Conferencia General Abril 1949
Mensaje de un Profeta a su pueblo
Presidente George Albert Smith
Discurso pronunciado en la Sesión Inaugural de la 119a
Conferencia Anual de la Iglesia, el 3 de abril de 1949.
Siento gozo de veros. No sé si estáis tan contentos como yo de hallarme en esta conferencia. Hace dos meses y medio empecé a orar que se me concediera estar aquí, y estoy agradecido al Señor por haber escuchado no sólo mis oraciones sino también las vuestras; y aprovecho esta ocasión para dar las gracias a cada uno de vosotros por el interés que habéis manifestado en mí y por las palabras cariñosas que se han escrito y las oraciones que se han ofrecido.
En esta ocasión quisiera expresar mi gratitud a todos aquellos que tan bondadosamente enviaron tarjetas con sus saludos y cartas de ánimo. Me es imposible contestarlas todas, pero estoy seguro que aquellos que las han enviado recibirán consuelo por lo que han hecho.
Acabo de volver de California. Tenemos allí un grupo muy grande de miembros, y particularmente en la región donde he estado, la región de Los Angeles. Causa admiración el número de personas amables que hay allí, personas que no son miembros de la Iglesia pero que están interesados en lo que tratamos de hacer.
Mi visita a California esta vez fué ocasionada por el proyecto de edificar otro templo. Hay muchas personas allí que no se dieron cuenta de lo que quiere decir. Creían que se trataba simplemente de otro lugar donde tener servicios públicos. No comprendían que una casa de oración sirve una comunidad pequeña, mientras que un templo sirve una comunidad mayor para un propósito distinto. Queríamos que todo quedara bien arreglado para que todos estuvieran satisfechos.
Voy a permitirme manifestar que hemos recibido excelentísima cooperación de las personas que viven allí. Nuestros propios hermanos que residen en ese lugar han dado tan buen ejemplo que cuando tuvieron que visitar personas individualmente para hablar sobre el asunto, fueron recibidos con consideración y cariño, y quiero en esta ocasión dar las gracias al hermano Preston D. Richards particularmente, quien dedicó tanto de su tiempo a hacer lo que yo tenía proyectado ir a hacer, y a visitar aquellos que ros ayudarían con nuestros arreglos.
Del campo misionero nos llegan noticias de que el Señor ha abierto el camino en numerosos lugares. Es maravilloso el cambio que se ha efectuado en muchos casos. Las revistas y periódicos del mundo están ahora más que dispuestos a hablar con encomio de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. A veces no entienden la belleza del evangelio de Jesucristo, pero sí han descubierto que tenemos algunos de los mejores jugadores de basquetbol en todo el mundo. Y eso estrecha nuestra amistad un poco más. El gran coro y órgano nos anuncian por todo el mundo, y causa gran satisfacción a muchos de los que están lejos poder escuchar este gran coro.
Nos hemos congregado aquí esta mañana no sólo para hablar y visitar. Nos hemos juntado para adorar de la manera más sincera. Estamos aquí en la casa del Señor para servirlo. Muchos de vosotros habéis viajado grandes distancias para estar aquí. Si cada uno de los que estamos aquí ha venido con el objeto de adorar, si nos hemos reunido para ese fin y ejercitamos nuestra fe, el Señor no nos abandonará y a la conclusión de esta conferencia sentiremos que nos ha bendecido maravillosamente.
Mi deseo sería que muchos más de nuestros hermanos pudieran estar presentes en una ocasión como ésta. Nuestra casa no es suficientemente grande. Aun ahora tenemos que estar pensando en otro lugar más amplio para nuestras conferencias generales, pero hoy nos sentimos agradecidos a Aquel que nos dió esta casa y todo que la rodea.
Estamos agradecidos a Aquel que es el Autor de nuestro ser, y agradecidos que descendió a la tierra y trajo consigo a su Hijo Amado para inaugurar una nueva dispensación, una dispensación del Cumplimiento de los Tiempos. Esta no es la Iglesia de José Smith ni de ninguno de los otros presidentes que lo siguieron. Esta es la Iglesia de Jesucristo y fué nuestro Padre Celestial quien le dió su nombre.
A veces me pregunto si entendemos el honor que es ser miembros de esta gran organización. Hasta en nuestros asuntos comerciales y en nuestros asuntos sociales deberíamos estar pensando: “Soy parte de la obra del Señor, y deseo ser digno de las bendiciones que he recibido”. Jamás ha habido época en la historia del mundo cuando la oportunidad para propagar la verdad ha sido tan espléndida como ahora.
En nuestro propio país la gente con gusto escucha a nuestros misioneros, y les complace aprender algo más del Evangelio de Jesucristo. Algunos han adorado el sol; algunos han adorado otros luminares, y algunos han adorado montañas y otras cosas creyendo que eso jera adoración. Pero adoración en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una vida devota, un deseo de ser dignos de Aquel a cuya imagen hemos sido creados y quien nos ha dado todo lo que de valor tiene el mundo, a saber, el Evangelio de Jesucristo.
Cuando pienso en el gran desarrollo de nuestras escuelas, me siento muy agradecido. Me refiero particularmente a las escuelas de la Iglesia (aunque no pasaría por alto las escuelas públicas). Hay muchas maestras en las escuelas públicas que se han esforzado para enseñar a nuestros hijos e hijas principios correctos. Pero hay muchas personas que toman parte en la educación de la Juventud de este gran país quienes ninguna fe tienen en Dios.
Somos afortunados en tener tantas quienes no solamente gozan de la educación que se recibe en las universidades, no sólo disfrutan de los beneficios que de la ciencia se derivan, sino además de esto también tienen un testimonio de que Dios vive y de que nosotros somos sus hijos. No hace mucho leí una carta escrita por un hombre educado, quien al concluir sugiere que toda religión es un mito. ¡Toda religión! Y sin embargo, ese hombre ocupa una posición como instructor de los hijos de los santos de los últimos días.
Hermanos y hermanas, debemos depender no solamente de las academias y colegios, sino también hemos de seguir la amonestación de nuestro Padre Celestial cuando dice que es nuestro el deber de enseñar a nuestros hijos, cuando tengan ocho años de edad, la fe en Dios, el arrepentimiento y el bautismo.
Aquí se está refiriendo él a los padres. No deja eso a los profesores de las escuelas.
Si los padres que viven en Sión o cualquiera de las estacas organizadas dejan de enseñar estas cosas a sus hijos cuando tengan ocho años de edad -—no esperar hasta que hayan crecido, sino cuando tengan ocho años de edad— el pecado quedará sobre las cabezas de los padres.
Y cuán agradecido estoy que hay tantos de los miembros de esta Iglesia que creen esto; que estiman’ a los niños que han llegado a sus hogares y se consagran a enseñarlos. Cuando en mis viajes y asociaciones con la gente aquí en casa y en otras partes, observó el carácter de los santos de los últimos días, el buen ejemplo que dan, la manera en que viven, pregunto yo si nos damos cuenta de que nuestros hijos e hijas son los misioneros más grandes que esta Iglesia tiene, es decir, si los han criado debidamente. Les gusta compartir el evangelio con otros cuando lo entienden, y tienen el deseo de entenderlo. Acabamos de celebrar una gran conferencia de la Asociación Primaria de esta Iglesia. No pude estar con ellos en este edificio, pero entiendo que estaba lleno de aquellos que trabajan con los niños, y también algunos de los niños mismos. Nadie llegará a comprender el gran valor de la Asociación Primaria a menos que se familiarice con lo que ha hecho en esta Iglesia mediante la noble dirección de mujeres temerosas de Dios.
Añaden a lo que deberíamos enseñar en nuestros hogares otras cosas que nuestros hijos deberían saber, e inculcan en ellos el deseo de hacer lo que el Señor quiere que hagan.
Hermanos y hermanas, ciento gozo de estar aquí. Le doy las gracias a mi Padre Celestial por este privilegio. Estoy agradecido por vuestro compañerismo, y quisiera cooperar con vosotros desde este momento en adelante, entiendo que tenemos bendiciones especiales de nuestro Padre Celestial y que si no somos egoístas con estas bendiciones, y las compartimos con aquellos que no entienden y no disfrutan de lo que nosotros apreciamos, grande será nuestro gozo.
Esta es la Iglesia de Jesucristo. Millones de los hijos de nuestro Padre Celestial no saben de ella, pero no por eso dejan de ser sus hijos y él quiere que hagamos cuanto esté de nuestra parte. Desde el fin de la guerra, hemos tenido cinco mil misioneros en el mundo. Muchos de ellos han efectuado una obra maravillosa. Han hallado que los corazones del pueblo están dóciles y listos para escuchar el mensaje.
Muchas de nuestras misiones han utilizado a aquellos de sus grupos que pueden cantar, y han verificado conciertos entre el pueblo a fin de poder cantar el evangelio así como enseñarlo por otros medios. Muchos de vosotros, hermanos y hermanas, tenéis bajo vuestro cargo estas instituciones de enseñanza y sois maestros de estos jóvenes. Ruego que no solamente sintáis el gozo de que vuestras oportunidades intelectuales han sido mejores que las de muchos, sino que también os alleguéis al Señor para que sintáis su presencia y la inspiración de su Espíritu mientras instruís el más precioso de todos sus dones al Hombre, los hijos e hijas que vienen a nuestros hogares. Deseo bendecir a los hombres y mujeres que aparte de su regular trabajo están dando de su tiempo en el campo de la misión, en las escuelas y las organizaciones auxiliares de la Iglesia. Deseo bendecirlos y pedir a Dios que los bendiga por su fidelidad.
Esta es la casa del Señor. Hoy somos sus huéspedes. Fué él quien nos permitió estar aquí, y ahora mientras estemos en esta conferencia, manifestemos por nuestro conducto, por nuestra bondad, por nuestro amor, por nuestra fe, que observamos el gran mandamiento que el Salvador dijo era igual que el primer gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Doc. y Con. 59:6).
Puedo deciros, mis hermanos y hermanas, que las personas más felices del mundo son aquellas que aman a su prójimo como a sí mismos y manifiestan su aprecio por las bendiciones de Dios mediante su manera de vivir. Que el Señor añada su bendición, humildemente ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
Palabras Pronunciadas durante la Tercera Sesión del 119a Conferencia General Anual de la Iglesia, el 4 de abril de 1949.
Hoy hace 79 años que llegó al mundo un niño allá enfrente de donde yo estoy en este momento. El suelo estaba cubierto de nieve. Los padres del niño vivían en circunstancias muy humildes. Yo era ese niño, y aquí en vuestra presencia hoy bendigo a mi Creador y le doy las gracias con todo mi corazón por haberme enviado a una casa de verdaderos santos de los últimos días.
Yo me crié en esta comunidad. A los ocho años de edad me bauticé en el arroyo que corría a una cuadra de allí. Se me confirmó miembro de la Iglesia un día de testimonio en el Barrio 17, y animado por una de mis queridas tías, Lucy H. Smith, me puse de pie y di mi testimonio. Dije a la congregación que tenía gusto de pertenecer a la Iglesia de Jesucristo, porque creía que era la Iglesia verdadera y quería ser digno de ser miembro de ella.
Han acontecido muchas cosas desde entonces. Ojalá pudiera pintaros un cuadro de lo que ha pasado ante mis ojos y por mi mente desde que empecé la vida aquí sobre la tierra. Tuve el privilegio de ir a la escuela. Asistí a la Escuela Dominical y a las juntas de Mejoramiento Mutuo en el Barrio 17. Iba a las juntas de testimonio y venía a este edificio los domingos para escuchar a las autoridades de la Iglesia. Se me concedió ir a Provo y asistir a la Academia de Brigham Young bajo el superintendente Karl G. Maeser por un año. Y la influencia que ese gran hombre ejerció en mi vida fué tan grande que estoy seguro perdurará por la eternidad.
Fui ordenado diácono y llegué a ser presidente de mi quorum. Cuando tenía unos 14 años de edad leí el capítulo 40 de Alma en el Libro de Mormón, en nuestra clase en la Escuela Dominical. Dejó tal impresión en mí que me ha sido un gran consuelo cuando la muerte ha arrebatado a alguno de mis seres queridos. No tomaré en esta ocasión el tiempo para leerlo, pero es el único lugar en las escrituras que nos dice a dónde van nuestros espíritus cuando salen de este cuerpo; y desde entonces he tenido el deseo de ir a ese lugar llamado el paraíso.
Fui llamado a cumplir una misión en los Estados del Sur, en los días en que había mucho rencor en los corazones de algunos de los que vivían allí. La mayor parte de ellos eran buenos hombres y mujeres, pero había unos cuantos que se oponían a que se enseñase el Evangelio de Cristo como el Señor desea que lo enseñemos. Algunos de nuestros misioneros fueron brutalmente azotados. Poco antes que yo llegase, habían matado a varios de ellos. Sé lo que es despertar con el zumbido de las bajas por todas partes. Una chusma rodeó el edificio donde estábamos dormidos y dispararon por los cuatro lados. Llovieron las astillas, pero ninguno resultó herido. Trabajé bajo la dirección del hermano J. Golden Kimball. Fué un gran presidente de misión. Volví a casa y seguí con mis quehaceres, beneficiado por las experiencias de mi carrera misionera.
Había cantinas y casas de juego en Salt Lake City durante mi juventud —no muchas pero algunas— más nunca tuve motivo para entrar en ellas. Persistía en mí el sentimiento de que no les agradaría a mis padres si lo hacía, y me daba gusto hacer las cosas que ellos querían que hiciera.
Después de mi misión en los Estados del Sur, me pusieron a trabajar en las organizaciones auxiliares en casa, tanto en la Escuela Dominical como en la Asociación de Mejoramiento Mutuo en la Estaca. También fui maestro visitante y misionero local, y miembro de la junta general de la Asociación de Mejoramiento Mutuo.
Asistí a las conferencias generales que se verificaban cada seis meses en este edificio. Me iba metiendo por entre la gente poco a poco hasta que lograba sentarme en estos escalones a la izquierda el edificio estaba lleno y no había asientos para todos. En la ocasión particular a que me refiero, entré como acostumbraba hacer poco a poco me fui metiendo hasta que logré sentarme casi al pie de los escalones. (En esa época me había casado y ya tenía familia. Vivía enfrente de este edificio, y de paso diré que una de las bendiciones más grandes que recibí fué la de tener por esposa un miembro muy digno de esta Iglesia.) El obispo general, Charles W. Nibley, vecino mío, vino a mí.
—Venga, siéntese a mi lado—me dijo.
—Aquí hay bastante lugar—le respondí.
—Venga a sentarse conmigo —repitió-— acá estará más cómodo.
De haber sabido lo que iba a suceder en esa conferencia, no podrían haberme levantado de mi asiento ni con una palanca.
Eso fué un día domingo. Tenía que estar en mi trabajo porque llegaba- gente de todas partes, y no podía ir a los servicios sino los domingos. El siguiente martes llegué a casa después del trabajo para llevar a mis niños a la feria a las cuatro. La hermana Nellie Taylor que vivía enfrente, me vió y vino a donde yo estaba.
—Hermano Smith, vengo a ‘felicitarlo’.
¿Felicitarme? ¿Por qué?
— ¿No sabe usted? —me preguntó.
—No sé ni de lo que está hablando.
— ¡Es que lo acaban de nombrar miembro del Quorum de los Doce!
Pero yo le aseguré que estaba en un error y la convencí. Se disculpó y dijo:
—Dispénseme. Espero que tenga a bien dispensarme.
Conociendo bien las experiencias y trabajos de mi padre, y teniendo en cuenta el buen trabajo que tenía entonces, no aspiraba mucho a una posición como la que mi padre tenía. Ocupaba todo su tiempo y muy poco se hallaba en casa.
Entré y le dije a mi esposa que ya me iba con los niños para la feria.
Pero antes que pudiese llegar al coche volvió la hermana Taylor exclamando: — ¡Fué usted! ¡Fué usted! Todos lo oyeron.
Jamás olvidaré lo que sentí. Me volví a mi esposa; estaba llorando. Así fué como supe que se me había nombrado al Quorum de los Doce.
Estas son algunas de las experiencias de una corta vida, y quiero deciros, hermanos y hermanas, es mucho mejor tener 79 años de joven que 50 años de viejo.
Llegué a mi posición con mucha humildad. Pasaron tres semanas antes que pudiera sentirme bien, y ése es otro relato interesante si tuviera tiempo de narrarlo. Durante el tiempo que he tenido el sacerdocio, he viajado más de un millón de millas por el mundo buscando la manera de compartir el evangelio de Jesucristo, tan precioso para mí. Jamás me ha parecido difícil decir a los hombres las buenas cosas que tenemos. En ocasiones, cuando los hombres de otras Iglesias han dicho: —Tenemos esto y esto, yo les he contestado: —Conserven toda la verdad que tienen, y permítanme explicarles algunas de las cosas que han enriquecido mi vida y que estoy seguro les traerá la felicidad.
Fui secretario de la misión de los Estados del Sur y presidí a la Misión Europea por un tiempo. Me he asociado con vosotros, mis hermanos y hermanas, y con muchos de vuestros padres y madres que han pasado de esta vida, en este maravilloso evangelio de Jesucristo nuestro Señor. Quisiera decir que no puedo recordar que jamás haya habido época en mi vida en que haya dudado en manera alguna de que esta obra es de nuestro Padre Celestial. Ha sido un gozo para mí. La gente me ha tratado con .bondad doquier que he ido, casi todos. No puedo imaginarme una vida más rica, aunque hubiera proyectado lo que iba a hacer estos 79 años.
Deseo aprovechar esta ocasión para dar las gracias a vosotros, las Autoridades Generales de la Iglesia, las autoridades de las estacas, las autoridades de los barrios, miembros de la Iglesia, por vuestra benevolencia, vuestro amor, ayuda y vuestro deseo y disposición de ayudarme a hacer mi obra, especialmente en ocasiones en que ha sido algo difícil.
Descansa sobre nosotros una grave responsabilidad en las grandes posiciones que ocupamos. Digo a vosotros, los varones de esta congregación, vosotros que sois élderes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, quienes no tenéis ninguna posición oficial, el Señor espera algo de vosotros. Si queréis vuestras bendiciones en la otra vida, tendréis que ganarlas de la misma manera que los hombres que son Autoridades Generales, o autoridades de los barrios o de las estacas.
Que cosa tan admirable mirar las caras de un grupo como éste. No sé cuándo vendrá el tiempo en que seré llamado de esta esfera, pero cuando llegue esa hora espero haber ganado el derecho de asociarme con precisamente la misma clase de hombres y mujeres que están presentes hoy y con todos aquellos que se encuentran por todo el mundo quienes están viviendo conforme al Evangelio de Jesucristo.
A este notable coro de jóvenes del Colegio de Ricks, quisiera decir: Guardad los mandamientos del Señor. No hay felicidad que merezca ese nombre, si dejáis de hacer esto. Toda felicidad se halla en el lado del Señor. Os damos las gracias por haber venido aquí para cantar por nosotros. Esperamos que dondequiera que vayáis recordéis que nuestro Padre Celestial os ama, y os ha ofrecido y sigue ofreciéndoos la oportunidad de llegar a ser la clase de hombres y mujeres que merecerán un lugar en el reino celestial, para asociaros con los que amáis por todas las eternidades.
No tenía idea cuando llegué aquí esta mañana que os hablaría de esta manera. Estoy agradecido por haber sido preservada mi vida. Muchas veces cuando aparentemente estaba listo para pasar a la otra vida, se me ha preservado para cierta obra que tenía que cumplir. Quiero que cada uno de vosotros sepáis que no tengo un solo enemigo, es decir, no hay una sola persona en el mundo contra quien sienta enemistad. Todos los hombres y mujeres son hijos de mi Padre, y he procurado durante mi vida observar el sabio consejo del Redentor del género humano, de amar a mi prójimo como a mí mismo. He disfrutado de mucha felicidad durante mi vida, tanto así que no cambiaría lugar con ninguno de los que ha vivido, y no lo digo con jactancia sino con gratitud. Toda la felicidad que ha venido a mí y a los míos ha sido por tratar de guardar los mandamientos de Dios y de vivir digno de las bendiciones que él ha prometido a los que lo honran y guardan sus mandamientos.
Que Dios os bendiga, mis hermanos y hermanas. No cometáis errores en estos días de incertidumbre. Permaneced con el Señor. Toda justicia, toda felicidad están con él. En conclusión, ruego que todos nos podamos ajustar a sufrir las experiencias de la vida, a fin de que podamos extender nuestra mano y sentir que palpamos la mano de nuestro Padre. Esta es la obra de Dios. Esta es su Iglesia. Es la manera que ha dispuesto nuestro Padre Celestial para prepararnos para la felicidad eterna. Ruego que todos seamos dignos de ella.
No me sentiría bien si en esta ocasión no expresara a la familia de mi padre, mis hermanos y hermanas, mi propia familia que tan cerca ha estado de mí todos estos años, mi gratitud a ellos por su ayuda. Jamás han puesto estorbo ninguno en mi camino para que no cumpliera con mi deber. Y aprovecho esta ocasión para decir a mis hermanos, los consejeros en la Presidencia de la Iglesia, y estos otros hombres que se hallan en la plataforma: Jamás llegaréis a saber lo mucho que os amo. No tengo palabras para expresarlo. Y deseo sentir lo mismo hacia todo hijo e hija de mi Padre Celestial. Y puedo sentirlo si observo las leyes y mandamientos y sigo su consejo.
Que el Señor nos permita a todos ajustarnos de tal manera que cuando [legue la hora en que tengamos que salir de aquí, podamos hallar nuestros nombres escritos en el libro de la vida del Cordero, lo cual nos dará un lugar en el reino celestial en compañía de las mejores personas que han vivido sobre esta tierra, yo ruego en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

























