La primera navidad en américa

La primera navidad en américa

Por élder Hal Herles
Liahona Diciembre 1954


Amigos regresemos en la imaginación a través de los años hasta un día hace casi dos mil años. Nuestro relato tendrá lugar en este hemisferio occi­dental, porque aquí es donde, en el meridiano de los tiempos, esta tierra fué poblada por una grande y poderosa raza, cuyas ciudades se extendían desde el norte hasta el sur del estrecho paso que divi­de las dos Américas.

Aquí en este verde valle yace la antigua ciudad de “ZARAHEMLA”.

Llega a la ciudad Nefita de Zarahemla un profeta cansado y rechazado, que se lla­maba Samuel. Su pro­pia gente lo había re­chazado porque era cristiano y los Nefitas- lo rechazaron porque fué Lamanita. Las gentes de esta ciudad eran muy poderosas y altivas: y por poco se habían olvidado de Dios.

Por muchos días el profeta Samuel había predicado el arrepentimien­to a los de esta ciudad, más el pueblo endureció su corazón y lo echaron fuera. Con tristeza Samuel subía una vereda solitaria y rocosa que con­ducía hacia la tierra de su propia raza.

De repente vino la voz del Señor y él alzó su triste cabeza porque oía la voz.

“Samuel, Samuel vuelve a Zarahemla y profetiza a este pueblo. No tengas miedo, porque yo pondré en tu corazón las cosas que has de decir.”

El corazón de Samuel se llenó de alegría y apurando los pasos bajó del monte por la vereda, y se dirigió hacia la ciudad que se ve a la distancia.

Lleno del Espíritu del Señor, se acercó a la ciudad, pero los guar­dias de la puerta le impedieron la entrada.

“Lejos de aquí Lamanita”, decían. “Antes de que te aprehendamos y te mandemos a la prisión.”

Teniendo siempre el deseo de llevar el mensaje que el Señor le había dado dió vueltas a la muralla, y por fin encontró un lugar y con mucho esfuerzo subió a la muralla. Y extendiendo la mano y levantando la voz profetizó al pueblo, cuanto el Señor le puso en el corazón. Asombrada la gente miró hacia arriba; les fué cosa rara ver a un Lamanita y les sor­prendió que su mensaje fué que debían arrepentirse de sus maldades y buscar al Señor. Como la gente de Zarahemla había vivido tan largo tiem­po en sus pecados, empezaron a murmurar en contra de él. Pero sus si­guientes palabras los calmaron.

“Es con este inten­to que he subido la muralla de esta ciu­dad, para que sepáis vosotros de la venida de Jesucristo, Hijo de Dios, Porque él será nacido en Jerusalén, la tierra de nuestros pa­dres, y no entre nos­otros.” “He aquí, os doy una señal: cuando hayan pasado cinco años más, he aquí, que el hijo de Dios vendrá para redimir a todos los que creerán en su nombre.

“Y, he aquí, que ésta es la señal que os doy, para que sepáis el tiempo de su veni­da; porque, he aquí, que aparecerán gran­des luces en el cielo, de tal modo que, en la noche que precederá a su venida, no habrá obscuridad, y aparecerá a los hombres como si fuese de día.

“Por lo tanto, habrá un día, y una noche, y otro día, como si todo fuera un solo y mismo día en el que no habrá habido noche; y esto os será de señal. Porque veréis la puesta y también la salida del sol; y así os aseguraréis de que habrá dos días y una noche; no obs­tante, la noche no será obscura; y ésta será la noche que precederá a su naci­miento. He aquí, que aparecerá una nue­va estrella, tal como nunca la habréis visto; la que os será también por señal. Y, he aquí, que no es esto todo, sino que aparecerán también muchas seña­les y prodigios en el cielo”.

Samuel los regañó otra vez por su amor hacia el dinero, por sus vanidades y jactancias, y les exhortó a que se arre­pientan y crean en el Señor. Algunos creyeron las palabras. Pero muchos se enojaron, porque sus corazones estaban puestos en sus riquezas, estando eno­jados de tal manera que lo apedrearon y muchos le tiraron flechas. Más el Es­píritu del Señor estaba con Samuel, de modo que no podían herirle y siguió dando sus amonestaciones. Y cuando vieron que era imposible herirle, hubo muchos que creyeron en sus palabras, de tal manera que se arrepintieron de sus pecados. Más otros clamaron a sus capitanes diciendo: “Coged y atad a ese hombre, porque está poseído del demo­nio; y, a causa del poder del diablo que está en él, no podemos herirle con nues­tras piedras ni con nuestras flechas, por lo tanto apoderaos de él, traedle, atadle y acabad con él.”

“Pero, en el momento en que iban a echarse sobre él, he aquí, que se dejó caer desde alto de la muralla, y echan­do a correr, salió de sus países hasta llegar al suyo, donde empezó a predicar y a profetizar entre su propio pueblo.

“Y, he aquí, que nunca más se volvió a oír hablar de él entre los Nefitas. . . ”

Algunos del pueblo se arrepintieron y amaron a Dios, pero la mayoría que­daron en su orgullo e iniquidad, por­que Satanás había tomado sus corazo­nes.

Pasaron los años y los inicuos se pu­sieron más perversos y los justos espe­raban con gran gozo las señales del na­cimiento de su Maestro. En el cuarto año aparecieron grandes señales y los ángeles aparecieron a muchos dándo­les las buenas nuevas de gran gozo. Sin embargo, no as arrepintieron los ini­cuos, y empezaron a ridiculizar a los que creyeron que “CRISTO” vendría. Hubo muchos que decían: “He aquí, que ha pasado el tiempo, y no se han cumpli­do las palabras de Samuel; de modo que vuestra fe y gozo concerniente a esta cosa han sido vanos.

“Y aconteció que consiguieron levan­tar una gran agitación en todo el país, y el pueblo que creía empezó a apesa­dumbrarse en extremo, temiendo que, por cualquier motivo, no llegaran a ve­rificarse estas cosas que habían sido anunciadas.

“Y aconteció, que los incrédulos fija­ron un día en el cual todos los que cre­yeran en estas cosas habrían de ser cas­tigados con la muerte, a menos que las señales que habían sido anunciadas por el profeta Samuel llegasen a verificar­se.”

Más ahora en la tierra de Zarahemla, un humilde y recto hombre llamado Nefi un siervo de Dios. Cuando vió la per­versidad de su pueblo, y acaeció, que fué de mañana muy temprano en que los incrédulos habían puesto como el día en que se iba a dar la señal.

“Y acaeció, que fué, y, postrándose sobre la tierra, clamó poderosamente a su Dios en favor de su pueblo; sí, en favor de los que iban a ser sacrificados, a causa de su fe en la tradición de sus padres.

“Y vino a suceder, que imploró al Se­ñor todo el día con toda el alma, cuan­do, he aquí, que la voz del Señor vino a él, diciéndole:

“Levanta tu cabeza y regocíjate; por­que el tiempo se acerca, y esta noche se­rá dada la señal, y mañana yo vendré al mundo para mostrar a los hombres que cumpliré todas las cosas que he anunciado por boca de mis santos pro­fetas.

“Y aconteció que las palabras que vi­nieron a Nefi se cumplieron según ha­bían sido dichas; porque he aquí, que, al ponerse el sol, no hubo obscuridad y el pueblo empezó a asombrarse de ver que no había obscuridad cuando vino la noche”.

Los inicuos habían caído a la tierra por causa del temor. Se había dado la señal, nadie podría negar ahora a los profetas, porque aunque desapareció el sol, los cielos se iluminaban de luz. Na­die durmió esa noche. Los justos pasa­ron la noche orando y dando gracias. Al amanecer el sol apareció de nuevo según su curso natural; y supieron que este fué el día en que había de nacer el niño Jesús. Y ansiosamente esperaron la noche para ver a la señal final.

A la puesta del sol, cuando la oscuri­dad cubrió los cielos, todos miraron ha­cia los cielos esperando con anticipación la grande señal del nacimiento de Cris­to Jesús.

De repente, un niño exclamó, “La Es­trella, La Estrella”. Señalando hacia los cielos con la mano rumbo al este.

Por toda la tierra de América sus ha­bitantes miraban hacia los cielos. Para ellos simbolizaba esta estrella la espe­ranza de la humanidad; la paz dé un mundo triste, porque sabía que en una tierra muy lejana, había nacido el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

En algún lugar en las llanuras de América, muy lejos de las murallas de Zarahemla, estaba de rodillas un’ La­manita de nombre Samuel. Estaba arro­dillado en la luz de esa estrella que da la luz a un pesebre en Belén. Donde un niño recién nacido descansa en los bra­zos de su Madre. Ve él una visión de prados verdes y pastores que velaban y guardaban las vigilias. Ve su temor al mirar con asombro hacia los cielos. Se llena su alma a la voz afirmativa del ángel:

“No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para to­do el pueblo: Que os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres.”

Ve a los pastores humildes guiados por la luz de la estrella y ellos entra­ron en la ciudad y detrás de estas mu­rallas. Allí en un establo se da por ter­minada su visión porque ve al Rey más grande, yaciendo en los brazos de su madre. Como reverencia los magos del este traen sus dones, oro e incienso y mirra para el niño Jesús. Más Samuel el profeta Lamanita trae un regalo más grande que todos estos. Porque con el son de los ángeles en su oídos este Lamanita pone su corazón humilde a los pies del Maestro. . .

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