Con la mano y con el corazón
por el presidente Thomas S. Monson
Segundo Consejero de la Primero Presidencia
El Salvador desea que lo imitemos y que utilicemos las manos para socorrer a los débiles, sanar a los enfermos, fortalecer las rodillas debilitadas y comprometer nuestro corazón en la edificación de Su reino sobre la tierra.
Tanto en las conferencias generales como en las de barrio y de estaca se le da a cada uno de los miembros el privilegio de levantar la mano derecha para sostener a los líderes de la Iglesia en los cargos a los cuales han sido llamados. La mano levantada es una exteriorización de lo que sentimos. Al levantar la mano comprometemos también nuestro corazón.
El Maestro habló con frecuencia de la mano y del corazón. Era una revelación que dio por medio del profeta José Smith en Hiram, estado de Ohio, en marzo de 1832, exhortó:
“De manera que, sé fiel; ocupa el oficio al que te he nombrado; socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas.
“Y si eres fiel hasta el fin, recibirás una corona de inmortalidad, así como la vida eterna en las mansiones que he preparado en la casa de mi Padre» (D. y C. 81:5-6).
Al reflexionar en las palabras del Señor, casi me parece percibir el ruido que producen al caminar los pies calzados con sandalias y los murmullos de asombro de la multitud, que resuenan en el sereno escenario de Capernaum. Allí, la multitud se aglomeraba alrededor de Jesús al llevarle a sus enfermos para que El los sanara. Un paralítico tomó su cama y salió caminando, y la fe de un centurión romano restauró la salud de su sirviente.
Jesús no sólo enseñó por medio del precepto, sino también por medio del ejemplo. Él fue fiel a Su misión divina y extendió la mano para que otros se elevaran basta Dios.
En Galilea se le acercó un leproso que le rogó:
“Señor, si quieres, puedes limpiarme.
“Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció” (Mateo 8:2-3).
La mano de Jesús no se contagió por haber tocado el cuerpo del leproso, sino que el cuerpo de éste quedó limpio debido a la mano santa que lo tocó.
En Capernaum, en casa de Pedro, encontramos otro ejemplo similar. La madre de la esposa de Pedro estaba acostada con fiebre; y los sagrados registros revelan que Jesús “se acercó, y la tomó de la mano y la levantó; e inmediatamente le dejó la fiebre” (Marcos 1:31).
Lo mismo pasó con la bija de Jairo, uno de los principales de la sinagoga. Todo padre puede comprender lo que sentía Jairo cuando buscó al Señor; y el relato dice que, al encontrarlo, se postró a Sus pies y le rogó, diciendo:
“Mi bija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá” (Marcos 5:23).
“Estaba hablando aún, cuando vino uno de casa del principal de la sinagoga a decirle: Tu hija ha muerto; no molestes más al Maestro.
“Oyéndolo Jesús, le respondió: No temas; cree solamente, y será salva».
Los padres lloraban; otros se lamentaban, pero Jesús les dijo:
“No lloréis; no está muerta, sino que duerme.
“Mas él, tomándola de la mano, clamó diciendo: Muchacha, levántate.
“Entonces su espíritu volvió, e inmediatamente se levantó” (Lucas 8:49-50, 52, 54-55). Nuevamente el Señor bahía extendido la mano para tomar la mano de otra persona.
Los amados Apóstoles percibieron claramente Su ejemplo. Él no vivió para que los otros le sirvieran, sino para servir a los demás; ni para recibir, sino para dar; ni para salvar Su vida, sino para darla por todos los demás.
Si la gente desea buscar la estrella que guiará su vida e influirá en su destino, debe buscarla, pero no en los cielos variables ni en las circunstancias externas, sino en lo profundo de su propio corazón y según el modelo que el Maestro estableció.
Reflexionemos por un momento en el suceso del que fue protagonista Pedro y que tuvo lugar en la puerta del templo llamada la Hermosa. Todos nos sentimos conmovidos ante los ruegos del hombre cojo de nacimiento a quien llevaban todos los días a la puerta del templo para que pidiese limosna. Cuando Pedro y Juan se acercaron también les pidió limosna, demostrando así que para él esos dos hermanos no eran diferentes de las demás personas que habían pasado por allí aquel día. Entonces Pedro, en forma majestuosa pero tierna a la vez, le dijo:
“Míranos”.
Las Escrituras dicen que el hombre cojo los miró “atento, esperando recibir de ellos algo” (Hechos 3:4-5).
Las conmovedoras palabras que Pedro pronunció han elevado el corazón de los fieles creyentes a través del tiempo, aun basta nuestros días:
“No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”.
Con frecuencia terminamos aquí la cita y pasamos inadvertidos los siguientes versículos, que dicen:
“Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento…
“…se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo” (Hechos 3:6-8).
Una mano de ayuda se había extendido; un cuerpo incapacitado se había curado; y una preciada alma había sido elevada hacia Dios.
El tiempo pasa; las circunstancias cambian y las condiciones varían, pero el mandamiento divino de socorrer al débil, levantar las manos caídas y fortalecer las rodillas debilitadas se mantiene inalterable. A todos se nos ha mandado no dudar, sino hacer la voluntad de Dios; no oprimir, sino elevar a los demás. Nuestra falta de preocupación por los demás abarca numerosos aspectos y continuamente se demuestra en formas nuevas v diferentes, como un árbol con muchas ramas al que cada primavera le brotan nuevos vástagos. Muchas veces vivimos cerca de las demás personas pero sin comunicamos realmente con ellas. Hay otras personas dentro de la esfera de nuestra influencia que, con las manos extendidas, claman: “¿No hay bálsamo en Galaad?” (Jeremías 8:22). Cada uno de nosotros debe responder a ese llamado de ayuda.
Edwin Markham dijo:
Es el desuno que nos conviene en hermanos
Porque solo no se hace el camino al andar
Todo lo que a la vida de los demás damos
A la nuestra siempre vuelve sin fallar.
(“A Creed”, en Masterpieces of Religious Verse, editada por J. D. Morrison, Nueva York: Harper, 1948, pág. 464; traducción).
El apóstol Juan escribió hace mil novecientos años: “El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3:14).
Algunas personas señalan con dedo acusador al pecador o al desdichado y con escarnio dicen: “La culpa de todo lo que le pasa la tiene él [o ella] mismo[a]”. Otros exclaman: “Nunca va a cambiar. Siempre ha sido igual”. Pero algunos ven más allá de las apariencias externas y reconocen el verdadero valor de un alma humana. Y cuando eso pasa, ocurren los milagros. Los desmoralizados, los desanimados, los desvalidos se convierten y ya no son “extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19). El amor verdadero puede modificar la vida humana y cambiar su naturaleza.
Esta verdad se presenta en forma hermosa en el escenario de un teatro durante la representación de la obra Mi bella dama. Eliza Doolittle, la florista, habla de alguien por quien ella sentía un gran afecto y quien más tarde la sacaría de esa mediocre condición: “Usted puede ver, en forma real y verdadera, que aparte de las cosas que cualquiera puede adquirir o aprender [la vestimenta y la manera de hablar, etc.], la diferencia que existe entre una dama y una pobre e ignorante joven florista no es la forma en que ella se comporta, sino en cómo se la trata. Yo siempre seré una pobre e ignorante florista para el profesor Higgins, porque él siempre me trata como si lo siguiera siendo, y siempre lo hará; pero yo sé que puedo ser una dama para usted, porque siempre me ha tratado como una dama y siempre lo hará” (traducción; véase Mi bella dama, adaptada de la ópera Pigrnalión, de George Bernard Sbaw).
Eliza Doolittle expresó sencillamente una profunda verdad: Si tratamos a las personas tan sólo como lo que son, ellas permanecerán así; pero si, por el contrario, las tratamos como si fueran lo que deberían ser, se convertirán en lo que deben ser.
En realidad, ha sido el Redentor el que mejor ha enseñado este principio. Jesús cambió a las personas; cambió su forma de actuar, de pensar y sus ambiciones; cambió su carácter, su disposición y su naturaleza; cambió su corazón. ¡El elevó! ¡Él amó! ¡Él perdonó! ¡Él redimió! ¿Estamos nosotros dispuestos a seguir Su ejemplo?
Kenyon J. Scudder, alcaide de una cárcel, cuenta la siguiente experiencia:
Un amigo de este señor se sentó un día en el vagón de un tren junto a un joven que evidentemente se sentía muy deprimido. Tras conversar un rato, el joven por fin admitió que era recluso en libertad provisional y que acababa de salir de una cárcel bastante distante. Su encarcelamiento había llevado ignominia a su familia y nadie le había visitado ni escrito muy a menudo. Él esperaba que eso se hubiese debido a la falta de recursos económicos, ya que eran demasiado pobres para hacer el viaje y poco instruidos para escribir mucho. A pesar de las evidencias, el joven esperaba que le hubieran perdonado.
Sin embargo, para facilitarles las cosas, les había escrito para pedirles que pusieran una señal para que él pudiera verla cuando el tren pasara por la pequeña granja que la familia tenía en las afueras del pueblo. Si lo habían perdonado, tenían que poner una cinta blanca atada al enorme y viejo manzano que se encontraba cerca de la vía del tren; pero si no deseaban que volviera, no tenían que hacer absolutamente nada; entonces él permanecería en el tren y seguiría su camino.
A medida que el tren se acercaba a su pueblo, la incertidumbre se iba haciendo tan intensa que casi ni podía mirar por la ventanilla. Entonces, el joven le dijo a su compañero de viaje: “En cinco minutos el conductor del tren va a hacer sonar el silbato para indicar que nos acercamos a la larga curva que termina en el valle donde está mi casa. ¿Podría por favor estar atento para ver el gran manzano que se encuentra al lado de la vía?” Intercambiaron asientos, y el otro le dijo que lo haría. Los minutos parecían horas, pero finalmente se escuchó el estridente silbato del tren. El joven entonces le preguntó: “¿Ve el árbol? ¿Tiene una cinta blanca?”
La respuesta no tardó en llegar: “Veo el árbol, pero no veo una cinta blanca, sino muchas. Hay una cinta blanca en cada una de las ramas. Muchacho, no hay duda de que alguien realmente te quiere”.
En un instante, toda la amargura que había envenenado el alma del joven desapareció. “Fue como si presenciara un milagro”, dijo el otro hombre. En verdad, había sido testigo de un milagro. Nosotros también podemos experimentar ese mismo milagro cuando, con la mano y con el corazón, al igual que el Salvador, amamos y elevamos a nuestro prójimo a una vida nueva. □


























