Sé firme y defiende tus creencias

Liahona Agosto 1994

Sé firme y defiende tus creencias

por el élder James E. Faust
Del Quorum de los Doce Apóstoles

Mis estimados jóvenes amigos: la Iglesia a la que pertenecemos representa muchas cosas, por ejemplo, la integridad, la honradez y elevadas normas de moralidad.

Como miembros de la Iglesia, todos tenemos una per­sonalidad propia; todos tenemos nuestras creencias, ya sean fuertes o no tan fuertes, buenas o no tan buenas.

Es importante que cada uno de nosotros sea firme y defienda plena, completa y abiertamente lo que la Iglesia significa en nuestra vida.

Siento la inclinación de relatarles una experiencia que tuve y quizás la lección que yo aprendí de ella sea de valor para ustedes.

En aquel azaroso año bélico de 1942, fui reclutado en el Cuerpo de Aviación del Ejército de los Estados Unidos con el rango de soldado raso. En una noche fría, en Chanute Fieid, estado de Illinois, se me asignó la vigilancia nocturna; pasé toda esa larga noche caminando alrededor de mi puesto, temblando de frío y tratando de mantenerme despierto, y a la vez pensando y meditando. Por la mañana, había llegado a algunas conclusiones firmes.

Estaba comprometido y sabía que no podría mantener a una esposa con el salario que recibía un soldado raso; entonces sentí que tenía que llegar a ser un oficial. Uno o dos días después de aquella vigilia, llené una solicitud para la escuela de Candidatos para Oficiales. Al poco tiempo me señalaron un día para que me presentara, junto con otros candidatos, ante la junta de supervisores que se encargaba de revisar nuestras aptitudes y habilidades. Mis habilidades no eran muchas, pero ya había cursado dos años de universidad y había servido en una misión para la Iglesia en América del Sur; tenía veintidós años de edad y estaba en buen estado de salud. Con tan escasas califica­ciones, me sentía agradecido de haber podido anotar en la solicitud que había sido misionero para la Iglesia.

Las preguntas que se me hicieron ante la junta de investigación me parecieron algo extrañas; práctica­mente todas ellas tenían que ver con mi servicio misional y mis creencias: “¿Fuma?” “¿Bebe?” “¿Qué piensa de aquellas personas que fuman o beben?” No tuve ningún problema en contestar a esas preguntas.

“¿Ora?” “¿Cree usted que un oficial debe orar?” El oficial que me hizo esas preguntas era un soldado endu­recido por sus muchos años de servicio; su apariencia denotaba que no oraba con demasiada frecuencia. Yo me preguntaba: ¿Se ofendería si le contestara como verdadera­mente pienso? ¿Debo darle una respuesta que no dé lugar a controversias y simplemente decir que la oración es un asunto personal? Deseaba con todo el corazón llegar al rango de oficial a fin de no tener que ser centinela nocturno ni trabajar en la cocina, pero principalmente para que mi querida novia y yo pudiéramos casarnos.

Decidí no dar respuestas dudosas y contesté que sí oraba y que pensaba que los oficiales podrían buscar la inspiración divina tal como lo habían hecho algunos grandes generales. Agregué que, en circunstancias apro­piadas, los oficiales deberían estar preparados para con­ducir a sus hombres en todas las actividades pertinentes, incluso la de orar, si la ocasión lo requería.

Las preguntas más importantes las hicieron mis exa­minadores: “¿Está permitido en tiempos de guerra dejar de lado las normas morales?” “¿No justifican las presio­nes de la batalla que los hombres hagan cosas que no harían en circunstancias normales?”

Esta era la oportunidad para emplear respuestas ambi­guas, para dar la apariencia de que era una persona de amplio criterio. Sabía perfectamente que los hombres que me hacían esas preguntas no se apegaban a las normas que se me habían enseñado, por las que regía mi vida y había enseñado a otros. Pensé; Ahí va por la ventana la oportunidad de llegar a ser oficial. De pronto pasó por mi mente la idea de que quizás todavía podía ser fiel a mis creencias y responder que yo tenía mis propias creencias en cuanto a la moralidad, pero que no deseaba imponer mis puntos de vista en nadie más. Pero al mismo tiempo, en mi mente pude ver los rostros de tantas personas a las que les había enseñado la ley de la castidad cuando había sido misionero. Sabía perfectamente lo que las Escrituras dicen en cuanto a la fornicación y el adulterio.

No pude demorar mi respuesta un minuto más y res­pondí simplemente: “No creo que haya una norma doble en lo que respecta a la moralidad”.

Se me hicieron algunas preguntas más para poner a prueba, creo yo, el hecho de si iba a comportarme y vivir de acuerdo con lo que profesamos. Salí de aquel lugar haciéndome a la idea de que a los oficiales que habían hecho aquellas preguntas acerca de nuestras creencias no les habían gustado las respuestas que les había dado y que por cierto me darían bajas calificaciones. Unos días después, cuando se anunciaron los resultados, y para mi sorpresa, éstos decían: “95 por ciento”. ¡Estaba sorpren­didísimo! Me pusieron en el primer grupo que ingresaría a la escuela de Candidatos para Oficiales y se me ascen­dió al rango de cabo. Me gradué y me hicieron segundo je mente, me casé con mi novia “y vivimos muy felices.

Esa fue una de las decisiones más difíciles de mi vida, una de las muchas ocasiones en que he tenido que ser firme, en que he tenido que hacer una seria introspec­ción y, tal como ustedes, demostrar quién soy. No todas las experiencias de mi vida en que he tenido que ser firme y defender mis creencias han salido como he que­rido, pero siempre han fortalecido mi fe y me han ayu­dado a adaptarme a las otras ocasiones en que los resultados fueron diferentes.

Por más que queramos, no podemos ocultar lo que somos; es una luz que sale de adentro, como si fuéramos transparentes. Cuando intentamos engañar a los demás, salimos siendo nosotros los engañados.

Las personas firmes, constantes e inmutables reciben gran poder interior y fortaleza invisible y serán investidos con plenos y potentes recursos espirituales.

Doy testimonio de la sagrada obra en la que estamos embarcados; la Cabeza guiadora de esta Iglesia es nuestro Señor y Salvador, Jesucristo; El guía y dirige esta obra por medio de un profeta viviente, quien a su vez dirige las labores del reino sobre la tierra. □

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