Por el sendero de la inmortalidad y la Vida Eterna

Por el sendero de la inmortalidad y la Vida Eterna

Por J. Rubén Clark Jr.

(Una serie de discursos del Presidente Clark de la Primera Presidencia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, difundidos por la Estación Radiodifusora KSL desde el Tabernáculo Mormón en Salt Lake City, Edo de Utah, U.S.A.)

Número 1, 11 de enero de 1948.

Estimables Radio Oyentes:

Se me ha asignado dar por radio una serie de breves conferencias con el título general “Por el Sendero de la Inmortalidad y la Vida Eterna”, pues Dios declaró al gran Legislador: “Porque he aquí ésta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” (Moisés 1:39)

La brevedad de cada conferencia no permitirá extender el tema por medio de discusiones. Por lo general, expondremos principios, y llegaremos a conclusiones, dejando a nuestros oyentes la tarea de suplir razonamientos.

Acaba de terminar la época anual que se ha apartado para recordar el nacimiento de nuestro Señor. Observada debidamente, nos ocasionó aquellas reflexiones que proceden del conocimiento de que él, cuyo nacimiento conmemoramos, nos impartió el don de la vida en cuerpos resucitados para las eternidades.

Durante la época mencionada, hemos meditado repetidas veces nuestras propias vidas, de las cuales él es el camino y la luz. Volviendo a asuntos serios por medio de estas reflexiones, sentimos que nos habíamos desviado un poco. Nos acordamos de las palabras de Cristo a sus discípulos: “Entrad por la puerta estrecha, porque estrecha es la puerta, y angosto es el camino que conduce a la vida, y pocos son los que lo encuentran; pero ancha es la puerta, y espacioso es el camino que conduce a la muerte, y hay muchos que caminan por él, hasta que llegue la noche, en la que nadie puede trabajar.” (3Nefi 27:33).

Enterados de nuestra incapacidad para vencer las debilidades de la carne, humillados por el sentimiento de nuestra propia rebeldía, sin embargo animados por el espíritu de justicia que ilumina a toda alma que no se ha sumergido por completo en el pecado, hemos solicitado ayuda, con corazones quebrantados y espíritus contritos, de aquella fuente última de todo socorro, nuestro Padre Ce­lestial. Y Él nos ha bendecido trayen­do a nuestra memoria aquella glo­riosa y soberana fórmula que se nos ha revelado por medio de Santiago, la fórmula que abrió la puerta para que entrara ésta, la Ultima Dispen­sación del Cumplimiento de los Tiem­pos:

“Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será dada.” (Santia­go 1:5).

Recordando esto, nos consolamos, pues esta elevada promesa no es pa­ra la minoría, ni únicamente para aquellos de altas estaciones, sino pa­ra cada uno de nosotros, eminentes y humildes, ricos y pobres, que vivimos sobre el estrado de los pies de Dios— universal, sin restricción— para vos­otros y para mí, para nuestro prójimo y su semejante y para nuestros ama­dos que se hallan lejos. Dios dará abundantemente a cada uno y todos los que debidamente vengan a él y a la Iglesia establecida de su Hijo. Me­ditando esto, nació el gozo en nues­tros corazones, pues aquí había una gran esperanza.

Pero entonces nos acordamos de las siguientes palabras de Santiago que nos enseñan cómo podremos es­tar seguros de recibir la sabiduría prometida:

«Pero pida en fe, no dudando na­da: Porque el que duda es semejante a la onda de la mar, que es movida del viento, y echada de una parte a otra. No piense pues el tal hombre que recibirá ninguna cosa del Señor.» (Santiago 1:6, 7)

Pensativos, casi dudando, nos he­mos preguntado si tenemos la fe ne­cesaria para lograr la sabiduría que buscamos. Nos acordamos de las pa­labras de Pablo a los Hebreos con­cernientes a la fe y las grandes obras que se han realizado en todas las eda­des por medio de esta fuerza que to­do lo puede, aun desde los días pri­meros, cuando “por la fe. . . han sido compuestos los siglos por la palabra de Dios.” (Hebreos 11:3)

Nos pareció que carecíamos de esa fe que efectuó las grandes maravillas que relata Pablo, sin embargo nos acordamos de que la fe es un don de Dios, y que Jesús, al hablar a las multitudes sobre el monte, dijo: “Pe­did, y se os dará; buscad, y hallaréis, llamad, y os será abierto.” (Mateo 7: 7; Lucas 11:9).

Entonces penetró en nosotros la eter­na verdad de que el Señor siempre está listo para ayudar; que toda ayu­da espiritual viene de Él; que siem­pre podríamos recibir esto si acudía­mos a El de tal manera que pudiéra­mos recibir sus bendiciones. Sabía­mos que tenía bendiciones sin núme­ro para conferir a cada uno de sus hi­jos, si éstos tan sólo conformaban sus vidas y sus espíritus con los de Él, a fin de que pudieran recibir sus dones, y que nos es posible conformar nues­tras vidas y espíritus con los de El si guardamos sus mandamientos.

Este recuerdo nos trajo a la me­moria su gran promesa:

“Yo, el Señor estoy obligado cuan­do hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna pro­mesa tenéis.” (Doc. y Con. 82:10).

Así pues, de esta época de nuevo hemos recogido en nuestros corazo­nes la convicción solemne de que en nuestro desvío, aun en nuestras trans­gresiones, podríamos recibir ayuda, la ayuda de sabiduría para vencer— uno de los dones más preciosos de Dios— si tan sólo solicitábamos de El con fe la sabiduría para hacer frente a nuestras pruebas y tribula­ciones, y además, que así como pro­metió a la multitud sobre el monte, si pedíamos, recibiríamos, y si lla­mábamos, nos sería abierto. Esta so­berana fórmula nos brinda ayuda y paz en la actualidad como lo hizo hace dos mil años. Los cielos tan abiertos están hoy como en los días de Pedro, Santiago, Juan y Pablo y todos los demás apóstoles antiguos, potentes en la fuerza del Espíritu Santo. Dios aún contesta las oracio­nes de los justos, todavía revela su in­tención y voluntad a la Iglesia esta­blecida de Su Hijo.

Os testifico que estas cosas son verdaderas.

Que con todo gozo, con humildad, busquemos su sabiduría por el sende­ro de la inmortalidad y la vida eter­na, humildemente pido en el nombre del Hijo, Amén.

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