Dios Inmutable Eterno

Por el sendero de la Inmortalidad y la Vida Eterna

Dios Inmutable Eterno

Por J. Rubén Clark Jr.

(Número 3  de una serie de conferencias por el hermano J. Rubén Clark, hijo, primer consejero en la Presidencia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. 25 de enero de 1948).

Estimable Radio Auditorio:

La semana pasada discutimos el asunto que para entrar en el reino de Dios, los hombres deben retirar el orgullo y el egoísmo de sus corazo­nes y volverse como niños pequeños. Esta noche hablaremos del tema de que las escrituras declaran que el Padre y el Hijo son “los mismos ayer, hoy y para siempre”.

Cada uno de dos hijos de Dios que hace aquí en esta tierra, desde el sal­vaje más ignorante hasta el profesor más erudito, si se halla libre de la in­credulidad, tiene en su corazón una creencia en un Ser Supremo, un Dios. El concepto de esta divinidad que el salvaje tiene será diferente del concep­to del profesor, pero básicamente sus conceptos concuerdan en la omnipo­tencia, omnisciencia y omnipresencia de esa divinidad, sea un dios o un grupo de dioses. Lo que todo hombre posee mediante esa facultad univer­sal, instintiva que proviene de la existencia terrenal, podemos suponer ser verdad. Algunos de nosotros so­mos bendecidos no solamente con di­cha facultad sino con un conocimiento espiritual (1 Cor. 2:11 en adelante) que es más seguro que el conocimien­to perceptible del cuerpo.

Así pues, en las conferencias que seguirán, asentaremos por cierto, sin dudas o incertidumbre, el hecho de que Dios existe y vive; que es omni­potente, omnisciente y, mediante su espíritu y agencias, omnipresente. Por consiguiente, todo es posible para Dios. (Marcos 14:36) No puede tener límites. Además, las vías de Dios no son las vías del hombre (Jacob 4:6 en adelante); de hecho, “inescruta­bles (son) sus caminos” (Romanos 11:33) pues Dios es infinito, el hom­bre finito. Ocasiones hay en que su espíritu ilumina el entendimiento del hombre, y éste puede por un corto tiempo ver en visión la eternidad y sus creaciones. (Moisés 1) Estas vi­siones vienen cuando el Señor tiene algún objeto especial que realizar o cierta bendición particular que con­ferir.

Dios es nuestro Padre. Nosotros so­mos sus hijos. El nos creó a nosotros; nosotros no lo creamos a él.

No existe mayor herejía, o cosa que más destruya la fe cristiana, sino cuando el hombre hace su propio dios, el que cambia con los tiempos y con el desarrollo cultural e intelec­tual que posee el hombre que lo está creando.

Esta herejía sirve de base a todas las doctrinas fabricadas por el hom­bre como la que el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, de Moisés y del Israel de los días de Moisés y después, no es el Dios del mundo cristiano, no es el Dios de hoy; porque en la actuali­dad tenemos otro, un Dios más com­pasivo, uno de amor y misericordia. Si fuera verídica esta herejía, toda la recopilación de las escrituras que co­nocemos sería una decepción y un en­gaño, y caería por tierra, falsa y sin valor.

Juan principia su evangelio con esta gran exposición de eterna verdad:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios. Este era en el prin­cipio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas; y sin él nada de lo que es hecho, fué hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hom­bres. . . y aquel Verbo fué hecho car­ne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de ver­dad.” (Juan 1:1-4, 14)

Esto declara que tanto el Padre es Dios como el Hijo (Judas 25) ; Juan nos dice que “en el principio” estaban juntos; que el Hijo, el Verbo, hizo to­das las cosas que fueron creadas; que Padre e Hijo estuvieron juntos, antes que el Hijo fuese hecho carne (Juan 17:5); y después de resucitar el Hi­jo, ascendió a los cielos, al Padre (Juan 16:16-28). Sus discípulos pro­nunciaron esto (Marcos 16:19; Lu­cas 24:50, 51; Hechos 1:9-11); y después de la ascención de Cristo,

Esteban, “estando lleno de Espíritu Santo”, afirmó a sus verdugos: “He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hechos 7:55, 56) ; y en pode­rosa visión manifestada a los profe­tas modernos, se ha visto el Hijo a la diestra de Dios, rodeado de santos ángeles que lo sirven y lo adoran. (Doc. y Con. 76:20, 21).

Jesús repetidas veces declaró su posición como Hijo a los que se halla­ban alrededor de él (Mateo 7:21; 12:50; 16:17; 18:19; 26:29), y aun al Padre mismo en la gran súplica intercesora del Jardín, cuando dijo: “Padre, la hora es llegada; glorifica tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti.” (Juan 17:1).

El Padre mismo formalmente anun­ció al Cristo como su Hijo, al ser bau­tizado por Juan (Mateo 3:17; Marcos 1:11; Lucas 3:22) y así se lo presen­tó a Pedro, Santiago y Juan cuando ocurrió la transfiguración. (Mateo 17: 5; Marcos 9:7. Véase también III Nefi 11 y “José Smith Relata su Propia Historia”.)

El Padre y el Hijo fueron uno en todo lo que el Hijo hizo y en todo lo que enseñó. (Juan 5:17; 8:13 en ade­lante). No hubo diferencias entre ellos; no podía haberlas, porque am­bos eran infinitamente sabios.

Pablo declaró a los Hebreos; “Je­sucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos”, y añadió esta adverten­cia: “No seáis llevados de acá para allá por doctrinas diversas y extra­ñas.” (Hebreos 13:8-9. Véase también Doctrinas y Convenios 20:12, 17; 35:1; 38:1-4; 39:1; 68:6; 75: 4; 136:21).

No tiene cabida en la fe cristiana la herejía que el hombre hace su pro­pio dios, que cambia con los tiempos y con el desarrollo cultural e intelec­tual del hombre que lo está creando. Esto es del anticristo. Ni tampoco hay cabida en la fe cristiana para esa otra herejía que el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, de Moisés y del Israel de los días de Moisés y después, no es el Dios del mundo cristiano, no es el Dios de hoy. Estas herejías condena­rán a todo el que las acepta.

Las escrituras dicen una cosa, que Dios el Padre y su Unigénito, Jesu­cristo, son los mismos ayer, hoy y pa­ra siempre, de eternidad en eterni­dad, inmutables. (Doc. y Con. 20:12­17).

Que este testimonio tan necesario venga a todos los que siguen el sen­dero de la inmortalidad y la vida eterna, pido en el nombre del Hijo. Amén.

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