“Un Niño los conducirá”
Martín C. Nalder
Tomado del Mensajero Deseret de diciembre de 1951.
Marco se incorporó de pronto. Tenía la sensación de que alguien lo estaba observando, y echando hacia atrás sus anchos hombros, se volvió rápidamente, inquiriendo antes de ver de qué se trataba —¿Qué es lo que quiere?— De pie frente a él, un pastorcillo permanecía entre confuso y asustado. Seguramente estaba pensando si debía inclinarse ante este oficial romano y dirigirse a él llamándolo “señor” o “excelencia”, cuando el soldado habló otra vez y su voz profunda y fuerte pareció brotar de las rocas que rodeaban al chiquillo, haciendo al hombre más impresionante de lo que era en realidad.
—¿Bien? Por favor, señor —comenzó a decir el muchachito, suavemente— estoy buscando una de mis ovejas que se ha perdido—.
—Es evidente que aquí no está— replicó secamente Marco. —No, señor.
El chiquillo no se movió. Permaneció mirando al suelo y retorciendo entre sus manos un extremo de la piel de animal que lo cubría.
Marco se sintió turbado y esta sensación aumentó su disgusto. Pensaba que había estado siendo observado por un sucio pastorcillo judío, que éste lo había visto tendido al sol, a la orilla del claro arroyuelo, despojado de su yelmo y su escudo, y la espada lejos del alcance de su mano. Esto, por cierto, no fomentaría la disciplina de los judíos. Aquella gente debía aprender a creer que los oficiales romanos nunca descansaban. Debían aprender a temer y obedecer a sus conquistadores.
—Bien, ¿qué esperas? —inquirió Marco de mal humor. —Estaba pensando que debe estar entre aquellas rocas de allá. —El chico señaló hacia el terreno que se extendía detrás de Marco. —Quiero decir, que mi oveja… debe andar por allí. Debe estar en un atascadero y no puede salir. —El pastorcillo observó el rostro del oficial. Esperaba un gesto de éste reaccionando ante su sugestión.
—Oh, y la hubiera visto —dijo Marco, agregando con deseos de terminar la conversación—, por otra parte no podría haber llegado hasta allí.
—No, señor —afirmó el muchacho—, pero si pudiera dar un vistazo. . .
Iba a echar a correr hacia el lugar que había señalado, pero lo detuvo la voz de Marco casi gritando un —¡No! —al tiempo que levantando su brazo lo dejaba caer cruzando la cara del chiquillo con el revés de su mano.
Violentamente cayó aquél al suelo, donde permaneció unos instantes, demasiado aturdido como para no levantarse en seguida. A pesar que todo parecía girar dentro de su cerebro, trató de mantener su mirada fija sobre el romano, pero no se levantó. Sabía que aun no le sería posible conservar su equilibrio; se sentía demasiado mareado.
Marco tampoco se movió. Permaneció como clavado en el suelo, sin apartar sus ojos del muchacho. Vió como de la comisura de sus labios partían dos hilitos de sangre que se deslizaban hacia las mejillas. También de la nariz brotó un grueso chorro, pero él pareció no darse cuenta. Observaba el rostro de Marco, y por un instante, su mirada se detuvo en el brazo del romano, que colgaba a lo largo de su cuerpo. Fué entonces cuando Marco se dió cuenta que había estado cerrando y abriendo su mano nerviosamente. Sintió el poder de los músculos de su brazo, contrayéndose, cuando los dedos de su mano se curvaron dentro de su puño. Volvió a mirar al muchachito, que no tendría mucho más de ocho años, y se sintió avergonzado de la fuerza de su sangre, pero pronto se repuso y sus sentidos le impusieron de la autoridad que representaba y sólo atinó a ordenar: —Ahora, vete de aquí —luego se volvió y caminó hacia el lugar donde yacía su espada.
Oyó que el muchachito se refrescaba el rostro con el agua fría del arroyuelo, pero no escuchó ningún otro ruido, ni señal de movimiento. Por último se volvió furiosamente, y al hacerlo oyó el triste balido de una oveja, perdida entre las rocas, detrás de él. El chico también lo oyó.
Marco permaneció rígido por un instante, luego, recogiendo sus cosas, echó a andar fuera del área rocosa. Oyó detrás de él al muchacho que trepaba ansiosamente por las rocas donde la oveja había quedado atrapada.
Marco había ya ensillado y montado sobre su caballo, y se disponía a partir, cuando vió reaparecer entre las rocas al chiquillo, que corría hacia él al tiempo que decía: —Por favor, señor, la oveja está muy trabada. Yo solo no puedo sacarla. ¿Quiere… quiere venir usted y ayudarme?
El soldado miró el rostro del chiquillo levantado hacia él, vió la sangre coagulada sobre su piel suave de niño. Hubiera querido ir, sacar la oveja y dársela, pero en cambio castigó rudamente los flancos de su caballo y cabalgó en dirección a Jerusalén.
Ni una vez, volvió su cabeza hacia atrás.
Así que Marco se aproximaba a la ciudad, los caminos se atestaban en tal forma de judíos, que se hacían intransitables. Aquella gente, llegando a la ciudad de su nacimiento, obedecía un decreto de César Augusto, para ser registrados como contribuyentes. La mayoría de ellos venían a pie, cargando sobre sus encorvadas y fatigadas espaldas, los pocos objetos de su propiedad que habían podido conservar consigo. Y en su afán por llegar a la ciudad y descansar, se apretujaban unos tras otros hasta formar una verdadera barricada humana, que se arrastraba lentamente hacia su meta.
Pero Marco estaba apurado, y apartando su caballo del camino, bordeó la masa humana y galopó hasta los muros de la ciudad, donde dejó oír su voz poderosa y autoritaria con un —Abrid paso—. Y azotando su caballo lo dirigió entre la muchedumbre, atravesó la puerta de la ciudad, penetrando en Belén, e ignorando por completo aquella pobre gente que había tropezado y caído al ser empujada en su afán de abrirse una brecha para su paso.
Se sentía de mal humor y no sabía por qué. Tal vez, pensó mientras desmontaba, era ese país deprimente, con aquellos judíos imposibles y sus igualmente repulsivas ideas religiosas. Tal vez, era porque su deseo de salir, descansar y calmar su descontento de aquel día, sólo se había concretado en la agresión de que hiciera objeto a un indefenso pastorcillo judío. Pero Marco pensó que aquél no era digno se seguir ocupando su pensamiento. En Belén y sus alrededores había cientos de esos muchachitos y eran tan numerosos que cualquiera podía alquilarlos por una ración, castigarlos y esclavizarlos sin que alguien se preocupara mucho de su suerte. Tal vez estaba malhumorado porque no podía encontrar satisfacción profunda en nada de lo que hacía. Tenía una posición envidiable y ninguna obligación hacia nadie y, sin embargo, sentía como si quisiera algo que no podía conseguir, algo que estaba más allá de su alcance. Marco era un gran luchador y siempre lo había mostrado, pero le parecía que estaba perdiendo una importante batalla entablada con la vida y no sabía qué camino seguir.
Estaba casi anocheciendo cuando dejó su despacho y trepó las escaleras que conducían hacia la parte superior de la muralla de la ciudad. Al mirar hacia abajo, pudo ver a la gente que todavía se arremolinaba en su camino hacia el portal que se encontraba a su derecha, y que a pesar de la creciente oscuridad que iba envolviéndolo todo, seguían llegando aún en gran número. Su mirada recayó en una mujer que, sobre un asno, seguía el camino hacia Belén, que corría a un costado de los muros. Desde abajo, ella también lo miró, y a la luz de una de las nuevas antorchas que colgaban cerca de la entrada, Marco observó su belleza serena. Se dió cuenta que debía estar extremadamente cansada; el hombre que conducía el animal demostraba por su andar que habían recorrido muchas millas, pero el rostro de ella no demostraba otro sentimiento que una gran calma, por la que Marco sintió envidia. Hubo un instante en que el rostro cambió su gesto calmo por el de dolor, pero cuando pasaron bajo donde él se encontraba, ella miró arriba y en la profundidad de sus ojos castaños vió Marco con más claridad aquella misma calma que había observado en su rostro.
No supo por qué, pero mientras la miraba alejarse, pensó en el pastorcillo y se preguntó si habría conseguido su ovejita. . .
Estaba haciendo bastante frío cuando Rosh regresó junto al rebaño, llevándola dulcemente entre sus brazos. Era casi demasiado grande para él, lo que dificultaba su andar, y respiraba penosamente cuando llegó hasta la lumbre que los pastores más viejos habían encendido para alejar el crudo frío del anochecer. Rosh dejó la oveja en el suelo y alargó las manos al calor de las danzarinas llamas. —¿Dónde has estado ? —preguntó uno de los hombres, rudamente. —El viejo Simón te ha estado buscando. La última vez que lo vi estaba bastante enojado.
—Se perdió una de las ovejas contestó Rosh. —Tenía que tratar de encontrarla. —Está lastimada —observó otro de los hombres— a él no le gustará nada.
—Quedó encerrada en unas rocas. Pasé un mal rato para sacarla de allí —replicó Rosh—,y no creo que se haya dañado mucho.
—Espero que no —dijo el primero—. Aquí viene el viejo Simón; ahora quisiera saber cómo te vas a arreglar para disculparte por haber dejado el rebaño tanto tiempo sin atender.
Rosh vió que un hombre bajaba la ladera opuesta de la montaña, se detenía y levantando la oveja venía a su encuentro. Mientras caminaba, la oveja balaba tristemente entre sus brazos. Tal como si estuviera llorando.
Era ya tarde cuando Marco se trasladó a sus cuarteles en Belén. Tras él quedaba la ciudad de Jerusalén atestada de gente, algunos riendo, bailando y bebiendo en las calles, mientras que otros buscaban afanosamente lugares donde pasar la noche. Le pareció extraño que no hubiera tenido deseos de unirse a la algarabía del populacho. En Roma él estaba siempre en medio del bullicio y la actividad en cualquier parte que se produjera.
Cabalgó hasta el patio que se extendía delante de la posada, desmontó y miró a su alrededor. El edificio fulguraba de luces y adentro se oían las fuertes risa de los pensionistas, que bebían abundantemente. Más allá en un rincón, se veía un pequeño grupo de personas, pero estaba demasiado oscuro para saber quiénes eran.
“¡Eh, muchacho!” La puerta de la posada so sacudió por el portazo que dice el muchachito al salir corriendo, y a la luz de la encendida tea que llevaba, Marco vió en ese instante a la judía y a su marido hablando con el posadero. Marco entregó las riendas al muchacho, ignorando las disculpas que aquél musitaba, y luego permaneció en la sombra, escuchando.
“Les repito que no hay nada” —decía el posadero—, “cada uno de los cuartos disponibles han sido ocupados por los romanos, a quienes tengo el honor de albergar en mi posada, aunque no soy digno de tal privilegio”.
Otra voz de hombre agregó algo que Marco no pudo entender, a lo que el posadero replicó: “Lo siento. Ya veo que a tu mujer le falta poco tiempo, pero, ¿qué quieres que haga? No puedo arrojar a la calle a ninguno de mis huéspedes”.
El hombre se volvió y con fastidio comenzó a andar, llevando al asno de tiro. Nunca supo por qué, pero repentinamente Marco dijo, “Pueden ocupar mi establo”. Su voz asustó al pobre posadero, que no esperaba oír voz tan poderosa saliendo de tan oscuro lugar. “Está limpio” —agregó, mientras se dirigía hacia el grupo—. “Y al menos tendrán abrigo”.
“Pero… su caballo” — interrumpió el posadero— ¿y el resto de los animales? ¿Qué haremos con ellos?” “Mi caballo, por esta vez, puede quedar con los otros en el establo grande» —contestó Marco—, “en cuanto al resto de los animales no creo que les causen mucha molestia”, dijo, dirigiéndose a la judía. “Es usted muy bondadoso”, replicó aquélla suavemente y sonriendo. Luego, súbitamente, llamó: “¡José!”, y su rostro otra vez reflejó dolor.
“Cuidad que tenga todo lo que necesite”, ordenó Marco, al tiempo que cruzaba el patio, entrando a la bulliciosa taberna en donde ni el canto de los hombres ni el silencio de su habitación donde fué a recostarse, pudieron acallar el recuerdo de aquella voz repitiendo una y otra vez: “Es usted muy bondadoso… es usted muy bondadoso. . . muy bondadoso…”
Y más tarde, sentado frente a las últimas brazas que se consumían lentamente, se dió cuenta que nadie antes le había dicho aquellas palabras.
Era raro que Rosh llorara, pero los acontecimientos de aquel día, con el corolario de la agonía física y mental que le provocó el injusto castigo que le propinara el viejo Simón, había sido demasiado para sus años infantiles como para que no los recibiera con señales de protesta. Pero aun con tan buenas razones, su orgullo juvenil le obligaba a ir donde nadie pudiera verlo, para derramar las lágrimas que parecían aplacar el dolor de los latigazos en su espalda y calmar las emociones encontradas del día. Y ahora, sintiéndose mucho mejor, se había tendido en el suelo, la cabeza sostenida entre sus manos, los ojos entornados y el aire frío de la noche suavizando su espalda.
Entonces sucedió aquello.
Rosh se dió cuenta que estaba aclarando con demasiada claridad para ser causada por la luna. Lentamente rodó sobre sí mismo y se sentó. . . Vió a un hombre, vestido de blanco, suspendido en el aire, y cuando habló su voz era profunda como la del romano, pero no fuerte y autoritaria, sino suave y penetrante: “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: Que os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor”.
Luego el cielo entero se iluminó en tal forma, que parecía de día y voces hermosas llenaron la noche, diciendo: “Gloria a Dios en lo alto, paz y buena voluntad. . .” Rosh se restregó los ojos y permaneció boquiabierto.
Marco durmió muy poco aquella noche y tuvo sueños poblados de pesadillas. Se despertó muchas veces deseando ver la luz del día a través de su ventana, pero siempre encontraba aún las sombras de la noche. Su cerebro estaba despejado y activo, y continuaba viendo en la obscuridad de su alcoba el rostro amoratado por la sangre y los ojos asustados de un muchachito y el dulce rostro y los ojos serenos de la judía. Una vez que se levantó y miró por la ventana, notó una luz alumbrando todavía en el establo y aunque pensó que sería su imaginación, le pareció que una estrella muy brillante se mantenía casi directamente sobre el lugar donde estaba el establo. Se le ocurrió a Marco que la quietud y la suavidad que reinaba en el área circundante no eran comunes y que la pequeña pero visible luz del establo, lucía muy acogedora. Sintió deseos de ir y participar de la tibieza que se filtraba de aquel lugar hacia la noche, pero en cambio continuó paseándose por su habitación, esperando que llegara la mañana.
Rosh también esperó impacientemente durante toda la noche a que el sol se levantara. Pero si las horas anteriores al amanecer se hicieron interminables, las que siguieron fueron aún peores. Los otros pastores habían estado de acuerdo en apresurarse a regresar para vigilar los rebaños, para que Rosh pudiera ir y buscar al niño Jesús, si él los reemplazaba’ a su vez mientras ellos iban. No pudo entender lo que aquellos estuvieron hablando largo rato. Quizá hayan tenido dificultad en encontrarlo, pensó. Quizá haya más de un niño en pañales y acostado en un pesebre. Quizá pasarán días antes que estuvieran de vuelta. Quizá… Su inquieto pensamiento hacía la situación cada vez más difícil.
Sin embargo, Rosh, no salió a Jerusalén hasta el atardecer y cuando lo hizo no sabía hacia dónde se dirigiría. Cuando los pastores regresaron estaban demasiado excitados para prestar atención a sus numerosas preguntas, y por fin él había echado a correr sin aguardar respuesta alguna. Pensó que si esperaba demasiado ¡el niño sería tan grande como él, antes que lo alcanzara a ver!
Cuando anocheció era un chiquillo cansado y desilusionado, vagando por las calles de Jerusalén, buscando todavía, pero sin éxito alguno. Caminaba fastidiado, por mi lugar oscuro y solitario, cuando escuchó una voz familiar y potente que le decía: “¿Qué estás haciendo por aquí?” Quedó aterrorizado, jamás lo hubiera esperado. Volviéndose rápidamente, vió al romano echado hacia atrás sobre su caballo y luciendo más amenazador que nunca. Rosh no esperó nada más para lanzarse a toda carrera y tan rápido como le permitían sus piernas, dobló la esquina más próxima e internase en un callejón, buscando un escondite. Cuando se reclinó contra un muro, para tomar aliento después de alejarse tanto como pudo, dentro de su pecho el corazón le latía tan desenfrenadamente, que colocó su mano sobre él, como para contenerlo. Retuvo el aliento cuando por la bocacalle vió cruzar el caballo de Marco. Esperó un buen rato hasta que estuvo seguro que el romano se había alejado de los alrededores, luego se sentó un minuto para descansar. Pronto, sin que se diera cuenta, sus ojos se cerraron y su agitación fué reemplazada por una respiración profunda y regular.
Cuando Marco lo encontró estaba profundamente dormido.
Ya había transcurrido parte de la noche cuando Rosh despertó. Estaba acostado en una confortable cama, entre frescas y blancas sábanas, y su espalda había sido curada y vendada. Durante breves segundos se maravilló, gozando del lujo no común de su situación, luego apartó las cobijas y levanándose se dirigió hacia la ventana; una exclamación brotó de sus labios cuando su mirada recayó en una estrella sorprendentemente brillante fulgurando justo sobre un pequeño edificio, cerca de donde él estaba. Rápidamente se cubrió con la piel de animal, que usaba como vestimenta. Había visto un establo y los establos tienen pesebres, y un pesebre debía ser el lugar donde reposaría el Cristo, y esto era lo que había estado buscando.
Se detuvo de pronto, respaldándose contra la pared. Alguien más estaba en la habitación. Permaneció completamente inmóvil, pero no escuchó ningún movimiento y entonces se arrastró para ver quién era… ¡y vió al romano!
Marco yacía dormido sobre el piso, apenas cubierto con una delgada frazada y la cabeza apoyada sobre el brazo. Rosh miró rápidamente a su alrededor, su mirada temerosa ubicó la puerta, y precipitándose hacia ella, la abrió de un tirón y corrió escaleras abajo, hacia el vestíbulo, y atravesando la puerta de la posada se hundió en la noche. No tenía sentido de la dirección en que se encontraba, pero instintivamente tomó la senda que llevaba al establo. Al llegar a la entrada miró hacia atrás para cerciorarse de que el romano no lo había seguido y luego se dió vuelta.
Fué entonces cuando vió al hombre y a la mujer. . . y al niño yaciendo en el pesebre. . .
¡Qué extrañas las ideas que cruzaron la mente del chiquillo al arrodillarse y observar al Cristo dormido! Comenzó a pensar que ahora ninguna otra cosa parecía más importante que esto. No tenía miedo; no se sentía solo en el mundo; le parecía que se había transformado en una persona afortunada. Había encontrado de pronto, algo que lo hacía sentir extremadamente rico, tanto, que su anhelo más inmediato era compartir con alguien ese tesoro que poseía. Pero en los alrededores no había nadie a no ser el romano. . .
Empezó entonces a pensar en algunas cosas que se le habían pasado desapercibidas en su terrorífica huida. El romano estaba acostado en el suelo y Rosh en la cama (un prisionero no hubiera sido tratado mejor que un soldado romano). Alguien había curado su espalda (en el caso que el romano no lo hubiera hecho, se lo debía haber ordenado a alguien). Rosh no había sido atado y la puerta estaba sin llave (no pudo haber sido un prisionero). Pero, ¿por qué el romano lo había llevado consigo? Rosh no podía entenderlo. (Yo estaba dormido en la calle; estaba solo… y él también estaba solo. . .).
Cuando Rosh regresó a la habitación, la silueta del romano se recortaba frente a la ventana, a la luz de la luna. Una terrible sensación de soledad y amargura lo había invadido, al ver que el chiquillo se había ido, porque en aquellas pocas horas Marco había aprendido algo muy importante para su vida. Cuando trajera al niño dormido hasta su casa y dulcemente restañara las heridas de su lacerada espalda, supo en qué forma necesitaba a quien cuidar, y cuánto más aún necesitaba alguien que lo cuidara también a él. Pero el chiquillo no le había dado esa oportunidad y Marco la había deseado más que ninguna otra cosa.
Parecía terriblemente oscuro y grande; Rosh apareció en la puerta y se detuvo. Marco se volvió lentamente, y al hacerlo, la luz de la luna iluminó por un momento una parte de su rostro. Aunque Rosh lo vió sólo por un instante, era tan cruel y duro como siempre había sido, y cuando habló, su voz era todavía más fría y amarga: “¿Qué es lo que quieres?”
Rosh había venido corriendo desde el establo y respiraba dificultosamente al hablar, “Por favor, señor. … ¿no quiere usted venir? Hay alguien que quisiera que usted viera. . .”
Rosh extendió su mano, pero el soldado no se movió de donde estaba. El muchacho caminó lentamente hacia él, con su mano todavía estirada y su rostro infantil levantado hacia el romano, lo miró como lo había hecho antes otra vez, sólo que ahora no había temor en su mirada.
“Por favor”, suplicó el muchacho, mientras tomaba entre las suyas la mano fuerte y ruda del soldado y echaba a andar hacia la puerta.
Los ojos del soldado estaban húmedos cuando obedientemente lo siguió fuera de la habitación.
Cuando los primeros tintes del amanecer aparecieron en el este, Marco y Rosh estaban juntos, sentados en la cuesta cercana al establo. Ambos se habían arrodillado frente al niño que descansaba en el pesebre. Rosh, porque sabía quién era el niño; Marco, porque, por alguna razón que ignoraba, silencio, contemplaban al sol que iba levantándose poco a poco. Marco fué el primero en hablar.
“Dime algo acerca de él” —dijo—, “¿quién es?” Rosh comenzó a decir en seguida, “El Hijo de Dios”, pero cuando sintió la presión de la mano de Marco sobre su hombro, pensó que era mejor repetir algo que oía a menudo en la sinagoga: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado; y el principado sobre su hombro y llamarse su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”.
Había muchas otras cosas que él hubiera querido decir, pero apenas pudo terminar esas palabras y luego quedó completamente dormido, su cabeza des¬cansando en el hombro del romano. Aunque sus últimas palabras apenas fueron un murmullo, Marco las había, entendido. El Príncipe de la Paz.
Atrajo al chiquillo hacia sí y permaneció un momento así sentado, con su brazo alrededor de aquél y protegiéndolo con su cuerpo del aire helado de la mañana. Luego lo levantó suavemente y con cuidado, tratando de no irritar la espalda dolorida del niño. Mientras se dirigía a la posada pensó que con el debido cuidado tendría fácil cura.
Al pasar frente al establo pensó en el otro niño. Eran muchas las cosas que aún no comprendía, pero la vista de aquel niño y el haber estado arrodillado al lado de un pastorcillo judío, apretando fuertemente su mano, habían cambiado al soldado romano. Mientras seguía su camino sintió el espíritu que guiaría a todos ellos si se lo permitían.
Marco era feliz, porque se sentía en paz con el mundo y consigo mismo. Y Marco sonreía. . .
FIN

























