Cuatro principios sencillos para ayudar a nuestra familia y a nuestro país

Cuatro principios sencillos
para ayudar a nuestra familia y a nuestro país

por el presidente Gordon B. Hinckley
Discurso que el presidente Hinckley dio el 5 de marzo de 1994 en la ciudad de Washington D. C., en el anexo Brigham Young University Management Society.

Enseñen a sus hijos princi­pios buenos y virtuosos. En revelaciones modernas, el Señor ha declarado: «…yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad».

Tengo un profundo sentimiento de gratitud por la vida en esta época extraordinaria. ¡Cuán grande ha sido el progreso téc­nico que se ha alcanzado en los medios de comunicación, en los viajes, en la medicina y en la fabricación de aparatos para la comodidad en el hogar y el trabajo! Siento un gran respeto, o bien se podría decir reve­rencia, por los hombres y las mujeres de ciencia que han hecho posible una vida mejor para todos nosotros.

Cuando yo nací, el promedio de vida de las personas en los Estados Unidos era de cincuenta años; en la actualidad, es de setenta y cinco años. ¿No es realmente maravilloso que durante ese tiempo el promedio de vida haya aumentado veinticinco años? Lo mismo está sucediendo en otros luga­res del mundo. Yo tenía treinta años cuando se descubrió la penicilina, seguida de diversas drogas milagrosas.

Trabajen juntos. Los niños necesitan trabajar al lado de sus padres para aprender que el trabajo es el precio que se debe pagar para lograr la limpieza, el progreso y la prosperidad.

Ustedes están familiarizados con esas cosas, yo simplemente las recuerdo como una expresión de agradecimiento. Hemos logrado milagros técnicos maravillosos, pero lamentablemente estamos experimen­tando un desastre en lo que respecta a los principios morales y éticos. Quisiera que ustedes, las personas mayores, recordaran el hogar de su infancia. En muchos de los casos, las familias oraban de rodillas todas las mañanas para pedir la protección de Dios, y de noche, sucedía lo mismo. De ese acto, resultó algo maravilloso que es muy difícil de describir, pero que surtió una influencia positiva en los niños. El hecho de expresar gratitud a Dios, nuestro Padre Eterno, conllevaba un sentimiento de respeto, reverencia y agradecimiento. En esas oraciones se recordaba a los enfermos, a los pobres y a los necesitados; en esas oraciones se pedía también por los líderes gubernamentales, lo cual creaba un espíritu de respeto por quienes ocupaban puestos públicos. ¿Dónde está ese respeto hoy día?

En esos hogares no se escuchaba hablar groseramente ni decir blasfemias; en esos días también se enseñaba la urbanidad y el altruismo. Hace poco alguien me envió la grabación de un discurso que años atrás dio Abner Howell, quien fue vecino mío. Debido a que pertenecía a una raza minoritaria, él había trabajado mucho para adquirir una educación; además, prestó servicio como oficial de orden en la Legislatura del Estado de Utah. En ese discurso, expresó agradecimiento a mi madre por­que, durante la época en que él era niño y asistía a la escuela, ella lo ayudó en sus tareas escolares y lo defen­dió de los que se burlaban de él. En nuestra casa, se nos enseñó que todas las personas de la tierra son hijos e hijas de Dios y que aunque el color de la piel sea dife­rente, su corazón y su forma de sentir son los mismos.

Quisiera también agregar que para nosotros era inconcebible ir a la escuela desaliñados. El primer par de pantalones largos que me puse fue para asistir a mi gra­duación de la escuela de enseñanza media. Previamente, como todos mis amigos, usaba pantalones cortos y medias largas negras de algodón. Pero era ropa limpia y arreglada. El zurcir las medias era un trabajo bastante minucioso, pero era importante hacerlo.

Nosotros asistimos a las escuelas públicas. La escuela primaria a la que asistí se llamaba Alexander Hamilton, en honor a ese estadista norteamericano. La escuela de enseñanza media se llamaba Theodore Roosevelt, en tributo al que fuera presidente de los Estados Unidos, y nosotros aprendimos acerca de esos hombres. El 12 de febrero era feriado en honor al aniversario del naci­miento del presidente Abraham Lincoln y el 22 de febrero teníamos otro feriado en honor al presidente George Washington. Días antes de esas fechas patrias, teníamos programas en la escuela en los cuales aprendía­mos sobre la vida de estos próceres así como pequeños relatos acerca de su niñez. Quizás no hayan sido relatos de gran contenido histórico, pero surtieron una gran influencia en nuestra vida, ya que aprendimos a apreciar el principio de la honradez. En la actualidad, también festejamos en los Estados Unidos el día del presidente, pero para muchos es principalmente un día de diversión.

Se nos enseñaba a respetar a las niñas. En nuestra vecindad, participábamos con ellas en juegos y teníamos fiestas en las casas de los muchachos y de las chicas, a las que asistíamos jóvenes de ambos sexos. Incluso al crecer y salir en citas, existía algo sano y había un gran respeto por las señoritas con las cuales salíamos. Sí, en realidad, desde esos días, la sociedad ha hecho un gran avance técnico, pero también hemos perdido una gran cantidad de valores.

En la actualidad hay autos extraordinarios y elegan­tes, pero nos preocupamos por los robos de automóviles y por los tiros de armas de fuego a que recurren algunos conductores. Tenemos televisión y cable y todo el con­junto de aparatos y accesorios relacionados con éstos, por medio de los cuales la diversión que ofrecen, de naturaleza vulgar y de lenguaje profano y obsceno, llega al seno de nuestro hogar. No podemos, ni nos atreve­mos, a caminar durante la noche por las calles de muchas ciudades. El crimen se ha catalogado como uno de los problemas más graves de nuestra época. Utilizando a los Estados Unidos sólo como ejemplo, se estima que anualmente se cometen unos seis millones de delitos graves en el país. Por cada habitante, el delito aumentó un 371 por ciento entre 1960 y 1992. Eso en sólo treinta y dos años. En 1992, hubo veintitrés mil setecientos sesenta crímenes, casi la mitad del número de norteamericanos que murieron durante toda la gue­rra de Vietnam.

Los niños que matan a otros niños se ha convertido en una de las situaciones más trágicas de la sociedad actual. El asesinato es el segundo causante de muerte más elevado entre los jóvenes. Constantemente se trata de reunir más dinero para emplear más policías y para edificar más cárceles. No dudo que sean cosas necesa­rias, pero no creo que cambien significativamente el panorama, debido a que no es la forma de llegar a la raíz del problema.

Claro que estos problemas no solamente son propios de los Estados Unidos; todos ellos se encuentran a lo largo y a lo ancho de todo el mundo. Sí, es cierto que somos los beneficiarios de la revolución tecnológica; se han llevado a cabo más descubrimientos científicos durante mi vida que en todos los siglos que la precedie­ron; sin embargo, en muchos otros aspectos, nos esta­mos hundiendo en una jungla, desde el punto de vista de una verdadera civilización, por lo menos en lo que respecta a las grandes zonas urbanas.

Por supuesto, sé que en todas partes siempre ha habido delitos y que siempre los habrá; que en la socie­dad siempre ha habido y habrá pornografía, inmoralidad y otros problemas, pero no podemos seguir por el rumbo que vamos sin que suceda una gran catástrofe. Por ejem­plo, en la sociedad siempre ha habido nacimientos ilegí­timos y parecería que siempre los tendremos, pero no podemos tolerar un aumento de este repugnante fenó­meno social sin pagar un terrible precio. La sociedad entera paga por situaciones en las cuales hay niños sin padres.

Oren juntos. Se debe instar a los padres a ponerse de rodillas con sus pequeños y dirigirse al trono de Dios para expresar gratitud por las bendiciones.

Me preocupa más el déficit moral de nuestros países que el déficit presupuestario, aun cuando éste sea tam­bién un problema muy serio. ¿Se necesitan más policías? No lo disputo. ¿Se necesitan más cárceles? Creo que sí, pero lo que la sociedad necesita, por sobre todo, es el for­talecimiento de los hogares. Cada muchacho o jovencita es el producto de un hogar. La sociedad tiene graves pro­blemas con la juventud, pero estoy convencido de que los padres presentan un problema aún mayor. Me siento agradecido de que la Iglesia, desde hace mucho, ha estado enseñando y utilizando gran parte de sus recursos en el fortalecimiento de los hogares de nuestra gente.

Me alegra que haya comodidades en las casas moder­nas, pero me aflige lo que sucede en nuestros hogares. Recientemente salió un informe que señalaba que sola­mente en los Estados Unidos hay más de ochocientos mil incidentes de violencia familiar cada año. El elevado porcentaje de divorcios es prueba de la inestabilidad de los hogares de nuestra sociedad. Un hogar con proble­mas inevitablemente crea una generación de niños con problemas.

¿Qué podemos hacer al respecto? Es imposible lograr un cambio radical en un día, un mes, o siquiera un año. Pero confío que con el esfuerzo necesario podemos comenzar ese cambio en una generación y lograr maravi­llas en dos generaciones. Eso no es mucho tiempo en la historia de la humanidad. No hay nada que alguno de nosotros pueda hacer que sea de mayor beneficio que reavivar, hasta donde sea posible, el espíritu de la clase de hogares en los cuales pueda florecer lo bueno.

De muchacho, durante la época escolar vivíamos en la ciudad y durante el verano en una granja. En ella teníamos un huerto de manzanas y otro de duraznos (melocotones), además de otros árboles. Siendo apenas unos adolescentes, a mi hermano y a mí se nos enseñó el arte de podar. Todos los sábados de los meses de febrero y marzo [fin del invierno en el hemisferio norte] mien­tras todavía había nieve en el sucio, nos íbamos a la granja. Asistíamos a las demostraciones auspiciadas por el colegio universitario de agricultura. Creo que aprendi­mos algo acerca de podar, como se enseñaba en esos días. Por ejemplo, aprendimos que al podar un duraznero en febrero, se determina en gran medida la clase de fruta que se recogerá en septiembre. El concepto que se apli­caba era podar de tal manera que la fruta en crecimiento quedara expuesta al aire y a la luz del sol, y creciera con espacio suficiente para ocupar su lugar en la rama del árbol.

El mismo principio se aplica a los niños. En inglés, hay un viejo y sabio proverbio que reza: “Hacia donde se doble la ramita, se indina el árbol”. Quiero repetirles algo que conté en una conferencia general. Poco des­pués que nos casamos, construimos nuestra primera casa. Teníamos muy poco dinero y yo hice gran parte del trabajo. Yo me encargué solo de la jardinería. El primero de los muchos árboles que planté fue una acacia negra sin espinas, y soñaba con el día en que su sombra refres­cara la casa durante el verano. Lo puse en una esquina donde el viento del cañón de las montañas del este soplaba con más fuerza. Hice un hoyo, asenté allí las raí­ces del árbol, las cubrí con tierra, las regué y práctica­mente me olvidé de él. En aquel entonces era un arbolito pequeño, quizás de unos dos centímetros de diá­metro, y era tan flexible que podía doblarlo con facilidad en cualquier dirección. Le presté muy poca atención con el paso de los años, hasta que un día invernal en que el árbol no tenía hojas, lo vi casualmente por la ventana; me fijé que su tronco se inclinaba hacia el poniente, estaba deformado y fuera de centro. No lo podía creer; salí y lo empujé con todas mis fuerzas para enderezarlo, pero el tronco ya medía casi treinta centímetros de diá­metro. Mi fuerza era como si nada en contra de la de él. Busqué una polea y una cuerda; amarré un extremo al árbol y el otro a un poste firme y tiré de la cuerda. La polea se movió un poco y el tronco del árbol se estreme­ció ligeramente, pero eso fue todo. Parecía decirme: “No puedes enderezarme; ya es demasiado tarde; he crecido así porque me has desatendido y no voy a doblegarme”.

Por fin, desesperado, saqué la sierra y le corté la rama más grande y pesada que daba al poniente. Luego, me retiré unos pasos y observé lo que había hecho. Había cortado la mayor parte del árbol, dejando una enorme cicatriz de más de veinte centímetros y una pequeña rama que crecía derecha hacia arriba.

Ha transcurrido más de medio siglo desde que planté aquel árbol y mi hija y su familia viven ahora allí. Hace poco volví a ver el árbol; es grande, su forma es mucho mejor y brinda belleza a la casa. Sin embargo, cuán serio fue el trauma que sufrió en su juventud y qué doloroso el tratamiento que utilicé para enderezarlo. Cuando recién lo planté, hubiera bastado un trozo de cordel para man­tenerlo derecho contra la fuerza del viento. Habría podido y debí haberle puesto ese cordel con tan poco esfuerzo; pero no lo hice y se doblegó ante las fuerzas que arremetieron contra él.

Los niños son como los árboles; se puede moldear y dirigir su vida, por lo general con muy poco esfuerzo. El autor de los Proverbios escribió:

“Instruye al niño en su camino,

Y aún cuando fuere viejo no se apartará de él” (22:6).

Esa instrucción tiene sus raíces en el hogar. Muy poca será la ayuda que provenga de otros lugares; no espere­mos que el gobierno nos ayude en esta difícil situación. La señora Barbara Bush, esposa del anterior presidente de los Estados Unidos, el señor George Bush, habló con gran sabiduría cuando en 1990 dio un discurso en Wellesley, estado de Massachusetts, para los alumnos que se habían graduado del colegio universitario de Wellesley. Dijo: “El éxito familiar que puedan tener y nuestro éxito como sociedad no dependen de lo que suceda en la Casa Blanca, sino de lo que suceda dentro de su propio hogar”.

La religión puede ayudar y hacer milagros; es una gran conservadora de valores y maestra de las buenas normas. Su mensaje sobre los valores ha sido constante a través de las edades. Desde la época de Sinaí hasta el presente, la voz del Señor ha sido terminante en cuanto a lo bueno y lo malo. En revelaciones modernas, esa voz ha declarado:

“…yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad» (D. y C. 93:40).

Se preguntarán: ¿qué se puede hacer? El cumpli­miento de cuatro principios sencillos por parte de los padres podría cambiar en una o dos generaciones nues­tra sociedad en lo que respecta a valores morales.

Son sencillamente los siguientes: Que los padres y los hijos juntos (1) enseñen y aprendan principios buenos y virtuosos, (2) trabajen, (3) lean buenos libros y (4) oren.

A los padres que tengan niños pequeños, les sugiero lo siguiente:

1. Enseñen a sus hijos principios buenos y virtuosos. Enséñenles a tener cortesía y buenos modales con los demás. Hemos sido testigos de una situación que está fuera de toda comprensión al ver como Yugoslavia se desmembró en grupos que se odian y se matan entre sí. Parecería que no hubiera ningún sentido de misericor­dia, donde al inocente se le disparaba a matar sin pie­dad. ¿Por qué todo eso? Yo creo que proviene del hecho de que en los hogares de ese lugar, el odio ha pasado de generación a generación, odio por quienes tienen raíces étnicas diferentes. La terrible situación de la zona es el fruto amargo de las semillas de odio que las generaciones anteriores cultivaron en el corazón de los hijos.

En ningún país debe haber conflictos o contiendas .de ninguna clase entre los diferentes grupos de personas. Enséñese en los hogares que todos somos hijos de Dios, nuestro Padre Eterno, y que de la misma forma que existe la paternidad, debe existir la hermandad. Enséñese respeto por la masculinidad y la femineidad. Que todo esposo hable a su esposa con respeto, bondad y agradecimiento, y que toda esposa busque y hable de las virtudes de su esposo. El presidente David O. McKay solía decir que no había nada más grande que un hom­bre pudiera hacer por sus hijos que demostrarles que amaba a su madre.

¿Significa eso estar chapados a la antigua? Claro que sí. Es algo tan viejo como la verdad misma. Las rencillas fami­liares son sólo una expresión de la sofistería del diablo.

Enseñen los padres a los hijos la santidad del sexo, que el don de crear vida es sagrado, que los impulsos ardientes en nuestro interior se pueden y se deben con­trolar y refrenar si se desea la felicidad, la paz y la bon­dad. Grábese en la mente de los jóvenes la gran verdad de que toda joven es hija de nuestro Padre Eterno y que al ofenderla a ella no solamente demuestran su propia debilidad sino que también ofenden a Dios. Hágaseles comprender que el engendrar un hijo acarrea una res­ponsabilidad que perdurará toda la vida.

Enséñese la verdad por medio del ejemplo y del precepto: que robar es malo, que hacer trampas es inco­rrecto, que mentir es una deshonra para el que lo haga. Si deseamos que los buenos modales y la cortesía vuel­van a imperar en nuestra civilización, el proceso debe empezar en el hogar con los padres, mientras los hijos son muy pequeños. De otro modo, no sucederá.

2. Trabajen juntos. No sé cuántas generaciones o siglos atrás alguien dijo por primera vez: “Una mente perezosa es el taller donde trabaja el diablo”. Los niños necesitan trabajar al lado de sus padres y juntos fregar la vajilla, barrer y lavar los pisos, cortar el césped, podar los árboles y los arbustos, pintar y arreglar, limpiar y hacer cientos de cosas más durante las cuales aprenderán que el trabajo es el precio que se debe pagar para lograr la limpieza, el progreso y la prosperidad. Hay demasiados jóvenes que están creciendo con el concepto de que la forma de obtener algo es robándolo.

Los escritos con grafito en las paredes desaparecerían muy pronto si tuvieran que limpiarlo aquellos que lo han hecho. Todavía recuerdo algo que pasó durante mi primer año en la escuela secundaria. Me encontraba en la escuela almorzando con otros muchachos; pelé un plátano y tiré la cáscara al suelo en el momento preciso que pasaba por allí el director, quien se detuvo y me pidió que la recogiera. Digo que me lo pidió, pero en realidad había cierta dureza y firmeza en su voz cuando lo hizo. Me levanté del banco en el que estaba sentado, recogí la cáscara que había tirado y la puse en el bote de la basura, alrededor del cual había también otros des­perdicios. El director entonces me dijo que ya que me encontraba recogiendo la basura que yo había tirado, podía también recoger la que otros habían tirado. Así lo hice, pero jamás he vuelto a tirar al suelo otra cáscara de plátano.

3. Lean juntos buenos libros. Considero que quizás la televisión sea la herramienta más fabulosa que se haya inventado para enseñar y educar en masa a la gente; pero desapruebo la corrupción, la violencia y la blasfemia que se emite por las pantallas de los televisores a nuestra pro­pia casa. Eso habla muy mal de nuestra sociedad. El hecho de que la televisión esté encendida entre seis y siete horas al día en muchas casas revela algo muy signifi­cativo. Me dan lástima las personas que son adictas a la pantalla chica, ya que creo que es en realidad una verda­dera adición. Es un hábito tan pernicioso como muchos otros malos hábitos. Me lleno de tristeza por los padres que no les leen a sus hijos pequeños, y por los niños que no aprenden las maravillas que se encuentran en los bue­nos libros ni saben lo estimulante que es poder penetrar en la mente de un gran pensador cuando la persona se expresa a sí misma en un lenguaje cultivado y pulido acerca de temas excelentes y de gran importancia.

Una vez leí que Tomás Jefferson, que fue Presidente de los Estados Unidos, se crió leyendo y escuchando las magníficas frases que se encuentran en la Biblia. Al estudiar continuamente las Escrituras, nos brindamos a nosotros mismos no sólo la oportunidad de sentirnos junto a gente grandiosa, incluso con el Señor mismo, sino también de leer y disfrutar del magnífico lenguaje que utilizaban los profetas de la antigüedad, traducido en palabras y frases hermosas, potentes y conmovedoras.

Si siguiéramos, un lema que dijera: “Apagada televi­sión y abre un buen libro”, haríamos algo positivo para fortalecer otra generación. No me interpreten mal: Hay muchas cosas de gran valor en la televisión, pero debe­mos seleccionar los programas que miramos y no ser necios esclavos de la basura que crean muchos escritores y productores.

Hace poco un hombre, que es doctor en filosofía de una gran universidad, me envió un libro y me dijo que el leerlo había sido una experiencia magnífica en su vida. Lo leí; se trata de la historia de un muchacho de París, que a causa de un accidente quedó ciego a la edad de ocho años. Es un relato de cómo, al verse rodeado de tinieblas, surgió una nueva luz en su vida. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años, los alemanes conquistaron Francia y sus soldados entraron a París. Este joven, un estudiante brillante, organizó un grupo de resistencia y, junto con sus compañeros de causa, pusieron en funcio­namiento un operativo para obtener información y luego hacerla circular por medio de un pequeño periódico que imprimían en una máquina copiadora. La labor continuó creciendo hasta que llegaron a distribuir más de doscien­tos cincuenta mil ejemplares de una tirada. Un día, un miembro del grupo lo traicionó y fue arrestado y enviado a Buchenwald. Allí, entre la suciedad y la desesperación, vivió con víctimas semejantes a él. No podía ver, pero había una luz en su interior que se elevaba por sobre la tragedia y las circunstancias. Sobrevivió como líder entre los que habitaban en ese asqueroso campo. La pequeña publicación que él comenzó se convirtió en un gran periódico. Al leer en el libro el relato de ese extra­ordinario muchacho, me sentí inspirado y fortalecido. Si no pueden encontrar buenos héroes y heroínas en la televisión para sus pequeños, ayúdenlos a encontrarlos en los buenos libros.

4. Por último, oren juntos. ¿Es la .oración algo tan difícil de hacer? ¿Sería tan difícil instar a los padres a ponerse de rodillas con sus pequeños y dirigirse al trono de Dios para expresar gratitud por las bendiciones, para rogar por los afligidos así como por ellos mismos y luego pedir todo eso en el nombre del Salvador y Redentor del mundo? ¡Cuán poderosa es la oración! De eso yo les tes­tifico y ustedes también lo pueden hacer. Cuán trágica es la pérdida para cualquier familia que no aprovecha esta práctica sencilla pero de gran valor.

Estos son temas esenciales concernientes a padres e hijos. Enseñemos y aprendamos juntos buenos principios, trabajemos, leamos buenos libros y oremos juntos. Todo ello se puede hacer a pesar de las presiones frenéticas de nuestra vida. Se pueden llevar a cabo con los niños, espe­cialmente cuando éstos sean pequeños. Algunas veces parecerá demasiado tarde cuando entren en la adoles­cencia; sin embargo, recuerden mí acacia. De una poda radical y un gran sufrimiento surgió algo realmente her­moso, que al cabo de los años ha brindado una sombra placentera durante los días de intenso calor.

Los exhorto como uno que ha sido ordenado al sagrado apostolado y al llamamiento que poseo en la actualidad. Ese oficio sagrado no se otorga como un honor sino que se concede con la responsabilidad de bendecir, alentar, fortalecer y edificar la fe en lo que es bueno y divino. Por la autoridad de ese sacerdocio, mis hermanos y hermanas, los bendigo para que cada uno de nosotros, por más débiles que parezcan nuestros esfuer­zos, nos convirtamos en un factor importante para cap­turar el espíritu de la bondad y la virtud en nuestros hogares y recuperarlo para nuestros respectivos países. □

Esta entrada fue publicada en Padres y etiquetada , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario