Lo que toda alma pregunta

Por el sendero de la Inmortalidad y la Vida Eterna

Lo que toda alma pregunta

Por J. Rubén Clark Jr.

(Una serie de discursos del Presidente Clark de la Primera Presidencia de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, difundidos por la Estación Radiodifusora KSL desde el Tabernáculo Mormón en Salt Lake City, Edo de Utah, U.S.A.)

Número 6, (15 de febrero de 1948).

Estimable Radio Auditorio:

No hay hombre tan muerto en cuanto a la fase espiritual de la vida que alguna ocasión, en un momento de reflexión, no se haya preguntado: “¿De dónde vine? ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? A base de es­tas preguntas, se ha dicho a sí mis­mo: Si supiese estas cosas, podría orientar mi vida hacia cosas mejores.

Dios ha puesto en el corazón de todo hombre una chispa divina que jamás se extingue. Podrá perder su fuerza, podrá quedar oculta, casi aho­gada por las cenizas de la transgresión, pero la chispa aún vive y por la fe puede alzar llama, si se toca el corazón. Esto es verdad respecto de todos, exceptuando aquellos que co­meten el pecado imperdonable, y po­cos son los que pueden hacer esto, porque para realizarlo se requiere mayor conocimiento espiritual del que es concedido a la mayoría de los hombres.

En el fondo de todas estas pregun­tas se halla la más profunda: ¿Existe un propósito en nuestras vidas mor­tales? ¿Estamos aquí en la tierra por casualidad, sin haber existido antes de nuestro nacimiento, con una existencia sin objeto aquí y un vacío, una noche interminable de olvido, después de la muerte?

Toda fibra del ser del hombre nor­mal repudia tal existencia sin objeto. El hombre en cualquier grado del desarrollo intelectual, desde el sal­vaje de las selvas al más sabio y erudito trabajador del laboratorio, se ha rebelado contra tal destino durante toda la historia, y Dios lo ha apoya­do en su rebelión, revelándole me­diante las Sagradas Escrituras cuan­tos de los grandes propósitos funda­mentales de la vida la mente finita del hombre es capaz de comprender.

Hay ocasiones en que los hombres se dejan llevar tanto de su propia erudición mediante los sentidos, su co­nocimiento sensorio, que no tan sola­mente se han rehusado a reconocer el conocimiento del espíritu, sino que se han mofado y burlado de que hay tal cosa.

Pero la duda y la desconfianza no destruyen la verdad, sino que vive y por fin triunfa.

¿De dónde vinimos? ¿Tuvimos una vida preexistente?

En contestación, recurrimos prime­ramente al ejemplo, el modelo del Autor de la Salud (Heb. 2:10), el Príncipe de los Reyes de la Tierra (Apoc. 1:5), el Unigénito (Heb. 11: 17)’. ¿De dónde era él?

Si no tuviésemos más sobre esto que las palabras de Juan el amado, no abrigaríamos la menor duda. Inicia su himno de alabanza y reverente homenaje con que se principia su evangelio, de esta manera:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”…

De modo que Dios el Padre y Dios el Hijo estaban juntos “en el princi­pio”, y este principio fue aún antes que el mundo fuese creado, porque por el Verbo “todas las cosas fueron hechas; y sin él nada de lo que es hecho, fue hecho.” (Juan 1:1-3, 1 Juan 1:1-2; 2:14; Moisés 1:32-33; 3: 4 en adelante; Abrahán 4; Doc. y Con. 93:7 en adelante, 21).

En su primera epístola, Juan decla­ró: “Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo” (1 Juan 4:9), y con esto testificó otra vez que el Hijo estaba con el Padre antes de venir a la tie­rra, y que el Verbo hizo el mundo mucho antes que descendiera a él. En las grandes visiones que recibió en la Isla de Patmos, Juan afirmó: “He aquí dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios” (Apoc. 3:14), y Pablo dijo a los Colosenses que Cris­to era “el Primogénito de toda cria­tura.” (Col. 1:15) Estas palabras dan testimonio de que Cristo estaba con el Padre en el principio, la primera creación de todas.

Pero el Salvador dió su propio tes­timonio de que había gozado de una larga asociación con el Padre antes de revestirse de mortalidad.

Asistiendo a la segunda Pascua de su ministerio, y discutiendo en el templo con los judíos que querían matarlo, Jesús afirmó:

“No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que viere hacer al Padre: porque todo lo que él hace, esto también hace el Hijo juntamen­te.” (Juan 5:19).

Más tarde, hablando a los fariseos en otra parte del templo, Jesús dijo:

“Lo que he oído de él, esto hablo en el mundo. . . nada hago de mí mismo; mas como el Padre me enseñé, esto hablo.” (Juan 8:26,28).

Enseñando en el templo, se expre­só así a los tímidos creyentes en él de entre los príncipes de los fariseos: “Porque yo no he hablado de mí mismo: mas el Padre que me envió, él me dió un mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna; así que, lo que yo hablo, como el Padre me lo ha dicho, así ha­blo.” (Juan 12:49-50). Y después de esto Jesús dijo: “Porque todas las co­sas que oí de mi Padre, os he hecho notorias.” (Juan 15:15).

Todo esto indica una larga e ínti­ma relación con el Padre, no durante los cuantos años que vivió en el es­tado mortal, restringido por las liga­duras de la carne, sino una asociación en las eternidades desde antes del principio de la tierra.

Pero repetidas veces Jesús mismo declaró su existencia previa con el Padre.

Predicando a aquella multitud, a la cual había dado de comer, y que después lo había seguido hasta el otro lado del mar, exclamó:

“¿Pues, qué, si viereis al Hijo del Hombre que sube donde estaba pri­mero?” (Juan 6:62).

A los apóstoles que después de co­mer la Pascua lo habían acompañado al Monte de los Olivos, Jesús profeti­zando su muerte y resurrección, ha­bló, diciendo: “Un poquito, y no me veréis; y otra vez un poquito, y me veréis: “Porque yo voy al Padre. . . salí del Padre, y he venido al mundo: otra vez dejo el mundo, y voy al Pa­dre. . . yo he vencido al mundo.” (Juan 16:16, 28, 33).

En la oración intercesora, la ora­ción del gran Sumo Sacerdote, pro­ferida poco antes de cruzar el arroyo de Cedrón para entrar en Getsemaní y su agonía, Jesús así comenzó: “Padre, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo tam­bién te glorifique a ti. . . yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Aho­ra pues, Padre, glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de tí antes que el mundo fuese.” (Juan 17:1, 4, 5).

Uno no puede menos que recordar aquí las palabras que había repetido en el templo dos días antes, poco des­pués que los griegos habían venido para adorarlo, acongojado en gran manera por su crucifixión:

“Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Mas por esto he venido en esta hora. Padre, glorifica tu nombre. En­tonces vino una voz del cielo: Y lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.” (Juan 12:27-28).

Algunos de los del pueblo, oyendo la voz, creyeron que tronaba; otros creyeron que un ángel había habla­do. Como entonces, así ahora, los hom­bres no entienden las voces celestia­les que perciben. Unos oyen solamen­te los truenos del aire, las cosas na­turales de la tierra; otros creen que oyen ángeles, pero no entienden el mensaje; unos cuantos perciben las palabras, el mensaje, y obedecen, y así ganan sabiduría e inspiración. To­do esto tenemos que recorrer en nues­tro camino por el sendero de la in­mortalidad y la vida eterna.

Dejo con vosotros esta noche mi testimonio de que Jesús estuvo con el Padre desde el principio, que existió en las eternidades antes que el mun­do fuese, y que, terminada su misión mortal, volvió al Padre. Doy este tes­timonio en el nombre del Hijo. Amén.

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