“Firmes creced en la fe”

“Firmes creced en la fe”

por el presidente Gordon B. Hinckley

Este discurso, que originalmente se pronunció ante un grupo de jóvenes adultos de edad universitaria, el domingo 21 de enero de 1996, en uno charla fogonera de todos los institutos de religión del valle de Salt Lake, en el Tabernáculo de la Manzana del Templo, se publica debido a que es un tema de actualidad para todos los miembros de la Iglesia.

El Señor desea que adquieran conocimiento secular tanto como espi­ritual. No sé de ninguna otra gente ni de ningún otro sistema teológico que incluya [este] man­damiento de Dios.

Mis estimados jóvenes amigos: es una maravillosa oportuni­dad y una gran responsabilidad el dirigirme a ustedes, que son jóvenes inteligentes y capaces, la clase de personas que saben pensar, que desean respuestas a sus interrogantes, que se han reu­nido aquí esta noche para buscar solución a sus problemas e inspiración para guiarles. Ruego que el Espíritu Santo me ilumine.

Es un honor estar en su presencia; ustedes representan una maravillosa generación en la historia del mundo, así como en la historia de esta Iglesia. En lo que respecta a esta última, considero que nuestros jóvenes forman parte de la generación más maravillosa que jamás hayamos tenido. La edu­cación que han recibido es mejor; han tomado clases de seminario y actual­mente participan en el programa del instituto de religión. En una época en que la mayoría de los jóvenes no se dan el tiempo para orar, ustedes sí lo hacen; oran para recibir conocimiento y luz; oran en cuanto a sus estudios y al curso de su vida; oran con res­pecto al matrimonio, a la búsqueda de un buen cónyuge’ y al hecho de ir a la casa del Señor a fin de que ese matrimonio sea sellado por la autoridad del Santo Sacerdocio; oran para obtener el éxito en sus estudios, así como en otros asuntos importantes.

Casi todos tienen el deseo de hacer lo correcto, y en la mayoría de los casos lo están haciendo; están tratando de conservarse limpios de las manchas corrosivas del mundo, lo cual no es fácil y es un problema constante.

Cada uno de ustedes es una historia de éxito, pero en la historia de algunos hay capítulos que hablan de fraca­sos, los cuales desean vencer; y pueden llegar a lograrlo. Pese a lo que les haya ocurrido en el pasado, hay una manera de comenzar de nuevo y se les exhorta a hablar sobre ello con el obispo.

Los jóvenes son una parte muy importante de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. ¡Cuánto más fuerte es la Iglesia gracias a ustedes, y cuánto mejor es la vida de cada uno de ustedes debido a ella!

Siento un gran entusiasmo por esta obra, que está creciendo tre­menda y maravillosamente y se está expandiendo sobre toda la tierra de manera milagrosa. Hace aproximadamente cincuenta años, la mitad de los miembros de la Iglesia residían en el estado de Utah; hoy día, sólo el diecisiete por ciento vive aquí, y, no obstante, tenemos más Santos de los Últimos Días en Utah que en cual­quier otra época. La obra se ha establecido en más de ciento cincuenta naciones, terri­torios y divisiones polí­ticas. Algunos de los que están aquí esta noche han prestado servicio misional en tierras que hace tan sólo unos años estaban cerradas para la Iglesia; el Señor está abriendo el camino, hay sucesos continua­mente y se nos reconoce por nuestras normas. Cada tres años y medio se añade un millón de miembros nuevos a las listas de la Iglesia.

El panorama nunca había sido tan prometedor; las oportunidades nunca fueron mayores. Esta es una época maravillosa en la historia de la obra del Señor. Es una gloriosa época en la que somos personajes importantes en el escenario de este mundo. Tenemos mucho para hacer, muchísimo, para adelantar la obra del Señor hacia el magnífico destino que Él le ha señalado.

Yo tengo una responsabilidad en esta gran empresa, como la tiene también cada uno de mis colegas de las Autoridades Generales de la Iglesia. Todo presidente de estaca, todo obispo, todo presidente de quorum y todo presidente de distrito o de rama tiene una responsabili­dad. Todo miembro de la Iglesia tiene la responsabilidad de hacer su parte por llevar adelante la obra y la edifica­ción del reino.

Nadie tiene una responsabilidad más apremiante que ustedes; son jóvenes, tienen energía y convicción en su corazón. Tienen conocidos con quienes pueden trabajar y a quienes pueden hacer partícipes de sus creencias.

Como algunos ya lo saben, hace un tiempo fui entre­vistado por Mike Wallace, uno de los corresponsales prin­cipales del programa de radio y televisión Sixty Minutes [“Sesenta minutos”]. Accedí a la entrevista únicamente con la esperanza de que la Iglesia se beneficiara con ella. Durante varias horas me hizo muchas preguntas; me pare­ció como si hubieran sido cientos de preguntas. Entre ellas, mencionó algo parecido a esto: “Su Iglesia está pro­gresando en muchas partes del mundo, ¿a qué se debe?”

A lo que le respondí: “Esta obra representa un ancla de estabilidad, un ancla de valores en un mundo cuyos valores están cambiando. Nosotros tenemos algo que ofrecer; nuestros valores se basan en las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo, las cuales son inmutables; son las mismas hoy que lo fueron cuando Jesús anduvo en la tierra; son tan pertinentes en la actualidad como lo fue­ron en aquel entonces; han pasado la prueba en el yun­que de la historia de la humanidad, y han salido victoriosas. Es mucho lo que esperamos de nuestra gente. Esta religión es rigurosa; exige autodisciplina, requiere estudio, valor y fe, y la gente le presta atención al sentir que los cimientos sobre los cuales ha basado su vida son sacudidos por las incertidumbres de un mundo de valores que se van desintegrando.

Esta noche, queridos jóvenes, deseo extenderles una invitación y un desafío: los exhorto a que recorran con­migo el sendero de la fe; los insto a defender todo lo que sea recto, verídico y bueno.

La Iglesia necesita a cada uno de ustedes; necesita su fortaleza, su energía, su entusiasmo; necesita su lealtad, devoción y fe.

Fuera cual fuere su forma de conducirse en el pasado, esta noche los exhorto a ajustar su vida a las enseñanzas del evangelio, a considerar esta Iglesia con amor, respeto y aprecio, como el fundamento de su fe, a vivir como un ejemplo de lo que el Evangelio de Jesucristo hace para brindar la felicidad a una persona.

No es preciso que les recuerde que no será fácil; a su alrededor habrá tormentas de tentación. Existe la astuta explotación del sexo y la violencia que se encuentra en la televisión, los videos, las revistas indecentes’, los servi­cios telefónicos de larga distancia e incluso el “Internet” (cadena mundial de computadora).

Les suplico, mis estimados compañeros en esta obra, que se mantengan alejados de esas cosas; pueden cam­biar el canal de la televisión; pueden evitar como la plaga el arrendamiento o la adquisición de videos cuyo fin es el de excitar y llevar por senderos prohibidos. La única persona que se beneficia con esas cosas es la que las produce; el que las compra o las alquila nunca recibe de ellas nada bueno. Tampoco tienen por qué leer litera­tura indecente de ninguna clase, ya que no les será de ningún beneficio y sólo servirá para hacerles daño.

Hace unos años, tenía la responsabilidad de la obra de la Iglesia en Asia. En muchas ocasiones visité la du­dad de Okinawa [Japón], en donde había una gran can­tidad de soldados estadounidenses; algunos tenían automóviles, y noté que la mayoría de esos autos estaban muy corroídos; tenían hoyos en los guardafangos, así como en las secciones laterales; la poca pintura que les quedaba no tenía ningún brillo; y todo era el resultado del efecto corrosivo de la sal del océano que el viento llevaba y que corroía el metal.

Así es la pornografía. Toda esa inmundicia es como la sal corrosiva que, si se exponen a ella, penetrará la armadura protectora que llevan.

Por mucho que lo recalcara, nunca sería demasiado: aquellos que producen y venden la inmundicia conti­núan enriqueciéndose, mientras que el carácter de sus clientes se va deteriorando. Manténganse alejados de ella; elévense por encima de ella, ya que es algo adictivo que destruirá a los que se conviertan en sus esclavos.

No les pido que se transformen en unos mojigatos; sólo les suplico que hagan lo justo. Mientras estuvieron aquí, los miembros del equipo del corresponsal Mike Wallace hablaron con algunos estudiantes como ustedes, jóvenes de ambos sexos. Los reporteros me dijeron que los estudiantes habían dicho que les era fácil negarse a fumar un cigarrillo, que no tenían ningún problema para rechazar una cerveza porque sabían exactamente lo que debían hacer en esos casos; pero que en lo relativo al sexo era algo diferente, pues les resultaba más difícil saber dónde trazar la línea divisoria entre lo que podían o no podían hacer.

Les contesté: “Esos estudiantes saben muy bien lo que no deben hacer; no es preciso que se les den detalles exactos; ellos saben cuándo se están metiendo en terreno peligroso”.

Mis estimados amigos, todo es asunto de autodisci­plina. Naturalmente que todos ustedes saben lo que es correcto y lo que no lo es; han recibido guía desde la niñez en cuanto a esos asuntos. Cuando se encuentren deslizándose en la dirección que saben que no es correcta, tal vez les sea difícil detenerse y seguir otro camino, pero se puede lograr. Lo han logrado cientos de miles, millones de personas como ustedes, que experi­mentan los mismos sentimientos y emociones.

El Señor ha dicho: “Deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente” (D. yC. 121:45).

Ese es un mandamiento que Él ha repetido de dife­rentes maneras. No podemos quebrantar ese manda­miento sin pagar por ello un precio, a veces un precio muy alto. Asimismo, si ejercemos la autodisciplina, utili­zando el maravilloso poder de la voluntad que cada uno de nosotros posee e invitando al mismo tiempo al Espíritu del Señor, el resultado de ello será la felicidad.

Escuché al élder John A. Widtsoe, que en una ocasión presidió la Universidad de Utah, decir: “He observado que cuando una pareja de jovencitos viola los principios de la moralidad, acaban por odiarse el uno al otro”. Yo he observado la misma cosa. Al principio tal vez haya pala­bras de amor, pero más tarde serán palabras de enojo y de amargura.

Algunas jóvenes piensan que sería maravilloso tener un hijo sin estar casadas. Permítanme decirles que ésta es una percepción falsa; no tienen idea de las conse­cuencias eternas de un concepto como ese. El traer una nueva vida al mundo es un asunto sumamente serio que exige una responsabilidad constante y firme.

El matrimonio entre un hombre y una mujer es orde­nado por Dios; es la institución en la cual Él señaló que los hijos debían venir al mundo. Las relaciones sexuales en cualquier otra circunstancia se convierten en trans­gresión y son totalmente contrarias a las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo.

Mientras tratamos estas cosas, permítanme decir que cualquier joven que le pida relaciones sexuales a la jovencita que esté cortejando con el pretexto de que la ama, en efecto lo que está diciendo es que no la ama. Esa expresión es una de lujuria y no de amor.

Naturalmente, les exhortamos a que salgan juntos; deseamos que lleven una vida social a fin de pasar por el proceso que conduce a un sano matrimonio en la casa del Señor; pero mientras tanto, deben fijar barreras que estén determinados a no traspasar jamás.

Sir Galahad dijo en una ocasión: “Mi fortaleza es la fortaleza de diez, porque mi corazón es puro” (Alfredo Tennyson, “Sír Galahad”).

Y esa fortaleza, que proviene de la virtud, es la que necesitarán si desean formar parte del gran ejército de aquellos que aman al Señor y se proponen promover Su gloriosa obra.

Quisiera hablar brevemente sobre otro asunto similar: Es el uso de un lenguaje soez, descortés y vulgar, que es tan común. El dedo del Señor escribió sobre las tablas de piedra: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20:7).

Lo único que logran lo que se valen de palabras obs­cenas y del uso de un lenguaje vulgar es dar a conocer la pobreza de su vocabulario y la obvia carencia de sus poderes de expresión. Les suplico, mis queridos amigos, que guarden sagrado el nombre de nuestro Padre Eterno y de Su Amado Hijo, el Redentor del mundo. ¿Cómo puede una persona que es miembro de esta Iglesia, que ha sido bautizada en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y que ha participado de los emblemas de la Santa Cena del Señor rebajarse a profanar esos nombres sagrados? ¿Cómo puede alguien que se consi­dere un hijo de Dios, degradarse a usar un lenguaje soez y obsceno concerniente al cuerpo que ha sido creado a la imagen de Dios y que, como Él lo ha declarado, es el templo del espíritu?

Cultiven el arte de la conversación; es algo de gran valor. No hay nada más agradable para mí que escuchar la conversación de un grupo de jóvenes inteligentes y felices como ustedes. El diálogo es ocurrente, lleno de ingenio; es animado y está salpicado de risas, aun cuando tratan temas serios. Pero, repito, no es necesario que en la conversación se profane el nombre de Dios ni que se utilice ningún tipo de lenguaje indecente ni vulgar. Y permítanme agregar que en el mundo hay suficiente buen humor como para no tener que valer­nos de lo que comúnmente conocemos como chistes vulgares. Exhorto a cada uno de ustedes a que evite todo eso. Durante la próxima semana, al hablar con sus amigos y compañeros, asegúrense de hacerlo sin emitir ninguna palabra que más tarde puedan lamen­tar haber usado.

Y mientras estamos en el tema de los elementos que impiden nuestro progreso como Santos de los Últimos Días, permítanme mencionar uno más; es la actitud de criticar a la Iglesia. Ustedes son jovencitos inteligen­tes, capaces y educados; se les ha enseñado a analizar­las cosas, a explorar, a considerar los diferentes aspec­tos de todas las dudas, lo cual es bueno; pero pueden hacerlo sin buscar fallas en la Iglesia o en sus líderes. Mantengan un equilibrio en los análisis que hagan, y no lo digo para defenderme ni para defender a la Iglesia. Hay tantas personas que son muy amables, generosas y corteses en lo que me dicen y lo que me escriben. Por otra parte, hay otros a quienes es obvio que les disgusta totalmente la Iglesia y a los que parezco disgustarles bastante yo también; tienen esa prerrogativa. No siento ningún rencor hacia ellos, sólo me dan lástima, porque sé cuál será el resultado de todo eso.

He desempeñado varios oficios en esta Iglesia desde que fui llamado a servir en la presidencia del quorum de diáconos, a los doce años de edad. Durante los últimos sesenta años, he tenido una oficina en el Edificio de Administración de la Iglesia. Mucho antes de que fuera Autoridad General, conocía a los presidentes de la Iglesia de aquellos días, así como a otras Autoridades Generales. Llegué a darme cuenta de que eran humanos, imperfectos en ciertas cosas; pero quisiera agregar que también opinaba que eran los mejores hombres que se podía encontrar en este mundo; también entonces había críticos que hablaban mal de ellos; también tenían que hacer frente a los escritos y los discursos de disidentes y apóstatas, pero el nombre de esos hombres se recuerda con aprecio, gratitud y respeto, mientras que los nom­bres de sus críticos han pasado al olvido.

Cuando en mi juventud trabajaba en el Edificio de Administración, en una ocasión el presidente del Consejo de los Doce me pidió que fuera con otra persona a entre­gar una carta para un consejo disciplinario de la Iglesia que se llevaría a cabo para un hombre que había escrito varios libros que hablaban en forma negativa de la Iglesia, y de naturaleza marcadamente apóstata. La cédula de miembro de ese hombre estaba en una estaca de California, pero el presidente de la estaca había enviado los papeles a Salt Lake City, donde el hombre residía por el momento.

Mi compañero y yo, ambos élderes, fuimos al lugar donde vivía, y cuando nos atendió le hice saber el pro­pósito de nuestra visita. Nos invitó a pasar e hizo señas de que tomáramos asiento al otro lado de la habitación, alejados de la puerta; a continuación, se puso de pie enfrente de la puerta a fin de que no pudiéramos salir hasta que él hubiera tenido tiempo de desahogar su enojo contra nosotros. Sus palabras eran viles y perversas, y nos habló de manera amenazante. Afortunadamente no nos puso la mano encima; ninguno de nosotros era muy alto. Después de haber llevado a cabo nuestro objetivo, nos encaminamos hacia la puerta, la abrimos y salimos.

Durante el tiempo que ese hombre estuvo con vida, muchas personas que compartían las mismas opiniones doctrinales apóstatas que él leyeron sus escritos; también lo hicieron otros que aceptaron sus alegaciones en con­tra de ciertas Autoridades Generales. En ambos casos eran falsedades, pero hubo personas que aceptaron sus escritos como algo verídico.

Posteriormente fue excomulgado de la Iglesia, y eso hizo que aumentara su enojo. En vez de reconocer los errores cometidos, sus ataques se volvieron aún más fero­ces. Y de pronto se le acabó la popularidad; la gente pare­cía que ya no estaba interesada más en él. Falleció hace mucho; no conozco a nadie que lo recuerde. Incluso el hermano que me acompañó para entregar aquella carta ha fallecido. Creo que yo soy la única persona que siquiera recuerda cómo se llamaba aquel hombre.

Hoy en día tenemos algunas de esas mismas personas; las hemos tenido en el pasado y las tendremos en el futuro. Están desperdiciando la vida tratando de encon­trarle faltas a la Iglesia; examinan su historia en busca de cualquier pequeñez negativa; examinan con deteni­miento las palabras de las Autoridades Generales para buscar faltas. Tal vez aun me concedan el dudoso honor de examinar lo que estoy diciendo esta noche. Lamento el modo en que están desperdiciando su tiempo. Siento compasión por ellos, y quisiera persuadirlos a que cam­bien su manera de ser, a que alteren su opinión y vuel­van a la Iglesia con el fin de poner su talento al servicio de la edificación del reino. Pero dudo de que estén dis­puestos a hacerlo.

Supongo que por ahora estarán gozando de lo que hacen, pero ese gozo se les acabará un día y no se les recordará para bien.

Hago la observación de que no ha sido gracias a los criticones que esta obra ha progresado hasta el maravi­lloso nivel en que se halla actualmente; la han llevado adelante hombres y mujeres de fe, quienes han hecho su parte, grande o pequeña, por extenderla.

Quisiera ahora exhortarlos a que sean considerados. No obstante, los exhorto a que lo sean de manera posi­tiva y afirmativa con respecto a ésta, la obra del Señor. Esta causa, de la que ustedes forman parte, no es algo ordinario; es, en verdad, la Iglesia y el reino de Dios sobre la tierra; es la piedra que fue cortada del monte, no con manos, como lo vio Daniel en una visión, y que rodaría basta llenar toda la tierra (véase Daniel 2:44-45; D. y C. 65:2). Es aquello de lo que Juan el Revelador habló cuando dijo:

“Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6).

Todas los elementos negativos de los que he hablado son como obstáculos que se adhieren con tenacidad para impedirnos el paso en nuestro viaje por la vida. Coloquémonos en un nivel más alto; aprendamos el evangelio; vivámoslo; démoslo a conocer.

“Si hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos” (Los Artículos de Fe, 1:13).

La Iglesia es la gran reserva de verdad eterna de la cual podemos beber constante y libremente; es la que preserva las normas, la que enseña los valores. Aférrense a esos valores; apéguenlos a su corazón; dejen que se conviertan en la estrella que los guiará en su vida a medida que siguen adelante en el mundo del que llega­rán a ser una parte muy importante.

Los felicito cordialmente por sus esfuerzos en los estu­dios. Los exhorto a que obtengan toda la educación que les sea posible. Están a punto de entrar en una sociedad sumamente competitiva. El Señor desea que adquieran conocimiento tanto secular como espiritual. Mediante la revelación contemporánea, Él les ha dado un manda­miento muy importante, cuando dijo:

“Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doc­trina del reino… [y] de cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra; cosas que han sido, que son y que pronto han de acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en el extranjero; las guerras y perplejidades de las naciones, y los juicios que se ciernen sobre el país; y también el conocimiento de los países y de los reinos” (D. y C. 88:77, 79).

Al leer estas palabras con las que ya están familiariza­dos, parece que abarcaran todo el conocimiento al que ustedes están expuestos. No sé de ninguna otra gente o de ningún otro sistema teológico que incluya un manda­miento de Dios de que se debe adquirir conocimiento secular así como espiritual. Les exhorto a que sean dili­gentes en sus estudios. Esta es la época de su gran opor­tunidad. Espero que hagan todo lo posible por prepararse para hacer una contribución significativa a la sociedad de la cual ustedes formarán parte.

El conocimiento, la integridad, las normas de trabajo y la honradez que demuestren en su vida futura rendirá tributo al buen nombre de ésta, la Iglesia del Señor.

La gente a veces me pregunta: “¿Cuál es su pasaje favorito de las Escrituras?” Les digo que tengo muchos, pero entre ellos hay uno por el que siento predilección especial; se encuentra en la Sección 50 de Doctrina y Convenios, y dice:

“Y lo que no edifica no es de Dios, y es tinieblas.

“Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más res­plandeciente hasta el día perfecto” (D. y (2 50:23-24).

Les exhorto a que mediten esas palabras: “Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplande­ciente hasta el día perfecto”.

A mí me parece que esas cuantas palabras encierran el maravilloso concepto del plan eterno de Dios en beneficio de Sus hijos a quienes El ama. Esas palabras se refieren al aprendizaje, se refieren a la época actual y a la eternidad, se refieren al progreso y al desarrollo; son positivas, afirmativas y maravillosas.

Hace mucho memoricé ese pasaje de las Escrituras que para mí presenta un maravilloso desafío y encierran las sublimes promesas de Aquel que es nuestro Padre y nuestro Dios.

Nunca se engañen pensando que pueden hallar felici­dad en la maldad o en el pecado. Tengan la seguridad de que la felicidad se logra al seguir el camino que el Señor nos ha señalado; de manera que vuelvo a repetir: reco­rran conmigo el sendero de la fe.

Para concluir, quisiera dejarles mi testimonio de esta obra. De acuerdo con las normas del mundo, soy un hombre viejo. He continuado trabajando veinte años más allá de lo que se considera la edad normal de la jubilación, ¡pero no me siento viejo! Me siento entu­siasta en cuanto a esta gran causa de la cual todos for­mamos parte. ¿Por qué? Porque sé que es la obra del Todopoderoso y que trasciende cualquier otra obra debajo de los cielos.

En lo que respecta al tiempo y a la eternidad, nada es más importante. El Maestro dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).

Esta es la vida eterna; es el plan de nuestro Padre para la felicidad de cada uno de nosotros. Dios nuestro Padre Eterno vive; lo sé. Jesucristo es Su Amado Hijo, el Primogénito del Padre, Su Unigénito en la carne, el Salvador y el Redentor del mundo, quien, mediante Su expiación, ha hecho posible que sigamos adelante hasta lograr la exaltación eterna. José Smith fue y es un Profeta. El Libro de Mormón es verdadero. Desde el momento que salió de la imprenta en Palmyra, Nueva York, en 1830, ha habido críticos que han tratado de explicar su origen, pero sus esfuerzos han sido en vano. Cada año lo leen más per­sonas y es una influencia para el bien en la vida de un número cada vez mayor de personas. Consideren lo siguiente: en 1994 se distribuyeron 3.742.629 de ejempla­res del Libro de Mormón; todo o partes del mismo están actualmente traducidas a 88 idiomas.

Tenemos el sacerdocio entre nosotros; es real, pode­roso y verdadero. Tenemos con nosotros el espíritu de revelación. Quiero testificarles que el Señor no permi­tirá que ningún hombre desvíe Su Iglesia. El posee los poderes de la vida y la muerte; es Su Iglesia, no la de ningún hombre. Él se encargará de que todo esté en orden, de que siga adelante, de que sus miembros sean nutridos con la buena palabra de Dios, y que siga ade­lante para cumplir su misión señalada.

En este momento, como dije anteriormente, tanto ustedes como yo somos los personajes importantes en el escenario. Tenemos la gran oportunidad de asistir en ésta, la causa del Padre Eterno. Como dice el himno: “Firmes creced en la fe que guardamos; por la verdad y justicia luchamos” (“Firmes creced en la fe”, Himnos, N- 166).

Estimados jovencitos, sepan que les quiero. Que los cielos se abran y derramen bendiciones sobre ustedes a medida que llevan vidas de virtud y rectitud, de entu­siasmo y aprendizaje, de amor y respeto. Que sean ben­decidos con esa paz que se logra al hacer aquello que saben que el Señor desea que hagan, es mi humilde ora­ción, en el nombre de Jesucristo. Amén. □

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