Padres, nunca se den por vencidos
por el élder F. Melvin Hammond
de los Setenta
Había terminado la reunión de la Iglesia cuando se me acercó un padre y me contó que su único hijo había cambiado drásticamente. Si bien antes había sido un joven obediente con un gran futuro delante de él, ahora, bajo la influencia de los amigos, se revelaba y pecaba.
Con ternura el padre recordó la juventud de su hijo; el muchacho había sido un chico callado, feliz y buen trabajador en la granja familiar. Durante toda su vida, su intención había sido honrar el sacerdocio y cumplir una misión. Para ello, fielmente había ahorrado dinero; pero ahora, junto con sus buenas intenciones, ese dinero había desaparecido arrastrado por la turbulencia de las drogas, las bebidas alcohólicas y la inmoralidad.
Los fieles padres habían tratado de hacer todo lo posible por ayudar a su extraviado hijo a volver al buen camino: le habían expresado su amor; le habían enseñado principios correctos; habían tratado, con cariño, de persuadirlo a cambiar; habían orado, rogado y buscado la ayuda de los líderes del sacerdocio; pero el muchacho, desafiante, rehusó escucharlos y obedecer. “Es mi vida”, les gritó enojado. “Con ella hago lo que quiero. Yo soy el único que sale perjudicado”. Su respuesta se asemeja mucho a la tonta actitud que asumieron algunos de los hijos de Adán y Eva, nuestros primeros padres, que enseñaron con esmero las verdades del evangelio a su progenie “[haciéndoles] saber todas las cosas a sus hijos e hijas.
“Y Satanás vino entre ellos, diciendo: Yo también soy un hijo de Dios; y les mandó, y dijo: No lo creáis; y no lo creyeron, y amaron a Satanás más que a Dios” (Moisés 5:12-13).
El perturbado y desesperado padre que se me había acercado buscando ayuda me contó que había subido a una colina arbolada y, poniéndose de rodillas, había expuesto su acongojado corazón delante de nuestro Padre Celestial, preguntándole por qué su hijo no se daba cuenta del mal que estaba causándose a sí mismo y a los demás. “¿Es que no se da cuenta de la angustia que le causa a su madre? ¿Cómo no comprende nuestro dolor?”, gimió acongojado.
“¿Qué podemos hacer?”, me preguntó mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. “¿Le parece que ya es demasiado tarde? ¿Puede todavía haber esperanza para él?”
Las palabras de un ángel, dirigidas a otro hijo rebelde, Alma, hijo, me vinieron a la mente: “He aquí, el Señor ha oído las oraciones… de su siervo Alma, que es tu padre; porque él ha orado con mucha fe en cuanto a ti, para que seas traído al conocimiento de la verdad” (Mosíah 27:14). Le aseguré al acongojado padre que se encontraba delante de mí que con seguridad sus oraciones también habían sido escuchadas y que, después que él hubiera hecho todo lo que estaba a su alcance, había ciertas cosas que debía dejar en las manos de nuestro amoroso Padre Celestial. Le recordé que para los fieles todas las cosas son en verdad posibles y que debía continuar teniendo esperanza y nunca darse por vencido.
Hablamos de otro padre, el mismo Alma que una vez fue confrontado por el ángel, y que sufrió por las iniquidades de uno de sus hijos. Alma pasó por la angustia de ver que su hijo Coriantón abandonaba su misión entre los zoramitas para ir “tras la ramera Isabel” (Alma 39:3). Esa falta moral influyó para que los zoramitas rechazaran el mensaje del evangelio, “porque al observar ellos tu conducta”, dijo Alma a su hijo, “no quisieron creer en mis palabras” (Alma 39:1 1).
Esa situación proporcionó uno de los momentos de enseñanza entre padre e hijo más grandes que jamás se hayan registrado. Alma enfocó su enseñanza en doctrinas claves sobre el arrepentimiento y exhortó a Coriantón a reconocer su pecado: “…reconoce tus faltas y la maldad que hayas cometido” (Alma 39:13). Enseñó a su hijo que “la maldad nunca fue felicidad” (Alma 41:10) y que las cosas que hacemos que formen parte de nosotros en la vida terrenal inevitablemente seguirán formando parte de nuestro carácter en la resurrección (véase Alma 41:13-15). Alma enseñó que debido a la justicia, “la ley impone el castigo” (Alma 42:22) a menos que “la misericordia reclam[e] al que se arrepiente” (Alma 42:23) por medio de la gran expiación del Salvador, Jesucristo. El profeta amonestó a su hijo a recordar la misericordia de Dios y le dijo: “…permite que esto te humille hasta el polvo” (Alma 42:30).
El Libro de Mormón parece indicar que el hijo descarriado de Alma siguió el consejo cariñoso que le dio su padre, se arrepintió y volvió al campo misional (véase Alma 42:31; 43:1-2; 49:30). Este inspirador relato de las Escrituras debería brindarles gran esperanza, como así también dirección espiritual, a todos los padres e hijos de la Iglesia.
Es importante recordar que resultados como éste no se limitan solamente a los tiempos antiguos ni a los hijos de los profetas. Al conversar con el padre del que hable al principio, le hablé acerca de un muchacho que yo conocía que había ido cayendo en un abismo que él mismo había creado para luego salir por sí mismo mediante el arrepentimiento.
Con gran sacrificio, los padres de este muchacho lo habían enviado a la universidad para adquirir una educación formal. Él fue con muy pocas aspiraciones y sin deseos de estudiar; lo que realmente deseaba era pasarlo bien. Poco después de llegar a la universidad, se vio involucrado en un caso de ratería, “simplemente para experimentar lo que se siente al hacerlo”, según dijo más tarde; peto lo capturaron y lo pusieron en libertad condicional. Sin embargo, siguió entregándose a los placeres y pronto terminó con todo el dinero que le habían dado sus padres, de manera que, desesperado, trató de robar una gran suma de dinero y fue capturado nuevamente. Pero esta vez fue enviado a la cárcel estatal.
Su obispo, al saber que yo viajaría cerca de la cárcel, me pidió que lo visitara. Yo accedí y le pedí a un miembro del sumo consejo de la estaca que me acompañara. Al llegar, luego que el enorme portón de entrada se cerró detrás de nosotros, un guardia nos registró cuidadosamente y fuimos llevados hasta un pequeño edificio de hormigón donde los presos reciben a las personas que van a visitarlos.
Yo esperaba un delincuente empedernido, alguien malo, hosco, peligroso, que inspiraba miedo; sin embargo, cuando se abrió la puerta, entró uno de los jóvenes más guapos que yo jamás había visto. Estaba pulcramente vestido, limpio, afeitado y con el cabello bien peinado. Al reconocerme, me sonrió y me dio la mano.
“Presidente, ¿que hace aquí? Usted probablemente nunca me haya visto, pero yo lo escuché hablar una vez en una conferencia de estaca”, me explicó. En seguida, preguntó con ansiedad: “¿Cómo está mi familia?»
Luego de asegurarle que sus padres estaban bien, hablamos sobre él. Acerca de cuándo quedaría libre y de cómo lo habían tratado. Parecía encontrarse de buen humor a pesar de lo triste y sombrío del lugar. Más tarde le pregunté sí él había hecho realmente, todo aquello de lo que se le acusaba.
Su respuesta fue inmediata y sin rodeos: “Sí, eso y más. Yo me merezco todo esto”, dijo, señalando con la mano todo lo que lo rodeaba.
“He perdido casi todo: el respeto a mí mismo, mis amigos, la confianza de mi familia; casi todo”. El mentón comenzó a temblarle y la angustia ensombreció su rostro; hasta que finalmente no pudo más y se echó a llorar. Su cuerpo se estremeció por los sollozos y yo lo tomé en mis brazos como lo hubiera hecho con mi propio hijo.
Cuando se calmó, continuamos nuestra conversación. Era un momento propicio para hablarle de algunos principios del evangelio y él demostró humildad y deseos de aprender. Hablamos de la fe, del arrepentimiento y de la divina misión de nuestro Salvador, Jesucristo. Le recordé al joven que Cristo había dado Su vida sin pecado en santo sacrificio, como pago por los pecados de quienes se arrepintieran y obedecieran. Durante esos momentos juntos pudimos sentir intensamente la presencia del Espíritu. Mi joven amigo se sentía contrito, lleno de esperanza y había logrado adquirir una comprensión más plena del amor de Dios.
La mañana que fue puesto en libertad, sus padres, con los brazos abiertos, le dieron la bienvenida a una nueva vida. Me fueron a ver a mi casa. El joven se veía arrepentido y dispuesto a comenzar de nuevo; expresó el gran amor que sentía por el Salvador y el agradecimiento por la oportunidad de progresar por medio de las bendiciones que la Iglesia ofrece. Yo le aseguré que sentía gran respeto, confianza y amor por él.
Por varios años recibí algunas llamadas telefónicas del joven contándome el progreso que iba logrando. Le iba bien, tenía todavía dificultades y obstáculos que vencer, pero su progreso era continuo y seguro. La llamada que me conmovió más fue cuando me dio la noticia de que llevaría a una joven a la Casa del Señor para contraer matrimonio. No había duda de que había cambiado completamente: de iniquidad y desesperación a rectitud y gozo. El Espíritu del Señor lo había conducido a las aguas vivas y él, sediento, había bebido de ellas. Después de escuchar acerca de la trasformación de ese joven, el padre que me había buscado angustiado para hablarme se fue con la renovada esperanza de que algún día su hijo también sentiría la influencia del Espíritu y se arrepentiría y volvería a la paz, la felicidad y la seguridad que sólo se encuentra en el Evangelio de Jesucristo. Con gratitud, este hermano expresó una inconmovible fe en un Padre Celestial amoroso y misericordioso, para quien no hay nada imposible.
Los ejemplos que he mencionado anteriormente reflejan el angustioso lamento de miles de personas que sufren debido al mal comportamiento de sus seres amados. A muchos de los que se lamentan no les queda ninguna esperanza y, desesperados, se han dado por vencidos.
Es cierto que no hay ninguna promesa que diga que todos los hombres y las mujeres van a sacar provecho del plan de felicidad que el Señor tiene; sin embargo, jamás debemos darnos por vencidos con alguien que necesita cambiar. Siempre hay que tener la esperanza.
Es absolutamente necesario que la gente acepte y obedezca los principios de salvación del evangelio si desean entrar en la presencia del Señor puros y limpios. El factor preponderante que los ha hecho abrazar esos principios ha sido siempre el amor: un amor incondicional, verdadero, que llega hasta lo más íntimo del ser, tanto del que lo da como del que lo recibe. Esa clase de amor se demuestra no por lo que se dice sino por lo que se hace. Esa clase de amor tiene el poder de cambiar el corazón más duro, de efectuar un cambio en el pecador más vil y poner de rodillas a los hombres y a las mujeres en humilde adoración.
Ese es el motivo por el cual los padres y las madres de rodas partes que lloran por sus hijos desobedientes mantienen siempre la esperanza. Ellos pueden ofrecer ese amor profundo y continuo a los descarriados. Y luego que han hecho todo lo que han podido, con fe, confían en “aquel que es poderoso para salvar” (2 Nefi 31:19) y que amó a Sus hijos tanto que dio Su propia vida como sacrificio para redimirlos. □



























