El ancla para el alma

El ancla para el alma

por el élder M. Russell Ballard
del Quorum de los Doce

Los eslabones de nuestra cadena de fe —las sencillas doctrinas del evangelio— permiten que nuestra ancla personal nos mantenga firmes y seguros.

¿Han visto alguna vez a un barco grande levantar el anda? Es fasci­nante ver y escuchar cómo los grue­sos eslabones de la cadena rechinan contra el metal de la proa del barco a medida que el ancla se levanta o se baja. Si el ancla se coloca como es debido en el fondo del mar, puede sostener firme a un barco gigan­tesco, aun en aguas turbulentas.

De la misma forma que los barcos necesitan anclas para evitar ser arrastrados al mar abierto, las perso­nas necesitan anclas espirituales en su vida si desean mantenerse firmes e inamovibles para no ser arrastra­dos al mar de la tentación y el pecado. La fe en Dios y en Su Hijo, el Señor Jesucristo, es el ancla prin­cipal que debemos tener en nuestra vida para mantenernos firmes durante las épocas de turbulencias e iniquidades que parecen estar por todos lados hoy día. Para que tenga significado, sea eficaz y nos man­tenga firmes, nuestra fe debe estar centrada en Cristo, en Su vida y expiación, y en la restauración de Su evangelio sobre la tierra en los últi­mos días.

Hace poco hablé con un grupo de posibles candidatos para misioneros. Muchos de esos jóvenes y señoritas habían tomado la decisión de servir una misión regular, pero otros no estaban seguros de que aceptarían ese llamamiento. Les dije que no era necesario que esa misma noche deci­dieran si iban a ir a una misión o no; en cambio, lo que sí debían decidir era si José Smith se había arrodillado en presencia de Dios, el Padre, y de Su Hijo Jesucristo “…la mañana de un día hermoso y despejado, a prin­cipios de la primavera de 1,820…” (José Smith—Historia 1:14).

Escuchen las propias palabras de José:

“Después de apartarme al lugar que previamente había designado, mirando a mi derredor y encontrán­dome solo, me arrodillé y empecé a elevar a Dios el deseo de mi corazón. Apenas lo hube hecho, cuando súbi­tamente se apoderó de mí una fuerza que me dominó por completo, y sur­tió tan asombrosa influencia en mí, que se me trabó la lengua, de modo que no pude hablar. Una densa obs­curidad se formó alrededor de mí, y por un momento me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina.

“Mas esforzándome con todo mi aliento por pedirle a Dios que me librara del poder de este enemigo que se había apoderado de mí, y en el momento en que estaba para hun­dirme en la desesperación y entre­garme a la destrucción —no a una ruina imaginaria, sino al poder de un ser efectivo del mundo invisible que ejercía una fuerza tan asombrosa como yo nunca bahía sentido en nin­gún otro ser— precisamente en este momento de tan grande alarma vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí.

“No bien se apareció, me sentí libre del enemigo que me había suje­tado. Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten des­cripción. Uno de ellos me habló, lla­mándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (José Smith —Historia 1:15-17).

Si esto realmente le sucedió a José, entonces la pregunta de si estos posibles candidatos a misioneros deben servir una misión o si deben o no guardar fielmente los manda­mientos del Señor está de más, ¿no creen? Si alguien sabe, si realmente sabe, que nuestro Padre Celestial y Su Amado Hijo, Jesucristo, se le apa­recieron y le hablaron a José Smith, como él lo afirmó, el resultado natu­ral de ese conocimiento debería enardecer un poderoso deseo de ser­vir a Dios y a Su Santo Hijo todos los días de su vida.

No existe nada más extraordina­rio e importante en esta vida que saber que Dios, nuestro Padre Eterno, y Su Hijo, Jesucristo, han hablado nuevamente desde los cielos y han llamado profetas y apóstoles para enseñar la plenitud del evange­lio sempiterno una vez más sobre la tierra. Ese es un conocimiento glo­rioso, que cuando se obtiene, afecta completamente la vida.

Utilizo el mismo argumento para la restauración del Sacerdocio Aarónico por medio de Juan el Bautista, y la restauración del Sacerdocio de Melquisedec por intermedio de Pedro, Santiago y Juan. Enfoquemos las cosas llana­mente: o el sacerdocio de Dios se ha restaurado, o no lo ha sido. Cuando se obtiene el conocimiento de su restauración, se habrá asegurado fir­memente el anda espiritual en con­tra de las turbulencias y las tempestades de la vida.

De la misma forma, el Libro de Mormón es la palabra de Dios y otro testamento de Jesucristo, o no lo es. El hecho es así de sencillo y pro­fundo. Si el Libro de Mormón es en realidad la palabra de Dios, como yo lo testifico, entonces la pregunta de si debemos o no aplicar sus princi­pios y enseñanzas en nuestra vida está ya resuelto, ¿no es cierto?

Esa misma prueba sencilla se aplica para los profetas y apóstoles de la actualidad. El presidente Ezra Taft Benson es un profeta de Dios en todo sentido, o no lo es.

Ustedes ya saben cómo pueden saber por sí mismos si estas cosas son verdaderas porque comprenden el primer principio del evangelio. Y porque tienen un ancla de fe en el Señor Jesucristo, saben que deben orar para recibir un testimonio per­sonal. Entienden que el Espíritu Santo “…os enseñará todas las cosas, y os recordará todo…” (Juan 14:26).

Supongamos que un hermoso barco ha sido construido con los mejores materiales, ha sido reforzado y fortalecido como para enfrentar los mares más bravíos; supongamos que el ancla es del más fino acabado pero, hagamos de cuenta que por un error inexplicable, la cadena que sujeta el ancla es débil y de mala calidad. Imaginen lo que pasaría la primera vez que se bajara el ancla, o la primera vez que una ola fuerte tratara de empujar al barco anclado hacia el mar. Si uno de los eslabones de la cadena que sujeta el ancla se rompiera, ésta quedaría en el fondo del mar destinada a la herrumbre, y el barco naufragaría y posiblemente sería destruido.

La comparación que ello tiene con nuestra vida es muy simple. Los eslabones de nuestra cadena de fe y testimonio que permite que nuestra ancla personal nos mantenga segu­ros y firmes son las sencillas doctri­nas y enseñanzas del evangelio. Por ejemplo, ¿se dan cuenta del valor del eslabón del evangelio de la ora­ción personal? El agradecer a nuestro Padre Celestial nuestras bendiciones nos ayudará a permane­cer seguros. Pidan la ayuda que necesiten en su vida personal, en sus estudios, en su carrera y en sus relaciones.

¿Pueden ver que otro de los esla­bones del evangelio en su cadena es la Palabra de Sabiduría? Al vivir fiel­mente la ley de salud del Señor, ese eslabón de la cadena los ayudará a mantener su cuerpo físico fuerte “y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondi­dos” (D. y C. 89:19) que les serán de gran utilidad para tener más dedica­ción a la Iglesia.

Otro de los eslabones es la ley de diezmos. El pagar un diezmo íntegro no es cuestión de dinero, sino de fe. Ustedes pueden pagar un diezmo íntegro, no importa cuál sea la entrada que reciban, si desarrollan la fe para hacerlo. Sin ninguna duda, tal como lo prometió, el Señor “abrirá las ventanas de los cielos” para quienes obedezcan este mandamiento,

¿Y los eslabones de la honradez, la pureza moral, el servicio a los demás, la asistencia a las reuniones de la Iglesia, el estudio de las Escrituras? Y estamos citando sólo algunos. Esos eslabones de la cadena del ancla del evangelio pueden parecer elementa­les, pero sota tan importantes como el ancla misma de la fe y el testimo­nio. Recuerden, la fuerza de una cadena radica en el eslabón más débil. Debemos examinar diaria­mente nuestra cadena personal para anclar nuestra alma al evangelio y ver si hay algún eslabón débil que pueda hacernos vulnerables a la influencia del diablo.

Una forma eficaz de mantener fuertes todos los eslabones es partici­par de la Santa Cena cada semana. Como saben, la Santa Cena es una renovación y un recordatorio de los convenios que hemos hecho con el Señor. Qué gran oportunidad para meditar y reflexionar sobre la vida que hemos llevado durante la semana anterior. Hagan de la Santa Cena un momento para repasar su cadena personal del evangelio y ver si todos los eslabones están lo suficientemente fuer­tes como para llevar a cabo la tarea de anclarlos con seguri­dad a la Iglesia.

La cadena personal que ancle sus almas al evangelio será tan fuerte como ustedes deseen que lo sea. Agradezcan el principio del arrepen­timiento, el cual nos proporciona la forma de fortalecer cualquier eslabón débil que tengamos en nuestra cadena. Si tienen la seguridad de que están anclados al Señor Jesucristo, pero sienten que las pruebas de la vida son más fuertes de lo que pue­den soportar, busquen paz y fortaleza en el conocimiento de que cada día han hecho lo mejor que han podido por honrar al Señor. Recuerden que el fortalecer su testimonio es un pro­ceso que dura toda la vida. Acudan al Señor para que los fortalezca. Traten de fortalecer un eslabón a la vez hasta que sientan que están anclados con seguridad y firmeza al Evangelio de Jesucristo. □

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