Nuestra vida aquí es una prueba de obediencia

Nuestra vida aquí es una prueba de obediencia

Escalando el Monte a la Exaltación
de lo telestial a lo terrestre

por Genevieve De Hoyos


Sabemos que, en perspecti­va, nuestra vida no dura más que unos pocos momentos, entre dos eternida­des. Pero, a pesar de ser tan corta, la vida es sumamente importante porque lo que hacemos durante nuestra estadía en esta tierra, determina donde vamos a pasar la siguiente parte de nuestra eternidad: la gloria ce­lestial, la gloria terrestre, o la gloria telestial.

No hay duda alguna que el estar aquí es asunto serio. Si no queremos que nuestra experiencia terrenal nos deje con la mitad (o menos) de la gloria que teníamos antes de venir, tenemos que entender el porqué de las cosas, así como cuáles son nuestras opciones.

Nuestra prueba terrenal. Es una prueba de obediencia

Las escrituras muy claramente nos dicen que nuestra gloria futura depende totalmente de nuestra obediencia a la voluntad de Dios aquí en la tierra. La escritura dice:

y con esto tos probaremos, para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare. (Abr3:25)

El Señor reitera esa conclusión repetidas veces en las escrituras, indican­do que las bendiciones aquí en la tierra o en la eternidad, dependen de nuestra obediencia. Dice que si no obedecemos, seremos desarraigados (DyC 56:3), que no tenemos promesa. (DyC 82:10) Y dice que, si él tiene que revocar un mandamiento porque nadie lo obedece, también tiene que revocar la bendición correspondiente. (DyC 58:32) En Doctrina Mormona, el Élder McConkie dice que la obediencia es la primera ley del cielo, la piedra angular sobre la cual toda rectitud y progresión depende, (p. 516)

Pero nuestro Padre Celestial sabía desde el comienzo que, al usar nues­tro albedrío moral aquí en esta tierra telestial, no íbamos automáticamente a seguir las direcciones de Dios. Al contrario, separados de él por un velo, íbamos a hacer las cosas según nuestro criterio propio, así como al crite­rio de los demás alrededor nuestro. Así, algunos de nosotros volveríamos a él, otros seguirían al mundo, y los demás seguirían a Satanás.

Porque Dios nos conoce, sabe que la mayoría de nosotros no somos muy obedientes. Por eso su Plan de Salvación tenía que incluir un plan de Redención, y un Salvador. Sabía que los que finalmente se redimen por medio de Cristo, son los que alcanzan de verdad, el calibre de los dioses.

El pecado es inevitable, por eso, Dios y su hijo Jesucristo han establecido el plan de redención

Es Adán el que recibe del Señor, la información que todos nosotros, de niños, caemos en el pecado. Primero, vamos a escribir toda la larga cita en Moisés 6:55-58, y después vamos a analizarla.

…Por cuanto se conciben tus hijos en (un ambiente de) pecado, de igual manera, cuando empiezan a crecer, el pecado nace en sus corazones, y prueban lo amargo para saber apreciarlo bueno.

Y les es concedido discernir el bien del mal; de modo que, son sus propios agentes, y otra ley y mandamiento te he dado.

Enséñalo, pues, a tus hijos, que es preciso que todos los hombres, en todas partes, se arrepientan, o de ninguna manera heredarán el reino de Dios, porque ninguna cosa inmunda puede morar allí, ni morar en su presencia; porque en el lenguaje de Adán, su nombre es Hombre de Santidad, y el nombre de su unigénito es el Hijo del Hombre, sí, Jesucristo, un justo Juez que vendrá en el meridiano de los tiempos.

Por tanto, te doy el mandamiento de enseñar estas cosas sin reserva a tus hijos… (Moisés 6:55-58)

Al tratar de entender ese pasaje, necesitamos dividir esa larga escritura en dos partes.

La primera parte (versículos 55-56) se refiere al hecho que, en el proce­so de usar nuestro albedrío moral y aprender a discernir entre el bien y el mal, por necesidad, vamos a experimentar con buenas y malas cosas. En el proceso, cada uno de nosotros vamos a pecar.

En este mundo telestial, al crecer, porque nos dieron agencia propia, en el proceso de probar lo amargo, el mal, para así reconocerá lo bueno, el pecado nace en nuestros corazones.

Pero, les daré el don de discernimiento para que sean sus propios agentes… (Moisés 6:55-56)

Según esa escritura, el pecado es inevitable en el proceso de crecer en este mundo telestial, porque es imposible entender lo bueno sin haber tenido algo de experiencia con lo malo. Parece que, con la excepción de Jesús, eso ocurre a cada ser humano, en cada generación. Por eso Pablo dice, hablan­do tanto de los Judíos como de los Gentiles: “…todos están bajo pecado… no hay justo, ni aun uno.” (Rom 3:9-10) Y también dice:

Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios. (Rom 3:23)

Si todos nosotros, los humanos, vamos a pecar, y si solamente los que son totalmente limpios y sin mancha pueden morar con Dios, necesitamos una solución para volver a Dios. El Señor propone esa solución en la segunda parte de esa misma escritura, debemos enseñar a todos la expiación de Jesucristo y su poder para salvar; o sea, el plan de redención. (Moisés 6:57-58)

Por eso, el Señor le da a Adán el mandamiento:

Enseña esto a todos los hombres (y mujeres) que todos debemos arrepentimos o de ninguna manera podremos heredar el reino de Dios.

La razón es simple: nada inmundo puede morar en la presencia de Dios. (Moisés 6:57-58)

Así, el problema es que todos pecamos. Y la solución consiste en enseñar­nos mutuamente el plan de redención que nos permite redimirnos y santificarnos por medio del Espíritu y por el poder de Jesucristo. Así sere­mos purificados y limpios de nuestros pecados y podremos volver a Dios.

El Plan de Redención

Sabiendo que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, nuestros hijos e hijas van a pecar, las escrituras específicamente, nos dicen que debemos ense­ñarles el plan de redención, la parte más notable del plan de salvación. Aunque muchas veces usamos esos dos conceptos como si fueran uno, exis­te una distinción importante entre ellos.

El plan de salvación es el programa que Dios estableció, antes de la fundación de la tierra, para que nosotros, sus hijos e hijas espirituales, poda­mos llegar a ser dioses, como él.

El plan de redención no se refiere a esos eventos. Se refiere al poder que salva, al poder que nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor, ganó al cum­plir con la voluntad de Dios, y pasar por el sufrimiento insoportable del Getsemaní y de la cruz en el Gólgota. (DyC 19:13-19) Al morir por nosotros, el redentor tiene el derecho y el poder de hacer dos cosas:

  1. Incondicionalmente traer la resurrección a cada hombre y mujer que ha vivido en esta tierra.
  2. Y condicionalmente,
    si nos arrepentimos,
    si nos bautizamos por agua,
    si recibimos el don del Espíritu Santo (Moisés 6:52)

Y si entregamos todo nuestro ser a nuestro Redentor
podemos ser purificados y santificados de todo pecado
por el Espíritu Santo, y eventualmente ganar la vida eterna (Moisés 6:59; Alma 22:13; 21:9; 34:16;42:13; Morm 9:12)

Si nuestro Padre Celestial no hubiera instituido el Plan de Redención desde antes de la fundación del mundo, o si, al último momento, Cristo se hubiera rehusado a hacer el sacrificio expiatorio para todos nosotros, nunca hubié­ramos podido volver a Dios. Y nuestra dirección, nuestro destino hubiera sido el vacío para siempre jamás.

Podemos ver que la prueba de la vida no es fácil, y muchos de los que vienen a esta tierra no podrán volver a Dios. Pero si no nos salvamos no será culpa de nuestro Padre Celestial o de Cristo. Ellos, con gran amor y gran sacrificio, han establecido un plan perfecto dentro del cual todos tene­mos la oportunidad de salvarnos.

Nuestra Preparación En La Vida Pre-mortal

Porque somos sus hijos e hijas, desde el comienzo, Dios ha cuidado de nosotros. Nos preparó antes de venir aquí a la tierra, con conocimiento y entendimiento, con talentos, dones espirituales, y con misiones y llamamien­tos específicos.

Somos hijos e hijas de Dios

El saber que no fuimos creados al momento de nacer, sino que fuimos pri­mero creados hijos e hijas espirituales de nuestros padres celestiales y que vivimos con ellos por miles de años, nos dice que somos muy especiales. Somos hijos e hijas de dos dioses, y potencialmente, podemos llegar a ser dioses y diosas, como nuestros padres celestiales. Somos dioses en embrión.

Fuimos criados y educados como hijos e hijas de dioses

Vivimos por siglos en un mundo celestial, circundados por seres de gloria: dioses y diosas, sacerdotes y sacerdotisas, y ángeles. Allí fuimos criados, encaminados, iniciados, formados, moldeados por todos ellos. Nos enseña­ron, por instrucción y por su ejemplo, los valores celestiales, la verdad de todas las cosas, y un comportamiento aceptable a la vista de nuestros pa­dres celestiales. Pero no todos aceptamos esas enseñanzas con la misma seriedad. (Alma 13:4)

En la medida que interiorizamos esas enseñanzas celestiales, hacién­dolas nuestras, algo nos quedó. Por eso notamos que, desde muy jóvenes algunos de nuestros hijos e hijas tienen más fe y demuestran más interés en las cosas de Dios que otros. Algunos tienen una tendencia natural hacia el bien mientras que otros no parecen tenerla.

En nuestra vida premortal, adquirimos talentos

De la misma manera y por la misma razón, muchos de nosotros hemos desarrollado ciertos talentos en la vida pre-mortal. Algunos son depor­tistas y ganan todos los premios habidos y por haber. Otros dibujan o pintan cuadros que perduran por siglos. O tocan, arreglan, o componen música divina. O escriben novelas o piezas de teatro inolvidables. O descubren o inventan cosas que revolucionan al mundo.

Muchos artistas, inventores y científicos reconocen la ayuda que reci­ben del más allá. Muchos admiten que sus ideas vienen a su mente, temprano en la mañana, al despertar. Muchos pintores “vieron” lo que deben pintar antes de tomar el pincel en sus manos. Mozart podía escribir música con una pluma, porque no tenía que borrar nada. Y Handel escribió su oratorio, El Mesías, en tres semanas. Es como si hubieran traba­jado en sus obras antes de venir al mundo. Y aquí se acuerdan de lo que hicieron allá, y simplemente lo hacen de nuevo.

Nuestros profetas confirman eso cuando nos dicen que los grandes des­cubrimientos que han ocurrido en estos últimos días, vienen de Dios para preparar la tierra para la Segunda Venida de Cristo. Ciertamente la obra para los muertos y la obra misional no hubieran crecido como lo han hecho sin los tremendos desarrollos en transportación, en comunicación, en el campo de la electrónica, o en la filmación y preservación de documentos.

Así nuestro Padre Celestial ha preparado, desde la vida premortal, to­das las cosas que deben ocurrir para preparar al mundo para la Segunda Venida de nuestro Señor.

En la vida premortal, ganamos dones espirituales

Según las escrituras, todos traemos con nosotros dones del espíritu, ganados antes de nacer, a la medida de nuestro interés en las cosas espi­rituales que nos enseñaron allá. Con nosotros trajimos la fe que salva, o al menos la fe en los que tienen fe. O trajimos la sabiduría que es la habilidad de traducir nuestro conocimiento religioso en actos inteligentes y sabios, en acciones que reflejan nuestro entendimiento del evange­lio. O tenemos el don de enseñar el evangelio, o un conocimiento más secular, tal vez un entendimiento de la ciencia. O traemos el don de sanar o el don de ser sanado. O podemos aquí, obrar poderosos mila­gros, o profetizar. O tenemos el don de lenguas, y somos muy buenos con los idiomas, idiomas que podemos usar para diseminar el evangelio entre otros pueblos. O tenemos el don de discernimiento, el don de organización, o de administración. Y todos esos dones son para el bene­ficio nuestro y de la congregación de los santos. (Moro 10:8-19; DyC 46:10-26; 1Cor 12:4-11) Muchas veces nuestros dones son mencionados directamente o indirectamente en nuestras bendiciones patriarcales. Pero todos llevamos dentro de nosotros al menos uno de esos dones espiri­tuales. (1 Cor 12:4-12; Moro 10:9-17; DyC 46:13-26)

Así, cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de recobrar los dones espirituales que recibimos durante nuestra vida premortal, bajo la supervisión de seres celestiales. En esta vida, esos dones llegan a ser bendiciones e instrumentos para nuestra salvación y la salvación de toda la comunidad de los santos.

En la vida premortal, recibimos llamamientos y misiones, con la oportunidad de cumplirlos aquí en la tierra

En la vida pre-mortal recibimos llamamientos, oportunidades de servir que nos ayudan a ganar nuestra salvación. Cristo fue llamado allí como el Redentor del Mundo. (Abr 3:27; Moisés 4:2) Líderes fueron escogidos de entre espíritus buenos, antes de que nacieran. (Abr 3:23) Sumos sacerdotes fueron llamados y enseñados desde la fundación del mundo, mucho antes de nacer. (Alma 13:1-7)

Nuestra bendición patriarcal nos da nuestro linaje que tantas veces nos dice que nacimos dentro de la Casa de Israel, con el derecho de recibir el evangelio verdadero y de servir en el reino de Dios, aquí en la tierra. Y típicamente también nos da una lista de misiones y llamamientos para los cuales hemos sido preparados en la vida premortal.

A menudo, nuestras bendiciones patriarcales nos dan algo de informa­ción acerca de nuestra vida premortal. Por ejemplo, hace unos años, un misionero, volviendo de una misión en Australia, reportó en nuestro barrio haber bautizado a una mujer de unos sesenta años. Al recibir su bendición patriarcal, le fue dicho que ella debió de haber sido bautizada cuarenta años antes. Pero el misionero que se había comprometido en bautizarla aquí en la tierra, había decidido no ir a la misión. Por eso ella había tenido que esperar tanto tiempo.

Así, en la vida premortal, hemos aceptado llamamientos y misiones. Una vez en la tierra, si buscamos y aceptamos esas responsabilidades y las cum­plimos, ayudaremos a que otros se salven. Muchas veces nuestras bendicio­nes patriarcales nos traen a la memoria lo que prometimos hacer aquí. Y de esa manera podemos ganar de nuevo la gloria que teníamos con nuestro Padre Celestial. Como vemos, mucho depende de cómo usamos nuestro albedrío.

En esta vida, al nacer y por ocho años, recibimos tres importantes protecciones

Al llegar a este mundo, nos encontramos de repente en una esfera telestial, llena de oscuridad y maldad, y en la presencia de las huestes de Satanás. Eso puede hacernos sentir totalmente abandonados, como si estuviéramos en medio de una selva hostil en las Amazonas.

Pero de hecho, nuestro Padre Celestial no nos abandona. Nos provee con el Espíritu de Cristo, con ocho años libres de la influencia de Satanás, y con una familia que nos da amor, enseñanzas, y valores.

Al nacer, cada uno de nosotros recibimos el Espíritu de Cristo, su luz y verdad

Al nacer, cada hombre (y mujer) recibe el Espíritu de Jesucristo, su luz y verdad. (Juan 1:9; DyC 93:2; 84:45-48) Esa es la misma luz que está en el sol, en la luna, en las estrellas, así como en la tierra. Es la misma luz que ilumina nuestros ojos, la misma luz que vivifica nuestro entendimiento, nues­tra alma. Esa luz procede de la presencia de Dios y llena la inmensidad del espacio. Es el poder de Dios y la ley que gobierna todas las cosas, que existe en todas las cosas, y que da vida a todas las cosas. Es el poder de nuestro Dios quien se sienta sobre su trono en el seno de la eternidad, en el centro de su universo. (DyC 88:7-13; 50) Y esa misma luz ilumina nuestra mente y nos llena de gozo. (DyC 11:13)

Ese poder tan maravilloso es nuestro, y sirve como nuestra consciencia por tanto tiempo como amamos, escuchamos, respetamos y obedecemos a Dios.

Además, el Señor nos protege de nuestro peor enemigo a una edad cuando no sabríamos como escaparnos.

Hasta los ocho años de edad, el diablo no tiene el derecho o el poder de tentamos

Dios ha decretado que Satanás no tendría el poder de tentar a los niños hasta después que lleguen a la edad de responsabilidad, a los ocho años. (DyC 29:46-47) Esto les da, a todos los habitantes de la tierra, la oportuni­dad de moldear a sus hijos e hijas sin intervención negativa de parte del adversario. Por todo el mundo, esos ocho primeros años representan el tiempo que nosotros los padres tenemos para enseñar a nuestros hijos e hijas todo lo mejor que tenemos en cuanto a valores, creencias, actitudes, y manera de hacer las cosas. Y ese es el tiempo de hacerlo, porque típica­mente esos son los pocos años durante los cuales nuestros hijos e hijas nos quieren complacer, son inocentes, enseñables, y se lo creen todo. Mi querida amiga y mentor, Joyce Harper, solía decir:

¡Esos ocho años son una bendición tan grande! Es como el jugar un partido de fútbol donde nos darían ocho minutos de juego, sin un equipo adversario, sin oposición. Solos en la cancha con nuestros hijos menores, nosotros los padres tenemos la oportunidad de poner tantos goles, ósea, tantos pedacitos de luz y verdad como podamos durante ocho minutos. Cuando finalmente, el otro equipo (el enemigo) entra en la cancha, tenemos tantos goles acumulados, que nadie puede vencernos ya.

Qué bien ilustra la posición de nuestros hijos en la vida, si les enseñamos bien desde el principio.

Nacimos dentro de una familia que siente la responsabilidad de cuidarnos y darnos todo lo que necesitamos en la vida

La familia ideal fue establecida por el Señor, en el Jardín de Edén. Se compo­ne de un hombre y de una mujer que deben dejar a sus padres, para alle­garse uno al otro y llegar a ser uno.

La mujer tiene la responsabilidad del hogar. Pero cuando ella, en dolor, da luz a sus hijos, ella tiene la mayor responsabilidad de amamantarlos, de darles amor, de criarlos, de enseñarlos, desde el primer día.

El hombre es el proveedor de la casa. Pero sobre todo, porque el propó­sito más importante de la familia es criar y salvar a sus hijos e hijas, el padre también debe enseñarlos, así como proveer para ellos, protegerlos y presi­dir, con amor y amistad, sobre un hogar en buen orden.

Y los dos, padre y madre, son socios entre sí y con Dios, para manejar los asuntos del hogar, y para enseñar a sus hijos buenos valores, buenas cos­tumbres, y sobre todo, un conocimiento de Dios y fe en él y su plan. Al hacer esas cosas, los padres preparan a sus hijos para una vida adulta responsa­ble ante su Dios, ante su propia familia, ante su comunidad, y su nación, así como para la vida eterna.

Así Dios lo ha decretado, porque sin el cuidado paterno, de parte de la madre o del padre, un bebito no puede sobrevivir. Y sin la preparación que los padres pueden dar a sus niños, hijos e hijas adultos no tienen tantas oportunidades de tener una buena vida, en una buena comunidad, y de ga­nar salvación en el reino de Dios. Según el Señor, cada generación debe tomar responsabilidad por la generación que viene.

Además, en cada dispensación, nosotros los padres, recibimos el mandamiento de enseñar el evangelio a nuestros hijos e hijas

Las escrituras nos dicen que debemos enseñar diligentemente a nuestro hijos e hijas, las cosas de Dios. (Deut 6:7) Recibimos el mandamiento de enseñarles el plan de redención antes de que lleguen a los ocho años. (Moi­sés 6:57-58; Moroni 8:10; DyC 68:25) También debemos enseñarles luz y. verdad (DyC 93:40,42), por medio de las escrituras. (Mosíah 1:4) Debemos convencerlos a “temer” a Dios (Deut 4:10; Salmos 34:11), y a orar y andar rectamente delante del Señor (DyC 68:28), para que ganen salvación. (Sal­mos 132:12; 34:11; Alma 13:6) Y debemos enseñarles a amar y servir exclu­sivamente al Dios verdadero y viviente.

En otras palabras, el mensaje que las escrituras nos dan es que nuestros hijos e hijas son muy vulnerables cuando vienen a este mundo. Por eso nuestro Padre Celestial ha establecido mucha protección para que ellos no se pierdan antes de participar en la prueba de la vida. El los provee con una familia que les da amor, experiencias positivas, así como una oportunidad de sobrevivir físicamente. Les da el Espíritu de Cristo que les ayuda a desarro­llar una consciencia. No permite que su mayor enemigo les ataque con sus tentaciones. Pero sobre todo, cuenta con padres justos y positivos para proveer a sus hijos e hijas con mucho amor, y para enseñarles el bien del mal, y lo que el Señor llama el temor de Dios.

Pero tenemos que vencer tres mayores obstáculos para alcanzar salvación

A pesar de su divina protección, no es tan fácil volver a nuestro Padre Celes­tial, porque mucho depende de nosotros mismos. El Señor extiende la mano y la mantiene extendida, pero nosotros tenemos que estirar todo nuestro ser para alcanzarlo a él. Nos da la oportunidad, pero nosotros tenemos que hacer el esfuerzo, orando y obedeciendo para establecer y mantener nues­tro contacto con Él. Al menos tres elementos nos ponen en peligro de no encontrar el camino de vuelta a Dios. (1) Satanás y sus ayudantes, desde el comienzo, han declarado ser enemigos de nuestra salvación. (2) Nuestro propio cuerpo de carne y huesos fácilmente nos puede llevar al pecado. (3) La caída de Adán ha establecido un velo entre nuestro Padre Celestial y sus hijos e hijas aquí en la tierra. Y es solamente al usar nuestro albedrío correctamente, que podemos penetrar el velo y encontrar a Cristo.

Satanás y el mundo telestial

Satanás se ha jactado de ser el dios de nuestra tierra, y en estos, los últimos días, así parece ser. Sabemos que él está siguiendo aquí la guerra que empezó en los cielos, y esta vez, de verdad que quiere ganar. Usa no sola­mente a sus huestes, sino que también a los que lo siguen, los telestiales, para perseguir a los justos, engañar a los terrestres, y tentar a todos.

Hablando a nuestra generación, Nefi explica que, en estos últimos días, Satanás usa estrategias increíbles para engañar a muchos. El diablo nos dice que podemos comer, beber, y divertirnos, porque, después de todo, mañana moriremos. Nos sosiega, diciéndonos que todo va bien en Sión… mientras nos lleva poco a poco y astutamente al infierno. Nos dice que, si somos algo culpables, tal vez Dios nos dé algunos azotes, pero al final, nos dejará entrar en su reino. Nos inspira a que llamemos a lo bueno malo, y a lo malo bueno. Nos incita a la ira en contra de lo bueno. Nos miente diciendo que Dios ha dado su poder a los hombres, y que ya no necesitamos a un Dios de milagros. Nos convence que ya tenemos toda la información que necesi­tamos, y no queremos más. Y nos dice que no hay diablo, ni hay infierno, hasta que nos prende en sus terribles cadenas, de las cuales no hay rescate. (2Ne cap. 28) No hay astucia que él no conozca, no hay engaño que él no se atreva a usar, y no hay maña que no haya usado antes. Pero nuestro Señor nos recuerda que la oración tiene el poder de protegernos y salvarnos del enemigo.

Nuestro hombre (y mujer) natural

No todo lo malo viene de afuera. Nuestro cuerpo, el premio que recibimos por haber pasado la prueba premortal, también nos da muchos problemas, y muchas veces causa nuestro pecar. Las escrituras nos enseñan que nues­tra naturaleza es doble. Tenemos un espíritu etéreo y de origen divino, den­tro de un cuerpo terrenal, lleno de necesidades, complejos, y flaquezas muy humanas. Los dos forman el alma. (DyC 88:15) Es a causa del cuerpo que, al nacer los bebitos, por muy inocentes que sean, nos dan a conocer sus necesidades básicas, gritando y pataleando de lo lindo. Gritan cuando tienen hambre o sed. Gritan cuando tienen sueño. Gritan cuando algo les duele. Gritan cuando quieren algo, y gritan cuando ya no lo quieren.

Cuando de pequeños se les permite que hagan lo que se les da la gana, puede parecemos muy gracioso. Pero cuando lo siguen haciendo después de tener ocho años, o quince, o veinticinco, o cuarenta, ya no lo es. Y lo que solía ser gracioso llega a ser inaguantable para nosotros, y para Dios, es pecado.

Un mayor problema es que si no aprendemos, temprano en nuestra vida, a controlar a nuestro hombre o mujer natural, no podemos escapar la influencia del diablo, y nos volvemos carnales, sensuales, y diabólicos. (Moisés 5:13; 6:49) Entonces, ni siquiera nuestra familia nos aguanta a menos que nos controlemos. Por eso, la mayoría de nosotros eventualmente aprende­mos a controlar algunas de nuestras pasiones infantiles, pero nunca del todo. Por eso también las escrituras nos dicen que todos pecamos (Rom 3:10,23; 7:18) y que toda la humanidad llega a ser carnal, sensual y diabóli­ca, sabiendo lo bueno, pero sujetándose al diablo. (Mos 16:3)

De grande, nos es mucho más difícil aprender a controlarnos, porque nunca nos hemos acostumbrado a escuchar a Dios o al Espíritu. (1 Cor 2:14; Alma 26:21) Así, sin darnos cuenta, podemos llegar a ser enemigos de Dios (Mos 3:19), metiéndonos en horribles situaciones a causa de celos, contien­das, y disensiones (1 Cor 3:3), y trayendo pena a todos, particularmente a nosotros mismos. (Alma 41:11) Y así, no podemos morar con nuestro Padre Celestial. (DyC 67:12)

Nuestro Señor no quiere que eso nos pase. Por eso, nos manda que todos aprendamos a refrenarnos y dejar de ofender a otros. (Stg 3 y 4) También, por medio del Rey Benjamín, nos da el proceso de cambiar del hombre natural al hombre espiritual. Debemos aceptar la autoridad del Señor, como un niño sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor que se somete a sus padres. Cuando, por la expiación de Cristo, podemos, queremos, y estamos dispuestos a someternos a lo que él juzga bueno para nosotros, ya no estamos a la merced de nuestro hombre o mujer natural. (Mos 3:19)

El velo y el albedrío moral

La Caída de Adán ha traído a esta tierra, una muerte espiritual (Alma 42:6) o sea, un alejamiento de Dios. (Hel 14:16; D&C 29:41) Dos eventos tomaron lugar, haciendo ese alejamiento más tangible. Primero, geográficamente, nuestro Padre Celestial movió la tierra de una región paradisíaca (o terres­tre) a una región telestial, muy muy lejos de Kolob. (Las escrituras confir­man ese movimiento, al decirnos que la tierra será retornada a su lugar terrestre a la Segunda Venida. (Isa 13:13; A. de F. 1:10)) Segundo, un velo de tinieblas se deslizó entre la tierra y Dios. Ese velo hace que nos olvidemos de nuestra vida anterior, y así, facilita el ejercicio de nuestro albedrío.

Por su parte, a través de los siglos, nuestro Padre Celestial muy pocas veces ha intervenido directamente cuando elegimos el mal. De hecho, si Dios nos diera un coscorrón cada vez que hacemos algo mal, muy pocos de nosotros nos atreveríamos a apartarnos de sus vías. Nuestro albedrío sería invalidado, y también nuestra prueba terrenal.

Es absolutamente necesario, para que el plan trabaje, que mantengamos nuestro albedrío. Así cuando comparezcamos ante Cristo, en el día del juicio, sin duda alguna tendremos que sentirnos claramente responsables por lo que hicimos durante nuestra estadía en esta tierra. (DyC 1091:78)

En cambio, recibimos la promesa que si usamos nuestro albedrío para el bien, para quitarnos todo temor y envidia y para humillamos delante de Dios, el velo de tinieblas se rasgará. (DyC 67:10) Y al rasgarse el velo, recibire­mos grandes bendiciones de luz y verdad. Nuestro entendimiento se abrirá. (DyC 110:1) Veremos la luz de la gloria de Dios, la maravillosa luz de su bondad, la que trae gozo en nuestra alma, la luz de la vida eterna. (Alma 19:6) Y como el hermano de Jared, podremos ver a Cristo. (Etér 3:6,20; DyC 67:10)

Así las escrituras nos dan a conocer tres de los más serios obstáculos a nuestra exaltación:

Satanás, nuestro mayor enemigo quien, desde el comienzo ha organiza­do sus tropas para tentarnos y hacernos caer, uno por uno, en el pecado

Nuestro propio hombre o mujer natural quien, a menos que lo controle­mos muy temprano en nuestra vida, puede interferir diariamente con nues­tros deseos de complacer a nuestro Padre Celestial

El velo que ahora nos separa de nuestro Padre Celestial, ha sido absolu­tamente indispensable para que podamos mantener nuestro albedrío moral. Pero como dice Pablo, ese velo, en esta vida, solamente nos deja ver “por espejo, oscuramente.” (1Co 13:12) Y eso nos deja labrando nuestra salva­ción con temor y temblor ante Dios. (Mormón 9::27)

En conclusión

Nuestra prueba terrenal puede ser algo más compleja de lo que general­mente pensamos. Cuando vivíamos como seres celestiales, aparentemente, nuestro espíritu se prestaba a ser tan celestial como nuestros padres. Pero, sin un cuerpo, no podíamos alcanzar un gozo divino. Por eso aceptamos separarnos de nuestros padres, venir a un mundo telestial donde seríamos probados ya que queríamos tener un cuerpo como ellos.

El problema es que el cuerpo que nos dan es de esta tierra, y por eso, de naturaleza telestial. Y ese cuerpo puede fácilmente dominar nuestro espíri­tu y los dos llegar a ser telestiales. Por eso nuestra tarea es que nuestro espíritu gane ascendencia sobre nuestro cuerpo, para presentar, al final de todo, un espíritu y un cuerpo domado y limpio, por medio de la sangre de nuestro Redentor, nuestro Señor Jesucristo.

Por nosotros mismos jamás podríamos alcanzar esa meta. Todo se lo debemos a nuestro Señor, que nos ama tanto que sufrió lo indecible y sacri­ficó su propia vida para redimirnos y glorificarnos, SI reconocemos nuestra total dependencia en él.

Resumen

Los dos primeros capítulos revisaron las seis etapas del plan de salvación. Eso nos recordó nuestra vida anterior, la experiencia terrenal por la cual ahora pasamos, así como lo que todavía falta antes de instalarnos para siempre jamás en una de las tres glorias preparadas por nuestro Padre Celestial.

En este capítulo, hemos reconocido que, en el proceso de pasar nuestra prueba de obediencia para volver a Dios, tenemos fuertes enemigos, pero también recibimos muchísima protección, y muchísimas bendiciones.

1. En nuestra vida premortal, ya hemos recibido un cuerpo de fino material, un cuerpo de espíritu, así como una buena preparación con Padres y mentores celestiales:

  • una naturaleza de dioses
  • crianza y educación dignas de futuros dioses
  • talentos divinos y dones espirituales, así como
  • llamamientos específicos y misiones que cumplir aquí en la tierra.

2. Al nacer, recibimos tres poderosas protecciones antes de que empiece nuestra prueba:

  • El Espíritu de Cristo, tanto tiempo como lo aceptamos, nos guía hacia el bien.
  • Le es prohibido a Satanás tentarnos antes de los ocho años de edad.
  • Y nos es dada una familia quien nos ayuda a sobrevivir bien nuestros primeros años, y que, esperamos, nos de creencia en Dios y buenos valores

3. Pero también sabemos que el regreso a nuestro Padre Celestial no será fácil porque aquí, al crecer, tenemos tres fuertes enemigos.

  • Satanás y sus huestes quienes quieren vencer en su guerra en contra de Dios y de nuestro Señor Jesucristo, a costa de todos nosotros.
  • Nuestra naturaleza de hombre y mujer naturales que nos lleva a re­belarnos en contra de las leyes de Dios. Así muchos entre nosotros sucumbiremos.
  • Nuestro propio albedrío nos anima a experimentar no solamente con el bien, sino que también con el mal. Sin el plan de redención, sin Cristo, todos nos perderíamos para siempre.

En este capítulo, el tercero, hemos tratado de entender el propósito de nuestra vida en esta tierra, nuestra responsabilidad, así como las fuerzas en nuestro favor, y las fuerzas en contra nuestra. El propósito de esta prueba es ver si voluntariamente volvemos a Dios, aceptando el sacrificio de Cristo y obede­ciendo no solamente sus mandamientos sino también su voluntad.

Al entender esas cosas, nos será más fácil visualizar lo que debemos hacer para pasar nuestra prueba terrenal, y ganar la exaltación.

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1 Response to Nuestra vida aquí es una prueba de obediencia

  1. Avatar de Amelia Pontón Amelia Pontón dice:

    Hermoso escrito. Fácil de comprender. Redacción sencilla y a la vez erudita. Invita al razonamiento y da información clave para guiarnos en el estudio de las escrituras.

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