado tal cosa. Tanto la alter­nativa como el poder de retirarse, de apartarse, o de abandonar la prueba en cualquiera de sus fases estuvieron a su alcance. ¡La última pulla de Satanás: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40), no fue una sugerencia vacía, sino un pun­zante recordatorio de que tenía la posibilidad de hacerlo!

En el sentido pleno del término, la suya fue una decisión cons­ciente y deliberada. Sabía todo lo que era posible conocer (o lo que su Padre deseaba que supiera) con antelación al tormento infinito que pronto sería exclusivamente suyo. Sus ojos estaban abiertos de par en par cuando lanzó la oferta más amorosa de la historia: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27).

No hay duda al respecto: el sufrimiento del Salvador fue infi­nito. El lo soportó todo: con conocimiento de causa, por volun­tad propia y por amor.

Infinita en amor →


NOTAS

  1. Browning, «Prospice» en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 876; énfa­sis añadido
  2. McConkie, MortalMessiah, 3:88, nota 1.
  3. Lewis, Inspimtional Writings of C. S. Lewis, 501
  4. . Journal of Discourses, 10:114.
  5. Smith, Religious Trutbs Defined,
  6. Smith, Doctrina del Evangelio,
  7. Smith, Answers to Gospel Questions, 3:103.
  8. Madsen, «Olive Press», 58; énfasis añadido.
  9. Ibid, 60.
  10. McConkie, «Purifying Power», 9.
  11. Si bien esta conclusión parece lógica, no es una certeza escrituraria. El élder Maxwell escribió en cuanto a este mensajero celestial: «Un ángel, cuya identidad desconocemos, acudió a fortalecerle» («Enduring Well», 10; énfasis añadido).
  12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith,
  13. Nefi habló de un momento de ternura semejante. El Salvador, rodilla en tierra, oró a su Padre por los nefitas supervivientes de la destrucción. Las palabras pronunciadas atravesaron los corazones y los llenó por completo. Hay que releer la narración para percibir la emoción y el gozo abrumado­res que sintieron los presentes. Nefi observó: «las cosas que oró no se pue­den escribir (…) ni el oído ha escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos que Jesús habló al Padre; y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar» (3 Nefi 17:15-17).
  14. Madsen, «Olive Press», 61.
  15. Phillips Brooks, «Oh, pueblecito de Belén», Himnos, núm. 129.
  16. Taylor, Mediation and Atonement, 149—50.
  17. Ibid, 152.
  18. Ibid, 152.
  19. Aunque el contexto de este pasaje hay que encontrarlo en los «últimos días», se ha insertado aquí porque la verdad que enseña parece tener una doble aplicación en lo que la Expiación se refiere.
  20. Taylor, Mediation and Atonement, 151; énfasis añadido.
  21. Farrar, Life of Christ,
  22. Ibid, 579.
  23. Ibid, 577.
  24. Taylor, Mediation and Atonement, 148-49.
  25. Whitney, Baptism,
  26. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
  27. Cecil Francés Alexander, «En un lejano cerro fue», Himnos, núm. 119.
  28. Smith, Doctrinas de salvación, 1:125—26.
  29. Whitney, Saturday Night Thoughts,
  30. Tennyson, «The Charge of the Light Brigade», en Harvard Classics, 42:1006.
  31. Talmage, Jesús el Cristo,
  32. Smith, Lectures on Faith,
  33. Millay, «Renascence», en Cook, Famous Poems, 175—76.
  34. Faust, «Supernal Gift», 13.
  35. McConkie, «Purifying Power», 9.
  36. Clark, Conference Report, octubre de 1955, 24.
  37. Maxwell, «Enduring Well», 10.
  38. Snow, «Murió, el redentor murió», Himnos, núm. 114.
  39. , Doctrinas de salvación, 1:124.
  40. McConkie, MortalMessiah, 4:127—28.
  41. Conference Report, octubre de 1953, 35; énfasis añadido.
  42. Whitney, Saturday Night Thoughts,
  43. Madsen, Christ and the Inner Life, 4.
  44. Featherstone, Disciple of Christ,
  45. Talmage, Jesús el Cristo,
  46. McConkie, «Seven Christs», 33.
  47. McConkie, Mortal Messiah, 4:232, nota 22.
  48. , 225; énfasis añadido.
  49. Farrar, Life of Christ,
  50. Milton, Paradise Lost,
  51. Ibid, 100.
  52. Talmage, Jesús el Cristo, 703-4, nota 8; énfasis añadido.
  53. , 704, nota 8.
  54. Kipling, «Recessional», en Untermeyer, Treasury of Great Poems,
  55. Grant, «Marvelous Growth», 697.
  56. Lewis, Quotable Lewis,
  57. Bateman, «El poder de sanar».
  58. Journal of Discourses, 3:206.
  59. Smith, History of Joseph Smith,
  60. Talmage, Jesús el Cristo,
  61. Coleridge, «The Rime of the Ancient Mariner», en Untermeyer, Treasury of Great Poems,
  62. Hay que matizarlo con el grado en que las tres Marías y Juan el Amado pueden haber aportado consuelo con su sola presencia cuando «estaban junto a la cruz» (Juan 19:25), sin olvidar la bendición de contar con «muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole» (Mateo 27:55).
  63. Journal of Discourses, 23:173, 175.
  64. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith,
  65. Lewis, Inspirational Writings of S. Lewis, 475—77.
  66. Journal of Discourses, 7:357.
  67. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith,
  68. Bennett, Our SacredHonor,
  69. Puede que en esta cuestión el Salvador fuera como los tres nefitas, quienes «no [padecieron] dolor ni pesar, sino por los pecados del mundo» (3 Nefi 28:38; véase también 4 Nefi 1:44).
  70. Roberts, The Seventys Course in Theology, 158-59.
  71. En Cook, Famous Poems,
  72. El apóstol Juan se refirió a esta última posibilidad: «Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace» (Juan 5:20; énfasis aña­dido). El élder McConkie cita este pasaje y a continuación parafrasea las palabras de Jesús de la siguiente manera: «He visto en una visión todas las obras de mi Padre; he visto lo que hizo en épocas pretéritas; también lo que hace ahora; y me ha manifestado sus obras futuras, incluso todas las cosas que él hace’» (Mortal Messiah, 2:71). Joseph Fielding Smith com­parte una opinión similar: «La declaración del Señor de que no podía hacer sino lo que había visto hacer al Padre, significa sencillamente que a El le fue revelado lo que el Padre había hecho» (Doctrinas de salvación, 1:30; énfasis añadido). De esa manera puede el Salvador haber sabido de la naturaleza del sacrificio que estaba contemplando.
  73. McConkie, Mortal Messiah, 4:126; énfasis añadido.
  74. Featherstone, Disciple of Christ,
  75. Maxwell, «Willing to Submit», 72-73.
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